Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—¡Ssst! Oigo voces. ¡Aquí, aquí! —gritó Manuel mientras se erguía—. Deben de estar avanzando entre los cascotes. ¿Te lo dije o no te lo dije? ¡Compañeros, aquí! —Su eco se esparció por la galería principal.
Pero entonces un nuevo temblor surgió de las entrañas del macizo, contundente y devastador. Las rocas se deslizaron rápidamente hacia donde se hallaban los dos mineros: los frentes que había a su alrededor se estaban desmoronando. Manuel se agachó hacia Juan y le tiró con fuerza de los brazos en un último intento desesperado por sacarlo de allí. Sin embargo, el cuerpo de su amigo quedó enterrado por completo.
Lleno de cólera, Manuel se levantó y trató de escapar. Un fuerte golpe en su espalda lo hizo caer de nuevo al suelo. Al quitarse de encima la roca que lo había derribado e intentar ponerse en pie descubrió que todo era inútil. Frente a él, una inmensa polvareda le reveló que también se estaban derrumbando el techo y las paredes de la galería principal. A la luz amarillenta de la última lámpara todavía centelleante, vio que las piedras habían cerrado el túnel, su única salida.
Y al instante un horrible y pesado velo negro lo cubrió todo.
La explosión de aquel 24 de diciembre de 1848 destrozó la vida de muchas familias. Tras ella, el pueblo permaneció sumido en un silencio abrumador y una tristeza amarga hundió el valle del Cerro Pelado. Todos los habitantes de la aldea colaboraron en el rescate de los mineros que habían quedado atrapados en el yacimiento. A medida que la luz del día se apagaba, también lo hacían los ánimos de todos los hombres y mujeres que temían haber perdido a su marido, su hermano o su hijo.
Después de varias horas de rastreo, sólo habían conseguido sacar a dos heridos a quienes la explosión había sorprendido cerca de la salida. Era importante ir con mucho tiento puesto que las rocas, tenaces, continuaban desprendiéndose. La búsqueda era, por tanto, exasperadamente lenta.
Cuando llegó la noche, eran siete los mineros que quedaban por encontrar. Los rostros de los aldeanos se mantenían atentos cada vez que una roca era levantada o una galería despejada. Y, muy poco a poco, a medida que los buscadores se adentraban en la médula de la montaña, empezaron a aparecer los cadáveres. Sus semblantes estaban desfigurados por las heridas y el polvo, lo que dificultaba su identificación. La espera se hacía eterna y agotadora.
Rosendo Roca fue de los primeros en hundirse entre los escombros para buscar a las víctimas. Extrajo rocas gigantescas, abrazó a los heridos y cargó a los muertos. Al encontrar el cuarto cadáver, aceptó las dimensiones de la tragedia y creyó importante empezar a preparar el siguiente paso. Se aproximó a Martín Fábregas, el carpintero, y le dijo con mirada gacha:
—Empiece ya a construir los féretros, Martín.
Después de tantas horas sin oxígeno, era muy probable que el número de muertos aumentase.
—De acuerdo, señor Roca.
—Yo me hago cargo de los gastos —dijo Rosendo.
De estatura más bien baja y de constitución redonda, Martín Fábregas rondaba la cincuentena. Tenía las manos ásperas y castigadas por haberse pasado la vida trabajando con la madera, la mejor manera que tenía de mantener a su mujer y a sus tres hijos.
—¡Óscar, Rodrigo, Arturo, al taller! —gritó a sus retoños de catorce, quince y dieciséis años.
Lo miraron sorprendidos. En un día de luto como aquél nadie tenía el ánimo necesario para trabajar.
—Tenemos que ofrecerles un descanso digno —les anunció con gesto solemne—. Vamos.
Cuando los primeros rayos de sol empezaron a brillar tras el horizonte, la búsqueda concluyó. El último cuerpo en aparecer pertenecía a un joven de catorce años llamado Federico que llevaba pocos meses en el yacimiento. Siete fueron los mineros muertos, pero todo un pueblo el que se sumió en el dolor.
Los habitantes de la aldea pasaron el día de Navidad despidiendo las almas de sus seres queridos. Se veló a los difuntos en la intimidad de los propios hogares mientras se ultimaban los preparativos para el entierro que se celebraría el día siguiente, el día de San Esteban. Casa por casa, Rosendo visitó acompañado de Ana a las familias afectadas por la terrible tragedia para darles el pésame. No había solución para la muerte y él se sentía responsable de ella. Una voz en su cabeza no cesaba de hacerle reproches. Todas aquellas personas se habían trasladado a su poblado cuando todavía no era nada con la esperanza de vivir tranquilas y seguras. Pero ya hacía mucho que la paz había dejado de ser un referente en la aldea del Cerro Pelado. Primero fue el cólera, después la batalla, luego la inundación y ahora aquello.
—Siento mucho su pérdida —dijo Rosendo con voz trémula a Agnés.
La mujer de Juan, Agnés, y sus dos hijos se hallaban en el dormitorio velando al fallecido. Ella estaba sentada al lado del lecho, sosteniendo la mano deteriorada del difunto, del que no apartaba los ojos, ni siquiera cuando Rosendo y Ana entraron en la habitación. Las vendas que cubrían las quemaduras del cuerpo y el rostro de la víctima indicaban que la explosión había tenido lugar muy cerca de su posición.
Tras un largo silencio, Agnés instó a Rosendo:
—Haga algo, por el amor de Dios, ni siquiera he podido volver a ver su rostro tal como era.
El cuerpo de Rosendo se tensó y Ana se acercó a la viuda.
—A él le gustaba la mina… Nos matábamos a trabajar, ¿sabe? —continuó la mujer—. Era tan bueno…
Rosendo miró a los dos hijos del fallecido. Los niños, abrazados entre ellos, sollozaban casi en silencio.
—Lo siento —repitió sentidamente.
En el principal punto de encuentro del poblado, sólo se oía una informe masa de lamentos y maldiciones entre la gente que esperaba la llegada de los féretros. El grupo de voluntarios hizo un alto, tomó aliento y se abrió camino entre el gentío que llenaba la plaza de Santa Bárbara. Siguiendo el paso lento de los ataúdes, entraron todos en la iglesia. Bajo la bóveda, el grupo se disolvió y cada uno buscó asiento en los bancos. Poco después llegó la familia Casamunt en su elegante carruaje con cubierta. Al detenerse, un par de chicos descargaron varias coronas de flores y las llevaron a los pies de los féretros. Un murmullo recorrió la iglesia: tanta exuberancia no había pasado desapercibida. Don Roque se situó detrás del altar, en el presbiterio, para dar paso a la ceremonia de despedida, una ceremonia que fue algo más que triste.
—Dios ha acogido a nuestros hermanos en el Reino de los Cielos —dijo el párroco—, ahora descansan en paz bajo su atenta mirada y permanecerán por fin eternamente a salvo. Las almas que continúan en este mundo terreno, sin embargo, siguen desprotegidas luchando más solas que nunca. Porque el mal, daos cuenta, está siempre al acecho y se esconde incluso bajo el más pequeño pedazo de roca. Un buen patrón debe cuidar de los suyos como Dios, nuestro Señor, lo hace de los fieles.
Nadie se atrevió a mirarlo pero todos pensaron en Rosendo Roca.
—Tiene razón —susurró éste a Ana. Ella le cogió la mano y la apretó con cariño.
Rosendo buscó entre el gentío la figura de Agnés, la viuda de Juan. Estaba abrazada a sus dos hijos y contemplaba absorta la escultura de Santa Bárbara. Su marido había ayudado a construir aquella iglesia.
Los ojos de don Roque se orientaron a propósito hacia donde se hallaba sentado Rosendo, el patrón. Aquel hombre de Dios estaba intentando canalizar la pena de los familiares en la búsqueda de un culpable, justo en la dirección que sus ojos proponían.
Héctor maldijo al cura y al destino. Recordó que esa misma noche iba a trasladar al exterior de la mina a su viejo amigo Manuel
el Zampas,
uno de los trabajadores más veteranos. Iban a cenar juntos por Nochebuena y tenía previsto darle la noticia justo entonces, Si se lo hubiera propuesto antes se habría salvado, pensó. Y sintió un escalofrío.
—La mina es un trabajo peligroso —prosiguió don Roque—, peligroso y lucrativo… Hoy tenemos que decir adiós a Manuel, Adrián, Nicolás, Juan, Felipe, Casto y al jovencísimo Federico. Y yo os pregunto: ¿cuántos accidentes tendremos que lamentar todavía? ¿Cuántas muertes más puede causar la avaricia de un hombre? Porque sólo la codicia y la negligencia son la causa de estas muertes, unas pérdidas que se podrían haber evitado.
Henry no salía de su asombro.
—
What?
—exclamó rompiendo el silencio que reinaba en el interior del templo. La mayoría de los presentes se volvieron asustados.
—No puedo creer lo que está diciendo —comentó indignado al oído de Sira.
—Oh! My God…
Don Roque intervino con voz potente:
—Oremos para que sus almas lleguen confesadas al cielo y cuiden de todos nosotros desde allí. —Y atajó así el desasosiego del escocés antes de que fuera a más—. Amén.
—Amén —respondió el pueblo al unísono.
Cuando finalizó el funeral, el gentío salió del templo siguiendo a los féretros y caminaron ceremoniosamente, en silencio, hasta el cementerio. Parecía que aquellas figuras oscuras se movían tiradas de un hilo, incapaces de hablar o escuchar. Nadie pronunció palabra alguna mientras duró el trayecto. Cruzaron todos juntos el poblado que ellos mismos habían construido. Ese escenario de alegrías durante más de quince años se había convertido ahora en el de un cruel drama. La procesión rebasó con paso aturdido la zona cercana a la mina, momento en el que una viuda se detuvo y se dejó caer pesadamente al suelo. Puso entonces sus manos sobre la tierra y la exprimió entre sus dedos. Después se frotó el rostro con violencia. Algunos se apartaron de la fila para ayudar a la mujer a levantarse y continuar el camino.
Con las fosas ya cavadas, los hombres más fuertes comenzaron a introducir uno a uno los ataúdes en su interior. Estaban enterrando a Federico, el más joven de todos, cuando la madre del chico se abalanzó sobre el cajón y lo abrazó.
—¡No! —chilló—. ¡No os lo llevéis! ¡No os lo llevéis! —vociferaba con el rostro empapado en lágrimas.
Rosendo, profundamente compungido, hizo el gesto de acercarse a ella para mostrarle su apoyo, pero un individuo se le adelantó para cortarle el paso. El hombre le lanzó una mirada que no expresaba otra cosa que rabia: era el padre del chico. Varias personas lo ayudaron a separar con ternura a aquella mujer del ataúd, comprendiendo su sufrimiento y abrazándola para tratar de calmar su angustioso llanto.
Uno a uno, los féretros desaparecieron entre las capas de tierra de aquella montaña que se había cobrado como cuota de sangre la vida de siete inocentes. Después de fijar en el suelo las cruces de madera, poco a poco, las personas comenzaron a dispersarse en dirección al pueblo. Cuando Rosendo hizo un último intento de acercarse de nuevo a la mujer, el mismo hombre de antes, su esposo, le dijo sin tapujos:
—Si tanto le preocupa lo que ha pasado, no nos haga trabajar como animales.
Rosendo permaneció en silencio, observando y esperando a que la chispa provocada por aquel hombre se expandiera sobre otros. La mujer que lloraba a su hijo era incapaz de pronunciar palabra, pero sí lo hizo otra, Agnés:
—Seis días a la semana, doce horas al día, señor Roca, no puede ser sano —protestó cogiendo a uno de sus hijos en brazos.
El murmullo no cesó.
—Y Manuel
el Zampas
tenía casi cincuenta años —observó alguien con voz quebrada—. ¿Cuántos años más tenía que picar bajo tierra?
Tras estas palabras, los reproches fueron dispersándose lentamente hacia la aldea. La mayoría culpaba a su patrón de aquella tragedia y él no lo negaba. Rosendo bajó la mirada para observar sus manos. No pudo evitar verlas manchadas de sangre.
28 de diciembre de 1848
Hoy he paseado por el poblado y he tratado de recordar también lo bueno. Han ocurrido demasiadas cosas malas en poco más de diez años. No quiero que en el balance sólo queden éstas, aunque hayan sido muchas y el peso de la última desgracia me siga atormentando.
Cerca del río, sentado justo en el mismo lugar en el que me enamoré de Ana, recordé que empecé a amarla en ese instante y no he dejado de hacerlo nunca. Construimos una casa maravillosa en lo alto de una colina, nos casamos enseguida y trajimos a tres preciosos niños a este mundo. Los quiero muchísimo y creo que van a llegar lejos en lo que hagan.
Desde allí veía también la casona en la que estuvimos viviendo nada más llegar a este lugar. Esa casona ha albergado a varios ejércitos. Sin quererlo, la guerra ha estado demasiado presente en mi vida. Se llevó a mi hermano pequeño. Era todavía un niño cuando decidió formar parte de ella. Narcís… hace unos meses que, nos abandonaste, pero tengo la sensación de que te perdí hace años. Verte morir fue horrible; ojalá hubiéramos tenido más tiempo para volver a sentirnos hermanos y olvidar el mal sufrido. No necesitabas mi perdón porque lo tenías antes de pedirlo. Sólo me hubiera gustado jugar a hundirte una última vez en el río para recordar los viejos tiempos, aquellos en los que todo parecía ser más fácil aunque en realidad no lo fuera.
A pesar de que odiaba verte vestido de soldado, tu traje me salvó de la ruina: gracias a ti los Casamunt no pudieron romper un contrato firmado y validado. También fue gracias a la guerra, de alguna manera, que pudimos evitar el ataque de aquellos mercenarios contratados por los señores. Así que sí, supongo que la guerra también forma parte de esta aldea.
Hoy es jueves y todo el mundo ha vuelto ya a sus tareas. Ayer recompusimos la zona que se destruyó con la explosión, pero todavía quedan algunas rocas por retirar. Los daños materiales no han sido tantos como los emocionales. Han muerto siete personas y eso es difícil de olvidar. Muchos me culpan a mí del accidente. Debo encontrar la manera de protegerlos mejor. Aquel hombre amigo de Pantenus que conocí en Barcelona, Lesseps creo que se llamaba, me lo dijo. Tenía mucha razón.
Lo cierto es que este año ha sido bastante amargo: no hubo suficiente con la batalla y la explosión, también tuvimos el diluvio y la inundación de la aldea. Recuerdo cómo me miraron todos cuando nos vieron a Héctor y a mí arreglando las casas derruidas. Quiero seguir arreglándolo todo para que vuelvan a mirarme así.
Y don Roque… siempre había sospechado que estaba al lado de los señores, pero ahora ya lo sé con seguridad. No puedo decir lo mismo de Herminia, porque apenas he tenido contacto con ella. No me extrañaría nada que Valentín o sus hijos intervinieran en la designación del párroco; o incluso en la edificación de la iglesia. Tal vez los fondos que la diócesis de Solsona puso para su construcción no fueran tan desinteresados como nos hicieron creer.
Durante el paseo llegué sin darme cuenta hasta él cementerio. Ahora ya hay muchas tumbas. Conté las cruces clavadas en la tierra. La primera de todas pertenece a padre. Él ha sido otra gran pérdida que he debido aceptar. Fue un padre algo tosco, pero era un buen hombre. Sólo quería lo mejor para nosotros y el miedo a veces le podía. Nadie más sabe que el incendio que le mató lo provocaron, una vez más, los Casamunt. Ése es y será nuestro secreto. Tampoco le he dicho a nadie que yo maté al que lo causó. Ése es sólo mi secreto. Uno más de los que he de guardar.