La herencia de la tierra (29 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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—Entiendo.

—¿Tanto odia ese hombre al señor Roca como para culparle de una cosa así?

Henry cabeceó y le posó la mano en el hombro.

—Alguien irritado es capaz de hacer cualquier cosa…

Con la ambigüedad de su respuesta, Henry se volvió y vio el corro de gente que se había formado alrededor de ellos. Todos murmuraban escandalizados sobre lo ocurrido. Cuando hubieron asimilado la noticia, el sonido de la pala que recogía los escombros se hizo de repente más sonoro. Rítmico, insistente. Poco a poco el grupo se fue volviendo y vio que Rosendo, impertérrito, continuaba con el trabajo. Admiraron la perseverancia del minero y se dispusieron a imitarlo. Injuriaron a Fernando Casamunt por culpar a ese hombre de su desgracia.

Transcurridas tres semanas, una tarde, dos siluetas negras contrastaron en el horizonte sobre el cerro pelado. Un sombrero de ala corta y un abrigo largo y negro daban indicios del oficio de uno de los extraños viajeros. Su mano bamboleante sujetaba una pequeña maleta de piel embetunada; en ella, apenas una muda y una Biblia de cantos dorados que guardaba como un tesoro. Su acompañante, una mujer también de negro, portaba una capucha que le cubría la cabeza y los hombros por igual. El carro que los había llevado esperaba a una distancia prudencial.

Una vez llegaron a la casa de la familia Roca, se mantuvieron en silencio ante la puerta. Se trataba de retomar el pulso, centrarse de nuevo y presentarse así en las mejores condiciones. Pasado un momento, el hombre llamó decidido a la puerta. Al fin, ésta se abrió y el visitante habló:

—Buenos días. Mi nombre es don Roque y ella es la hermana Herminia. Nos envía el vicario capitular de la diócesis de Solsona.

—Sean ustedes bienvenidos. Pasen, por favor.

Ana hizo pasar a los dos religiosos al interior de la casa y los condujo hasta lo que la familia denominaba la sala de las butacas, una sala de estar compuesta por una chimenea y cinco sillones, que se había convertido en el lugar donde los Roca solían reunirse para hablar y ponerse al día.

La mujer de Rosendo vestía un traje negro, como el de Angustias, que estaba leyendo en la estancia. Ana les anunció:

—Les presento, mosén don Roque, hermana Herminia…

Angustias se levantó enseguida y se acercó a ellos con una sonrisa triste en los labios.

—Lo estábamos esperando —dijo al sacerdote—. Hermana —añadió saludando a la religiosa—, yo soy Angustias. Rosendo, mi hijo, es el responsable de la mina, pero ahora no está, y ella, Ana; es su mujer.

—Encantado, señoras.

Herminia seguía la conversación sólo con gestos. Bajo su hábito apenas podía verse una piel un tanto ajada por los años y una cara huesuda.

Angustias los invitó a tomar asiento. Don Roque se acarició el pelo negro algo aceitoso y entregó el sombrero a Ana. Ésta, tras dejarlo encima de una de las butacas, se sentó junto a Angustias.

—Perdonen mi torpeza, ¿quieren ustedes tomar algo? —preguntó Angustias, y se puso de pie de repente, como si acabara de recordar algo importante.

—No se preocupe, estamos bien —respondió de nuevo don Roque.

Angustias volvió a sentarse. El párroco tomó la palabra:

—Don Marcelo me habló de la necesidad de un maestro y me he tomado la libertad de traer conmigo a la hermana Herminia. Ha servido con demostrada competencia en las dominicas de Manresa. Su experiencia seguro que vendrá bien a este lugar.

Angustias y Ana asentían.

—Ella se hará cargo de la formación de las niñas, yo impartiré clase a los niños.

—Gracias, padre. Hasta ahora nos ocupábamos Ana, su madre y yo, y la verdad es que con tantos niños ya no podemos.

—Yo lo haré, no se preocupen —interrumpió Herminia.

Angustias se sintió incómoda. Ana, viendo la rectitud de la monja, intervino:

—Con el debido respeto, nosotras tenemos interés en continuar colaborando, aunque sea en menor medida.

Tras un breve silencio, la monja añadió:

—Está bien. Supongo que habrá algo en lo que puedan ayudarme.

—De acuerdo —confirmó el padre satisfecho—. La educación forma parte de nuestra labor evangelizadora y nada hay más agradecido que enseñar a los más jóvenes la bondad y los preceptos de nuestra santa madre Iglesia.

Los ojos del cura, que debía rondar los cuarenta años, se encendían como dos alfileres cuando hablaba y, excepto su piel cenicienta, todo lo demás relucía por igual: desde su pelo encerado hasta las cuidadas uñas de sus manos entrelazadas.

—Verán que los medios de nuestra escuela son muy humildes, pero los niños aprenden felices. La iglesia ha empezado a construirse hace poco. Mientras tanto podemos asistir a la misa que don Marcelo ofrece en Runera. Su casa, padre, ya está terminada junto a lo que será la iglesia de la aldea. La suya, hermana, como no la habíamos previsto, tardará algo más, pero no se preocupe.

Angustias interrumpió su parlamento y se cogió con las manos la cabeza. Se había quedado pálida.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Ana.

—Sí, sólo ha sido un pequeño mareo. Estoy bien.

La conversación siguió durante un rato. Cuando faltaba poco para que atardeciera, don Roque y Herminia salieron de la casa del cerro pelado. Tenían prevista una visita a la que no debían hacer esperar. Una vez subidos de nuevo al carro, don Roque ordenó:

—A la finca de los Casamunt.

Capítulo 37

Anita se miró los zapatos, estaban tan lustrosos que brillaban. Le encantaban, aunque cuando se los ponía sabía que tenía que llevar cuidado, no podía pisar charcos, ni acercarse al río ni tampoco a la mina. Aun así, Anita estaba encantada de llevarlos, porque todo el mundo le decía que estaba muy guapa y ella se pasaba la misa entera mirándolos y moviéndolos para ver cómo chispeaban. Lo que Anita no acababa de entender era por qué se los había puesto hoy mamá, si no era domingo y no iban a la iglesia. Estaban esperando a Henry para su clase de inglés, y las clases las hacían en el despacho de papá. ¿Para qué ponerse los zapatos si nadie los iba a ver? Miró a Rosendo
Xic,
que estaba sentado a su lado, también vestido de domingo y que, al contrario que ella, permanecía tranquilo, incluso algo somnoliento. Roberto era todavía muy pequeño como para recibir clases y casi siempre estaba con Ana.

Henry apareció sonriendo radiante, vestido con levita, chaleco y luciendo una pajarita de color teja, a juego con un pañuelo que asomaba del bolsillo superior. Se situó delante de ellos y los saludó haciendo un besamanos a Anita y una leve inclinación de cabeza mientras apretaba la mano de Rosendo
Xic. A
los chicos siempre les hacían gracia los gestos de Henry, decidido a que aprendieran las buenas formas.

—Amigos míos, la clase de hoy será especial.

Henry calló durante unos instantes mientras observaba la reacción de los niños, que lo miraban curiosos.

—Hoy no haremos clase aquí… ¡Hoy iremos al mercado!

Anita experimentó un júbilo contenido. Aunque la suya respondía a otras razones, Rosendo
Xic
se sumó exaltado a la alegría de su hermana. Henry tomó de las manos a los dos niños y salieron de la casa rumbo al poblado, al que, poco a poco, la gente de la comarca había empezado a denominar «aldea del Cerro Pelado».

En cuanto salieron, Henry comenzó a formularles preguntas:

—Dejamos atrás la casa… ¿Cómo se dice «casa»?

Rosendo
Xic
se quedó pensativo, Anita contestó enseguida:

—House!

—Muy bien. ¿Y «piedra»? —preguntó golpeando un canto con sus zapatos.

Anita respondió otra vez:

—Stone!

—All right, my darling.
—Y señalando un árbol, insistió—: ¿Y eso?

La niña iba a responder pero se detuvo al notar un ligero apretón de la mano de Henry. Éste, con un gesto de sus cejas, la conminó a esperar a que contestara Rosendo
Xic.
El chiquillo, un tanto dubitativo, respondió:

—Tree?

—¡Perfecto, mi caballero! Sigamos, niños, hoy hay muchas cosas que ver.

Cuando llegaron al mercado ese viernes, lo encontraron muy concurrido. A pesar de que estaban ya en diciembre, el día era especialmente soleado y muchas personas se habían animado a salir a pasear y a comprar.

La creciente población alrededor de la mina había hecho que cada vez fueran más los comerciantes que, además de acudir al mercado de Runera, se acercaran también al de la aldea atraídos por las ventas adicionales. Todos se habían ido instalando en la plaza hasta ocuparla casi por completo. Las voces de los vendedores clamando precios llenaban el ambiente. Los sabores también jugaban su propia baza: lo salado se entremezclaba con lo dulce y lo ácido provocando un batiburrillo desconcertante.

Estaban observando los diferentes puestos entusiasmados cuando, de repente, Henry oyó algo que lo hizo volverse.

—Aquí tiene, gracias. —Una voz cálida y exótica se despedía de una compradora.

El escocés se encontró con una muchacha de abundante cabellera negra, rizada, de piel tostada, grandes ojos azules y labios sensuales. Se acercó con los niños al puesto que regentaba y se quedó durante unos instantes boquiabierto, sin saber qué decir. La chica preguntó:

—¿Puedo ayudarle en algo?

El tartamudeo del escocés hizo sonreír tímidamente a la joven, lo que dejó al descubierto unos dientes perfectos y blancos y un rubor sobre las mejillas similar al color de un melocotón maduro. Con la voz apagada, Henry dejó escapar:

—Wow… Awesome!

Anita se lanzó a preguntar:

—¿Qué? ¿Qué has dicho?
Awe…?

Henry recompuso el gesto. Se puso recto, carraspeó y, con elegante gesto, indicó a los niños:


Beautiful woman.

Los niños exclamaron al unísono:

—¡Mujer preciosa!—Y se echaron a reír.

La vendedora se llevó una mano al rostro para taparse la sonrisa.

—¡Vaya, me voy un momento y me pierdo la gracia del día!

La voz de Josep Lluna, o Jep, como prefería que lo llamasen, irrumpió divertido en ese ambiente de alegría. Estaba acostumbrado a la admiración que solía provocar su hija. Jep Lluna era un indiano venido a menos que hacía poco que había vuelto de Cuba. Jep, tras la muerte de su mujer, abandonó los negocios en la isla y volvió junto con su hija Sira a su Cataluña natal. La joven mulata de dieciséis años y preciosos ojos azules había sido pretendida por más de un indiano y más de un criollo allá en Cuba.

Jep Lluna quería a su hija con locura y su intención era rehacerse económicamente para ofrecerle una buena educación europea, quizá con un maestro particular que pudiera introducirla en la buena sociedad. Jep no podía olvidar el humilde origen de la madre de Sira, Yolanda, una bellísima negra propiedad de un criollo con el que habitualmente él hacía negocios. Quedó tan prendado que, con el consentimiento del criollo, se casó con ella. Tras años de felicidad, Yolanda fue arrollada por un caballo mientras volvía a casa después de unas compras. Jep estaba de viaje en la otra punta de la isla y Yolanda, al ser negra, apenas fue atendida médicamente. Cuando llegó del viaje, se la encontró con una grave infección y casi inconsciente. Poco pudo hacer por ella más que permanecer a su lado mientras agonizaba. Sólo durante unos momentos su esposa recuperó la lucidez, y fue en uno de ellos cuando le pidió a Jep que se llevara a Sira lejos de la isla, donde nadie la tratara mal por el color de su piel. Aunque la congoja no le permitió decir palabra, para el indiano fue como si hubiera realizado una promesa. Al fallecer su mujer, vendió las propiedades que tenía, compró dos pasajes para España y volvió de la mano de una joven profundamente apenada por la muerte de su madre.

Nada más llegar, Jep regresó a Runera, el pueblo de su infancia. Ya casi nadie lo recordaba tras tantos años en la isla y sin familia alguna que esperase su retorno. En cuanto supo de la mina de Rosendo, no dudó en acercarse a echar un vistazo. Lo que vio lo dejó asombrado: donde antes sólo había tierra yerma, ahora se había abierto un impresionante yacimiento y se había levantado un poblado entero. La vitalidad del mercado y el optimismo que se respiraba le hizo montar su puesto con el deseo de establecerse en la aldea lo antes posible. Jep tenía un amplio conocimiento de las mercancías de ultramar y empezaba a establecer nuevos contactos para su comercio. Ofrecía en el mercado todo tipo de telas, además de tabaco, y se brindaba a conseguir cualquier cosa que alguien necesitara comprar. Tenía un buen caballo, un carromato ligero y el ánimo suficiente para viajar a Manresa o Barcelona las veces que hiciera falta. En las apenas tres semanas que llevaba acudiendo, sin embargo, el interés de los clientes se había reducido a telas más bien baratas y algún que otro caramelo para los niños.

—Buenos días, caballero, me alegra ver que el buen gusto visita nuestro mercado —dijo Jep refiriéndose a Henry.

Le sorprendió ver por allí a alguien refinado como Henry Gordon, vestido con una levita que se veía a todas luces elaborada con un paño de calidad.

—Y pequeños —añadió al instante ofreciendo una sonrisa a los niños.

—¡Buenos días! Por favor, niños, saludad al señor —respondió Henry saliendo de su ensimismamiento.

Anita realizó una leve genuflexión con gesto divertido y Rosendo
Xic
agachó la cabeza con actitud solemne. Jep sonrió abiertamente.

—¡Caramba, qué hijos tan bien educados tiene usted!

—No, no. No son mis hijos, señor… —dijo titubeante mientras de soslayo seguía mirando a la muchacha.

—Lluna, Josep Lluna, aunque todos me conocen por Jep. Y ella es mi hija, Sira.

Henry repitió como si de una oración se tratara:

—Sira… Bonito nombre.

—Gracias —respondió la chica cordialmente.

—Well, yo me llamo Henry Gordon, mucho gusto. —Estiró el brazo hacia el comerciante y después hacia Sira. Le besó con delicadeza la mano y añadió—: Éstos son los hijos de Rosendo Roca. La encantadora dama es Anita y el caballero cada vez más mayor es Rosendo. Yo sólo soy un amigo que les enseña lo poco que sé de mi lengua materna y alguna cosa más.

Jep abrió los ojos mostrando sorpresa.

—¿Ro… Rosendo Roca? ¿El dueño de todo esto? —dijo señalando con el brazo lo que les rodeaba—. ¡Menuda sorpresa! Tengan a buen seguro, señorita y caballeros, que es para mí todo un honor su visita a mi humilde puesto —continuó mientras con la mano en el pecho se inclinaba ligeramente—. ¿Puedo ayudarle en algo, señor Cordón? Veo que viste con verdadera elegancia, ¿quizá le gustaría ver alguna de mis más exquisitas telas?

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