No hacía falta un cubo de basura si se tenía cerca a un gully.
Tika podía oír al decepcionado Raf lloriqueando en la cocina. Caramon, con un gesto hosco en el semblante, echó al gully una barra de pan duro y volvió a cerrar la puerta enérgicamente. El lloriqueo cesó.
Tika mordisqueó una pasta; no tenía hambre, pero si no comía algo Caramon seguiría alborotando y preocupándose por ella hasta que lo hiciera. Ahora la miró sonriendo de oreja a oreja, se sentó a su lado, y le dio unas palmaditas en la mano.
—Sabía que esas pastas te abrirían el apetito.
—Están deliciosas, querido —dijo Tika, mintiendo. Las pastas le sabían a polvo. En estos tiempos todo le sabía a polvo. Pero Caramon, al verla comer, se puso contento, y verlo contento a él les daba cierto sabor a las pastas. Se sorprendió a sí misma comiéndose otra más.
—Oh, Caramon —suspiró Tika—. ¿Qué vamos a hacer?
—¿A qué te refieres?
—A... Bueno, a... todo esto. —Movió una mano con un gesto vago.
—¿Hablas de los caballeros negros? Poco podemos hacer nosotros, cariño —dijo el hombretón seriamente—. Han hecho que el negocio vaya mejor, eso no puede negarse. —Guardó silencio un momento, y después añadió quedamente:— Algunas personas comentan que esta ocupación no es algo tan malo.
—¡Caramon Majere! —se encrespó Tika—. ¿Cómo puedes decir eso?
—No lo he dicho yo —señaló Caramon—. He comentado que algunos lo decían. Y en parte tienen razón. Las calzadas son seguras y cuando este calor acabe, y seguro que acabará cualquier día de estos, la gente volverá a viajar. Los caballeros son educados y corteses, no como los draconianos que ocuparon la ciudad durante la última guerra. Ariakan no envió a sus dragones a quemar el lugar. Sus soldados no roban, pagan lo que compran, no se emborrachan, no son pendencieros. No...
—No son humanos —acabó Tika amargamente—. Son como una extraña máquina de fabricación gnoma a la que se le ha metido en la cabeza que es un ser humano, pero por dentro sigue siendo una máquina. Estos caballeros no tienen corazón ni sentimientos por nada. Sí, son amables conmigo, pero sé perfectamente bien que si les ordenaran cortarme el cuello para gloria de su Oscura Majestad lo harían sin vacilar.
—Bueno, en eso tienes razón... —admitió Caramon.
—¿Y qué me dices de la gente que ha desaparecido así, sin más? —La rabia de Tika iba en aumento, hinchándose como una nube tormentosa—. Gente como Todd Wainwright.
El semblante del posadero se ensombreció.
—Todd estaba buscándose problemas desde hace un año. Es un rufián camorrista. Yo mismo lo he sacado a rastras y lo he echado a patadas. Hasta tú le dijiste que no volviera aquí.
—Puede que eso sea cierto —replicó Tika—, pero los soldados de la Reina Oscura no se llevaron a Todd porque fuera un borracho despreciable. Se lo llevaron porque no encajaba en su grandioso plan, porque era un pendenciero y un rebelde.
—Aun así, todo está más tranquilo sin él. Hay paz —argumentó Caramon—. Ellos tienen que mantener la ley y el orden...
—¡Paz! —Tika hizo un gesto desdeñoso—. Ley y orden. Tenemos todo eso, ya lo creo. Hay leyes de sobra como para que se atragante hasta un enano gully. Y orden. Algunas personas temen el cambio, los asusta todo lo que es diferente. Recorren el camino seguro y bien transitado porque los asusta dejarlo. El tal Ariakan ha abierto un bonito carril en el camino y espera que todos vayan por él. Cualquiera que no lo hace, que quiere tomar una senda lateral o salirse del camino, desaparece en medio de la noche. Estarás seguro y a salvo en el fondo de un oscuro y seco pozo, Caramon Majere, pero no creo que así consigas gran cosa.
El hombretón asintió con un cabeceo. No había dicho nada durante la diatriba de Tika, dedicándose a cortar unas rodajas de pan a las que añadió un poco de queso y lo puso todo delante de su mujer. Tika, que se había terminado las pastas, empezó a dar cuenta del pan y el queso.
—Han frenado la guerra entre los elfos —mencionó el posadero.
Tika mordió el pan con voracidad y lo masticó como si estuviera machacando a los detestados caballeros.
—Sí, convirtiendo al propio hijo de Tanis en uno de sus autómatas —masculló, entre bocado y bocado.
—Eso si crees lo que dice Porthios —repuso Caramon, calmoso—. Asegura que Gilthas está considerando la posibilidad de claudicar ante los caballeros para salvar su propia piel. Conozco al joven Gil, y tengo mucha mejor opinión de él. Es hijo de Tanis y de Laurana, no lo olvides. Los paladines oscuros mataron a su padre, y no estoy seguro del juego que el muchacho se trae entre manos, pero apostaría a que no es el que piensan los caballeros. Qualinesti aún no ha caído.
Tika sacudió la cabeza, pero no discutió. La apesadumbraba todavía hablar de Tanis; la noche en que Laurana se presentó para darles la triste noticia de su muerte se había quedado grabada en su mente con todo detalle: los tres sentados juntos en la oscuridad porque les daba miedo encender una lámpara, hablando, entre lágrimas, de los viejos tiempos.
—Además —continuó Caramon al tiempo que cortaba más queso y lo ponía delante de su mujer—, los malos tiempos hacen que la gente se una, como vimos que ocurrió durante la Guerra de la Lanza.
—Pocos ejemplos y muy esporádicos —rezongó Tika—. La mayoría ha izado la bandera blanca de buen grado, y las huestes de Takhisis han tomado a sus vecinos.
—Vamos, cariño, la gente me merece mejor opinión que eso —dijo Caramon—. ¿Qué tal un poco de pastel de bayas para postre?
Tika bajó la vista a la mesa, vio miguitas de pan, de queso y de galletas, y se echó a reír. Su risa dio paso a las lágrimas al cabo de un momento, pero eran lágrimas de amor, no de pena. Dio unas palmaditas en la manaza de su marido.
—Ahora veo tu plan, y, no, no quiero pastel, sobre todo después de todas esas pastas. He comido más que suficiente, gracias.
—Iba siendo hora de que lo hicieras. Has comido más en diez minutos que en los últimos diez días —dijo Caramon con severidad—. Tienes que mantener las fuerzas, cariño. —Tomó a su esposa entre sus brazos—. No quiero perderte a ti también —añadió con voz enronquecida.
Tika se recostó en su marido, sintiendo que él era su mayor consuelo, su mayor alegría.
—No me perderás, amor mío. Empezaré a cuidarme más, te lo prometo. Sólo que... sigo pensando en Palin. —Suspiró y miró a través de la ventana la oscuridad del exterior—. Si su tumba estuviera ahí, con la de sus hermanos, al menos sabría que...
—Su tumba no está ahí porque nuestro hijo no ha muerto —dijo el posadero.
—Caramon —argumentó la mujer suavemente—, ya sabes lo que nos contó Dalamar. Palin y Tas entraron en el laboratorio y no salieron. Ha pasado un mes y no han dado señales de vida...
—No está muerto —repitió Caramon. Se soltó de los brazos de su mujer—. Prepararé unas tazas de té —dijo, y se dirigió a la cocina.
Tika lo conocía demasiado bien para ir tras él. Caramon tenía que reflexionar a solas para entender las cosas. Dio otro suspiro y luego, echando una mirada al desorden de la sala, volvió a suspirar y se puso de pie. Las guerras, los caballeros negros y los dragones perversos vendrían y se irían, pero los platos sucios seguirían allí si no los lavaba.
Estaba apilando platos cuando oyó un ruido. Sin estar segura de haber escuchado bien a causa del repicar de la vajilla, Tika hizo una pausa en el trabajo y, conteniendo la respiración, escuchó.
Nada.
Intentó identificar el ruido que había creído oír.
Pisadas en la escalera. Pisadas suaves, sigilosas.
No volvió a oír el ruido, pero se mantuvo en silencio un largo rato. Luego, encogiéndose de hombros y llegando a la conclusión de que tenía que haber sido el gato, empezó a apilar platos otra vez. Los había recogido todos en una bandeja y sostenía ésta en las manos, camino de la cocina, cuando oyó el roce de metal contra madera.
Giró sobre sus talones y vio cómo la tranca de la puerta se levantaba poco a poco, por sí misma. La puerta empezó a abrirse.
Tika dejó caer la bandeja, con gran estruendo, y alargó la mano hacia la sartén. Rápidamente, corrió a esconderse detrás de la puerta. Cualquier caballero negro que intentara cogerla a ella, a su marido o a sus hijitas se ganaría un buen sartenazo y acabaría con la cabeza rota.
—¿Qué demo...? —Caramon salió de la cocina.
—¡Chist! —Tika se llevó un dedo a los labios al tiempo que levantaba la sartén.
Alguien abrió la puerta una rendija y entró en la sala. Tika no vio bien quién era, ya que el hombre llevaba una capa gris a pesar del calor. Sólo vio la diana del golpe, la parte posterior de una cabeza, y apuntó...
Caramon soltó un grito y echó a correr, derribando mesas y sillas a su paso.
—¡Palin! —exclamó Tika. Demasiado aturdida para moverse, se echó hacia atrás y se recostó en la pared, mirando, con los ojos llenos de lágrimas, cómo su marido abrazaba a su hijo.
—¿Dónde está madre? —preguntó Palin al tiempo que echaba una ojeada a su alrededor.
—Escondida detrás de la puerta —dijo Caramon, que también lloraba—. ¡Preparada para darte un buen golpe!
Tika se puso colorada, hizo un gesto con la sartén, y después la tiró al suelo y corrió hacia su hijo.
—¡Palin, querido Palin! —Lloraba y reía a la vez—. Todos estos días he rezado para que regresaras con nosotros sano y salvo y, cuando lo haces, estoy a punto de romperte la cabeza. Creí que eras uno de... ellos.
—No te preocupes, madre. —Palin la estrechó contra sí—. Lo entiendo. Sé lo que está pasando por aquí. Hemos hablado con Dalamar.
—¿Hemos? —Tika miró detrás del joven.
Palin se apartó de Tika y Caramon para mirarlos a ambos.
—Madre, padre, alguien ha venido conmigo. Alguien a quien no veis desde hace mucho, mucho tiempo. Quería que os lo dijera antes, ya que no está seguro de... de ser bien recibido.
Con un grito salvaje, lleno de dolor, Caramon corrió hacia la puerta y la abrió de un tirón de par en par.
Una figura vestida con ropas negras, oscuridad contra oscuridad, se encontraba en el umbral. Al ver a Caramon, el hombre se retiró la capucha que le cubría la cabeza, y la luz que salía de la posada se reflejó en la piel dorada, brilló en los ojos dorados con las pupilas en forma de reloj de arena.
—¡Raist! —gritó el posadero, que se tambaleó.
Raistlin miró largamente a su hermano, sin moverse del umbral de la puerta.
—Caramon —dijo finalmente, con voz suave, y el nombre pareció humedecido con la sangre de su corazón—. Caramon, ¿podrás... podrás...? —Empezó a toser, pero se esforzó para seguir hablando—. ¿Podrás perdonarme...?
El hombretón tendió la mano e hizo pasar a su gemelo.
—Tu cuarto está preparado, Raist. Siempre lo ha estado.
Remordimientos.
Instrucciones.
Elegir
El sol saliente, aplastante y abrasador incluso a esa hora temprana del día, brillaba en los cristales de colores de las ventanas. Los gemelos estaban sentados, contemplándolo. Tika se había ido a la cama hacía mucho rato, igual que Palin, que todavía estaba algo débil por la herida. Caramon y Raistlin se habían quedado levantados, y pasaron despiertos toda la noche, hablando primero del lejano pasado, de otros tiempos, de antiguos errores y viejos remordimientos.
—Si hubieras sabido cómo iba a resultar todo, Raist, ¿habrías actuado de forma distinta? —preguntó Caramon.
—No —replicó el archimago con un atisbo de su antigua irritabilidad—, porque entonces no habría sido yo quien habría elegido el camino.
Caramon no acababa de entenderlo, pero estaba acostumbrado a no entender a su hermano y no dejó que eso lo preocupara. Entendía lo suficiente. Empezó a hablar a su hermano de la familia.
Raistlin se sentaba en un rincón del banco instalado en un hueco de la pared, sosteniendo en las manos una taza de la infusión que le aliviaba la tos. El archimago escuchaba el relato que le hacía Caramon, imaginaba a Palin y a sus hermanos claramente, sabiendo cosas de ellos que Caramon ignoraba. Durante todos esos años pasados en aquel plano distante, sumido en el apacible sueño semejante a la muerte... eran estas visiones las que habían poblado sus sueños.
No fue hasta muy avanzada la noche, poco antes del amanecer, cuando los dos hablaron del presente... y del futuro.
Ahora, Caramon miraba por la ventana, preocupado y agitado, el sol que ascendía brillando a través de la marchitas hojas del vallenwood.
—El final de todo, dices —musitó el posadero—. De
todo -
-repitió, volviéndose para mirar a su hermano—. Sé que tengo que morir. Todos los seres, incluso los elfos, tienen que morir. Pero... siempre di por sentado que esto —hizo un gesto que abarcó la ventana, el árbol, la hierba, la tierra y el cielo despejado— seguiría aquí cuando yo ya no estuviera. ¿Y ahora me dices que nada,
nada
perdurara?
—Cuando Caos venga a destruir este «juguete de los dioses», la tierra se abrirá y vomitará fuego por las grietas, un viento con la furia de un millar de huracanes bajará rugiente desde el cielo, avivando las llamas. Dragones de fuego, montados por guerreros demoníacos, cabalgarán sobre la tierra, y el fuego consumirá todo rápidamente. Los lagos se evaporaran, los océanos hervirán. El propio aire será abrasador; la gente morirá sólo con respirarlo. Nadie, nada sobrevivirá.
Raistlin hablaba con un tono sosegado, desapasionado, que resultaba totalmente convincente, totalmente aterrador. Sus palabras hicieron que un escalofrío de miedo estremeciera a Caramon de la cabeza a los pies.
—Lo dices como si lo hubieras visto —susurró.
—Lo he visto —contestó el archimago. Su mirada, que había estado prendida en el vaho que salía de la taza, se volvió hacia el hombretón—. Has olvidado lo que veo con estos malditos ojos míos. Veo el paso del tiempo y, así, lo he visto detenerse.
—Pero no tiene por qué ser de ese modo —argumentó Caramon—. Es algo que he aprendido, que el futuro lo hacemos nosotros.
—Cierto —admitió Raistlin—. Siempre existen alternativas.
—¿Y? —insistió su hermano, el eterno optimista.
La mirada del archimago volvió a la taza de infusión.
—Te he dicho lo peor que puede pasar, hermano. —Se quedó silencioso, pensativo, y luego añadió:— O, quizá, lo que sería mejor.
—¿Qué? —Caramon estaba conturbado—. ¿Lo mejor? ¡La gente abrasada viva, los océanos hirviendo! ¿Es eso lo mejor?