Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Ésta es la continua. La mecha pasa por esos cilindros que la estiran y la hacen más fina, también le dan más torsión y siguen aumentando la resistencia hasta que se obtiene el hilo que todos conocemos…
Ana empezó a emitir una tos seca y ahogadora y Rosendo paró de hablar. Cuando cesó el ataque, Ana le dijo:
—Continúa.
—Ya conoces casi todo el proceso, podemos irnos ya a casa —contestó él.
—Cuanto antes continúes, antes acabaremos.
Tras un suspiro y una mirada hacia el techo, Rosendo prosiguió con su explicación abreviándola lo más posible. Señalaba con su dedo como si de un arma se tratara:
—El hilo se enrolla en husos. Después, allí, se ordenan los múltiples hilos que configurarán la parte longitudinal del tejido final y se vuelven a enrollar en el enjulio formando lo que llaman urdimbre.
—Vaya, parece que está todo muy bien pensado…
Rosendo le sonrió y, cogiéndola suavemente del brazo, la ayudó a atravesar la pequeña puerta que separaba las dos naves contiguas.
—Pero ése no es el producto final. —Ana miró a Rosendo con sus grandes ojos.
—No, el producto final se obtiene aquí —dijo Rosendo y cerró la puerta.
Al volverse, Ana no pudo reprimir una exclamación. Un sinfín de máquinas idénticas ocupaban el inmenso espacio. El ambiente olía a aceite lubricante. Los armatostes parecían un ejército en formación. Rosendo esperó unos instantes; él también se había quedado impresionado por el silencio y la inmensidad de la sala. Conocer la mecánica había llevado sus pensamientos a una abstracción a la que no estaba acostumbrado. Ana parecía experimentar ahora ese mismo limbo etéreo. Continuaron el paseo y entonces Rosendo volvió a su explicación:
—Éstos son los telares de garrote.
—De lo que somos capaces las personas —reflexionó Ana, confirmando el juicio de su marido.
Rosendo le acarició la mejilla.
Aquí se transforma el hilo de la nave anterior en tejido. En el tisaje, los hilos longitudinales enrollados en el enjulio se entrelazan con pasadas de hilo transversal.
—¿Y esas piezas que sobresalen de las máquinas?
—Son las lanzaderas, las piezas que hacen pasar el hilo transversal entre los hilos longitudinales. Se mueven con gran violencia y causan un ruido insoportable. Las operarías llevan algodón embutido en los oídos para amortiguar las vibraciones sobre los tímpanos.
—¿Operarías dices? —Ana se volvió hacia Rosendo.
—Sí, a diferencia de la sala anterior, la mayoría de las personas que trabajan aquí son mujeres.
Siguieron caminando. En un momento del recorrido, Ana reposó sus brazos sobre la barandilla e inclinó su cuerpo hacia adelante.
—Hacen el trabajo de muchas personas, pero tampoco podrían hacerlo sin ellas, ¿verdad? —La tos volvió a interrumpir las palabras de Ana. Ante la preocupación de su marido, ella le hizo un gesto dándole a entender que respondiera a su pregunta.
—Sí, así es —dijo él—. Los trabajadores son importantes en la fábrica, ellos vigilan que las máquinas no se atasquen, pasan los… Ana, Ana, ¿qué tienes?…
La tos no cesaba. De repente, los ojos de Ana se entornaron y sus piernas comenzaron a doblarse. Rosendo consiguió cogerla antes de que cayera al suelo. El minero la levantó en brazos y se la llevó rápidamente al exterior de la fábrica. En la calle central los esperaba el coche de caballos.
—Rápido, a casa —ordenó al mayoral.
Severino Font se había encerrado en el interior del dormitorio de Ana, donde seguía la angustiosa expectoración. Rosendo esperaba en la puerta a que el joven facultativo le informara. La puerta se abrió y el médico apareció con el rostro ensombrecido. Rosendo escuchó atento las últimas noticias.
—La tuberculosis sigue avanzando —anunció Severino guardando el tubo de madera con un biauricular que le había permitido auscultar a la paciente.
Rosendo reconocía ese aparato y su visión jamás había coincidido con buenas noticias…
—Señor Roca, hay cosas que podemos hacer por ella. Su mujer es fuerte y conseguirá plantarle cara.
El doctor miraba al minero con sus ojos azules, tratando de proporcionarle esperanza. Se estaban haciendo avances en la cura de la enfermedad. Hacía poco que se sabía en qué consistía y eso indicaba siempre el inicio del remedio.
—¿Qué hay que hacer?
Severino inició un listado de acciones que Rosendo debía tener en cuenta para mejorar el estado de su esposa:
—Debe cuidar su alimentación, respirar aire puro y reposar mucho.
—Entiendo —asintió Rosendo—. ¿Qué más?
—Le vendría bien una época de descanso en algún balneario…
—Está bien.
—Es importante, señor Roca, que a pesar de lo que ella insista, la obligue a hacer reposo. Acondicione, por ejemplo, una estancia para que pueda ver el exterior desde una butaca y pueda mantenerse así distraída, pero que no salga tanto como lo ha estado haciendo hasta ahora. ¿Entendido?
—Pero Ana es algo tozuda, ya lo sabe…
—Tendrá que aceptarlo. No le he dado consejos, señor Roca, eran prescripciones. Cuanto más se cuide su mujer, más posibilidades tendrá de curarse.
18 de septiembre de 1860
Henry ha escrito. Nos felicita por la construcción de la fábrica y nos desea todo tipo de parabienes. Está tan ajeno a todo lo que pasa aquí que le envidio. Envidio sobre todo su capacidad para abstraerse de las preocupaciones y disfrutar con pequeños placeres. Le echo tanto de menos. No he tenido valor para comunicarle el estado de Ana. No quiero preocuparlo, debe ser feliz, allá.
Pero necesito decirlo, aunque sea en este diario. Ana está enferma. Está débil, aunque sigue sonriendo. Me gustaría tener la mitad de su fortaleza. Seguimos las indicaciones de Severino Font y en la sala de arriba hemos abierto grandes ventanales que miran hacia el río. Se ve la hilera de árboles que lo sigue y las montañas al fondo. Por las mañanas él sol entra a raudales. Creo que el mirador aliviará el invierno de Ana. Va a ser duro.
Jamás recé a ningún Dios. Y ahora no ceso de repetir todas las oraciones que madre me enseñó hace ya tantos años. No quiero dejar de probar ningún remedio. La voluntad nunca ha faltado en esta casa. Seguro que superaremos este momento.
En la España isabelina, las dos tendencias políticas predominantes alternaban su protagonismo en las Cortes. El 14 de julio de 1856 un pronunciamiento militar puso fin al llamado Bienio Progresista y hasta 1868 tuvo lugar en España una segunda etapa moderada. A lo largo del siglo XIX el avance del sistema democrático fue lento y dificultoso. Al carácter restrictivo del sufragio, había que sumar el fraude electoral.
Así, en las zonas rurales, las elecciones podían considerarse uno más de los mecanismos para ejercer el control. El pucherazo estaba a la orden del día y los poderes fácticos se enraizaban en el tejido social de tal modo que hasta la más pequeña de las decisiones pasaba por esas fuerzas vivas como por un tamiz muy fino. Dentro de ese panorama local, el noble, el juez, el notario y el cura formaban una red inquebrantable de influencias a las que eran ajenos los ciudadanos de a pie.
Desde 1858, la Unión Liberal intentaba gobernar con un programa liberal—conservador de centro. Bajo ese entramado político, en Runera se celebraron las elecciones municipales el último día de septiembre del año 1862.
Un caballo se acercaba galopando por el sinuoso camino de Runera a la finca solariega de los Casamunt. La bruma de la madrugada se apartaba a su paso, dejando una estela en el aire. El jinete, vestido con un chaleco verde oscuro sobre unos pantalones de pana marrón, espoleó al animal dejando en los flancos de la montura su rastro inconfundible. Cruzada sobre su espalda, una escopeta de largo cañón aguantaba el movimiento del galope sujeta por una correa de cuero. La gorra, que parecía pegada a su cabeza, resistía incólume los embates del viento. Ante la puerta de la hacienda, disminuyó el paso del caballo y se agachó para no golpearse la cabeza. Una vez en el patio, desmontó y no esperó a que Jacinto viniera a darle indicaciones, los golpes de la aldaba resonaron en el espacio vacío como un martillo sobre un yunque.
El mismo Fernando Casamunt salió a recibirlo ataviado con un largo camisón de lino. El gorro de dormir lucía una borla afelpada en su punta. Antes de hablar la echó hacia atrás como si se tratara de una larga melena que no tenía.
—¿Qué novedades traes, Eustaquio? —preguntó Fernando.
—Señor Casamunt… —empezó el hombre con gravedad—, con el debido respeto, ha sido usted emplazado a incoar las diligencias del traspaso —sentenció críptico Eustaquio, que sólo repetía lo que le habían dicho.
—¿Es decir…? —articuló Fernando un gesto de impaciencia.
—Que si usted quiere, será el nuevo alcalde —remató el alguacil con una sonrisa de oreja a oreja.
—Dios, por un momento me has hecho dudar. Todo según lo previsto entonces… ¿Te has deshecho de las papeletas? —preguntó Fernando, con un último rastro de recelo.
—Anoche mismo, después de dejarlo, las quemé y las tiré al río una vez convertidas en cenizas —aseguró Eustaquio.
—Buen trabajo. Serás recompensado convenientemente. Ahora, ve al pueblo. Que nadie sepa que has venido. Esta tarde nos vemos en el consistorio —ordenó Fernando con aplomo.
—De acuerdo, señor alcalde —dijo Eustaquio quitándose la gorra y realizando una exagerada reverencia.
Fernando agachó la cabeza mientras sonreía, y respondió el saludo. Se volvió y, con la puerta del zaguán abierta, se encaminó hacia el interior de la casa.
—Una última pregunta, señor Casamunt —alzó la voz el alguacil, lo que obligó a Fernando a volverse—. ¿Por qué ahora?
—¿Por qué ahora, qué? —preguntó Fernando.
—Perdone la indiscreción, pero es que ustedes han controlado Runera desde tiempo inmemorial. Ya mi abuelo hablaba de las tierras de los Casamunt y como nunca habían tenido interés en la política… Pues no acabo de entender por qué ahora sí lo tienen. —Expresó así sus dudas el oficial.
Fernando Casamunt se acercó de nuevo al quicio de la puerta. Una vez allí miró, serio, directamente a los ojos de su interlocutor. Eustaquio sintió una punzada fría que, desde la nuca, le bajó por la médula hasta el bajo vientre, donde cuajó como una enfermedad transitoria. Fernando paladeó la sensación de sentirse poderoso.
—No han cambiado tanto las cosas, Eustaquio: ahora se trata tan sólo de ajustar las riendas más cortas.
En la sala, Rosendo se mantenía de pie, inmóvil frente a los grandes ventanales. Hacía ya dos años desde que la enfermedad de Ana había aparecido, dos años de resistencia silenciosa. Ana dormitaba ahora en su butaca con un libro abierto sobre el regazo. El suave sol de inicios de octubre iluminaba la estancia mientras Rosendo trataba de entender por qué le había tocado a ella. Era tan buena. En toda su vida no había hecho daño a nadie, ajena a las luchas de los hombres. Él en cambio sí sabía lo que era responder a la violencia con violencia y, a pesar de ello, estaba sano, a salvo de la suerte.
Una extraña mezcla de sentimientos lo embargó al contemplar a su esposa. Iluminada por una claridad casi beatífica, parecía alejada de todo mal. La sensación de paz y felicidad, sin embargo, se desvanecía en cuanto recordaba la terrible palabra que pronunció Severino Font resonaba en su cerebro como un eco. Tuberculosis. A veces la repetía en voz baja para ver si con su mención podía entender en qué consistía o bien invocar una posible cura. O simplemente alejarla de sí y que el viento del tiempo se la llevara, igual que arrastraba lejos las demás palabras al pronunciarlas.
Ana despertó y notó la mirada de su marido concentrada en ella. Parecía estar buscando el mal escondido en un gesto, un rasgo, un esbozo sobre el que caer y arrancarlo como si fuese un hilo suelto en una pieza de ropa. Rosendo se acercó para sentarse a su lado.
—¿Qué tienes, mi amor? —dijo Ana con ternura.
—Estaba mirándote y… he hecho algunos planes para la próxima primavera.
—Rosendo… —lo interrumpió ella ladeando la cabeza—, nosotros ya hemos sido felices…
—Y lo seguiremos siendo. Esto es una situación pasajera —afirmó Rosendo—. Ya verás como dentro de poco no será más que un mal recuerdo.
—No sé qué haría sin ti. —Ana hizo una pausa mirando a los ojos a su marido antes de continuar—. Por eso a veces también pienso en Anita, a punto de cumplir veinticinco años, tan sola…
—¿Qué quieres decir? ¿Qué le pasa a Anita? —preguntó Rosendo sin entender.
—Lo sabes de sobra. El tiempo pasa y nuestros hijos ya no son los muchachos que creemos. Rosendo
Xic
y Roberto han decidido su camino. Me gustaría que conocieran a una buena chica y sentaran la cabeza, pero en eso poco podemos hacer nosotros. Anita, en cambio, ha escogido y lo ha hecho utilizando su buen criterio, y ¿qué recibe? Sólo desaires por tu parte. Y aun así, te sigue queriendo con devoción.
—Lo sé y lo lamento, pero Álvaro es un Casamunt —dijo Rosendo con rotundidad.
—Tú lo conoces y has podido comprobar que no es igual que su padre y su tía. Ha estado toda la vida estudiando fuera y allí, lejos, ha formado su carácter. El chico ha vivido como un desarraigado desde que nació, desde que murió su madre y lo criaron entre nodrizas y doncellas para luego enviarlo interno. No lleva el estigma de la envidia grabado en su corazón.
—Sé que no es como ellos, pero también su tía parecía haber cambiado y recuerda qué acabó pasando. ¿Y si su bondad no fuese más que una pose? —planteó Rosendo.
Tras una pausa, Ana añadió:
—Me parece que tus dudas son las de cualquier padre que no quiere reconocer que sus hijos lo relevan. —Y sin subir el tono, pero dando a cada una de sus palabras una firmeza concienzuda, concluyó—: Simplemente te digo que permitas a tu hija elegir su destino.
—Está bien —cedió Rosendo.
—No me des la razón como a los locos. ¿Qué quiere decir que está bien? —forzó Ana, esperando algo más que esa escueta declaración.
—Que está bien, que daré un voto de confianza a nuestra hija. Hablaremos con los dos, les consultaremos sus intenciones y si hay entendimiento pondremos fecha al enlace —dijo Rosendo con algo de desazón.
—Ven aquí que te dé un beso.
Ana se incorporó levemente en la silla para coger la cara de su marido con las dos manos.