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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (61 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Pero no pudo completar su gesto. Cuando se disponía a besarlo, un ruido terrible atronó sus oídos. Al primer estruendo le siguieron varios, aislados, que no hacían presagiar nada bueno. No había sido un accidente, ni una puerta mal cerrada, ni un desprendimiento. Era un golpe seco, familiar, pero que hacía tiempo que no se oía en el Cerro Pelado. Eran disparos.

Rosendo se levantó y, antes de llegar a las escaleras, se volvió para decir a su esposa:

—Ve a la habitación, Ana. Y cierra las contraventanas.

No había espacio para objeciones. Rosendo bajó entonces con paso decidido. Hacía tiempo que en el pueblo la vida y los negocios discurrían sin problemas. En ese momento Rosendo pensó que quizá debía haber supuesto que algo se estaba fraguando más allá de los límites de la colonia.

Cuando salió al porche pudo ver cómo unos jinetes se repartían por las calles. Uno de ellos se separó de los otros y, flanqueado por dos acompañantes, se acercó a su casa. A cierta distancia pudo reconocer a la persona que se encargaba de abrir la comitiva. Su chaqueta de terciopelo, que refulgía con el sol de la tarde, las botas relucientes, impolutas, de cuero negro y caña alta, la cabeza descubierta con el pelo rubio ondeando al viento eran inconfundibles. Fernando Casamunt enarbolaba un papel en la mano derecha, la que no sujetaba las riendas de su montura. Detrás de él, Eustaquio, el alguacil de Runera, confirmaba que lo acompañaban la ley y el orden establecidos. No conocía al tercer hombre.

—Buenas tardes, Rosendo.

—A mí no me lo parecen. ¿A qué se debe esto? —soltó seco Rosendo Roca.

—Soy el nuevo alcalde —espetó ufano Fernando Casamunt.

—Enhorabuena. ¿Te da eso derecho a pisotear a los demás?

—Eres un ladrón. Has construido una fábrica en unos terrenos que no son tuyos. Te he denunciado por incumplimiento de contrato y ahora todos esos terrenos volverán a su legítimo propietario. Aquí tienes la sentencia del juez.

La hoja cayó suave a los pies de Rosendo, que continuaba mirando impertérrito a Fernando Casamunt. El caballo de éste giró sobre sus cuartos traseros y salió de nuevo hacia la colonia. Sus dos acompañantes hicieron lo mismo y salieron tras él. Sentían, seguramente, los amenazadores ojos de Rosendo Roca clavados en sus espaldas.

Capítulo 76

Rosendo caminaba arriba y abajo por el despacho de Pantenus en Barcelona. Roberto y Rosendo
Xic
permanecían sentados, tensos ante el conflicto desatado. Arístides, de pie al lado de Pantenus, trataba de explicar a Rosendo lo sucedido y cómo solucionarlo:

—Al ser la autoridad de Runera, y no olvides que el Cerro Pelado pertenece a Runera, Fernando ha hecho uso de su sobrevenida influencia para, utilizando al juez Padilla, invalidar tu contrato —explicaba Arístides.

Rosendo detuvo un instante su paseo para replicar:

—Eso lo entiendo. Pero ¿puede hacerlo? ¿Puede anular el contrato? ¿De qué sirve entonces firmarlo? —se lamentó.

—Sí que sirve, Rosendo, y mucho —intercedió Pantenus—. Nuestro ordenamiento jurídico se basa en el derecho romano, según el cual un contrato es inviolable. Lo que sucede es que las reformas a favor de la imparcialidad del sistema judicial parece ser que, como en otros lugares, no han llegado todavía a Runera: los poderosos aún hacen y deshacen a su conveniencia.

—Entonces…¡puede hacerlo!—exclamó Rosendo escandalizado.

—Déjame que te explique algo, Rosendo. —Pantenus adoptó un tono pausado y conciliador—: La ley está de nuestra parte. Precisamente las Audiencias Provinciales se han creado para corregir esa tentación de utilizar las instituciones en beneficio propio. Este tribunal vela por la adecuación de las sentencias a la ley. Allí apelaremos y ganaremos, de eso estoy seguro.

Rosendo cabeceó nervioso.

—¿Y cómo sabes que ganaremos?

—Porque para anular el contrato, Fernando se ha acogido a que en él no se especifica que instalarías una fábrica textil, cuando en realidad el documento que posees deja bien claro que estás autorizado a usar esos terrenos «para cualquier tipo de explotación». Eso significa que tienes las manos libres para poner lo que quieras. Fernando sólo ha hecho un intento desesperado a la antigua usanza, quizá incluso sabiendo que la magistratura se pondrá de nuestra parte. Puede que busque una negociación, para ampliar sus beneficios…

—¿Negociación? —masculló Rosendo— No hay negoci…

Arístides lo interrumpió alzando la mano en un gesto tranquilizador.

—No te preocupes, no vamos a negociar nada. Iremos a la Audiencia Provincial y una vez ganado el caso, podremos demandarlo por daños y perjuicios.

—Pero has de tener algo de paciencia, Rosendo —insistió Pantenus, que no quería que su cliente cometiese ningún acto irreflexivo—. Céntrate mientras tanto en la mina. Y en cuidar y disfrutar de tu familia. Por cierto, ¿cómo está Ana?

El rostro de Rosendo cambió de expresión: sus rasgos perdieron la tensión para adoptar un rictus melancólico.

—Permanece estable; no empeora, pero tampoco mejora.

Se hizo un silencio incómodo. Pantenus tosió y cogiendo una pluma anotó algo en una cuartilla.

—Deberías visitar este establecimiento: el Balneario de La Puda, en la falda de Montserrat. Me han comentado que tiene unas aguas termales fantásticas. Y es un lugar hermoso. ¿Por qué no vas allí una temporada con Ana? Dispone de hotel, podríais alojaros cómodamente… A ella le conviene alejarse un poco de todo el conflicto.

Y a ti también te irá bien descansar. Ten —le pasó la hoja—, en vuestro camino de vuelta reserva una habitación para los dos. No te preocupes por los legalismos, nosotros nos encargaremos de todo, ¿verdad muchachos?

La mención de Ana y su enfermedad cambió por completo el ambiente en la pieza. Rosendo sujetaba la hoja mirándola sin ver, pensativo. Los hijos no contestaron a la pregunta que Pantenus había hecho. Para evitar la sobrecarga emocional, el viejo abogado continuó la conversación recuperando temas legales. Respecto al crédito con Efrén Estern, hablaría con él para negociar un paréntesis mientras cursaban la apelación. Intentaría que sólo tuvieran que pagar la parte correspondiente a los intereses.

Fernando Casamunt caminaba con las manos enlazadas a la espalda. Sus botas resonaban contundentemente en el entarimado, frente al despacho. Abajo, las máquinas estaban paradas y, junto a ellas, los trabajadores permanecían expectantes. A lo largo de todo el pasillo, unos quince hombres los miraban sosteniendo sus pesadas armas con las dos manos. En mitad del silencio, Fernando Casamunt inició su discurso:

—Supongo que la mayoría sabéis quién soy. Mi nombre es Fernando Casamunt; el propietario de estas tierras y el nuevo jefe de esta fábrica. Ya no hay más Rosendo Roca. —Satisfecho, tras una pausa continuó ante la atenta audiencia—: A partir de ahora yo voy a dar aquí las órdenes y Eustaquio, a mi derecha, se encargará de despejaros cualquier duda.

Eustaquio sonrió casi imperceptiblemente. Había dejado su puesto de alguacil en Runera para ir a trabajar a la colonia.

—¿Quiénes son los encargados?

Los cuatro hombres responsables de las diferentes secciones levantaron la mano despacio, buscándose entre ellos.

—No me sois útiles —espetó Fernando—. Pasáis a ser operarios. Necesito otros cuatro encargados. Los nuevos impondréis la jornada de catorce horas. ¿Hay algún voluntario?

Una mano surgió de entre los trabajadores, segura. Y el hombre avanzó entre los compañeros, indiferente a sus miradas.

—¿Nadie más? Bien. ¿Cómo te llamas?

—Diego. Diego Bonilla.

—Bien, tú serás el nuevo capataz. Si haces bien tu trabajo, cobrarás el doble de lo que estás cobrando ahora. La consigna es clara: todos trabajarán catorce horas sin quejas ni insubordinaciones, ¿podrás hacerlo?

El pelirrojo escupió al suelo.

—A cojones no me gana nadie… señor.

Fernando soltó una carcajada.

—¡Perfecto! Mañana comienza el nuevo horario. No. Mejor hoy mismo. —Con una última sonrisa a Diego, concluyó—: Coge a otros tres hombres de confianza y que se cumplan mis órdenes.

Diego sonrió torciendo el gesto para agregar:

—No se arrepentirá, señor.

Fernando se metió en el despacho todavía riéndose de la respuesta de su nuevo capataz. Tras él entró Eustaquio. Los hombres armados se mantuvieron en sus puestos, aún observando a los obreros.

Entonces Diego Bonilla subió un par de peldaños y se volvió hacia el gran grupo. Carraspeó levemente antes de empezar.

—Bueno, ya lo habéis oído. Yo no quiero problemas. Este ojo mío lo ve todo —se colocó el dedo índice sobre la cicatriz del pómulo, señalando el ojo inútil—, así que si me jodéis, os joderé.

Mantuvo un gesto serio y respiró hondo. A todo cerdo le llega su San Martín, pensó al hinchar el pecho. El destino le ofrecía en bandeja algo mucho mejor que una compensación. Sacó un pañuelo sucio del bolsillo del pantalón y se enjuagó las lágrimas que de vez en cuando le nacían espontáneas del ojo inerte.

—¡Jefe! ¡Jefe! ¡Ya la encontré! —A pesar de estar sentado a tan sólo unos metros, Eustaquio gritó con entusiasmo. Fernando, repantigado en la butaca del despacho, daba largas pitadas á su puro.

—El cabrón tenía la caja fuerte bien escondida. Estaba en una casilla secreta… Seguro que fue idea de ese alemanote relamido y charlatán que estuvo al cargo de las obras —concluyó el alguacil frotando sus manos.

—¿Has encontrado la llave?

El alguacil negó con la cabeza.

—Pero tengo algo mejor —y mientras sonreía con su boca mellada le mostró un pequeño barril de pólvora de los que se utilizaban en la mina.

Fernando, dándole una palmada en el hombro, le dijo:

—¿A qué esperamos? ¡Ábrela!

Salieron de la habitación tirando mecha hasta estar a cierta distancia de la puerta. Encendieron el cordón y se taparon los oídos. Al poco, una explosión sorda se elevó por encima del ruido de las máquinas. Todos los trabajadores levantaron la mirada hacia el fondo de la nave y Diego Bonilla, al ver la escena, empezó a gritar improperios hacia los trabajadores.

—¡Para qué coño creéis que os pagan! ¿Para mirar? —Al ver que nadie le hacía caso, se quitó el cinturón y empezó a golpear a Delfí Doménech, uno de los recién rebajados capataces.

Arriba sonaban los lamentos.

—¡Aquí no hay nada! ¡Ese hijo de la gran puta se lo llevó todo!

—Pero no podía saber la que se le venía encima —dijo sin entender el alguacil—, ¿por qué está vacía?

Fernando salió del despacho. enseguida la esperanza volvió al ver el panorama que divisaba: Diego Bonilla golpeaba con su cinturón a un operario estirado en el suelo. Pese al estropicio y el humo provocado por la explosión, el resto de los trabajadores no despegaban sus rostros de las máquinas.

Durante los días siguientes, Fernando continuó acudiendo a la fábrica. Sus hombres se repartían entre las naves y el exterior, donde también vigilaban el esparcimiento de los habitantes. Las regulares calles de la colonia se fueron quedando vacías. Fernando prohibió también cualquier tipo de celebración y subió los precios de la tienda, aumentando el porcentaje que se quedaba por las ventas. Al que tuvo alguna duda, lo echó. Y al que se esforzaba lo premiaba con alguna que otra moneda de más. Tal era el caso de Diego Bonilla, que continuó asumiendo su nuevo cargo de capataz con solvencia, armado de una pistola al cinto y una porra que no dudaba en usar cuando lo creía necesario.

La única distracción que el patriarca de los Casamunt les permitía a todos era la misa semanal. El veterano don Roque continuaba celebrándola en la iglesia del Cerro Pelado.

Un domingo, varios trabajadores, entre los que se hallaba Delfi Doménech, manifestaron al párroco su descontento. Le hablaron de las horas de más, los malos tratos y otras prácticas que Fernando Casamunt se estaba dedicando a imponer con ayuda de sus secuaces. Don Roque cabeceaba ante cada queja y los conminó a escuchar su sermón, en el que hablaría del tema.

—No os preocupéis, Dios proveerá —fue su respuesta.

El discurso giró en torno a la divina providencia y la necesidad de aceptar que los caminos del Señor son inescrutables. Lo que hoy parecía injusto, guardaba en realidad una recompensa para el mañana. Los exhortaba, en definitiva, a resignarse.

Para Delfí Doménech, el sermón fue insultante:

—¡Nos está diciendo que nos fastidiemos! —comentó a la salida de la misa ante varios compañeros.

—Bueno, hombre, no ha dicho exactamente eso… —quiso aclarar otro.

—Pero estás de acuerdo conmigo en que viene a ser eso, ¿no? —insistió Delfí—. Yo me voy a esperar a que salga, ¡que me lo diga a la cara!

El resto de los hombres lo secundaron. Cuando la iglesia se hubo vaciado, un monaguillo apareció para cerrar las puertas. Los hombres indicaron al chico que avisara al párroco. Minutos después se asomó don Roque, que todavía estaba acabándose de abotonar la sotana. Los miró con recelo.

—¿En qué puedo ayudaros, hijos míos? —preguntó.

Delfí Doménech se quitó la gorra y, sujetándola entre las manos, se dirigió al cura.

—Es por lo que le dijimos antes, padre. Confiamos en que usted pueda interceder por nosotros ante el señor Casamunt.

Don Roque, sin acabar de salir al exterior, aclaró:

—¿Habéis escuchado mi sermón? —Ante la respuesta afirmativa, continuó—: ¿Verdad que habéis obedecido a Rosendo Roca cuando dirigía la fábrica? De la misma manera habréis de comportaros ahora. No se puede morder la mano que te da de comer. —Tras pronunciarla, recordó que no hacía tanto Rosendo era el amo. Borró aquel pensamiento de su cabeza y continuó:

—Como dije antes, los designios de Dios son inescrutables. Ahora os corresponde obedecer a Fernando Casamunt, y quizá con más motivo, pues él es el señor de estas tierras. Si ha hecho cambios, han de ser para bien, porque nadie quiere que se hunda su casa, ¿verdad? Confiad. Confiad y rezad a Dios cuando os sintáis débiles, pues Él sabrá reconfortaros.

A continuación hizo la señal de la cruz para bendecirlos—y entró de nuevo en la iglesia cerrando las puertas tras de sí. Sigiloso, permaneció pegado a la puerta tratando de escuchar lo que decían los hombres. El grosor de la madera le impidió oír bien la discusión, pero su tono de rabia lo dejó helado.

El cura se persignó, susurró una letanía y se adentró en la oscuridad cada vez más espesa del templo.

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