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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (35 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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El cuchicheo se acentuó ante la mención de Narcís. Ninguno de ellos guardaba un buen recuerdo de él.

Rosendo lo interrumpió:

—Narcís me ha dicho que una tropa de unos treinta mercenarios viene hacia aquí. Alguien los ha mandado para arrasar la mina y la aldea.

La sorpresa fue general. Algunos de los presentes quedaron mudos, otros se miraban turbados y se preguntaban por la amenaza. Rosendo guardó silencio mientras repasaba sus rostros.

—Desconozco el origen y los motivos de este ataque. Pero lo que sí sé es que hay que hacerle frente y yo solo no puedo. Necesito hombres que quieran luchar conmigo.

Una voz surgió al fin de entre las demás haciéndose eco de las dudas de los presentes. Pertenecía a Octavi Llopis:

—Rosendo, usted sabe que aprecio este pueblo como el que más. Pero ¿cómo vamos a enfrentarnos a ellos? Si, como dice, esa gente viene con la intención de acabar con nuestra aldea, deben de ser profesionales y nosotros…, nosotros sólo somos campesinos, mineros, comerciantes…

Otro hombre lo interrumpió. Se trataba de su eterno adversario, Gustavo López:

—A mí lo que me parece es que tienes miedo. El señor Roca nos está hablando de luchar o abandonar un hogar en el que están creciendo nuestros hijos. No parece que tengamos elección, yo al menos no tengo dudas.

—Yo no he dicho que no quiera luchar —se justificó Llopis—. Sólo digo que no sabemos cómo hacerlo.

De repente, todos se quedaron en silencio y comenzaron a mirarse con inquietud. Por uno de los laterales de la plaza avanzaban Pedro
el Barbas
y su séquito.

Rosendo hizo enseguida las presentaciones:

—No tenemos experiencia pero contamos con estos hombres, compañeros de mi hermano en la guerra, que han venido a apoyar nuestra defensa.

Siete individuos con las caras cruzadas de cicatrices y oscurecidas por las correspondientes patillas y bigotes se colocaron a la espalda de Rosendo. Todos sostenían un trabuco en su brazo y portaban el cinto lleno de armas afiladas.

—Sin embargo, no son suficientes, os recuerdo que nuestros atacantes suman más de treinta. No puedo obligaros a luchar, pero si no es en el campo de batalla quizá debáis enfrentaros al enemigo aquí mismo, en la aldea.

Tras un silencio, añadió: —No quiero engañaros. Mi hermanó luchó y ahora está muerto.

Las bocas de los presentes volvieron a proferir un murmullo impreciso.

El minero concluyó:

—Así que quien decida que es mejor abandonar, puede recoger sus cosas y marcharse.

Hombres y mujeres hablaban entre sí, dudosos. También se escuchó algún sollozo. Minutos después, una columna silenciosa encabezada por Héctor, Octavi Llopis, Gustavo López y Henry inició una marcha solemne. Poco a poco, mineros, artesanos, comerciantes y campesinos se sumaron a la marcha y fueron colocándose tras los mercenarios. La procesión aglutinó en una especie de acto de fe a todos los hombres de la aldea. Las mujeres y los niños se quedaron inmóviles, mirándolos con gravedad.

Rosendo recibió impresionado el apoyo. Decenas de valientes estaban dispuestos a jugarse la vida por defender lo que juntos habían construido. Se introdujo la mano en el bolsillo y tocó la bala de su hermano: estaba preparado.

Unos gritos retumbaron sonoros en la mansión de los Casamunt. En el interior de la biblioteca, padre e hijo discutían acalorados mientras Helena escuchaba.

Sentado en una butaca, Valentín mantenía el ceño fruncido a la vez que daba repetidos sorbos al vaso que sostenía. No parecía prestar demasiada atención a las palabras que Fernando, de pie, pronunciaba exaltado:

—Tenemos que hacerlo, padre. El ataque a las tierras de la mina es necesario. Hay que destrozar el yacimiento y también la aldea. Es la única manera de recuperarla. ¿Es que no lo entiendes?

Valentín respondió sin ni siquiera mirarlo:

—Claro que lo entiendo. Entiendo que tengo un hijo ciego que no sabe dar gracias por lo que posee. Todo lo que he hecho lo he hecho pensando en ti y en tus descendientes. Hice un trato con Rosendo Roca y cuando venzan los cincuenta años convenidos, lo que él haya construido pasará a tus manos. El dinero que utilice para hacer crecer su aldea de paletos nos beneficia a largo plazo. Pero la ignorancia te ciega y no escuchas a nadie…

—¡Deja de insultarme! Deberías estar consiguiendo mucho más que el diezmo que Rosendo te da… ¡Ese campesino se está enriqueciendo a nuestra costa! Padre, ese porcentaje es mísero, ¿es que no te arrepientes de lo que firmaste?

—¿Arrepentirme? ¿De qué me voy a arrepentir? ¿De que ese desgraciado reinvierta en algo que va a ser nuestro o de que tú seas mi heredero?

Valentín se levantó y se aproximó, dominante, a su hijo. Fernando apretó la mandíbula y cerró sus puños con fuerza. Al respirar el pesado aliento a coñac de su padre hizo una mueca de asco.

—No puedes hacerme esto.

—¿Ah, no? Puedo hacer lo que quiera. Todo lo que tú posees me pertenece. Incluso tu vida.

—Yo podría acabar con la tuya aquí y ahora —soltó Fernando.

Los ojos del patriarca se abrieron y, al momento, su boca lanzó una carcajada que inundó la sala. Sin dejar de reír, el señor desapareció tambaleante por la puerta.

Un ataque de violencia sobrevino a Fernando. Empujó con saña varios libros amontonados sobre la mesa y éstos cayeron al suelo con gran estrépito.

Cuando elevó su mirada impotente, se encontró con la de su hermana.

Helena se dirigió entonces a su hermano con su usual desazón.

—¿Cómo dejas que padre te hable así?

—Cállate, tú no lo entiendes —respondió y se sentó en una de las butacas.

—Por el amor de Dios, Fernando, ya no eres ningún niño. No tienes por qué hacer lo que él te diga —lo recriminó mientras tomaba asiento a su lado.

—Déjame en paz. Sólo sabes criticarme.

Pero tras una pausa, intrigado, preguntó:

—A ver, ¿qué crees tú que debo hacer?

—Seguir con tu plan y acabar de una vez con Rosendo.

—En realidad, el plan no es sólo mío. Si no recuerdo mal se te ocurrió a ti, como el incendio. Y ya ves para lo que sirvió.

—Ahora no pagues tu ineptitud conmigo… Ni siquiera tenías por qué habérselo dicho. Ni a él ni a don Roque. Nadie se hubiera enterado nunca. Pero no eres capaz de actuar sin buscar la aprobación del viejo león… ¿qué digo viejo? Es un fósil de una época antigua. No está preparado para los tiempos modernos.

Después se hizo el silencio.

Helena sabía que su hermano era la única vía para que ella pudiera intervenir en el porvenir de su familia, pero éste era una torpe marioneta que malograba las escenas y recibía los golpes del público disgustado. La titiritera tampoco estaba contenta con su actuación, sin embargo no le quedaba otra opción más que seguir insistiendo:

—Sabes que el ataque es necesario, no podemos permitir que el capital de ese grupo de campesinos crezca más que el de nuestra familia. ¡Eso es inmoral! —exclamó—. Y si sigue así, ten por seguro que al final liquidará el pago y se quedará con todo:

—Lo sé.

—Pues no lo permitas. Hay que destruir la mina, dejarlos sin nada. Así, cuando llegue el próximo canon, Rosendo no tendrá con qué pagarnos y las tierras volverán a ser nuestras. Disfrutaremos de toda su riqueza y no sólo de un ridículo diezmo.

—Eso es lo que le he dicho a padre, pero no me escucha.

—Pues no lo escuches tú a él. Hace tiempo que perdió las ganas de pelear, y recuerda, nuestro futuro depende de esta batalla.

Fernando no respondía, pero afirmaba levemente con la cabeza.

—Ese campesino nos ha deshonrado —Helena hablaba más por ella que por nadie—, y no podemos quedarnos de brazos cruzados.

Tras una breve pausa, Fernando respondió al fin de forma contundente:

—Lo haré. Te lo demostraré.

Helena se puso de pie y se ausentó satisfecha de la sala. Antes de marcharse, se volvió para comprobar el estado de Fernando: éste, con los puños cerrados, asentía convencido. Sonrió. Había conseguido lo que quería, ahora sólo cabía esperar.

Capítulo 45

A la tarde siguiente, el sol se escondió rápido tras el horizonte. Sus brazos enrojecidos garabateaban el inquietante silencio de la aldea del Cerro Pelado. Tan sólo las copas de los fresnos rompían la quietud, bamboleadas por una ardiente brisa veraniega, marcial presagio de lo que pronto ocurriría.

Javier Osorio, apodado
el Osario
por el gran número de muertos que contaba sobre sus espaldas, dominó el caballo y escupió al suelo para ordenar:

—¡Alto!

Tras de sí, un nutrido grupo de mercenarios se detuvo, todos ellos armados con fusiles, trabucos, espadas y navajas.

—Estamos cerca del poblacho, así que id cargando vuestras armas.

Uno de los hombres rió.

—¡Esto va a ser una carnicería!

Osorio descabalgó y se dirigió a la mula que transportaba los barriles de pólvora.

—¿Cómo va todo? —preguntó mientras palmeaba el hocico del animal.

El responsable de la pólvora se había bajado de su montura y estaba examinando la mercancía.

—Perfecto, todo parece estar correcto. ¿Voy preparando las cargas?

El Osario respondió:

—Sí, en cuanto lleguemos al pueblo iremos directos a la mina. Después, ya nos pasearemos por la aldea a ver qué encontramos… pero lo primero es la mina, el jefe lo dejó muy claro.

—Los mineros son gente dura, no se van a rendir así como así.

—Esos palurdos tienen picos y palas, nosotros fusiles y machetes.

Volvió a escupir sonoramente. Llevándose la mano a la entrepierna, soltó:

—Además, a nosotros nos sobran cojones.

Ambos hombres rieron entre bufidos.

Los ojos de Jordi Giner contemplaban la escena. Agazapado entre los matorrales, contó los individuos que había, las armas que llevaban y el número de caballos que los acompañaban. Arrastrándose hacia atrás, se alejó del lugar bajando una pendiente. Cuando estuvo a suficiente distancia, se incorporó y corrió a avisar a Rosendo y a Pedro
el Barbas.

Los hombres de la aldea se hallaban preparando sus armas, muchas de ellas simples herramientas que utilizaban cada día en sus trabajos. Picos, piconas, hachas, ganchos y piedras se mezclaban con los trabucos, puñales, pistolas y navajas que los bandoleros habían traído consigo.

enseguida comenzaron a organizarse. Pedro
el Barbas
los dirigió al lugar que había elegido: una zona donde el camino se ensanchaba antes de una curva y formaba una especie de planicie. Puesto que contaban con el factor sorpresa, la intención era cercarlos cuando llegaran a ese punto. Rosendo y los demás obedecieron al soldado sin dudar.

Los rostros de los aldeanos empezaron a ensombrecerse bajo el manto del miedo. Rosendo se percató de las dudas y, antes de que cada uno se colocara en su escondite, quiso transmitirles un poco de su fuerza:

—La energía con la que hemos levantado este poblado será la misma que nos hará vencer esta batalla.

Los hombres lo miraban expectantes, aferrados a sus armas y asintiendo titubeantes.

—Hoy va a ser un día que nuestros hijos recordarán.

Tras una pausa, insistió:

—Vamos a hacer que se arrepientan de haber venido.

Los rostros de los presentes dejaron de mirar al suelo. Los ánimos comenzaron a ensalzarse.

—¡Vamos a ganar esta batalla! —exclamó Rosendo.

Los demás elevaron los brazos y se unieron a su bravura:

—¡Eso es, vamos a ganar!

Entonces se organizaron: uno de los más jóvenes recibió la tarea de vigilar el camino y el resto tomó posiciones. Después la brisa paró y se hizo el silencio. El tiempo se detuvo.

No tardó mucho en volver el chico al escondite de Rosendo, Héctor, Henry y
el Barbas
. Sin apenas aliento les informó de que el enemigo ya estaba llegando. Lo mandaron aguardar más abajo, tras un árbol. El joven obedeció refunfuñando entre dientes. Aun así, sin que nadie lo viera, se palpó la pernera del pantalón: en ella portaba una daga corta.

El grupo de Rosendo se pegó al suelo conteniendo la respiración. enseguida notaron el sonido de los cascos de los caballos, parecía como si la tierra palpitara. Muy lentamente,
el Barbas
se asomó para otear el camino. Después se agachó con celeridad y asintió ante las miradas inquisitivas de sus compañeros. Todos apretaron los dientes y se aferraron a sus armas. El único que parecía conservar la calma era Henry.

A medida que el rumor de las bestias se acrecentaba, el latido de los corazones de los hombres de Rosendo aumentaba de velocidad.
el barbas
volvió a asomarse. Cuando bajó la cabeza, Rosendo vio en sus ojos un asomo de perplejidad. Quiso preguntarle qué sucedía pero éste lo interrumpió llevándose el dedo a los labios.

el barbas
se quedó pensativo: había reconocido a un soldado, nada menos que el Osario, en primera fila, con el brazo levantado. Se preguntó el porqué de ese gesto y se obligó a pensar rápido. Pronto encontró la respuesta: estaban a punto de comenzar a galopar para entrar en el pueblo a toda velocidad. Si era así, no podían esperar a que llegaran a la curva, porque en cuanto arrancaran, la tropa se estiraría, y en lugar de acorralar a los mercenarios como pretendían, ellos quedarían cercados. Debían actuar deprisa.

Ya.

el barbas
enseñó tres dedos de su mano a los hombres que lo rodeaban. Después, dejó caer el puño sobre la tierra una vez…

Dos…

Y tres.

Javier Osorio torció el cuello con el brazo en alto para dar la orden de comenzar el galope. Pero la expresión de su lugarteniente, que caminaba a su lado, lo detuvo. Éste abrió los ojos y se aferró a las riendas mientras levantaba el brazo con el que sostenía su fusil. Al instante, se oyó un estallido y su cabeza con un reguero de sangre en la frente se desplomó de forma violenta. Alguien había disparado. El Osario se volvió y disparó a su vez. No necesitó más para entender que los estaban esperando.

Un puñado de hombres descargaban desde el barranco en el que comenzaba la curva. Los mercenarios empezaron a hacer escupir también sus fusiles creando una nube de truenos. Estaban a punto de bajar de los caballos cuando un estruendo los sorprendió. Varias explosiones reventaron la montaña e hicieron caer rocas sobre la retaguardia. Algunos saltaron de sus monturas para usar a los animales como parapetos y siguieron disparando hacia el bosque. Uno de los mineros cayó y rodó sujetándose el cuello.

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