Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Eh, Rosendo, ¿puedo ir contigo? —preguntó Narcís
Xic.
—¡Otro día, pequeñajo! —gritó Rosendo cuando ya se alejaba.
A Rosendo le gustaba acudir allí, a lo alto de la cascada de una torrentera que más abajo se transformaba en afluente del Llobregat. Rodeado de montañas y vegetación podía pensar en sus cosas mientras disfrutaba de la soledad. Estaba sumido en sus pensamientos cuando por su espalda sintió un leve empujón seguido de una carcajada. Rosendo, tendido en el suelo, se volvió violentamente.
—¡Qué susto! —gritó Rosendo al levantarse y empujarlo también.
—¿Qué pasa? ¿Acaso pensabas en tirarte? —respondió Héctor sin dar importancia a esa manera exagerada que tenía Rosendo de tomarse sus bromas.
—¿Qué hacemos? —le preguntó Rosendo.
—¿Con este bochorno? ¡Bajemos al río!
Después de trabajar todo el día, ese baño era como el paraíso para los chicos: se refrescaban mientras disfrutaban, unas veces haciéndose ahogadillas, otras retándose en carreras. Al recuperar el aliento con el agua a la altura del ombligo, Héctor le comentó:
—Este domingo hay baile en Runera, ¿cuándo te vas a decidir a venir?
Rosendo se mostró algo turbado. Negó con la cabeza sin despegar los labios. Héctor dibujó una sonrisa socarrona.
—Mira que hace meses que te lo digo, ¿eh? Al baile acuden unas chávalas… ¡Uff!
Rosendo, que permanecía en silencio, no pudo evitar ponerse algo colorado. Héctor continuó insistiendo:
—Seguro que te gusta alguna, ¿no? Venga, va, dime quién es… A mí me gusta la hija del molinero, la Isabelita, sabes quién te digo, ¿no? —le preguntó mientras hacía con las manos el gesto de un busto prominente—. ¿Y a ti? ¿También te gusta Isabelita?
Rosendo negó con la cabeza.
—No, n… no —empezó a balbucear—, bueno, es guapa Isabelita pero… —sus mejillas se iban encendiendo por momentos—, pero hay otra… una con el pelo largo, así, rizado, con ojos claros, como de miel…
—¿Verónica? —exclamó Héctor levantando las cejas. Ante la silenciosa afirmación de Rosendo, continuó—: ¡Anda que no! —rió—. ¡Verónica nada menos! ¡Pues apúntate a la cola, chaval, porque a ésa no le faltan pretendientes!
De repente, Rosendo salió del agua y se dirigió hacia la orilla, donde habían dejado la ropa. Con el gesto serio se vistió y, sin dar tiempo a reaccionar a Héctor, le dijo:
—Tengo cosas que hacer. Adiós.
Héctor se quedó chapoteando en el agua, lamentando la timidez de su amigo. Se encogió de hombros y se dijo a sí mismo: «Ya espabilará», y sin prisas apuró los últimos rayos de sol mientras daba unas brazadas más en las frescas aguas del río.
La cantidad de forraje evidenciaba que las patatas ya estaban listas. Rosendo removió la tierra con la azada y recogió orgulloso los tubérculos escondidos; aquélla había sido una iniciativa suya. Se había tomado en serio lo que su padre le dijo de niño, la necesidad de trabajar duro para ayudar a la familia. Ahora tenían más comida y más mercancía para vender. Ese día Rosendo volvió satisfecho a casa con la idea de mostrarle a su madre la primera patata de los Roca. Estaría contenta, seguro. Pero al abrir la puerta el chico se encontró a Angustias dormida en el camastro y a Narcís dibujando desganados garabatos en la pizarra. La había vencido el cansancio. Rosendo tomó entonces a su hermano de la mano y permaneció de pie, observando a su madre respirar pesadamente.
—Yo cuidaré de todos —le dijo a Narcís en un susurro.
Rosendo y su padre recorrían Runera y los alrededores para vender lo que habían almacenado aquella última semana: sacos de patatas, de trigo, los huevos y el delicioso queso que Angustias había preparado con la leche ordeñada. Esta vez les acompañaba el pequeño Narcís, de seis años. Su pelo y ojos castaños le asemejaban a Rosendo, pero la figura enclenque y nerviosa nada tenía que ver con la de su hermano. La mula que habían podido comprar gracias a las ganancias, tiraba del pesado carro.
Mientras el padre negociaba con los compradores, Rosendo y Narcís
Xic
se quedaron junto a las provisiones. Sin hacer nada, el pequeño Narcís empezó a inquietarse, de modo que Rosendo lo tomó de la mano para pasear y distraerlo. A medida que caminaban iban ampliando el círculo: el pequeño tiraba de Rosendo hacia los árboles que rodeaban la masía. Se acercaron a un manzano repleto de rojas piezas. Las manzanas tenían un aspecto tan lozano y fresco que, con cuidado de que nadie lo viera, Rosendo extendió la mano y tomó una de ellas. Se la metió en el bolsillo al mismo tiempo que le pedía a su hermano que guardara silencio llevándose el dedo a los labios. «Es para mamá», le susurró. Al poco salió el padre sin los sacos y sonriendo satisfecho: había hecho una buena venta.
Tras otras tres paradas volvieron a casa contentos, con el carro vacío. Angustias los esperaba sentada. Cuando el padre se entretuvo a aupar a Narcís y a celebrar el buen negocio que había llevado a cabo ese día, Rosendo se acercó a su madre.
—Tome —le dijo dándole la manzana—, es para usted.
Narcís, con un oído en la conversación que mantenían Angustias y Rosendo, dejó al pequeño en el suelo y tras acercarse a ellos y coger la fruta con su mano preguntó:
—¿De dónde ha salido esto? —dijo, mientras sostenía la manzana ante su cara—. ¿Dime, de dónde? Esas manzanas yo las conozco, mocoso, la has cogido sin pagar. ¡Eso es ser un ladrón y nosotros no somos ladrones! ¡Imagina si te hubieran pillado! ¡Qué vergüenza! —gritó fuera de sí, y, sin ni siquiera mirar a Rosendo, se sacó el cinturón dispuesto a darle una paliza.
—¿Para esto sirve leer, escribir y todas esas tonterías? —proseguía, ciego de ira, rabioso por sentirse deshonrado—. ¿Es que quieres que nos echen del pueblo?
Rosendo no entendía por qué su padre había reaccionado así. Sólo era una manzana y era un regalo para su madre, que necesitaba comer bien para luchar contra su enfermedad. La débil voz de Angustias sólo acertaba a pedir a Narcís que tratara de calmarse.
Sabía que su hijo se había equivocado, pero ésa no era la manera de hacérselo entender.
Narcís no se detuvo.
Rosendo no dijo nada. Narcís cogió del brazo a su hijo y, sin que éste ofreciera resistencia alguna, lo arrodilló en el suelo y comenzó a fustigarle la espalda y las nalgas.
—Esto es para que aprendas a ser honrado, para que no hagas caer la vergüenza nunca más sobre tu nombre y tu familia.
Tan sólo una leve mueca arrugada en los labios del chico y la congestión en su rostro enrojecido mostraban el sufrimiento que debía de estar sintiendo. El padre paró de golpear; sofocado, se atusó el pelo. Narcís hijo lloraba abrazado a las piernas de Angustias y ésta de pie repetía:
—No volverá a hacerlo… no volverá a hacerlo —musitaba sollozando, con los brazos extendidos hacia su marido aunque sin atreverse a tocarlo.
Tras un momento de vacilación, Narcís dejó caer el cinturón al suelo como si quemase. Con la mirada un tanto aturdida, poseído por el arrepentimiento, cogió a su hijo pequeño entre los brazos y salió de la casa dando un portazo y dejando solos a Angustias y a su hijo mayor.
Rosendo se levantó lentamente. Se acercó a su madre y cogiéndola por los hombros hizo que se sentara. Angustias, ya más calmada, dijo:
—Rosendo…
—No hable, madre, tiene que descansar.
—Escúchame, Rosendo, es importante —insistió Angustias con voz queda—. Tu padre es una buena persona, quiere lo mejor para ti, para nosotros.
—No, no me quiere —espetó de repente Rosendo—. Está enfadado conmigo desde el día que pegué al Bonilla. Por eso no sonríe. Y por eso no me mira nunca, como hace con Narcís.
Angustias, sorprendida, esbozó una sonrisa triste:
—No, cariño, no… Pero si tenías cinco añitos, ¿cómo puede enfadarse nadie con un niño de esa edad? No, Rosendo, lo que pasa es que tu padre no soportaría tener que volver a empezar de nuevo. Se siente a gusto en Runera y no quiere por nada del mundo verse obligado a abandonar estas tierras.
—Trabajaré duro, madre —afirmó Rosendo—. Trabajaré tanto que nunca más tendremos que agachar la cabeza ante nadie, que nada nos obligará nunca a irnos de aquí.
Ella asintió.
—Ya lo haces, Rosendo, ya lo haces. Pero prométeme una cosa… —Ante el tono de su madre el chico prestó mucha atención, como si tuviera que memorizar lo que venía a continuación—. Jamás disfrutes de algo que no te hayas ganado con tu esfuerzo. Jamás, pues no te traerá más que desgracias.
Casi sin darse cuenta, las semanas pasaron y llegó el invierno. Esa fría mañana Rosendo se levantó con una nueva ilusión: cuando fue a dormir la noche anterior estaba nevando. El manto blanco que lo cubría todo era un espectáculo fascinante. Además, ese día iría al mercado semanal de Runera. Su padre tenía otras cosas que hacer y pensó que ya tenía edad suficiente como para ir él solo a vender los huevos y el queso.
La madre le tenía preparado un hatillo con un trozo de cecina y un pedazo de pan. En el pueblo ya conocían la calidad de lo que criaban y elaboraban los Roca, así que normalmente acababan pronto. La nieve, sin embargo, podía alejar a posibles clientes. Rosendo, despreocupado, siguió disfrutando del día camino de Runera.
Acababa de llegar al mercado cuando Paco
el Porras
le indicó con un guiño que se acercara. Era uno de los clientes habituales: ese día no tendría problemas para colocar los huevos. Para sorpresa de Rosendo, Paco le compró también el queso.
—Cuando se pone a nevar, mejor tener la alacena llena, que luego se cortan los caminos y de qué comemos, ¿eh?
Rosendo no recordaba que Runera se hubiera quedado nunca aislada por la nieve, pero no le replicó. Si lo vendía todo de golpe, mejor para él. En casa no lo esperaban, así que ahora podría curiosear por los puestos. Aquella frenética actividad, la mezcla de olores y gritos, el vaho de los bueyes o el constante balar de las ovejas que se apiñaban en pequeños cercados despertaban en él un interés inusitado.
Enfilando el corredor principal, Rosendo giró la cabeza para observar la pericia de una mujer desplumando un laxo pollo encima de un barreño. De pronto chocó despistado contra alguien. Al mirar al frente se encontró con una muchacha de negro pelo rizado e increíblemente largo. Los ojos eran de color miel, enmarcados por una cara de pómulos salientes y una piel morena. Sus ropas parecían más aptas para la primavera que para el crudo invierno de Runera. Clavada en mitad del camino, se estaba doblando de risa. Era Verónica.
—Vaya susto te has llevado. ¿Qué pensabas, que te había pasado un caballo por encima? ¡Ja, ja! Si has saltado dos metros para atrás…
Rosendo no sabía cómo reaccionar, la tenía delante y él se había quedado bloqueado, sin decir palabra.
—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato? —continuó Verónica. Tras mirarlo de arriba abajo le preguntó—: Y ahí, ¿qué llevas? Dime, ¿qué es eso que aprietas con fuerza?
Rosendo tragó saliva y contestó:
—Son unas monedas.
—Perfecto, pues vamos donde la vieja Andrea a por una patata asada, que me vas a invitar.
—No puedo. El dinero es de mis padres.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde vivís, en un palacio? —El tono de sorna evidenciaba la frescura de la chica.
A su pregunta siguió una especie de risilla que le hizo arrugar la nariz en un gracioso mohín. Rosendo aún conservaba ese recuerdo cuando se dispuso a contestar ingenuamente.
—Cogiendo el camino del río, detrás del cerro pelado, en las tierras yermas de los Casamunt —dijo de forma rápida, mecánica, mientras pensaba que era increíble que estuviera hablando con ella.
—¿Entonces tú debes de ser Rosendo? Ya había oído hablar de ti… Me habían dicho que eras un poco raro. Vives donde empieza la montaña, ¿verdad?
Rosendo se ruborizó un poco al ver que lo conocía. Apenas había cruzado unas palabras y ya se sentía completamente a sus pies. Ni siquiera echó cuentas de que el comentario no era todo lo positivo que a él le hubiese gustado.
—Yo soy Verónica. Acompáñame por lo menos a dar una vuelta al mercado.
Rosendo intentaba despejar su cabeza de todas las sensaciones que lo embargaban. La belleza de esa muchacha lo tenía subyugado y no podía pensar con claridad. Quería articular una excusa cuando el firme tirón de la chica le provocó un crujido en el codo. A pesar de la brusquedad de la muchacha, Rosendo sólo sentía el tacto de la mano de Verónica sobre su piel.
—Mira, el puesto de las gallinas y los pollos. Huele que apesta, pero yo siempre me los imagino peladitos y al horno… —Y golpeándose la cabeza, añadió—: ¡Quita de ahí, Rosendo, que se me hace la boca agua…!
A Rosendo le sorprendió la capacidad de Verónica para sacar a relucir todo lo que iba pensando. Él era incapaz de hacerlo. Ahora deambulaba agarrado de su mano como un autómata, impelido por una energía descarada que lo obligaba a asumir una visión diferente de un espacio conocido.
—Bueno, ¿y ese pan? ¿Tú te crees que es normal tener unas monedas en la mano y no decir «dame una hogaza»? ¡Ramón, no te sobrará un currusco!
—¡Anda, Verónica, te has echado un amiguete…!
—Me lo he encontrado por ahí. No es muy hablador, pero… ¡qué te importará a ti!
—¡Vaya humos que llevamos hoy!
—Ni caso, Rosendo, que a éste sólo le gusta chinchar.
Verónica hablaba sin mirarlo. Ella se detenía, golosa, en cada parada, como si lo saboreara todo. En esos momentos parecía no importarle su pobreza. Compraba con la imaginación. Rosendo la observaba asombrado. Nunca había visto a nadie con tantas ganas de comerse el mundo, con tanta alegría sin tener casi nada.
Estaba descubriendo una serie de cosas en las que no había reparado antes en sus visitas con su padre. Como, por ejemplo, el horno de pan. Una inmensa cueva donde Ramón, el panadero, metía una gran pala de madera completamente plana, con la que recogía y movía los panes, todos idénticos, a una velocidad vertiginosa. Contempló también cómo trabajaba el herrero, casi a oscuras en su sucio taller para ver mejor el hierro candente y saber cuándo golpearlo. Verónica hablaba con todos, a todos preguntaba, sin pudor alguno tocaba tanto las hogazas de pan como las herramientas reparadas por el herrero. En el taller de éste, sus manos morenas se entretuvieron acariciando la negra superficie del carbón. Le pasó un trozo a Rosendo, que lo sostuvo y percibió de inmediato cómo a su contacto comenzaba a tiznarse de negro toda la piel de su mano. Era curiosa aquella roca, pensó mientras la sopesaba. A pesar de su tamaño era más ligera que una piedra normal y, a diferencia también de ella, podía arder en la fragua, tal y como pudo observar admirado.