—Kitiara mintió. La batalla no ha concluido, no al menos para algunos. Paladine y los otros dioses siguen combatiendo contra Caos. Los hijos mágicos, Lunitari, Solinari, Nuitari, aún luchan. Sargonnas ha jurado combatir hasta el final. Chemosh ha levantado a los muertos y los conduce a la batalla. Hay gente luchando por todo Krynn, sin esperanza de victoria, pero no hablan de dejar el mundo.
—¿Y qué ganarán con ello, padre? —preguntó. Recordó el cuerpo de Ariakan, tendido junto al dragón muerto—. ¿Quién los recompensará? ¿Quién entonará cantos heroicos por ellos?
—Tú, Steel —dijo su padre—. Tú los honrarás al recordarlos cada día de tu larga, larga vida.
El joven caballero no dijo nada. Apretó con fuerza la joya que sostenía en su mano, pero ni motivado por necesidad ni por odio se sentía incapaz de decidir.
—¿Y qué querrías que hiciera, padre? —demandó, desesperado, despectivo—. No se puede destruir a Caos.
—No, pero sí hacer que se retire. Caos ha abierto una fisura en el mundo, y a través de ella ha traído a sus fuerzas: seres de sombras, dragones de fuego, demonios guerreros. Pero esa fisura lo ha hecho vulnerable, es un resquicio en su armadura. Se ha visto obligado a descender a nuestro plano de existencia. Paladine y Gilean creen que, si podemos cogerlo en este plano y derrotarlo, Caos se verá forzado a abandonar la batalla y cerrar la fisura para que no lo consuma también a él.
—¿Y cómo lo combato? ¿Qué armas debo utilizar?
—Un grupo de caballeros equipados con las famosas Dragonlances debe entrar en el Abismo y enfrentarse a Caos y a sus legiones. Tienen que cabalgar hacia allí sabiendo que no regresarán, sabiendo que sus muertes pueden ser en vano.
Steel se quedó callado, irresoluto, indeciso; en su interior se sostenía una clamorosa batalla, una batalla que libraba constantemente desde el día de su nacimiento. Permaneció inmóvil bajo la luz de la antorcha, bajo el cielo sin estrellas, con la cabeza inclinada mientras las fuerzas combatientes chocaban, ambos bandos hiriéndolo, haciendo de su alma un devastado campo de batalla.
—¡Señor! Brightblade, ¿te encuentras bien?
Steel levantó el brazo y lanzó un golpe. Estaba agotado por la lucha, dolorido por las heridas. Y se sentía furioso por verse obligado a tener que pasar por esto.
—¡Dejadme en paz! —gritó.
—Sí, señor. —El caballero, sobresaltado, retrocedió un paso—. Lo lamento, sólo quería informar...
—No, espera...
Steel parpadeó y miró a su alrededor. En el primer momento no supo dónde se encontraba, cómo había llegado aquí. Vio el cadáver de su señor, y el recuerdo volvió a él. Suspiró. Tenía la Joya Estrella que llevaba al cuello aferrada con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos.
Abrió la mano, soltó la joya, y volvió a guardarla debajo del peto. Se enjugó el sudor del rostro. El calor de la noche era más intenso, más opresivo que durante el día. Ello y el propio agotamiento habían hecho que se quedara dormido de pie.
—Lo siento, debo de haber dado una cabezada. Me sobresaltaste. —Steel se obligó con un gran esfuerzo de voluntad a prestar atención—. Dame tu informe.
—No hay señales del enemigo, señor, ni de nadie. Es decir, de nadie vivo. No hay supervivientes. Los heridos... —El hombre tragó saliva—. Los heridos fueron masacrados en sus camas... No tuvieron la menor oportunidad.
Steel iba a encomendar sus almas a Takhisis, pero se tragó las palabras.
—¿Algo más? —preguntó con cansancio.
—Hay una buena noticia, señor. Hemos encontrado unos pocos dragones azules vivos. Habían recibido orden, como nosotros, de mantenerse al margen de la batalla. Y algunos dragones plateados se unieron a ellos. Al parecer, llegaron tarde. Estaban en el Monumento del Dragón Plateado, guardando la tumba de Huma, cuando recibieron órdenes de venir a la Torre del Sumo Sacerdote.
—¿Ordenes? ¿Quién se las dio?
El caballero miró a Steel fijamente.
—Afirman que fue el propio Huma, señor —respondió.
—¿Tienes algo más que informar? —inquirió Steel tras sacudir la cabeza.
—Todas las armas están rotas, destruidas, con una excepción. Encontramos un montón de lanzas. Parecen Dragonlances. Habían sido amontonadas ordenadamente contra la pared, allí, junto a la escalera, señor.
—Dragonlances. —Steel miró al hombre de hito en hito—. ¿Estás seguro?
—Bueno, señor, en realidad, no. Ninguno de nosotros había visto una, pero concuerdan con las descripciones que hay de ellas.
—¿Dónde dices que están? —preguntó Steel, sintiendo un escalofrío a pesar del calor—. Llévame allí.
—Sí, señor, por aquí.
El caballero condujo a su oficial a través de los corredores del acceso a la Cámara de Paladine. Un fuerte resplandor blanco fluía del nivel inferior.
—Fue el brillo lo que atrajo nuestra atención, señor. Pensamos que quizás había alguien abajo, pero lo único que encontramos fueron las lanzas.
Steel bajó la escalera, recordando perfectamente el día en que había descendido por estos mismos peldaños en compañía de Caramon Majere y Tanis el Semielfo para rendir homenaje a su padre.
Todos los caballeros de su garra estaban reunidos aquí, rodeados de sepulcros y polvo. Daba la impresión de que la cámara estuviera extrañamente desierta, aunque no parecía que se hubiera alterado la paz de los que descansaban en ella. Quizá las almas de los muertos en épocas anteriores se habían levantado para sumarse a la batalla. Las lanzas, su plata reluciendo a la luz de las antorchas, estaban colocadas ordenadamente contra la pared. Los caballeros negros se mantenían alejados, manteniendo las distancias, mirándolas con desconfianza e incertidumbre mientras cuchicheaban entre ellos.
¿Eran éstas las famosas Dragonlances forjadas de plata mágica por Theros Ironfeld, el del Brazo de Plata? ¿Eran éstas las armas que habían contribuido a derrotar a la Reina Oscura? En caso afirmativo, ¿cómo era que las lanzas estaban en el mausoleo y por qué? Ningún seguidor de Takhisis podría tocar la armas, bendecidas por Paladine y dedicadas a su servicio.
Steel se acercó a ellas para inspeccionarlas con más detalle. Había estudiado las descripciones de estas armas, del mismo modo que había estudiado las batallas en las que las Dragonlances habían tomado parte. Si eran las famosas lanzas, y realmente lo parecían, eran del tipo conocido como de infantería, más cortas y ligeras que las montadas, que iban instaladas en las sillas de los dragones.
Steel se inclinó para examinar una de ellas más de cerca, y se maravilló de la maestría de su elaboración. Cada lanza medía casi dos metros y medio de largo, y el mango y la punta eran de plata, probablemente de la plata mágica procedente de la Montaña del Dragón. La leyenda contaba que estas lanzas sólo podían ser forjadas con el Brazo de Plata de Ergoth y el célebre artefacto enano, el Mazo de Kharas. La punta estaba afilada hasta conseguir un cortante filo, y en los lados salían una serie de púas. Las lanzas parecían estar bien equilibradas. Steel alargó la mano para coger una. Una sacudida, como si hubiera sido alcanzado por un rayo, recorrió el brazo de Steel dejándoselo dormido desde los dedos hasta el hombro, además de lanzar unas chisporroteantes descargas por todo su cuerpo. Durante varios segundos se quedó paralizado, incapaz de moverse. Después, aferrándose el brazo en un intento de frotarlo para conseguir devolverle cierta sensibilidad, se echó hacia atrás.
—Buena broma, padre —masculló Steel—. Tu dios debe de haberse reído de lo lindo con ella. Reniego de todos vosotros. —Intentó alzar la mano para coger el colgante y arrancarlo de su cuello de un tirón, pero su brazo sufrió una contracción y su mano no obedeció su voluntad—. ¡Dijiste que cogiéramos las lanzas! ¡Que cabalgáramos para derrotar a Caos! ¿Cómo, si es imposible utilizar las condenadas lanzas...?
—Para nosotros, no.
Steel dejó de despotricar.
Un pequeño grupo de Caballeros de Solamnia —flacos, vestidos con harapos, sus brazos y espaldas marcados por los trallazos del látigo— se encontraba en lo alto de la escalera.
—¡Los prisioneros! —Varios de los caballeros negros desenvainaron las espadas—. ¡Han escapado!
—Guardad las armas —ordenó Steel—. No están aquí para luchar contra nosotros. Al menos, es lo que creo. —Reconoció en el caballero que había hablado al mismo joven que había sido azotado por un error suyo cuando había estado prisionero—. ¿Por qué habéis venido, señor caballero? No sabíamos que habíais escapado de las celdas, y en este momento podríais estar de camino a Palanthas.
—Y hacia allí nos dirigíamos —contestó el joven con una sonrisa triste. Bajó los peldaños y se paró delante de Steel—. Estábamos en las mazmorras cuando se inició el ataque. Nuestros guardias nos dejaron solos para incorporarse a la lucha. No teníamos idea de lo que estaba pasando. No podíamos ver, pero sí oír bastante bien. Los terribles sonidos casi nos volvieron locos. Creímos que íbamos a ser asesinados en nuestras celdas, pero el enemigo no bajó allí y no nos encontró. Algo cayó sobre la torre, haciendo que temblara en sus cimientos. Las paredes se agrietaron y empezaron a caer cascotes. Temimos acabar enterrados bajo los escombros. Finalmente, las sacudidas cesaron. Seguíamos vivos y, lo que es más, la puerta de la celda se había abierto con los temblores.
»
Salimos de las mazmorras, y estábamos dispuestos a escabullimos a través de una de las puertas laterales de la Espuela de Caballeros cuando, por casualidad, te oímos hablando con alguien sobre que la guerra no estaba perdida, que planeabas conducir a un grupo de héroes al Abismo.
El joven caballero se agachó, y levantó una de las relucientes lanzas plateadas. La sopesó con facilidad. La lanza estaba, como Steel había supuesto, muy bien equilibrada.
Los caballeros negros lanzaron murmullos de advertencia y se aproximaron al solámnico, dispuestos a atravesarlo.
El Caballero de Solamnia hizo caso omiso de ellos, y bajó la lanza hasta tocar el suelo con la punta.
—No se conoce todos los días a un hombre de tu arrojo y honor. Si aceptas nuestro servicio, Steel Brightblade, te seguiremos a la batalla.
—Podríais haber escapado, haber regresado a vuestros hogares. —Steel los miraba sin salir de su asombro—. ¿Por qué no lo hicisteis?
—Oímos lo que dijiste acerca de los cantos sobre héroes, y tienes razón. Quizá nadie los entone por nosotros, pero, al menos, no tendremos que cantarlos por otros durante toda nuestra vida.
—Si vamos, lo haremos sin esperanza de regresar vivos. Ni siquiera podemos contar con que nuestros dioses nos acompañen —añadió Steel con una amarga sonrisa—. Lucharíamos solos.
—Lo sabemos, señor —dijo el joven solámnico—. Lo comprendemos, y estamos dispuestos a seguirte. Sólo te pedimos que nos sean devueltas nuestras armaduras y nuestras espadas.
¡Eres un necio, hijo! -
-Era la voz de su madre—.
¡Quieren sus armas para volverse contra ti!
Ellos son tu ejemplo, hijo -
-dijo la voz de su padre—.
Estos hombres actúan con honor, sólo movidos por lo que es justo.
Steel alzó la mano hacia su pecho y soltó el broche de la cadena de la que colgaba la Joya Estrella. Ésta cayó sobre la palma de su mano, y Steel cerró los dedos sobre ella, la apretó un instante, y después la dejó, con mano firme, sobre el sepulcro de su padre.
Las voces internas callaron; el mausoleo quedó en silencio. Los caballeros no hablaban, esperando la decisión de Steel. Éste desenvainó su espada, la espada de los Brightblade, que sólo se rompería si su ánimo se quebrantaba.
—Nosotros mismos entonaremos esos cantos heroicos.
Preparativos
Los Caballeros de Takhisis honraron a sus muertos con cantos y panegíricos. No había tiempo para más, para enterrarlos o incinerar sus cuerpos. Había demasiados. Algunos caballeros estaban incómodos por esto, hablando de aves carroñeras, chacales y otras criaturas más espantosas qué podrían profanar los cadáveres alimentándose de ellos.
Los paladines oscuros estaban en un círculo alrededor del cuerpo de su señor caído, preguntándose que podrían hacer para proteger a sus muertos sin perder demasiado tiempo, cuando de repente repararon en una mujer que se encontraba entre ellos.
Había llegado silenciosamente, nadie sabía de dónde. Era muy bella, con los ojos del color de la luz de la luna reflejada en el azul del mar. Sin embargo, bajo su apariencia serena, se percibía un poder peligroso latente. Iba vestida con una armadura que brillaba con la humedad del agua, dándole la apariencia de escamas de pez. Llevaba el oscuro cabello recogido con conchas y plantas marinas. Los caballeros la reconocieron y se inclinaron ante ella.
Era Zeboim, diosa del mar, la madre de Ariakan.
La mujer se arrodilló junto al cuerpo de su hijo muerto y lo contempló largamente. Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas y cayeron, brillantes como perlas, sobre su armadura. Recorrió con la mirada la torre alumbrada con la luz de las antorchas, sus huidizas sombras, sus corredores desiertos, sus salas silenciosas. Por último, su mirada se detuvo en los caballeros.
—Nadie vendrá a molestar a vuestros muertos —dijo la diosa—. Mirad. Escuchad. Ningún ave vuela por el cielo esta noche, ninguna bestia acecha, ninguna mosca zumba. Todas las criaturas, desde el más pequeño insecto hasta el dragón más poderoso, saben que su destino está en juego esta noche. Todos esperan el final... como lo esperamos nosotros.
Steel hizo un ademán a sus hombres, en silencio, y dejaron sola a la diosa con sus muertos.
Los Caballeros de Solamnia se pusieron las armaduras que les habían sido arrebatadas cuando fueron capturados, se ciñeron las espadas, y se cubrieron con los yelmos. Con las Dragonlances en sus manos, montaron en los dragones plateados que habían llegado demasiado tarde para participar en la batalla de la Torre del Sumo Sacerdote.
Los paladines oscuros montaron en los dragones azules que habían sido dejados en reserva.
Steel sufrió una desilusión al no encontrar a Llamarada entre ellos. Los reptiles no tenían idea de dónde se encontraba su compañera, que se había encolerizado cuando llegaron las órdenes de que no tomarían parte en la lucha. Había estado a punto de alcanzar al oficial con el rayo de su aliento mortífero, había hecho volar un gran fragmento de roca de la ladera de la montaña, y después, irascible, se había marchado. Ninguno sabía dónde, pero suponían que había desobedecido las órdenes y había ido a combatir por su cuenta.