Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Cuando entremos, no debéis tocar nada. Tanto el movimiento como la temperatura son muy peligrosos. Si algún mayor os dice que hagáis algo, lo hacéis como si os lo dijese yo o la maestra, ¿de acuerdo? —advirtió Valerio Aldecoa.
Un coro de niños contestó afirmativamente. Sofía reforzó lo dicho:
—Os lo digo muy en serio. Si veo que alguien se separa del grupo, se le acabará la visita y se perderá la próxima excursión a la fábrica. Seguro que allí no habéis entrado nunca y tenéis ganas, ¿verdad? —De nuevo, los niños respondieron claramente con un «sí»—. Mirad, aquí tenemos al señor Ignacio Perigot. Él nos enseñará hoy cómo funcionan la máquina de vapor y la turbina hidráulica.
—Buenos días, chicos. Bienvenidos a la sección de transporte y suministro de energía —saludó Ignacio—. Sabéis que en la fábrica tenemos muchas máquinas funcionando. Cuando la mina empezó a producir, mi padre, que ya murió hace algunos años, se encargaba del transporte. Se llamaba Cristóbal Perigot, como ahora se llama mi hijo, nuestro compañero, y entonces todo se hacía con la ayuda de mulas y caballos. —Ignacio se estaba tomando en serio su aportación pedagógica.
—¿Tu papá sabe mucho de máquinas de vapor? —preguntó Francisco, uno de los niños, en voz baja al aludido, el pequeño Cristóbal.
—Hombre, es su trabajo —respondió éste con orgullo, y señaló a su padre para que Francisco atendiera.
—¿Habéis oído? Está hablando de él —susurró Raquel refiriéndose a Cristóbal.
—Que no, que no habla de él, habla de su abuelo —aclaró Francisco y le sacó la lengua a la niña.
—Hoy en día ya veis que incluso esta pequeña máquina de tren no tiene mulas que tiren de ella. —Señalaba la vieja Rocket, una locomotora que habían conseguido de segunda mano y que destinaban a facilitar los transportes internos de carbón—. ¿Qué es pues lo que la mueve? ¿Alguien me lo puede decir?
—¿El carbón? —sugirió una de las niñas de más edad que había levantado el brazo.
—No exactamente, aunque es cierto que el carbón es muy importante. Se trata del vapor. El vapor viene del agua y el carbón lo necesitamos para llevar el agua a ebullición. ¿Quién puede decirnos cuándo hierve el agua?
—Cuando está muy caliente —dijo Ricardo, lo que provocó la risa de todos por la obviedad.
—Cierto, aunque poco preciso —continuó Perigot—. El agua hierve cuando su temperatura alcanza los cien grados centígrados y, a partir de ese momento, genera vapor que tiende a expandirse o a incrementar la presión del recipiente en el que lo contenemos. Eso es lo que se encarga de hacer esta gran caldera. —Y acercó a los niños a una puerta desde la que pudieron contemplar cómo un fogonero alimentaba el horno bajo un enorme recipiente metálico de color negro.
Cuando todos lo hubieron visto, condujo al grupo a la nave de la máquina de vapor.
—Conducimos el vapor a presión procedente de la caldera hasta este enorme cilindro, donde desplaza un pistón de extremo a extremo —dijo señalando el vástago que alternativamente asomaba por el final del cilindro para, acto seguido, esconderse dentro de él—. Y… ¡ya tenemos el movimiento! Sólo nos queda transformar este desplazamiento rectilíneo en movimiento circular para poder transmitirlo cómodamente al embarrado de la fábrica. Eso es lo que hacen esta biela y esta manivela tan robustas. Se encargan de mover el volante de inercia que es seguramente la rueda más grande y más pesada que jamás habréis visto, ¿no es así?
No hubo respuesta. Era difícil saber hasta qué punto atendían los niños. Estaban todos embobados entre los chorros de vapor de las válvulas viendo cómo aquella enorme circunferencia de varios metros de diámetro giraba incansable demostrando toda su potencia.
Después de innumerables preguntas y de visitar con el experimentado Ignacio Perigot la sala inferior donde se alojaba la turbina hidráulica, todos los visitantes iban tiznados de negro. Cuando salieron al exterior parecía que habían pasado el día en la mina. Valerio y Sofía sentaron a los niños en el suelo, en el mismo sitio donde se habían reunido al llegar.
—¿Cuándo volvemos? Estoy cansado —rezongó uno.
—Ahora, enseguida —respondió Sofía—. A ver, niños, ¿qué hemos aprendido hoy?
Muchos de ellos levantaron la mano.
—Alba, empieza tú —señaló la maestra.
—Pues… hemos aprendido… que el carbón es bueno —respondió la pequeña.
—Muy bien. Y ¿por qué es bueno?
—Porque hace mover las cosas —completó Francisco.
—Hay que levantar la mano, Francisco. Ya sabéis que cada uno tiene su tiempo para pensar y no piensa mejor quien lo hace más deprisa. Dime, Raquel.
—¿Puedo ir al lavabo?
Varias risas agudas rompieron la expectación.
—Ya irás cuando lleguemos a la escuela. ¿Qué has aprendido tú? —preguntó la profesora a la niña.
—Pues… yo he aprendido… que el abuelo de Cristóbal se llamaba igual que él —respondió Raquel.
Y todo el grupo estalló en una sonora carcajada. En ese momento Roberto Roca, vestido con ropa sucia de trabajo, se acercaba por el camino de acceso al almacén de carbón. Cuando llegó a la altura del grupo, los saludó educadamente y se sentó en el suelo, entre Raquel y Francisco.
—Bueno, pues algo es algo —admitió la profesora—. Recordad que estamos en una colonia industrial, formada por dos partes bien diferenciadas, la fábrica y la mina, pero con necesidades comunes de energía y transporte. Se necesitan especialistas diversos para las distintas tareas.
Roberto decidió intervenir, le gustaba hacer alguna que otra contribución a la enseñanza:
—Muchos seguro que tenéis a los padres trabajando aquí y es fácil que, cuando se hagan mayores, vosotros ocupéis sus puestos.
—Entonces Cristóbal se convertirá en su abuelo —dijo Raquel—. Si se llama igual y hace lo mismo…
—No exactamente, Raquel, porque como hemos visto los tiempos cambian —intervino Sofía—. El padre de Cristóbal, el señor Ignacio, nos ha enseñado la diferencia con lo que hacía su padre y cuando Cristóbal tenga edad de trabajar seguro que habrá otras cosas nuevas que su padre ahora no conoce.
—¿Has oído? De mayor serás más listo que tu papá —dijo Francisco mientras le daba un codazo a Cristóbal.
Roberto, que lo oyó, matizó el comentario, alborotando el flequillo del pequeño Perigot.
—No es necesario que seas más listo, pero sí tienes que tener tantas ganas de aprender como él. —Y le guiñó el ojo a Ignacio—. Cuando vuestros abuelos eran pequeños casi no había escuelas, y si las había, como no existían máquinas de vapor, no las podían visitar y no sabían cómo funcionaban. Tu padre —dijo señalando a Cristóbal— aprendió a utilizarla de joven. Reconoced que si no habéis visto algo, no podéis saber cómo funciona.
—Pues yo hace mucho que he visto el tren y hasta hoy no he sabido cómo funciona —dijo Esteban.
—Claro, porque no es lo mismo ver que mirar —intervino la maestra en rescate de Roberto—. La curiosidad es el motor del aprendizaje. No debéis olvidaros nunca de intentar entender las cosas. Bueno, niños, dejemos al señor Roberto, que seguro que tiene mucho trabajo.
—Señor Roberto, ¿usted es más listo que su papá? —preguntó Francisco sin malicia.
—No, mi padre es el jefe de todo y nunca se puede ser más listo que el jefe —rió distendido.
—¿Por qué no? ¿No había escuelas cuando usted era pequeño?
—Venga, niños… —instó Valerio Aldecoa un tanto incómodo y dirigiéndose a Roberto añadió—: Lo siento, ya sabe cómo son.
—No se preocupe. —Se volvió hacia los niños y les dijo—: Ya que le conocéis, le diré a mi padre que os haga una visita.
—Mi papá me ha dicho que si me preguntan diga siempre que el señor Roca es muy bueno —dijo Raquel con la mano alzada.
Roberto se despidió de los niños con una sonrisa por el último comentario. Algunos padres aleccionaban a sus hijos con sensatez y prudencia, pensó. Al llegar a la puerta del almacén, giró la cabeza y divisó al grupo que en fila de a dos se alejaba cantando una canción que no conocía. Pensó en las facilidades que tendrían esos niños con respecto a sus padres. Quedaba mucho por recorrer pero la educación era el camino indicado para una nueva generación de hombres libres. Había días que consideraba que ellos eran simplemente una excepción, una isla irrelevante en mitad de la nada, y otros, en cambio, que creía que la nueva generación tenía el poder del cambio, que no serían los nuevos inventos los que cambiarían a las personas, sino ellos, con su nueva manera de enfocar los problemas, quienes mejorarían el orden de las cosas.
Satisfecho, resolvió que aprovecharía su próximo viaje a Barcelona para informar a Rosa de los progresos de los Aldecoa. Un agradable escalofrío le recorrió la espalda al pensar en ella; ya estaba esperando el momento.
La primavera siguiente le brindó a Rosendo
Xic
la oportunidad de diversificar clientes y continuar expansionando el negocio. Para tal empresa decidió que sería bueno contar con la colaboración de su hermano.
—¿Sabes, Roberto? A veces creo que deberíamos hacer más cosas juntos.
—Puede ser, Rosendo, puede ser.
—No es posible que cada uno tire por su lado. Creamos desunión y la gente piensa que… no nos soportamos.
—Cuando no es verdad, ¿eh, hermano? —dijo Roberto con una sonrisa—. ¿Qué tienes en la cabeza?
—Nada, simplemente pensaba en voz alta. —Y el hermano mayor volvió a sus papeles.
—Venga, hombre, suéltalo, no te vaya a hacer mala sangre —insistió Roberto.
—Bueno, ya que me preguntas… —Apartó los documentos que había removido y dijo—: pues mira, había pensado que, ahora que vas tanto a Barcelona, podríamos aprovechar para ir juntos una noche al Liceo. Allí iban Pantenus y papá, allí está todo el mundo.
—¿Todo el mundo? Estarán los ricachones que se dan envidia unos a otros aparentando que se han forrado más que el prójimo. No cuentes conmigo.
—Por favor, Roberto, lo pasaremos estupendamente. Además, no tiene por qué enterarse nadie. Nadie de tus círculos, quiero decir.
—¡Pero si debe costar un ojo de la cara! Lo podríamos gastar en otras cosas.
—Bueno, también podríamos hacer nuevos contactos y así ganar más dinero para invertirlo en otras cosas, como tú bien dices. No perdemos nada, tenemos un cliente que me ofreció su palco. Podríamos asistir y si nos gusta, entonces ya sabes, comprar uno para nosotros —declaró Rosendo
Xic.
—Bueno, eso ya lo veremos, pero… de acuerdo, podríamos ir.
—No te arrepentirás. El viernes salimos antes de comer.
—¿No decías que sólo te lo habían ofrecido? Supongo que tendrás que hablar antes con el cliente —expresó Roberto confuso.
—Está arreglado, tranquilo, nos invitó la semana pasada —contestó ufano el hermano mayor—. Vamos a ver
La Traviata,
una ópera de Giuseppe Verdi.
—Así que ya lo tenías todo planeado…
—No seas retorcido, Roberto, ya verás cómo te va a encantar.
Paseando por la Rambla en dirección al Liceo, los dos hermanos vestían sus mejores galas. Ambos lucían frac de color negro brillante con amplios faldones y remataban su perfil con sus correspondientes chisteras. Completaban su porte los gemelos nacarados en los puños, el lazo al cuello, igualadas sus puntas con extremo cuidado, los botines con hebillas y la cara afeitada y repasada junto al pelo negro encerado hacia atrás.
A una vendedora ambulante Rosendo
Xic
le compró dos claveles blancos. Se detuvo a continuación un poco al margen de la corriente humana y colocó uno en la solapa de Roberto. Algo incómodo, el hermano pequeño se dejó hacer, sabedor también de que los esfuerzos de ese día podrían redundar en una mejor relación entre los dos. Rosendo Xic tenía razón, no podía ser que cada uno de los hijos Roca tirase de la cuerda de la colonia en sentido contrario porque, como todas las cuerdas, ésa también tenía un límite y podría acabar por romperse.
Ya en la entrada, con el cartón del palco en el bolsillo interior de la chaqueta, Rosendo
Xic
disfrutaba entregado al ambiente. Roberto, en cambio, se sentía atenazado por las convenciones sociales y le faltaba el aire. El mayor saludaba a todo el mundo aunque no los conociera. Algunos incluso le dijeron sin ambages que ignoraban quién era y él aprovechaba para presentarse en aquel momento. Roberto lo miraba sin comprender cómo una persona un tanto retraída con la gente podía mostrarse expansiva e indulgente en un ambiente tan recalcitrantemente falso.
Finalmente pasaron al vestíbulo, donde les entregaron un esmerado programa de mano. Allí atascado, Roberto no pudo evitar sentirse pequeño ante la riqueza de todo lo que tenía delante: las lámparas de araña, las balaustradas de mármol, las amplias escaleras, las espesas alfombras, los grandiosos tapices colgados de las paredes, los remates dorados, la amplitud del espacio… El joven Roca avanzó lentamente y siguió la marea así, abotagado por el fasto, la opulencia y el exceso.
Rosendo
Xic
y Roberto saludaron efusivamente a un cliente conocido que, sabedor de la pasión de los Roca por los adelantos de la técnica, aprovechó para presentarles a Francesc Dalmau, un reputado miembro de la Academia de Ciencias Francesa que de manera exitosa se dedicaba en Barcelona a la óptica. Rosendo
Xic
aprovechó la ocasión para preguntar por un tema distinto al de la muy comentada crisis financiera:
—¿Puede la óptica aportar cambios importantes a nuestro mundo industrial?
—En algún sector especializado, sin lugar a dudas —contestó muy educadamente el industrial y científico—. Mas no es ése el único interés de nuestra familia en estos momentos. Precisamente le estaba contando a nuestro común amigo los recientes hallazgos del físico escocés James Clerk Maxwell. Su reciente teoría electromagnética, formulada a través de unas ecuaciones que debo reconocer escapan a mi ámbito de sapiencia, me hacen afirmar con rotundidad que no está lejos el día en que la mecánica verá sustituida su supremacía en el ámbito de la motricidad por la incipiente pero inconmensurablemente potente electricidad. No tienen ustedes más que pensar en el estado en que queda un árbol al recibir un rayo… La luz de gas tiene, asimismo, sus días contados puesto que como ha demostrado Maxwell la energía lumínica puede también obtenerse a partir de la electricidad.
La forma de hablar de aquel hombre pronto encandiló a Roberto. Se podía soñar despierto con sólo escucharle.