Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
—Los hombres siempre apeláis a vuestros cojones y es más que eso. Es saber que todos somos uno, es saber que el proletario tiene un papel en la Historia, es saber que las cosas deben y van a cambiar.
—Pero, Rosa, sólo echándole huevos hemos conseguido algo.
—Huevos y más huevos. Yo no tengo huevos y bien que me movilizo. ¿O es que tú te crees más capaz que yo? —preguntó ella, agresiva.
—No digo eso, mujer. Es sólo una manera de hablar —se retractó el obrero.
—Pues vamos a cambiar ya la dialéctica del poder. Siempre estamos igual: arriba-abajo, bueno-malo, hombre-mujer…
—Pablo, otra ronda para la muchacha, a ver si se relaja. Y para los demás, ya puestos.
—Es que si no asumimos que todos estamos en el mismo barco no vamos a avanzar hacia ninguna parte —afirmó con convicción Rosa Ferrer—. No podemos caer en la trampa de la diferencia: es que tú eres del gremio de la siderurgia y yo lo soy del textil, es que tú eres mujer y yo soy un hombre, que si uno es francés, el otro alemán y el de más allá inglés… Aquí sólo hay dos clases de personas, los que tienen el capital y los proletarios.
—Oye, Rosa —interrumpió un compañero de la joven.
—Espera, Joaquín, déjame acabar.
—¿Tú conoces a ese burgués? No te quita ojo.
Se volvió en la dirección que señalaba Joaquín y vio a un individuo algo mayor que ella, vestido con elegancia, con un traje ligero y unos zapatos negros y brillantes. Moreno y de ojos oscuros, su nariz era recta y su rostro duro, pero agradable. No se podía decir que fuera guapo, aunque sí tenía un magnetismo singular. Detrás del humo de su cigarrillo, sus ojos grandes y profundos le daban una apariencia inteligente; más que eso, parecía adivinarlo todo. Rosa se levantó y dejó a sus compañeros de tertulia con la palabra en la boca.
—Ahora vuelvo —les espetó sin mirarlos.
—Que sea verdad —reclamaron a coro.
Y sin dejar de sentirse observada, se dirigió hacia el mostrador, atraída en parte por ese imán inexplicable para ella en un burgués. Mientras avanzaba con paso firme entre los clientes que atestaban el bar, de vez en cuando reaparecía detrás de alguna cabeza aquella silueta, permitiéndole comprobar de nuevo que esa mirada seguía salvajemente agresiva clavada en ella y que, pese a la distancia que los separaba, conseguía introducirse en su intimidad. Ella se sintió extrañamente guapa, pero al llegar a su altura se vio desarmada. Entonces la voz de él sonó inequívoca:
—Yo te conozco, tú eres Rosa Ferrer —dijo Roberto.
Se quedó atónita. Se había acercado con la intención de soltarle cuatro frescas a ese sinvergüenza y ahora no encontraba el tono.
—Soy Roberto Roca. Te vi en una asamblea hará un par de años, cuando presentaste a los Aldecoa aquí en Barcelona. Ahora trabajan en la colonia de mi padre.
—Entonces tú debes ser ese Roberto Roca…
—Imagino que sí.
—Nunca habría esperado verte aquí vestido así, con tanto fuste, el hijo proletario del patrón. Eres famoso en nuestros círculos. No hay muchos de tu clase que se acerquen por aquí.
Roberto intervino:
—¿Qué bebes? ¿Te puedo invitar?
Ella se lo quedó mirando desafiante, sonrió y finalmente dijo:
—No, quien va a invitar soy yo.
En un piso de techos abuhardillados una maraña de ropa aún tibia se amontonaba en el suelo; un pantalón azul, un traje arrugado, una chaqueta y una blusa blanca. Al fondo, en la habitación, a la luz de dos tenues llamas de queroseno, Rosa Ferrer, completamente desnuda, acariciaba con su suave melena el vientre de Roberto Roca, a la vez que, a horcajadas sobre una de las piernas de él, friccionaba su sexo. Besos apasionados los habían guiado escaleras arriba. Él se había sentido atraído por aquel pelo de corte tan chocante y lo acarició una y otra vez mientras aprovechaba para acercar los labios de ella a su boca. A pesar de su manifiesto deseo, Rosa había demorado el momento de descubrir su lengua y cuando lo hizo, él creyó enloquecer de excitación, más aún cuando, a media escalera y sin soltar aliento, ella se abrió la blusa y liberó sus firmes pechos a riesgo de ser descubierta por algún vecino insomne. El último tramo lo subieron arrastrándose peldaño a peldaño, tal era su gozo y el engorro de la ropa a medio quitar. Una vez en la cama, ella había tomado la iniciativa y no parecía que fuese a cederla. Él, anhelante, le despeinó nuevamente el pelo liso. Después Rosa Ferrer gateó hasta que se acuclilló sobre el sexo del joven. Por más que intentara incorporarse, Rosa se lo impedía poniendo la mano sobre su pecho para que se mantuviera tendido sobre la espalda. Por momentos, él se sentía como un títere que se desarmaba en manos de aquella mujer, por momentos se extasiaba y se abandonaba a sus instintos, al placer suave y cadencioso. Rosa tomó por fin a Roberto y le mostró su sexo. Así unidos, estableciendo un vínculo inefable, Rosa comenzó a subir y bajar con suavidad, con las manos apoyadas en sus rodillas, apenas tocándose el uno al otro. En la respiración de ella una casi inaudible nota aguda arrastrada a cada impulso nublaba la mente de Roberto y le obligaba a tensar los músculos. Al poco, ella se detuvo, posó sus rodillas en el colchón y se inclinó en un beso infinito. Luego reemprendió el movimiento gimiendo entonces con más fuerza, hasta que finalmente expiró un sordo quejido. Se quedó inmóvil un segundo, contraída, para empezar a continuación a temblar como una hoja, mientras respiraba entrecortadamente una vez superado el momento álgido.
Todo era nuevo para Roberto, al que de nada le servía su experiencia en estas lides. Rosa le dedicó una sonrisa enigmática. Descansó aún un breve instante mientras lo acariciaba con suavidad y luego le dijo:
—
Ne t'inqui è tes pas, mon cher,
no hemos terminado.
Con un extremo de la sábana arrugada, Rosa secó el sudor de sus cuerpos. La aspereza del tejido no hizo sino erizarles el vello ante la expectativa de nuevas caricias. Él no dijo nada; sorprendido como estaba, decidió que lo mejor era seguir la corriente de pasión que se había adueñado de aquel camastro. Entonces ella acercó los pechos hasta su boca y le pidió sin palabras que mordiera tiernamente las areolas. Durante largo rato ignoró por completo el sexo de ambos hasta que el reposo y la erección de los pezones le provocaron un ardor casi insoportable. Ella desplazó su cabeza hasta el miembro de él y lo estimuló con su lengua para que las palpitaciones fueran de nuevo a más. Cuando aunó las caricias de los labios con las de las manos, Roberto creyó perder el juicio. Sorprendentemente, ella le demostró similar vehemencia al colocarse encima de él en posición invertida y situar a la altura de su boca aquel sexo húmedo que él exploró como quien conquista tierra virgen.
—Bésame ahí y no te arrepentirás —le dijo para cerciorarle de lo placentero de sus atenciones.
Tan pronto detectó que él se situaba en el límite de resistencia, abandonó completamente sus caricias y simplemente gozó del abrazo de Roberto alrededor de sus nalgas mientras apretaba con desasosiego contra él su excitación. Una nueva oleada de placer la invadió entre gemidos que a duras penas logró acompasar con su respiración intermitente. Clavó los dedos en las piernas de su amante mientras sucumbía a un nuevo orgasmo.
Se relajó por un momento para recuperar fuerzas y se tendió un segundo junto a él. Cuando Roberto pareció querer decir algo, Rosa se lo impidió con el índice en los labios. Lo cogió a continuación de la mano para que se incorporara detrás de ella, sobre sus rodillas.
—Goza, cariño, te lo has ganado —le dijo sin tapujos mientras de espaldas a él le guiaba de nuevo hacia su interior.
Roberto acarició el torso de aquella mujer irresistible. En su espalda dibujó zigzagueantes caminos con las yemas de los dedos. Siguió el perfil de su sugerente cintura y se dejó transportar por el ritmo progresivamente urgente del deseo. Ella danzaba cadenciosa y risueña. La prensión apasionada de las manos de él precipitó el compás hasta que Roberto cerró los ojos y se derramó espasmódicamente gimiendo de un modo casi animal, como nunca antes había hecho.
Rosa Ferrer, completamente desnuda, estaba asomada a la ventana de su buhardilla en la calle Dels Cecs, fumando un cigarrillo con deleite. Roberto la contemplaba desde la cama, relajado. Tenía ella un cuerpo menudo y firme, enjuto, pero lleno y sensual. Afuera, la espadaña de la iglesia de Santa María del Pi se alzaba imponiendo su perspectiva desmesurada. Ningún edificio más a la vista y el cielo azul y despejado enmarcaba con su luz matinal las dos siluetas. A Roberto le embelesaba su desinhibición. Finalmente, se levantó y prendió un cigarrillo con la brasa del de su compañera.
—Me encanta este silencio, parece que la ciudad duerma.
—¿Has vivido siempre aquí? —preguntó Roberto.
—Hace dos años que volví. Antes vivía en Francia —dijo ella, y se quitó una hebra de tabaco del labio.
—Entiendo, se te nota algo de acento.
—Siempre me lo dicen, pero yo nací aquí. Mis padres tuvieron que marcharse cuando yo era pequeña. Casi no recuerdo el viaje, sólo tengo la imagen de un granjero que nos acogió al otro lado de la frontera. Me preparó un gran vaso de leche que bebí mientras él hablaba en un idioma que no entendía. Al final llegamos a París y mi padre pudo volver a ejercer la medicina. —Su voz, con una tenue ronquera, informaba con precisión de cronista—. Ellos siguen viviendo allí, los Ferrer —pronunció marcando el acento gutural con el que los franceses articulan la doble erre.
Roberto, por su parte, recorría con la mirada cada gesto, cada expresión. De madrugada tuvo el impulso de marcharse pero ahora veía que la singularidad de aquella mujer le conducía también a la luz del día por nuevos caminos. Los amantes vivían sumergidos en el presente: todo iba bien, todo fluía.
—¿Y por qué volviste? —preguntó Roberto.
—Me cansé de Francia, de la intelectualidad, de sentirse el ombligo del mundo, del gran París. Las palabras se convierten en discurso y nadie se acuerda de actuar. Aquí, en cambio, se me abría un abanico de posibilidades. He seguido el entorno obrero catalán y español y me he empecinado en no repetir los errores cometidos en Francia. Jugamos con ventaja, puesto que ahora sabemos cómo van a transcurrir los acontecimientos. —Tras una pausa, giró su rostro hacia el de su compañero y continuó—: ¿Qué me dices de ti? ¿Cómo es que siendo el hijo del jefe te interesas por la emancipación proletaria? —Rosa lo miró directamente a los ojos. Dio una última calada a su cigarrillo y lo enterró en el tiesto que tenía delante.
—No sé. No es nada premeditado. Siempre he visto a mi padre preocuparse por los obreros de manera espontánea. Luego fuimos a New Lanark y allí corroboré mis intuiciones: Robert Owen puso en práctica un modelo en el que todos ganan; demostró que es posible conciliar los intereses de ambos.
—Y entonces te decantaste por el paternalismo —dijo ella con cierto aire sarcástico.
—Bueno, pensé que se podría aplicar en cierta medida, aunque no creo que seamos nosotros los que tengamos que dar bondadosamente ciertas cosas, sino que los obreros se las ganan con su trabajo —se justificó Roberto.
—Detesto a esos limosneros de domingo con su traje, su bastón pulido y su sombrero repartiendo unas monedas entre los niños…
—No, no soy de ésos. Mi hermano tal vez. Pero yo no —negó con convicción.
Roberto Roca terminó su cigarrillo y se quedó absorto sin saber qué hacer. Tenía claro que no era de ésos, pero ¿de quién era él? ¿Había brechas para otras opciones en el materialismo dialéctico? Entonces ella se apartó con una media sonrisa en el rostro, se colocó ante la estantería repleta de libros, escogió unos pocos y se estiró en la cama.
—Ven, Roberto. Quiero enseñarte algo.
Cuando se volvió, Rosa lo esperaba recostada con un par de libros abiertos entre las sábanas arrugadas. No supo por qué, pero un pensamiento acudió a su mente en ese instante. Le fue imposible evitar la consideración de cuán escandalizado se mostraría su hermano si estuviera viviendo en su lugar aquella inusitada experiencia, ese aprendizaje a todos los niveles junto a Rosa Ferrer, idealista hija de trabajadores e incansable defensora de una lucha activa que pugnaba por florecer mucho más allá de aquella ciudad o aquel país: batallaba por construir una nueva sociedad en Europa y, por qué no, en el mundo entero.
En la escuela de la colonia todo discurría con tranquilidad desde su apertura. El matrimonio Aldecoa, además de impartir clase, trazaba la línea pedagógica a seguir. Anita Roca completaba el pequeño grupo de maestros y era la responsable de los más pequeños, por los que sentía una especial devoción. La inauguración había sido ciertamente emotiva. El nombre sobresalía tallado en madera:
Escuela Regular de Primera Enseñanza Ana Roca.
Un homenaje a quien empezó, junto a la abuela Angustias, a procurar una educación para los hijos de los trabajadores.
Los Aldecoa introdujeron enseguida ideas de gran simplicidad e innovación. Ese día de otoño habían juntado sus dos clases (femenina y masculina) y todos se encaminaban al almacén anexo a la máquina de vapor. En el depósito de carbón los esperaba Ignacio Perigot, jefe de los maquinistas, para explicarles su labor en la factoría. Periódicamente, alguno de los padres de los chiquillos les contaba en qué consistía su trabajo y su quehacer diario. Los profesores aprovechaban para introducir nuevos aprendizajes a la vez que, por un día, padre e hijo se convertían en protagonistas y se alejaban de la vida un tanto gris de los ciclos rutinarios.
—Vamos, niños, vamos. Ricardo, no te entretengas. ¡Raquel, a la fila! —Sofía Aldecoa iba detrás del grupo y no cesaba de dar indicaciones.
En la parte sur de la colonia se encontraban tanto la gran máquina de vapor como, unos quince metros por debajo de su nivel, la moderna turbina Francis. Ambos artefactos introducían su fuerza en el mismo sistema de embarrado mecánico hasta las máquinas del interior de la fábrica. A pesar de que al principio la fuerza del agua bastaba, en los últimos años era tal la demanda de energía que la máquina de vapor raramente se paraba.
Antes de iniciar el recorrido reunieron a los niños formando un círculo y les dieron las últimas indicaciones. Ignacio Perigot, un poco alejado del grupo, esperó a que llegara el momento de intervenir. Se le notaba algo nervioso aunque su aspecto bonachón hacía presumir que sería fácil hablar con él.