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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (32 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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—Ahora me vas a escuchar tú a mí. —El soldado permaneció tumbado sin oponer resistencia—. No vuelvas a mencionar a mi hermano nunca. —Y subrayó aproximando su grotesco rostro al de Adriá—. Nunca. ¿Me oyes? —El soldado asintió temblando. Había entendido la amenaza—. Ni a mi madre, ni a mi padre… —Enumeró a todos los miembros de su familia. Después concluyó—: Yo ya no tengo familia. —El olor a vino que desprendían sus palabras se colaba por la boca abierta del compañero, produciéndole náuseas que se veía obligado a reprimir—. ¿Entendido?

Adriá repitió su aprobación. Sólo entonces Narcís lo soltó; estaba todo dicho.

Había dejado de nevar.

Capítulo 41

Los meses pasaron. La vida de Rosendo transcurría entre la mina y Barcelona, ciudad que ahora visitaba con asiduidad. Y no sólo lo hacía por negocios sino, sencillamente, porque le gustaba, era ésta su ventana al mundo exterior.

Cuando ese mediodía de la primavera de 1848 Rosendo llegó a la Ciudad Condal, decidió recorrer y disfrutar del bullicio a su aire. Bajó del transporte de Perigot en una posta situada en el paseo de Gracia. La vía, repleta de vistosos árboles que se habían plantado hacía sólo veinte años, permitía el paso de los caminantes desde Barcelona hasta el pueblo de Gracia. En cuanto vio a su jefe alejarse, el conductor, se desencajó la gorra y la bajó sobre sus ojos; cruzó los brazos y se repantigó sobre el asiento, con los pies estirados apoyados en el pescante. Antes de que Rosendo cruzara el paso, los ronquidos de Perigot empezaron a rasgar el aire.

Rosendo entró a pie en la ciudad, como los viajeros de antaño. La Puerta del Ángel representaba una aduana improvisada de gente que llevaba sus productos a los diferentes mercados de la ciudad. Las colas de personas que se eternizaban ante las puertas de piedra secular hacían evidente el hecho de que la ciudad había crecido más de lo que permitían sus murallas.

Tras su periplo, Rosendo Roca llegó al portal del abogado y subió al primer piso. A través del cristal esmerilado de la puerta pudo distinguir la encorvada figura de Pantenus, sentado en su butaca y atareado sobre la mesa atestada de papeles. Próxima a la ventana, otra figura se movía ligera repitiendo un rítmico vaivén. Rosendo posó sus nudillos contra el cristal y llamó.

—Adelante, está abierto —contestaron ambas voces al unísono.

Cuando el minero entró, vio que Claudia, con su perenne escoba en la mano, estaba acompañada de un joven que le era desconocido. No debía tener aún los veinte años. A pesar de ello, sobre su prominente nariz reposaban unas diminutas lentes metálicas. El chico era, en efecto, de rasgos delgados pero una incipiente barriga ya comenzaba a asomar bajo el chaleco. Su pelo era de un rubio gastado que recordaba al oro viejo.

Pantenus se incorporó para presentar al joven. De pie, el uno al lado del otro, se podía decir que se parecían como dos gotas de agua separadas por más de treinta años.

—Te quiero presentar a Arístides Expósito. Es mi ayudante y espero que poco a poco vaya adquiriendo experiencia.

—Es un placer, señor Rosendo, perdón, señor Roca —anunció Arístides titubeante.

El joven iba vestido con una levita larga de color gris y un lazo oscuro sobre su camisa blanca.

—Puedes llamarme Rosendo, no te preocupes —dijo éste al estrechar la mano del joven pasante.

De repente, Claudia abandonó su rincón para arreglar el nudo del lazo del joven. El trato familiar de la asistenta aumentó el azoramiento del chico que, mientras intentaba apartarse, soltó sonoros resoplidos. Pantenus ignoró la situación, cogió uno de los sombreros que tenía en el colgador y se lo mostró a Rosendo; era un bombín.

—Regalo de Henry. Dice que me queda perfecto. Supongo que es porque las formas redondeadas encajan con mi figura. —Sonrió guiñando un ojo. Después anunció—: Nosotros nos vamos. —Y dirigiéndose a Rosendo, añadió—: Tenemos tiempo hasta la hora de comer, así que caminaremos un poco. Tengo que mostrarte la recién inaugurada plaza Real. ¡Es toda una belleza!

Ya en el exterior, los dos amigos caminaron por las callejuelas del barrio gótico. A Rosendo le llamaron la atención los fragmentos de la muralla medieval a medio derruir. Pantenus dijo:

—Sí, Rosendo, sí… Intentamos que la ciudad crezca de una vez, porque aquí somos tantos que ya ni cabemos. Tenemos incluso un plan urbanístico fantástico que la mejorará de una manera notable. Pero nos tienen miedo, Rosendo. Sigue habiendo gente que teme al progreso. Fíjate en un detalle: esta noche iremos al Gran Teatro del Liceo, un edificio que además de acoger la Institución Filarmónica también alberga el teatro más grande de Europa. En la mayoría de los países europeos, una construcción como ésta habría sido financiada por la monarquía. Aquí, en cambio, se debe a la iniciativa de la burguesía. Verás localidades y palcos privados, Rosendo, pero no encontrarás un palco real…

Rosendo replicó:

—Hay muchos Casamunt en el país.

Pantenus estalló en una carcajada y respondió:

—¡Buena comparación! Has dado en el clavo, hay muchos que sólo saben aferrarse a antiguos privilegios. ¡Peor para ellos!

Sorteando los callejones en aquel domingo soleado aunque frío, Pantenus y Rosendo atravesaron la plaza de Sant Jaume. Rosendo se detenía a intervalos, absorto por la belleza del Palacio de la Generalitat y de la recién reconstruida fachada del Ayuntamiento. Continuaron su camino por la calle Ferrán hasta que giraron a la izquierda por el pasaje que se abría a la nueva plaza enmarcada por bellos edificios coloniales.

En cuanto entraron, Rosendo levantó la cabeza:

—Se ve el cielo.

—Sí, amigo mío, muchos vienen aquí para eso, porque, entre tanto callejón, es un espacio para respirar.

Al bajar la mirada, Rosendo contempló la plaza. Sentía que se había trasladado a otro país. Aquel lugar no tenía nada que ver con lo que llamaban «plaza» en la aldea. Pantenus seguía explicándole:

—Fíjate en la cantidad de comercios que se están abriendo. Gracias a su forma porticada, la plaza se ha convertido en algo excepcional. La ciudad late aquí dentro, y estoy convencido de que será uno de los lugares más vivos y de visita obligada para los que pasen por Barcelona. ¿Y cuándo me he equivocado yo, eh? —añadió con rostro divertido.

Recorrieron la plaza Real con parsimonia, Pantenus sin parar de hablar y Rosendo observándolo todo, disfrutando de las maravillas de que era capaz el hombre y de lo mucho que aprendía con su amigo. Tomaron entonces una callejuela que los condujo a la Rambla. Pantenus se volvió un momento, señalando detrás de ellos, y dijo:

—Allá arriba está el Liceo, el teatro del que te he hablado antes y donde tenemos que estar antes de las ocho y media. Los domingos hay tres funciones: algo de música por la mañana, teatro por la tarde y ópera por la noche. Combinan representaciones de todo tipo: zarzuela, teatro, danza clásica, magia… ¡Bah! —Y subrayó con un gesto de su mano, como quien espanta una mosca—: todo eso no nos interesa. La ópera, sin embargo… La unión perfecta de todas las artes escénicas. ¡Eso sí que merece la pena!

Pantenus se acercó un poco más a Rosendo y le dijo al oído mientras reiniciaban la marcha:

—Hemos fundado lo que llamamos el Círculo del Liceo, un selecto club de hombres, al estilo inglés, motivados por la promoción y la enseñanza de la música en su más excelsa forma. Sólo somos ciento veinticinco, pero mejor ser pocos y merecidos a ser muchos y zafios. Solemos reunimos para discutir sobre este asunto juntó a un buen coñac. Ya te presentaré a alguno de los socios esta noche. De momento no puedes pasar al espacio que tenemos reservado dentro del teatro, pero hablaré con los demás… Es increíble, como un museo.

Bajaron por la Rambla hasta casi el borde del mar y giraron hacia la izquierda. Entonces el abogado le indicó:

—Vamos al hotel Duquesa de Cardona, su cocina es excelente. Henry nos alcanzará allí, dice que tiene una noticia importante que darnos.

Pantenus miró fijamente a Rosendo, tratando de averiguar en su expresión algo que delatara si sabía algo del tema, pero éste se mantuvo imperturbable. Dando por imposible sonsacarle nada, añadió:

—Además, te voy a presentar a alguien especial; un buen amigo que está a punto de marcharse de la ciudad. Una pena, es de esas personas cuya visión nos vendría bien aquí. Pero en fin —se encogió de hombros—, el mundo es muy grande y seguro que tendremos noticias de él allá donde vaya.

En la barra del restaurante, Henry les esperaba con una copa de jerez en la mano. Al verlos se levantó tan raudo que casi se abalanza sobre ellos. A continuación los dirigió a la mesa que tenían reservada. Pantenus estuvo a punto de tropezar al intentar seguir el acelerado paso del escocés.

—¡Bueno, bueno! ¡Esa noticia tiene que ser muy grande para toda esta prisa!—se quejó Pantenus.

—Lo es, lo es,
my friend
—afirmó sonriendo Henry.

—¿Nos permites acompañarte en tu aperitivo? —añadió el abogado antes de que su interlocutor se lanzara a dar explicaciones—. La caminata ha sido fructífera y tenemos sed —dijo a modo de excusa.

Después de que un atildado camarero les tomara nota, Rosendo y Pantenus se prestaron a escuchar al escocés, quien, pese a su habitual flema, no podía evitar mostrar cierto nerviosismo.

—Bien, queridos amigos… —Hizo una breve pausa y continuó—:

Como ustedes sabrán, hace ya casi seis años que las flechas de Cupido alcanzaron este aventurero corazón mío —dijo a la vez que se llevaba la mano al pecho.

—Cuánta floritura nos gasta hoy nuestro Henry, ¿verdad? —susurró Pantenus con socarronería a Rosendo.

El escocés tosió, miró al abogado y éste respondió con un gesto de disculpa indicándole que prosiguiera.

—Y ahora que ella ha alcanzado la mayoría de edad, ya puedo comunicarles que… ¡Me caso!

Pantenus rió alzando la copa y exclamó:

—¡Ya me figuraba que era eso! ¡Otro bribón cazado!

Los tres amigos celebraron la noticia con una botella de champán. Tras apurar la última copa, el escocés enarcó una ceja al tiempo que consultaba su reloj de bolsillo. Entre disculpas se levantó de la mesa y se despidió de sus compañeros; había quedado con su futura esposa. Colocándose la chistera, se alejó dando largas zancadas. Casi al instante, Pantenus se levantó de su asiento y conminó a Rosendo a hacer lo mismo.

—¡Aquí llega nuestro invitado! ¡Perfecto!

Se acercó a ellos un hombre de mirada inquisitiva, frente despejada y frondoso mostacho. Rosendo calculó que debía de ser algo mayor que él, poco más de cuarenta años. Pantenus se acercó y le estrechó la mano efusivamente.

—Gracias por dedicarnos el poco tiempo que tiene, señor Lesseps. Permítame presentarle a Rosendo Roca.

—¡Ah, sí! Mucho gusto, señor Roca. Confieso que Pantenus me ha hablado tanto de usted que no podía dejar Barcelona sin conocerlo personalmente —dijo con un ligero acento francés.

Rosendo estrechó la mano suave pero firme de Lesseps, que contrastaba con la suya, recia y estropeada por el duro trabajo.

—Rosendo, éste es el cónsul francés en Barcelona, el señor Ferdinand de Lesseps.

Mientras se sentaban en sus respectivos asientos, Pantenus continuó:

—Como él mismo te ha dicho, le he hablado de ti en alguna ocasión, Rosendo. Y es cierto que tenía un gran interés en conocerte.

Lesseps asintió.

—Efectivamente, soy una persona que admira la iniciativa, a los hombres con empuje, con visión de futuro… Tuve el gusto de conocer al señor Miral —y miró sonriente a Pantenus— y a su socio y amigo, el señor Henry Gordon. Si he entendido bien, Pantenus es el pilar legal, Gordon la astucia y usted, por lo que me contaron, el motor, la locomotora que tira del tren. Por eso quería conocerlo, señor Roca, la tercera pieza de un mecanismo que llevará a este país al desarrollo, sin duda.

—Todos los que trabajan en la mina forman parte de ese mecanismo, señor Lesseps.

Lesseps se quedó unos instantes sin saber qué decir, pero enseguida rompió su silencio con una risotada:

—¡Caramba! Veo que conoce la obra de Saint-Simón, ¿no es cierto?

Ante la tímida negativa de Rosendo, carraspeó y continuó:

—Debería leerla, le gustaría. Saint-Simón cree que la industria traerá la justicia al mundo, pero para que llegue esa justicia hay que reformar la sociedad. Divide a la gente en dos grupos: los productores y los no productores. Dentro del primer grupo están los empresarios y los trabajadores, codo con codo, los verdaderos artífices del desarrollo de nuestra sociedad.

Pantenus posó la mano sobre el brazo de Lesseps y, dirigiéndose a Rosendo, dijo:

—Nuestro cónsul es, además de hombre de mundo, un fantástico ingeniero de ideas verdaderamente revolucionarias, por eso quería que lo conocieras. Disculpen si me tomo la libertad de interrumpirlos un momento para encargar la comida, ¡ya tengo hambre!

Mientras iban llegando los platos, Pantenus aprovechó para preguntarle a Lesseps por los diferentes destinos diplomáticos en los que había trabajado, como por ejemplo, Alejandría, en Egipto.

Una vez comenzaron a comer, Rosendo escuchaba con una atención casi obsesiva. Trataba de asimilar todo lo que decía ese hombre qué, entre otras cosas, tenía en mente realizar algún día la obra de ingeniería más importante del siglo: un canal que uniera el mar Mediterráneo con el mar Rojo, un camino que, según explicaba, sería una puerta abierta entre Europa y los continentes africano y asiático.

Lesseps, llevado por el entusiasmo, utilizó la cubertería para que sus oyentes comprendieran la magnitud del proyecto. Sus faraónicas dimensiones hicieron que Rosendo sintiera vértigo por un momento y reparara en lo pequeño de su mundo: «Yo sólo tengo una mina», se dijo.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Lesseps empezó a preguntarle por su excavación. Rosendo, animado por el alcohol ingerido, no dudó en explicar todos los detalles del origen y funcionamiento de la misma. El cónsul francés asentía con la cabeza. Se hizo entonces una pausa y, acercándose un poco a Rosendo, le dijo en tono confidencial:

—No soy quién, pero permítame ofrecerle dos consejos. Uno, no deje de pensar en qué hacer para que su explotación siga creciendo. Recuerde: la industria es el progreso. No se precipite, piense bien antes de dar un paso, pero no se detenga: ¡piense a lo grande! Y dos: para hacer grandes obras hacen falta grandes personas. Sepa rodearse de los buenos y entre todos conseguirán ser mejores. Trátelos bien y no le defraudarán.

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