Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
A Rosendo se le afiló la mirada mientras trataba de memorizar lo que escuchaba. El cónsul lo percibió y sonrió complacido. Levantó su copa para realizar un brindis y añadió:
—Pero ante todo nunca deje de lado su ambición. Tampoco olvide la importancia de desarrollar la comunicación: caminos, ferrocarril, transporte… Hay que salvar las distancias que ahora nos separan. Consiguiendo eso, ¡el mundo será de los industriales y de los trabajadores!
De pronto, se oyó a Pantenus, que dijo con voz meliflua:
—Espero que haya un hueco para los abogados…
Lesseps dejó escapar una sonora carcajada. Palmeando afablemente el hombro de Pantenus, replicó:
—¡Claro que sí,
mon ami!
Tú y tus comentarios siempre conseguís sorprenderme.
Tras una larga sobremesa, Pantenus y Lesseps se despidieron con el firme compromiso de mantener correspondencia para informarse de las distintas novedades. Lesseps dio un fuerte apretón de manos a Rosendo, que se lo devolvió complacido. Antes de separarse, el francés rechazó de nuevo la invitación de Pantenus para asistir a la ópera: tenía otros compromisos. Finalmente, tomaron caminos diferentes. Pantenus y Rosendo se dirigieron a la Rambla, rumbo al Teatro del Liceo.
En el camino, Pantenus informó a su amigo sobre la ópera que iban a ver:
—Se llama
Il barbiere di Siviglia
—pronunció el abogado con su improvisado italiano—. O lo que es lo mismo,
El barbero de Sevilla.
Pantenus le explicó que era de Gioachino Rossini, un nombre que a Rosendo no le decía absolutamente nada pero que a Pantenus, según parecía, le apasionaba.
Ya en la puerta del Liceo, se agolpaban los espectadores esperando el momento de entrar. Pantenus dejó solo durante un instante a Rosendo en una esquina algo retirada mientras buscaba a uno de los socios del Círculo. Rosendo estaba de pie, absorto, cuando una voz femenina lo despertó de su ensimismamiento:
—Buenas noches, caballero, ¿tiene usté una moneda?
Rosendo, sin apenas mirar, le contestó que no. La mujer le tiró de la manga:
—Venga, hombre, que si me da unas monedas mire qué pechuga se puede llevar…
La mujer se bajó el escote del raído vestido que llevaba y mostró un rotundo pecho. Rosendo la miró a la cara y tuvo una sensación extraña. Habían pasado muchos años, pero no le costó reconocer a quien se escondía tras el color miel de esos ojos y el inocente gesto de esa respingona nariz. Ella, sin embargo, insistía ebria en ofrecerle sus encantos. Hasta que Rosendo dijo:
—Verónica.
—¿Qué? ¿Cómo sabes mi nombre? ¿Es que ya has probado antes una de éstas? —preguntó riendo y señaló de nuevo su pecho.
Tras un breve silencio, respondió:
—Soy Rosendo, Rosendo Roca.
El rostro de la mujer se paralizó, sólo movió su boca para decir en un susurro:
—No puede ser…
Se subió rápido el escote y se peinó en un ademán inseguro. Se sentía incómoda. Sonrió azorada y, enseñando una mellada dentadura que trató de disimular, dijo en tono formal:
—Rosendo… no te había conocido. ¿Cómo aquí tan elegante?
Él la observaba intentando reconocer a la muchacha de la que se había enamorado en su adolescencia.
—Estás hecho todo un caballero. Eso es que te van las cosas bien.
Rosendo tragó saliva y contestó:
—Sí, estoy bien… ¿Y tú? ¿Cómo estás tú? —preguntó al tiempo que trataba de ocultar su desconcierto.
Verónica se encogió de hombros y dejó escapar una mueca triste.
—Pues ya ves… El soldado con el que me fui resultó ser un rufián. Mucho prometerme de todo para luego
ná de ná.
Así que he tenido que espabilarme. ¿Vas al teatro? —dijo señalando la entrada del Liceo.
—Me han invitado.
Verónica añadió con fingida alegría:
—Vaya, ¡menudas amistades gastamos, que te invitan a ir de gala y todo! Me alegro mucho por ti, tú te lo mereces, seguro, ¡más que todos estos
pilinguis
de por aquí! —e hizo un gesto de desprecio dirigido a una mujer que iba envuelta en joyas.
—Bueno, Rosendo… Han abierto ya las puertas, no hagas esperar a tu amigo —suspiró con voz dulce mientras colocaba su mano en el brazo del minero.
Él apoyó la suya sobre la de Verónica. Ésta, con mirada triste, lo soltó y se despidió:
—Yo… yo he quedado con un amigo… allá arriba… Adiós, Rosendo…
—Hasta pronto.
Verónica se dio media vuelta y se alejó por la Rambla. Rosendo estuvo mirándola hasta que vio cómo se metía por una calle lateral.
—¿Qué hay? ¿Has visto a alguien? —preguntó Pantenus a su espalda. Rosendo negó mientras se volvía.
El abogado lo tomó del brazo y le comentó que habían sido invitados a un palco, donde verían la función con total claridad.
Al entrar en el vestíbulo del teatro, Pantenus continuó hablando excitado. Pretendía reforzar el entusiasmo de Rosendo, que, en ese momento, observaba perplejo el mármol que pisaba.
—Mira, se inspira en la forma de los grandes teatros italianos, con la platea y los seis pisos. Caben hasta cuatro mil personas… ¿Entiendes ahora por qué es el más grande de Europa? Miquel Garriga Roca y Josep Oriol Mestres hicieron un buen trabajo. Si te fijas, tiene forma de herradura.
Los ojos de Rosendo se movían nerviosos de un lugar a otro. Aquel espacio era inmenso, nunca había visto un palacio, pero no podía distar mucho de esa maravilla.
—Aquí vienen cantantes de gran prestigio, Rosendo, nos estamos haciendo un hueco y un nombre en el panorama europeo. Hasta el punto de que obras de autores importantes llegan aquí justo después de su estreno.
El minero no entendía lo que le explicaba Pantenus, estaba conmocionado. Todo brillaba a su alrededor. Las personas que se disponían a ocupar sus asientos vestían trajes y sombreros de gala; hablaban unos con otros con gestos educados. Pantenus saludó a más de uno mientras el minero se dejaba llevar hasta su asiento situado en uno de los palcos.
Durante la función, la música y el esplendor de los decorados, los atuendos de los actores, los maquillajes, sus voces… subyugaron a Rosendo, pero al no seguir él el texto, la melodía lo transportó: la imagen pérdida de Verónica volvía a su mente una y otra vez. Dónde había ido a parar esa alegría juvenil que tanto le cautivó, de dónde provenían esa melancolía y la tristeza que ahora sentía. Rosendo no pudo evitar entonces comparar el aspecto de Verónica y el que en ese instante tenía todo lo que se hallaba ante sí. Qué distintos habían sido sus destinos, qué determinantes sus decisiones, qué caprichosa su suerte.
—Dicen que Rossini escribió esta obra en tan sólo trece días —susurró Pantenus al oído del minero. Pero éste no parecía escucharlo.
El abogado achacó ese silencio a la impresión que le causaba la obra. Ignoraba que tras su silencio se escondían mezclados la nostalgia y el miedo ante lo que percibía tan sólo como una sombra, una ilusión, un sueño.
Desde el día de su inauguración, en la iglesia de Santa Bárbara continuaba la actividad pastoral. Todos los domingos los feligreses acudían sin falta a la misa oficiada por el padre don Roque en busca de un refuerzo espiritual. Para una comunidad de mineros que ponían en riesgo su vida casi a diario, era importante recibir apoyo y consuelo, algo que don Roque sabía de sobras.
Cuando finalizó la ceremonia de aquel día, el cura atendió a la inesperada visita.
—Estimado señor Casamunt, ¿usted por aquí?
Fernando estaba sentado en uno de los bancos que se alineaban ante la figura mártir de Santa Bárbara.
—¿Cuál es la historia de esta santa? —preguntó éste.
Don Roque se sorprendió ante la curiosidad del señor. Se acercó a él y respondió:
—Fue una mártir. Su padre la decapitó porque creía en Dios.
Fernando asintió y respondió con fastidio:
—Los padres nunca saben lo que hacen.
Don Roque se mantuvo en silencio. Había sido testigo en numerosas ocasiones de los desacuerdos que enfrentaban al señor Casamunt y su hijo, y no deseaba tomar partido.
—Quería hablar con usted, ¿tiene un momento?
—Por supuesto, acompáñeme, por favor.
Ambos se dirigieron al interior de la sacristía. Don Roque se santiguó con el agua de la pila que había en la entrada del diminuto cuarto y Fernando lo siguió.
Don Roque, ya preparado, dio pie a la conversación:
—Dígame.
—¿Recuerda lo que hablamos cuando llegó a la aldea?
—¿A qué se refiere?
—A lo importante que es su papel en esta comunidad.
—Sí.
—Y a que ésta promueva los valores de mi familia.
—Por supuesto —respondió dócil el párroco.
—Pues creo que, hasta el momento, no ha sido todo lo elocuente que sería necesario.
—¿A qué se refiere exactamente?
—A que las personas de esta aldea no son demasiado inteligentes y sus insinuaciones no acaban de tener la recepción esperada. Deberá ser más claro con ellos, ¿me explico? —preguntó altivo.
—Por supuesto.
—Podría utilizar, por ejemplo, el contacto que usted tiene con los niños. Aprovéchelo.
Al día siguiente, don Roque se dispuso a dar comienzo a una de sus clases, En una pequeña aula, el párroco se hallaba sentado detrás de su mesa con la Biblia entre las manos. El número de alumnos que asistían había aumentado con el paso del tiempo. Quince niños entre ocho y doce años escuchaban atentos todo lo que él tenía que decir. Todos, menos uno:
—Octavi, haz el favor, venga, siéntate en tu silla si no voy a tener que castigarte, ¿me oyes?
Octavi era el hijo del carnicero, Octavi Llopis. El chico tenía diez años y lo que más le gustaba, al igual que a su padre, era el bullicio de los días de mercado, un ambiente totalmente distinto del que don Roque imprimía en sus eternas clases.
—Hoy vamos a hablar de lo que significa la bondad: «Lo que se desea en un hombre es la bondad, más vale un pobre que un mentiroso» —recitó el sacerdote leyendo el libro de los Proverbios—. ¿Qué significa esta frase?
—Que no hay que mentir —respondió Abelardo, el hijo del comerciante Gustavo López. Tenía la misma edad que Octavi, pero la relación entre ellos era tan mala como la que mantenía enfrentados a sus padres.
Octavi soltó un resoplido para incomodar a Abelardo. enseguida, don Roque respondió:
—Octavi, vuelve a hacerlo y verás. —Volvió rápidamente a los demás—: Perfecto, Abelardo. Y, ¿por qué no hay que mentir?
—Porque si mentimos, cuando morimos vamos al infierno —respondió de nuevo el niño.
Octavi volvió a expresar su desinterés sonriendo. Don Roque cogió la Biblia que estaba sobre la mesa, se acercó a su pupitre y le ordenó:
—Ponte en pie.
El chiquillo no le hizo caso y permaneció sentado.
—Te he dicho que te levantes.
Don Roque cogió el brazo del niño y lo levantó. Se lo llevó al fondo de la clase y lo puso de rodillas y con los brazos en cruz. Después le advirtió:
—No bajes los brazos y no te muevas de ahí hasta que yo te lo diga —colocó entonces la Biblia encima de la cabeza de Octavi y añadió—: Que no se te caiga, ¿oyes?, porque entonces me enfadaré de verdad.
Después se volvió hacia el resto de los alumnos dispuesto a continuar. Estaba acostumbrado a los desaires de ese chico:
—Muy bien. Pues igual que tenéis que decir siempre la verdad, también tenéis que contar a vuestros padres las veces que alguien no la dice.
Los niños observaron al cura con el rostro ceñudo.
—Pero no podemos saber siempre cuándo alguien está mintiendo —replicó uno.
—Eso es verdad. Sin embargo, otras veces sí que podéis. Por ejemplo —enarcó las cejas en un gesto pensativo—, Ana, la esposa de Rosendo Roca, la conocéis, ¿verdad?
—Sí.
—Claro, ella pasa tiempo con vosotros, a veces os da caramelos, os acompaña cuando os bañáis en el río…
—¡Sí! —exclamaron todos contentos a excepción de Octavi.
—¡Tiene un pelo muy brillante! —dijo uno de los más pequeños.
—Y os cuenta muchas historias. ¿Os gustan esos cuentos?
—¡Sí!
—¿Por qué os gustan?
—Porque son bonitos y alegres. Salen hadas, estrellas, plantas que hablan, flores que cantan…
—Sí que son bonitos, sí. —De repente el tono de su voz se ensombreció—: Pero ¿vosotros sabéis que todas esas historias son mentira?
Los niños volvieron a observarlo extrañados.
—A ver, ¿alguna vez habéis visto un hada? ¿O cogido una estrella caída del cielo?
Los niños cabecearon algo confundidos.
—No, no lo habéis hecho, y si no lo habéis hecho es sencillamente porque eso es imposible. Todos los cuentos que Ana os explica son falsos, son inventados. Y, ¿qué nos dice Jesús acerca de inventarse cosas?
—¿Que está mal?—preguntó Abelardo.
—Exacto.
El párroco hizo una pausa para que los alumnos asimilaran lo dicho.
—¿Ha hecho bien Ana contándoos esos cuentos? Dudosos, los alumnos respondieron: —No.
—¿Por qué?
—Porque podría ir al infierno.
Don Roque sonrió satisfecho y los felicitó. Habían aprendido la lección.
Aquella noche de primavera refrescó. Abelardo cenaba con su familia junto al calor del hogar cuando sus padres le preguntaron por lo que había estudiado ese día. El chico les contó las conclusiones:
—Don Roque nos ha dicho que la señora Roca es una mentirosa.
Gustavo lo miró con los ojos muy abiertos. Su esposa María también lo observó incrédula y los demás chiquillos siguieron comiendo sin interesarse por las palabras de su hermano hasta que el comerciante habló:
—No digas tonterías, ¿por qué habría dicho eso?
El padre de Abelardo estaba contento en la aldea. Las ventas le iban bien y, por primera vez en la vida, le agradaba la estabilidad que habían conseguido. No creía que la familia de Rosendo se mereciera ese desprecio.
—Porque dice que los cuentos que ella nos explica no son verdad y que nos intenta engañar.
Cuando Gustavo oyó la respuesta de su hijo no pudo evitar soltar una carcajada:
—Dile a ese cura que se busque una manera mejor de emplear su tiempo. Si te enseña estas tonterías no sé para qué demonios vas a la escuela… Gracias a la familia Roca vivimos aquí y eso es lo único que importa. Que los cuentos de la señora Roca sean fantasiosos no tiene nada de malo, todos los cuentos lo son.