—Lo es —contestó Raistlin—, pero no lo he preparado yo. Fue un regalo, de una sacerdotisa de Palanthas.
—De Crysania, supongo —dijo Tasslehoff mientras asentía con expresión enterada—. Te tenía mucho aprecio, Raistlin.
El semblante del archimago estaba impasible, severo. Se dio media vuelta y regresó hacia los estantes para reanudar el repaso del contenido de los frascos.
—¡Tas! —susurró Palin, escandalizado—. ¡Chitón!
—¿Por qué? —contestó el kender enfadado, también en un susurro—. Es la verdad.
El joven miró con desasosiego a su tío, pero, si Raistlin había oído algo, hacía caso omiso de los dos.
A Tas le dolía la cabeza. Lo hacía sentirse muy desdichado pensar que Tanis había muerto y que nunca volvería a oír su risa, ni lo vería sonreír, ni le cogería prestados más pañuelos. Y ahora, como si todo eso fuera poco, estaba aburrido.
El kender sabía de sobra que si se le ocurría siquiera echar un vistazo a un murciélago muerto en este laboratorio, los dos, Raistlin y Palin, le gritarían. Y si le gritaban, la opresión que sentía en el pecho haría que les gritara también y probablemente les dijera algunas cosas que herirían sus sentimientos. Lo que significaba que uno u otro podría acabar convirtiéndolo en un murciélago, y aunque eso sonaba divertido...
Tasslehoff deambuló por el laboratorio en dirección a la puerta. Intentó abrirla, pero el pestillo no cedió.
—¡Porras! ¡Estamos atrapados aquí!
—No, no lo estamos —dijo Raistlin fríamente—. Nos marcharemos cuando yo esté preparado para salir, no antes.
Tas miró la puerta con gesto pensativo.
—Ahora todo está en silencio ahí fuera. Steel golpeaba la hoja de madera como un energúmeno cuando entramos. Supongo que él, Usha y Dalamar se cansaron y se fueron a cenar.
—¡Usha! —Palin se puso de pie y casi de inmediato se acercó tambaleándose hasta un sillón y se sentó—. Espero que esté bien. Tienes que conocerla, tío.
—Ya la conoce —comentó Tas—. Bueno, más o menos. Al fin y al cabo es su hija...
—¡Hija! —Raistlin resopló. El archimago estaba guardando en una bolsita de cuero pequeña una hojas fragantes que había en otra más grande—. Si dice eso, entonces es una mentirosa. No tengo ninguna hija.
—No es una mentirosa. Las circunstancias fueron... eh... singulares, tío —dijo Palin a la defensiva. Se dirigió desde el sillón hasta el rincón donde estaba apoyado el bastón y lo cogió. Casi de manera inmediata pareció sentirse más fuerte—. Podrías haber tenido una hija y no saberlo a causa de la magia irda.
Raistlin tosió y empezó a negar con la cabeza, pero se detuvo y alzó los ojos hacia el joven.
—¿Irda? ¿Qué tienen que ver los irdas con esto?
—Yo... Bueno, es una historia que la gente cuenta sobre ti, tío. Padre nunca le dio importancia. Cada vez que se sacaba el tema, decía que no eran más que tonterías.
—Me gustaría oír ese relato —dijo Raistlin con un atisbo de sonrisa asomándole a los labios.
—Existen varias versiones, pero, de acuerdo con la mayoría, tú y padre regresabais de la Torre de Wayreth, donde acababas de pasar la Prueba. Estabas enfermo y el tiempo estaba empeorando. Los dos os detuvisteis en una posada para descansar, y luego entró una mujer y pidió un cuarto para pasar la noche. Iba encapuchada y con el rostro casi cubierto con un pañuelo. Unos rufianes que había en la taberna la atacaron, y tú y padre la salvasteis. Ella intentó mantener oculto el rostro, pero se le cayó el pañuelo. Era bellísima —dijo Palin suavemente—. Sé lo que debiste sentir, tío, cuando la miraste. Yo he sentido lo mismo. —Guardó silencio, sonriente, sumergido de lleno en la historia.
—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Raistlin, sacando al joven de su ensoñación con un sobresalto.
—Bueno... eh... —balbuceó Palin—. Para resumir, tú y ella... bueno, tú, eh...
—Hicisteis el amor —intervino Tas al ver que Palin parecía muy confuso en este punto—. Hicisteis el amor, sólo que tú no te enteraste a causa de la magia irda, y ella tuvo una niña con los ojos de color dorado, y los irdas vinieron y se llevaron a la pequeña.
—O sea que hice el amor con una mujer bellísima y yo ni me enteré. Qué mala suerte la mía —dijo Raistlin.
—No fue eso lo que ocurrió exactamente. Tendrá que contártelo ella. Te gustará, tío —siguió Palin con entusiasmo—. Es encantadora, y amable y muy, muy hermosa.
—Todo lo cual demuestra que no es hija mía —replicó el archimago cáusticamente. Tiró de la cinta que cerraba la bolsita de cuero y la colgó con cuidado del cinturón—. Será mejor que nos marchemos ahora. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para llevarlo a cabo. Me temo que han pasado demasiados días.
—¿Días? No, tío. Era media mañana cuando entramos al laboratorio, así que debe de estar a punto de anochecer. —Palin hizo una pausa y miró a su alrededor—. ¿No vas a coger ningún libro de hechizos? Me siento mejor, y podría ayudarte a llevarlos.
—No, no voy a llevarme ninguno —contestó Raistlin sosegada y fríamente, sin mirar siquiera en dirección a los libros.
Palin vaciló un instante antes de preguntar:
—¿Te importaría que los cogiera yo, entonces? Esperaba que pudieras enseñarme algunos conjuros.
—¿Conjuros del gran Fistandantilus? —preguntó el archimago, al que pareció divertirle mucho la idea—. Tu túnica tendría que ponerse mucho más oscura de lo que es ahora antes de que pudieras leer esos hechizos, sobrino.
—Tal vez no, tío. —Palin se mostraba muy tranquilo—. Sé que nunca se ha dado en la historia de las tres lunas que un Túnica Negra instruya a un Túnica Blanca, pero eso no significa que sea imposible. Padre me contó que una vez cambiaste un conjuro consumidor de vida por otro revivificador, cuando el pincho de una trampa envenenó a tío Tas en el templo de Neraka. Sé que el trabajo será arduo y difícil, pero haré cualquier cosa, sacrificaré cualquier cosa —añadió con énfasis—, para obtener más poder.
—¿Lo harías? —Raistlin observó al joven intensamente—. ¿Lo harías de verdad? —Enarcó una ceja—. Veremos, sobrino, veremos. Y ahora, debemos marcharnos. —Se encaminó hacia la puerta—. Como he dicho antes, apenas disponemos de tiempo. Está cayendo la noche, sí, pero no del mismo día en que te marchaste. Ha pasado un mes en Ansalon.
Palin se quedó boquiabierto.
—¡Pero eso es imposible! Sólo han pasado unas horas...
—Para ti, tal vez, pero el tiempo como lo conocemos en este plano de existencia no tiene significado alguno en el reino de los dioses. Hoy hace un mes que lord Ariakan entró triunfante por las puertas de la Torre del Sumo Sacerdote. Una vez caída la fortaleza, nada podía detenerlo. La ciudad de Palanthas está gobernada ahora por los Caballeros de Takhisis.
Tas se había pegado al ojo de la cerradura, intentando ver fuera.
—¿Y si el espectro sigue ahí? —preguntó.
—El guardián se ha marchado. Dalamar está ahí, pero no por mucho tiempo. Dentro de poco, como en los días posteriores al Cataclismo, la torre quedará desierta.
—¡Que Dalamar se va! ¡No... no puedo creerlo! —Palin parecía aturdido—. Tío, si los caballeros negros están al mando, entonces ¿adonde iremos? No habrá ningún lugar que sea seguro.
Raistlin no contestó.
En su silencio había algo espeluznante.
—He soñado con ello tantas veces... —dijo el archimago con voz queda—. Iremos a casa, sobrino. Quiero ir a casa.
Un mundo en proceso de cambio.
La posada.
Un visitante inesperado
Con la caída de Palanthas vino la caída de Ansalon septentrional. Con la antigua metrópoli asegurada, sus riquezas a mano, su puerto abierto a los negros barcos de su flota, Ariakan no perdió tiempo y empezó a apoderarse de todo el territorio que podía ocupar fácilmente, en tanto que aumentaba el contingente de sus ejércitos para las batallas que resultarían difíciles y largas.
Los rumores acabaron por ser su mejor arma, extendiéndose más deprisa incluso de lo que podían volar sus caballeros sobre los dragones azules. Corrían por todas partes relatos sobre ejércitos de guerreros esqueléticos dirigidos por lord Soth, que mataban a todo ser vivo que encontraban para beber su sangre, y también en todas partes se daba crédito a estas historias. El miedo al dragón sembraba el terror, así como los cuentos sobre los crueles bárbaros, de los que se decía que ensartaban niños en sus lanzas y los asaban vivos en las hogueras. Para cuando sus tropas llegaban a las ciudades principales, los ciudadanos estaban tan aterrorizados que abrían de par en par las puertas de las murallas e invitaban a entrar a los caballeros negros sin presentar batalla.
Había transcurrido un mes, y Ariakan controlaba Nordmaar, por el este hasta las montañas Khalkist, al sur hasta las Praderas de Arena, y al oeste toda Solamnia y Abanasinia. Ergoth del Norte todavía resistía, ya que sus habitantes, de piel negra y tradición marinera, combatían ferozmente, negándose a rendirse. Corría la voz de que los Enanos de las Colinas habían montado una inflexible resistencia en las Khalkist, donde draconianos renegados habían participado en la refriega. Ariakan todavía no había intentado tomar los países Silvanesti y Qualinesti; sabía que ésta sería una batalla muy costosa, y en lugar de atacar se limitaba a esperar que la fruta le cayera en la mano, podrida por dentro.
Hizo caso omiso de las Praderas de Arena de momento, ya que no eran valiosas. Cuando el resto del continente estuviera bajo su control, entonces se dedicaría a acabar con la resistencia de las tribus dispersas de los Hombres de las Llanuras, dirigidas por la sacerdotisa Goldmoon y su marido, Riverwind.
En cuanto a los gnomos del Monte Noimporta, ellos mismos, desgraciadamente, se habían derrotado. Habiendo oído los rumores de la planeada invasión de los caballeros negros, los gnomos se lanzaron a la frenética creación de sus máquinas de guerra más poderosas. Nadie sabía con seguridad qué funcionó mal, pero una imponente explosión sacudió Ergoth del Norte y Ergoth del Sur. Una nube enorme de humo negro y acre apareció en el cielo y quedó flotando sobre la montaña durante una semana. Cuando el humo se disipó, se vio que faltaba la mayoría de la cumbre del Monte Noimporta. Llegaron informes de un número de víctimas muy elevado, pero los ruidos de martilleo y vibraciones metálicas volvieron a oírse resonando en el interior de la montaña. Según la filosofía gnoma, no existe el desastre; simplemente la oportunidad.
Kendermore no cayó sin antes presentar batalla, principalmente por los esfuerzos de la astuta cabecilla kender, Paxina, hija de Kronin Thistlenot, un héroe para su pueblo durante la Guerra de la Lanza. Paxina «Aguijada» Thistlenot había oído decir que lord Ariakan consideraba a los kenders «incordios inútiles» y que planeaba rodearlos y acabar con todos ellos. Paxina comunicó esto a su pueblo, confiando en encender su espíritu combativo y reunirlo para ir a la batalla. Por respuesta sólo tuvo bostezos, encogimiento de hombros y comentarios como: «¿Y qué hay de nuevo en eso?».
Hacía falta algo más para estimular la sangre kender, así que Paxina reflexionó sobre ello, y después hizo correr el rumor de que los caballeros negros se dirigían hacia Kendermore para saquear y robar las más preciadas posesiones de los kenders.
Esta argucia sí dio resultado.
Horrorizados, los kenders presentaron una inflexible resistencia, de modo que, aunque las tropas de Ariakan acabaron por aplastarlos, se ganaron la admiración del cabecilla, que decidió que, después de todo, los kenders sí podían ser útiles si se lograba convencerlos de que sirvieran a la Reina Oscura. Y así Kendermore sobrevivió, con gran descontento de aquellos caballeros obligados a prestar servicio allí.
En cuestión de semanas, lord Ariakan era dirigente y señor de un territorio aún más extenso que el que los Señores de los Dragones habían logrado conquistar durante la Guerra de la Lanza. Y todo ello con muy pocas bajas en ambos bandos.
La vida cambió para los conquistados, pero sólo de modos sutiles que no fueron evidentes enseguida. Aquellos que temían matanzas y asesinatos en masa como los que habían presenciado durante la última guerra, se sorprendieron al encontrarse con que los caballeros negros trataban a los conquistados con ecuanimidad aunque severamente. Se dictaron leyes estrictas que se hacían cumplir fría, desapasionada y a veces brutalmente. Las escuelas, salvo aquellas en que se impartían enseñanzas de la Reina Oscura, estaban cerradas. Cualquier hechicero sorprendido fuera de los límites de la Torre de Wayreth corría peligro. Los que quebrantaban la ley eran ajusticiados, sin discusiones, sin apelaciones. La problemática ciudad de Flotsam, famosa por su ciudadanía violenta y pendenciera, a final de mes era una urbe sumisa, tranquila, pacífica.
Había quienes mantenían que esta paz era positiva. Iba siendo hora de que el mundo fuera un sitio tranquilo y seguro para la gente honrada. Había otros que pensaban que esta paz, comprada a cambio de su libertad, se había conseguido a un precio demasiado alto.
* * *
Tika Waylan Majere cerró la puerta tras salir el último parroquiano, colocó la pesada tranca de madera y lanzó un suspiro. No volvió de inmediato a su trabajo, que no era poco: jarras que fregar y secar, platos que restregar y llevar a la cocina, mesas que limpiar... Tika se quedó junto a la puerta, con la cabeza gacha y retorciendo el delantal entre sus manos. Permaneció así tanto tiempo, callada, que Caramon dejó de limpiar el mostrador y fue hacia su esposa.
La rodeó con sus brazos desde atrás, y ella se recostó en él y cerró las manos sobre las muñecas del hombretón.
—¿Algo va mal? —preguntó suavemente el posadero.
—Nada —respondió Tika mientras sacudía la cabeza. Volvió a suspirar—. Y todo. —Se limpió los ojos—. ¡Oh, Caramon! Antes nunca me alegraba cuando cerraba la puerta de la posada por la noche. Lamentaba ver partir al último cliente, y ahora lamento tener que abrir por las mañanas. ¡Todo ha cambiado! ¡Todo!
Se volvió hacia su marido, enterró la cara en su pecho, y empezó a sollozar. Caramon le acarició el cabello con ternura, en un gesto tranquilizador.
—Estás cansada, cariño, eso es todo. El calor te está afectando. Anda, ven, siéntate. Lo dejaremos todo así hasta mañana. Los platos sucios no van a ir a ninguna parte, eso tenlo por seguro. Vamos, descansa mientras voy a traerte un vaso de agua fresca.
Tika tomó asiento. En realidad no le apetecía un vaso de agua, que, como poco, estaría tibia. Nada se conservaba fresco con este calor, ni siquiera la cerveza. Sus clientes ya empezaban a acostumbrarse al gusto de la cerveza caliente. Pero a Caramon le hacía feliz servirla, así que se sentó y dejó que el hombretón fuera de un lado para otro, trayéndole agua y sus pastas preferidas y ahuyentando a Raf, el enano gully, que había entrado en la sala desde la cocina, deseoso de «limpiar» los platos, cosa que hacía devorando toda la comida sobrante.