Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
Mientras el Osario cargaba con rapidez su fusil, otro nuevo grupo surgió de entre la maleza vaciando sus armas y gritando como animales hambrientos de sangre.
—¡Ahora!
Empujaron a los mercenarios hacia el barranco a la izquierda del camino. Varios hombres optaron por esconderse ahí. El Osario supo al instante que se habían equivocado: los gritos desgarrados de sus hombres le dieron la razón. También ahí había enemigos apostados. Los caballos, en medio del griterío y de los disparos, se encabritaron. El Osario gritó con fiereza:
—¡Al ataque! ¡Somos tres veces más que ellos, joder! ¡Machacadlos!
En ese instante vio a un viejo conocido; Pedro
el Barbas
se abalanzaba sobre él apuntándole con un rifle.
—¡Hijo de puta! —maldijo el Osario al tiempo que apretaba el gatillo.
el barbas
recibió un impacto en el hombro y perdió el arma. Al verlo herido, el Osario aprovechó para bajar del caballo y dirigirse a él empuñando su espada. Un balazo justo delante de sus pies lo hizo frenar en seco. A punto de perder pie, vio cómo por el costado alguien se lanzaba sobre él. En un rápido giro, su espada cortó el cuello del atacante, que cayó desplomado como un fardo entre gorgoteos. Tras él estaba López que, tembloroso, agitaba un pico para cubrir la posición de Llopis. Éste, desesperado, intentaba cargar una carabina.
—¡Yo te cubro, Llopis! ¡Tranquilo! —gritaba mientras daba golpes al aire.
El Osario esbozó una sonrisa socarrona y cruel. Se acercó en dos pasos y con la mano sujetó el pico de López cuando estaba en el aire. El comerciante se quedó sin saber qué hacer, horrorizado. El mercenario le hundió la espada entre las costillas y la sacó con celeridad para detener el golpe que otro enemigo le asestaba desde el costado contrario. Llopis, con el terror incrustado en el rostro, vio cómo López caía de rodillas con el pecho abierto y terminaba tendido en el suelo, muerto. Llopis saltó gritando y, lleno de rabia, agarró la carabina por el cañón y comenzó a asestar golpes sin control buscando al asesino de López.
Rosendo, que había visto la escena, corrió hacia el Osario con la intención de llegar antes que Llopis. No tenía tiempo de cargar la pistola y su puñal se había partido, así que recogió el pico de López y empezó a embestir enemigos como cuando golpeaba la roca en la mina. Se puso al lado de Llopis y, tocándole el hombro, lo apremió a que apartara el cuerpo de López del camino. Llopis reaccionó como despertando de un sueño y acabó obedeciendo los gritos de Rosendo. Después, el minero avanzó hasta situarse detrás del Osario, quien se volvió con la espada ensangrentada y se lanzó hacia él.
Algo lejos de aquella posición estaba Henry pistola en mano. Con gesto hábil, la cargaba sin mirar, buscando a quién disparar entre la maraña de hombres en que se había convertido el combate. Apuntaba con pulso firme y apretaba el gatillo. Sin preocuparse del resultado del tiro, puesto que sabía de su puntería infalible, volvía a cargarla mientras elegía un nuevo objetivo. Avanzaba con pasos cortos y firmes, envuelto entre enemigos. Uno de ellos le lanzó un cuchillo al mismo tiempo que se acercaba a él con una imponente maza. Henry sorteó el puñal con elegante finta y disparó: el hombre cayó al suelo fulminado.
Tras disparar su arma, el escocés sacó la espada ante la embestida de otro enemigo. Detuvo el envite del mercenario y con un diestro golpe de muñeca dejó al soldado con las manos desnudas y un corte en el antebrazo. Henry permitió que su rival recuperara el hacha. Entonces se llevó el arma a la cara y estiró un poco el brazo adoptando una postura técnica. Al mercenario no le gustó lo que consideró una burla y se lanzó furioso sobre Henry. Éste, imperturbable, esquivó los fieros y torpes ataques del enemigo y, de un golpe seco, le sesgó el puño a la altura de la muñeca. El hombre vio su mano derecha en el suelo, todavía aferrada al mango. Con una delirante carga y un grito mezcla de dolor y odio quiso derribar a Henry. El escocés le asestó, ahora sí, un puyazo mortal mientras murmuraba:
«Rest in peace».
Rosendo detuvo el mandoble del Osario con el pico, pero éste no se arredró. Siguió propinando espadazos sin darle tiempo para contraatacar, haciendo silbar la hoja al cortar el aire y acercándose cada vez más al cuerpo en tensión de Rosendo. En uno de esos golpes la espada impactó contra el hierro del pico y la hoja se partió. Con la boca torcida por la contrariedad, el Osario resopló furibundo. A su lado un minero luchaba cuerpo a cuerpo con otro soldado y le daba la espalda. Sin darle tiempo a reaccionar, el Osario clavó lo que quedaba de su espada en la nuca del hombre y se apoderó de su arma. Al caer el cuerpo boca arriba, Rosendo reconoció al muchacho que había enviado de espía y al que había ordenado no salir de su escondite. Notó cómo su sangre se encendía. Sus músculos se tensaron al máximo mientras apretaba el mango de la herramienta. Soltando un grito atroz, embistió al jefe de los soldados con toda su fuerza. Cualquier defensa hubiera sido insuficiente: el pico acabó incrustándose en el hombro del mercenario, hundido cerca de la clavícula. El Osario abrió los ojos de par en par. Rosendo, al separar el pico del cuerpo, se llevó huesos y carne. Después lo levantó de nuevo y, sin dar tiempo a que el mercenario cayera al suelo, asestó un brutal golpe que decapitó a su oponente. La cabeza de Javier Osorio cayó a los pies de un soldado cercano.
Sin ocultar su espanto, éste clamó:
—¡El Osario ha muerto!
La frase recorrió como la pólvora el campo de batalla. Varios mercenarios se retiraron al percatarse del panorama general y estas deserciones llevaron a otras más. Pronto los aldeanos se quedaron atónitos sin contrincantes. Los soldados huían en tropel por donde habían venido.
El fragor del combate fue sustituido por las respiraciones agitadas, los gritos de dolor de los heridos y la rabia por los compañeros muertos. Nadie se vio capaz de decir nada. Sólo Henry, con el rostro apesadumbrado, se acercó a Rosendo y apoyando su brazo en el hombro, le dijo:
—Ya terminó todo, Rosendo.
Rosendo no respondió. Observó silencioso el desastre y la huida del enemigo en la distancia. Volvió entonces la brisa del verano sobre su cara y sus heridas. Con ella, los fresnos empezaron a respirar y a mecerse.
A pesar de que nada ni nadie podía probar que ese ataque procedía de los Casamunt, Rosendo Roca estaba más que convencido. Aun así, no dijo nada. Los vecinos del Cerro Pelado enterraron a los muertos y volvieron a sus familias y a sus trabajos. El valor de esa amable rutina era el tributo que rendían a los héroes que habían peleado junto a ellos. Pedro
el Barbas
y algunos de sus hombres se quedaron para ofrecer seguridad a un poblado temeroso de nuevos ataques. En los meses siguientes, ningún Casamunt se acercó a la mina.
Eran las seis de la mañana de un día de otoño que iba a ser especial. Las expectativas de la familia Roca habían crecido sobremanera desde el momento en que Henry los había puesto en antecedentes. Los nervios y el frenesí de los hijos de Rosendo eran evidentes:
—Dicen que roban niños y les sacan aceite para ponérselo a esas máquinas —dijo Rosendo
Xic.
—¡Anda ya! —respondió Anita.
Roberto, curioso, preguntó:
—¿Qué aceite?
—No lo sé, es lo que he oído —reconoció su hermano mayor.
—¡Ay! Estos chicos… —cabeceó Anita llevándose la mano a la frente.
Los niños esperaban a Ana, Rosendo y Henry en el interior del carruaje vestidos con sus mejores trajes. Perigot, ya preparado, iba a llevarlos a Barcelona. Ese mismo día tendría lugar la inauguración de lo que se había bautizado como el camino de hierro de Barcelona a Mataré. Se trataba del primer ferrocarril que se ponía en marcha en el territorio español.
El transporte de la familia Roca para aquel día era el mismo faetón que Rosendo solía utilizar para desplazarse a la Ciudad Condal. Tirado por un solo caballo, disponía de dos filas de asientos de costado y el pescante reservado al conductor. Perigot dio la señal y se pusieron en marcha.
Cuando dejaron atrás el Cerro Pelado, los primeros rayos de sol comenzaron a centellear en el horizonte. En una de las curvas del camino pudieron ver cómo el río Llobregat serpenteaba a sus pies. Entonces Roberto gritó:
—¡Mira, papá, cuánta agua lleva!
Desde el inicio del otoño las intensas lluvias habían aumentado el caudal del Llobregat. Puesto que el desnivel del río en aquella zona no era mucho, su lecho se ampliaba hasta alcanzar los bosques de ribera.
—Y si sigue lloviendo, ¿puede seguir creciendo el río? —preguntó Rosendo
Xic.
Henry respondió:
—Sí, pequeño, entonces el agua podría llegar muy lejos.
—¿Hasta dónde? —preguntó Anita.
—Hasta donde quiera,
my darling.
Tras algunas horas de viaje en las que los hermanos aprovecharon para echar una cabezadita, Ana fue la primera en quedarse perpleja al distinguir Barcelona. Sus dimensiones la enmudecieron. Traspasaron la muralla y se adentraron, entonces, en ese extraordinario universo abarrotado de altos edificios, de humo y de gente.
—¡Mirad, niños, ya estamos en Barcelona! —reaccionó Ana finalmente.
Éstos observaron excitados las murallas, las calles y el constante ir y venir de los carruajes. Sólo conocían la aldea del Cerro Pelado y aquello era muy diferente.
—Papá, ¿tú quieres convertir la aldea en un sitio como éste? —preguntó Rosendo
Xic
al llegar al final de la Rambla.
—Algo parecido —respondió Rosendo mientras se levantaba del carro y buscaba el mar en el horizonte—. Niños, mirad a vuestra derecha—anunció sin desviar la mirada.
En el carruaje se hizo el silencio. La visión del mar dejó a los pasajeros ensimismados un buen rato.
Habían atravesado gran parte de la ciudad cuando en la distancia Roberto vio algo que brillaba. Fijó la mirada pero no pudo distinguir de qué se trataba, tan sólo percibió que relucía a los pies de una sencilla construcción en medio de un descampado.
—¿Qué es eso? —preguntó intrigado.
—Deben de ser las vías por donde avanza el tren —respondió Rosendo con los ojos tan abiertos que parecían estar a punto de saltar de sus órbitas.
Henry le había hablado del ferrocarril en repetidas ocasiones y él se había hecho una completa imagen mental. Tales referencias aumentaron sus ganas de poder tocar ese invento con sus propias manos.
—¡Más deprisa, Perigot! —gritó impaciente—. Tenemos que estar allí antes de que se ponga en marcha.
Cuando llegaron a la estación y se adentraron en ella, la familia Roca se abrió paso entre el revuelo. Ahí estaba la imponente bestia de hierro. Observaron por primera vez la locomotora y los más de veinte vagones de los que tiraría. Se les antojó gigante.
Al acto inaugural del camino de hierro de Barcelona a Mataró asistieron multitud de personas deseosas de ser testigos de una innovación como aquélla. Entre ellos, los obispos de las provincias de Barcelona y Puerto Rico bendijeron la máquina y dedicaron una oración a aquel artefacto y al ingenio del hombre que lo había hecho posible.
Roberto comentó emocionado:
—Mira, papá, son como los raíles que tenemos en nuestra mina. Pero las vagonetas son distintas.
Cuando Tom Redson, el experto que había venido desde Inglaterra para conducir aquella máquina, puso en marcha el primer ferrocarril de España, los centenares de personas allí presentes vitorearon y gritaron exclamaciones de admiración. El tren estaba a punto de transportar a novecientos individuos desde Barcelona hasta Mataró a la vertiginosa velocidad de cuarenta kilómetros por hora. Se produjo un estruendo seguido de un coro de agudos silbidos. Todos se llevaron las manos a los oídos mientras observaban atónitos la rítmica marcha del aparato. Pese al entusiasmo que sentían, no se les ocurrió imaginar que a partir de aquel momento las distancias ya no volverían a ser como ellos las percibían.
Roberto, exaltado ante aquel fenómeno industrial, cruzó el gentío para inclinarse y, caminando a su lado, observar las enormes ruedas de la máquina en movimiento. Después volvió a por Henry y le tiró de la chaqueta:
—¿Dónde están escondidos los caballos?
—No hay ningún caballo, muchachito —respondió Henry—. La locomotora utiliza el vapor del agua que hierve en la caldera para mover los distintos pistones. Éstos, entonces, hacen girar las ruedas mediante bielas y articulaciones —le explicó gesticulando con las manos.
Roberto observaba el artefacto en silencio.
—Tú ya habías visto una así, ¿verdad, Henry? —le preguntó Roberto.
—Sí, ¿sabéis que sin los ingleses esto no sería posible?
—¿Por qué, Henry? —intervino Rosendo
Xic.
—Porque el impulsor de este proyecto, Miquel Biada, no pudo encontrar al principio financiación suficiente en España.
My god!
Tuvo que viajar hasta Londres, donde inversores ingleses se comprometieron a adquirir cinco mil acciones. El ingeniero Joseph Locke dirigió las obras llevadas a cabo por la también inglesa compañía Mackenzie. Incluso la locomotora, amigos míos, se ha importado de allí.
Rosendo esperó a que Henry dejara de regodearse en sus orígenes y preguntó:
—¿No hay dinero catalán en este descubrimiento?
—Sí que lo hay. La iniciativa privada catalana y más tarde los ayuntamientos de Barcelona y Mataró aportaron la otra mitad del capital necesario.
—¿Y habrá más trenes? —preguntó Anita.
—Yes.
De hecho, ya están preparando otras líneas, como las de Madrid-Aranjuez o Langreo-Gijón —contestó pronunciando con dificultad la «j»—. Quizá veamos pronto una de estas vías pasar cerca de nuestra aldea…
—Eso espero —respondió Rosendo.
Los actos de celebración continuaron hasta la tarde. Fue un día alegre para todos los presentes. Poder realizar el trayecto Barcelona-Mataró en un tiempo inferior a una hora se les antojaba un sueño. Y ahora, ese sueño se estaba convirtiendo en realidad.
El estruendo de la sirena accionada a manivela anunció que el turno de noche había terminado. Los hombres salieron de la mina caminando pesadamente, dibujando con sus lámparas de aceite un sendero de puntos de luz entre la oscuridad del yacimiento.
Para Mario, acabar de trabajar a las seis de la mañana suponía un martirio. Agotado, se echaría sobre el camastro y se perdería la vida natural que animaba el día. Esa mañana, sin embargo, se presentaba más oscura de lo normal. Una ráfaga de viento apagó de repente su candil. Miró hacia el cielo y lo vio cubierto de nubes negras. «Mala cosa», pensó mientras sentía en su rostro la ventisca que ya había empezado a zarandearle.