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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (16 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Emilia salió al exterior con un trapo empapado en agua caliente con el que se frotaba los brazos y la cara. Vio a Rosendo y se acercó a él sin dejar de limpiarse.

—Es cólera, Rosendo, estoy casi segura. ¿Tienes algún otro enfermo? —le preguntó la partera.

—No, al menos por ahora.

La partera levantó las cejas, apretó los labios y asintió con la cabeza.

—Has dicho bien: «por ahora», porque lo más probable es que vengan más. Si se extiende, habrá que pensar algo, lo bueno sería aislar a los enfermos. Y aquí no tenemos ningún lugar donde llevarlos, no hay hospital ni nada parecido.

Rosendo permaneció en silencio mientras la mujer preparaba su carromato para marcharse.

—Sí que hay un lugar —dijo de pronto Rosendo. Emilia lo miró—. Está la casona de los Casamunt, la que usamos en su día mientras se talaba el bosque. Está vacía, no la usan. Puedo ir a…

Emilia le interrumpió:

—Gracias, no te molestes, ya iré yo a pedirla, a mí no me pueden negar nada, al fin y al cabo también los atiendo a ellos. Eso sí, si enferma alguien más de tu entorno, házmelo saber cuanto antes, ¿de acuerdo?

Rosendo asintió. Cuando Emilia estaba a punto de agitar las riendas de su mula, Rosendo le apoyó la mano en el brazo.

—¿Por qué la gente enferma de cólera?

Emilia lo miró un tanto sorprendida, pero ante los ojos curiosos de Rosendo, no dudó en contestar:

—Mira la casa, Rosendo, son apenas cuatro piedras mal puestas. Mira el suelo —le dijo mientras señalaba con su gordezuela mano—: está todo encharcado. Y mira más allá, ¿lo ves? Un buen montón de estiércol. Dentro de lo que cabe tu familia tuvo suerte, el terreno en el que vivís no es malo. Y tu madre es muy limpia, más de lo que suele ser habitual. La mayoría vive en casas que no están bien situadas, que no están bien aireadas, y la higiene no es mucha. Como yo siempre digo, la pobreza, Rosendo, junto con la suciedad, es el mejor alimento para la enfermedad.

Rosendo, pensativo, se alejó un par de pasos del carromato, dando por terminada la conversación. Emilia volvió a sujetar las riendas y antes de ponerse en marcha aconsejó a Rosendo:

—Tomad mucha agua con limón, lavad muy bien cualquier alimento antes de comerlo y el agua, sobre todo, cuídate de que se hierva tres veces.

Emilia agitó la mano, despidiéndose. Rosendo anotó mentalmente lo que le había dicho la partera. Si era una plaga, había que plantarle cara desde el principio.

Al día siguiente, fue Raúl, el compañero de Toni, quien no apareció en la mina. Entrada la mañana pasó Catalina, la chiquilla del trabajador, para informar que su padre estaba enfermo. Héctor preguntó a la niña por los síntomas y de lo que le dijo entendió que se trataba de otro caso de cólera: la plaga había llegado a Runera y alrededores.

Rosendo, que estaba al lado de Héctor, se acercó a la niña, se agachó y le indicó cómo llegar a casa de la partera. Catalina lo escuchó con atención, abriendo sus ojos castaños como platos. En su cara pecosa se mostró un gesto de determinación. La niña se quitó entonces una pulsera de cáñamo y se la ofreció a Rosendo en señal de agradecimiento.

—Para ti. La he hecho yo sólita.

El minero la tomó entre sus grandes manos. Le dio las gracias y le acarició el pelo antes de que ella arrancara a correr en busca de Emilia. Los dos hombres vieron impotentes alejarse a la chiquilla.

Emilia Sobaler había conseguido que los Casamunt cedieran la casona para aislar a la decena de enfermos que estaban afectados por el cólera. Mientras caminaba entre los improvisados catres, recordó su conversación con el patriarca, Valentín Casamunt. Al principio se mostró reacio, pero sólo tuvo que mencionarle los efectos y contagio de la epidemia para despejar sus dudas. De inmediato mandó a un criado con las llaves a acompañar a la partera.

A pesar de que Emilia aconsejaba a los familiares que se quedaran en sus casas, que no hacía falta que estuvieran a su lado, la verdad era que estaba necesitada de manos que la ayudaran. Temía que la enfermedad se propagara aún más. En tal caso, la comarca podría verse mermada en cuestión de semanas: la deshidratación que sufre un enfermo grave de cólera es tan fuerte que puede fallecer en pocos días. Sobaler disponía, pues, del mínimo personal auxiliar. Algunas esposas, mujeres decididas, se dedicaban a hervir agua para limpiar a los pacientes, que se asearan los que estuvieran en contacto con el cólera, lavar y cocinar los pocos alimentos que podía comer un afectado por esa enfermedad, y preparar agua con limón en grandes cantidades.

La partera aconsejó también que picaran cebolla y granos de pimienta, y que hicieran con hojas de melisa una infusión tranquilizante y digestiva para los enfermos. Emilia buscaba cerca de la entrada una olla lo suficientemente grande cuando, sin previo aviso, entró Rosendo.

—¿Tú también estás enfermo? —preguntó alarmada.

—No. Vengo a ver a Raúl y a Toni —contestó él.

—Los tienes a los dos allá al fondo. Raúl parece reaccionar, pero a Toni lo veo mal…

En pocas zancadas Rosendo se acercó a los improvisados camastros donde estaban sus empleados. Se quitó la gorra que usaba en la mina y saludó a ambos hombres. Toni no respondió, parecía inconsciente. Su joven esposa estaba a su lado, con ojos llorosos y ojeras marcadas. Su rostro demostraba cansancio. Mojando un trapo en un cubo de agua humeante, lo pasaba sobre el rostro y cuerpo de Toni. Apenas miró a Rosendo, abstraída en los cuidados a su marido. Raúl, por el contrario, sí lo saludó. Trató de componer una sonrisa y le presentó a su esposa, una mujer de pelo castaño cobrizo recogido en un moño y la cara pecosa. Al saludo de Rosendo ella respondió con una leve reverencia.

De pronto, se puso en pie frunciendo el ceño.

—¿No te dije que te quedaras afuera, Catalina? —reprendió a la niña que se acercaba sigilosa entre las camas.

—Es que me encuentro mal…

La madre, alarmada, se aproximó rápidamente a su hija, revisó su vestido y enseguida notó el olor característico de la enfermedad: no había lugar a dudas.

—¡Ay, mi cielo! —se le escapó a la madre—. Ven aquí.

Y la abrazó preguntándose por qué ella. La mujer levantó a su niña y la llevó a que la viera la partera. Rosendo, un tanto azorado por no saber qué hacer, dio la mano a un Raúl ahora más preocupado que nunca. La mujer de Toni se despidió de Rosendo con una mirada huidiza de desesperanza.

Héctor se encontraba apuntalando una nueva galería mientras Rosendo picaba al fondo arrancando carbón. Otro trabajador, Enrique, los interrumpió:

—Me lo acaban de decir mientras venía para acá. Es sobre Toni, Toni Creus…

Ambos hombres lo miraron temiendo lo peor. Enrique asintió:

—Ha muerto.

Rosendo apretó los dientes y pegó varios picotazos con todas sus fuerzas. Enrique prosiguió:

—Ya han muerto unos cuantos en el pueblo. Y, según me han dicho, la cosa irá a más. Hay varios muy graves…

—¿Raúl? —interrumpió Héctor.

Enrique negó.

—No, creo que a Raúl lo veremos pronto por aquí. Es su niña, Catalina. Está muy mal.

Héctor no ocultó su disgusto. Rosendo soltó el pico, se quitó el pañuelo bermellón de la nariz y con él se secó el sudor de la cara.

—Voy a verlos —dijo.

—Está bien, yo acabaré esto, ve tranquilo. ¿Sabes cuándo es el entierro de Toni? —preguntó dirigiéndose a Enrique, quien se encogió de hombros antes de aclarar:

—Supongo que será mañana si ha muerto esta noche… En otros casos Emilia ha insistido en que sea lo antes posible.

Rosendo salió de la mina tras dejar el pico apoyado en la pared, pues pensaba volver a trabajar luego. No se despidió de nadie. No quería despedirse de nadie más aquel día.

Al entrar en la casona, Rosendo pudo ver cómo había empeorado el ambiente: ahora era tan fétido y tan cargado que había que taparse la boca. Rosendo saludó con la cabeza a la infatigable Emilia mientras se dirigía al lugar donde debía estar Raúl. Cuando llegó al fondo vio dos camastros vacíos. A pesar de que Rosendo no era hombre de ir a misa, no pudo evitar santiguarse.

—Hola, Rosendo. —Se volvió, era Raúl quien estaba de pie y se le acercaba.

—Todavía se te ve débil. Deberías estar en la cama —le contestó mientras le daba la mano.

—Me harta estar todo el día tumbado —dijo fastidiado—. Ya estoy mejor y aprovecho para ponerme de pie y caminar un poco de vez en cuando. Ahora no hay que preocuparse por mí, sino por mi hija, mi Cata… —La voz se le rompió y dejó escapar un hipido de tristeza. Quiso seguir hablando, pero no pudo. Con gesto resignado y los ojos a punto de llorar, señaló a Rosendo la cama que había detrás de él. Allí estaba tumbada Catalina.

Rosendo se acercó a los pies del camastro. Catalina aparecía como sumergida entre las sábanas amarillentas. Su rostro pecoso y risueño estaba descolorido, seco, apagado. Los ojos de Catalina miraban sin ver, semicerrados, como presa de un agotamiento infinito. A su lado, la madre permanecía sujetándole una mano. Si el rostro de Raúl estaba afectado por una tristeza infinita, el de la madre era de puro dolor. Sus ojos estaban abiertos de forma desmedida y tenía la mirada perdida. El rostro estaba en tensión, bisbiseaba continuamente mientras se mecía de forma nerviosa. Rosendo prestó atención a lo que decía y entendió que estaba rezando.

—Se nos va, Rosendo, se nos va… —dijo Raúl con la mano delante de la boca y lágrimas en sus mejillas. Rosendo, sin saber muy bien qué hacer, apretó con fuerza el hombro del trabajador. Éste se tapó los ojos y rompió a llorar dando pequeñas convulsiones.

De pronto la madre dejó de rezar. Como si se hubiera despertado, movió la mano de la niña: Catalina no respondió. Se abalanzó sobre la cría y le movió la carita: no reaccionó.

La madre abrazó el cuerpo de la niña contra su pecho y, de repente, soltó un grito desgarrador. Con el cuerpo inerte de su hija entre los brazos se balanceaba mientras lloraba y gritaba desconsolada con los ojos cerrados por el dolor.

Rosendo se marchó cabizbajo, mirando al suelo, acariciando la pulsera que la niña le había dado y que guardaba en el bolsillo. Salió sin despedirse de la partera. Emilia Sobaler tampoco le dijo nada, había oído el grito de la madre y también ella estaba tratando de controlar ese nudo en la garganta que la tenía atenazada. Esa noche Rosendo volvió a tomar su viejo cuaderno. Necesitaba desahogarse de alguna manera porque la pena lo consumía por dentro. Allí escribió su confesión y una nueva promesa que se hizo a sí mismo:

17 de julio de 1833

Esta noche he visto morir a una niña. Alguien inocente, puro, que no tiene la culpa de haber ido a nacer aquí, ni de que una plaga se cebe en el poblado. Ni de ser pobre, ni de que sus padres no hayan podido encontrar un modo mejor de salir adelante. Nunca antes se había muerto alguien tan cercano a mí. Es triste. Y hace que me sienta solo. La vida es a veces injusta.

Cuando pensé en excavar la mina, no dije nada a nadie. Quería hacerlo solo. Debía hacerlo solo. Pensaba que era lo correcto.

Pero ahora necesito a los demás. Me he dado cuenta. Debo confiar en los amigos. En la familia. Y sin más gente, no lograré nada.

He de conseguir que estén bien conmigo. Que se sientan arropados, como yo con ellos. Quiero que merezca la pena trabajar juntos.

Capítulo 23

Semanas después, cuando la epidemia empezó a remitir, Rosendo reunió a los trabajadores en los terrenos cercanos a la mina. Estaban todos inquietos, expectantes. Alguno llegó a rumorear que quizá fueran a despedirlos. Rosendo permanecía de pie, con Henry muy estirado a su lado, esperando que el silencio fuera absoluto. Su gesto era relajado pero decidido. Cuando callaron, carraspeó y comenzó a hablar:

—Estos terrenos son buenos —dijo el minero mientras tanteaba el suelo con el pie—, están bien situados. Hay un río cerca. Aquí corre siempre una brisa ligera. —Los trabajadores se miraban entre sí interrogándose—. He pensado que es bueno para vosotros y bueno para la mina que viváis aquí. Os podré ayudar con material: la roca y la gravilla que extraemos de la mina. También iremos acumulando madera. Pensad dónde queréis construir vuestra casa y se lo decís a Henry.

Creyendo adelantarse a la pregunta que otros tendrían en la cabeza, Héctor le preguntó:

—¿Y cuánto nos cobrarás por usar estos terrenos?

Rosendo lo miró extrañado.

—No voy a cobrar nada, Héctor. Yo ya tengo eso —dijo a la vez que señalaba la entrada de la mina.

Ante el gesto aquiescente de varios de los presentes, Héctor sonrió. Le dio una palmada en el hombro a su amigo y acto seguido se dirigió ilusionado a emprender su jornada laboral acompañado de unos trabajadores no menos animados que él.

Esa misma tarde apareció por la mina Cristóbal Perigot, el primer transportista contratado por Rosendo, un hombre de pelo muy corto, tapado siempre con su habitual barretina, de hablar parco pero sincero. Ahora ya no se dedicaba a llevar a la gente por la comarca; el volumen de trabajo de la mina lo había absorbido por completo. Perigot y un acompañante traían un cargamento cubierto por una lona. Cuando se detuvo, Héctor se acercó.

—Buenas tardes, ¿es usted Rosendo Roca? —se adelantó el acompañante.

—No, soy Héctor, pero trabajo para él. ¿Quién le busca?

El hombre, cercano a la cincuentena, se quitó la gorra y mostró un cabello que empezaba a encanecer.

—Soy Esteve Massip, alfarero. —Extendió una mano castigada por el trabajo—. Vengo a traer un pedido para Rosendo Roca.

Héctor se encogió de hombros.

—Es que ahora está picando en la mina y no le gusta que lo molesten. Si quiere, démelo a mí y yo se lo llevaré —dijo mientras extendía un brazo.

Esteve Massip sonrió con socarronería. Perigot también rió tosiendo.

—Mucho me temo que va a hacer falta más de un brazo para el pedido. —Y señaló con el pulgar la mercancía que llevaba detrás.

Héctor abrió los ojos.

—¿Todo el carro es para Rosendo?

Esteve afirmó con la cabeza sin decir nada.

—Eeeh… Bueno, espere un momento, voy a avisarle.

Mientras Héctor iba en su búsqueda, Perigot y su acompañante procedieron a liarse un cigarrillo. Al poco, lo vieron surgir de una galería. Cuando el alfarero advirtió la corpulencia de Rosendo Roca, abrió la boca. «¡Menudo gigantón!», pensó. Rosendo hizo gestos a Héctor para que se dirigiera a una cabaña cercana y, mientras, se fue acercando al carro con paso tranquilo. Esteve Massip vio salir a Henry de la cabaña vestido con pantalones marrones claros, camisa blanca, chaleco de seda granate brillante y guantes de piel. Esteve volvió a abrir la boca. «¿Y quién será ese tipo tan raro? Qué sitio tan curioso éste.» La voz de Rosendo lo alejó de sus pensamientos.

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