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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (100 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Claire veía a Tom Courtney casi todos los días, pero siempre en público, según su impresión. La evidente fortaleza y bondad de Courtney contrastaban vívidamente con el recuerdo que guardaba del sombrío y trastornado Marc. No conseguía analizar sus verdaderos sentimientos hacia Courtney, pero su presencia, por breve que fuese, hacía que se sintiese tranquila y contenta. Y cuando se separaban, siempre se sentía como abandonada. Esto era curioso porque, desde la muerte de Marc, si bien Courtney continuó mostrándose muy amable, parecía haberse distanciado de ella. No lograba atraerle a su lado para que le expusiese su opinión o mostrase atención a sus palabras, como hacía antes. Y nunca podía encontrarse a solas con él.

Se preguntaba a qué se debía aquella actitud de alejamiento. ¿Sería únicamente respeto por su viudedad, como exigían las buenas costumbres? ¿Se habría agotado el interés que ella le despertaba como mujer? ¿O sería que, al verla libre de nuevo, temiese su necesidad de compañía?

Durante toda aquella semana el enigma de Courtney la obsesionó. Varias veces resolvió abordarlo, presentarse en su choza de soltero, sentarse frente a él y recordarle cuáles eran los sentimientos que ella experimentaba hacia Marc y su infortunado matrimonio, sobre sí misma y lo que la esperaba, hablándole también de los falsos convencionalismos y de cómo era ella en realidad. Entonces hablarían y así terminaría de una vez aquella situación falsa. Pero no se resolvía a hacerlo. Sabía que había mujeres capaces de abordar a los hombres, que les telefoneaban, que se los llevaban a un lado, que incluso iban a visitarlos. Para Claire, estas acciones tan decididas eran algo inimaginable y que, aunque lo pensara, nunca se atrevería a realizar.

Mientras seguía sentada ante la luz encendida con el libro en el regazo y tres cigarrillos en el cenicero, se dio cuenta de que casi había pasado una hora entregada a sus ociosas divagaciones. Debía ser práctica y pensar en lo inmediato. Al día siguiente estaría en Tahití. Dentro de dos días, llegaría a California. El problema económico no se presentaba con carácter acuciante. Los seguros de vida de Marc no eran muy importantes, porque la única vida que le interesaba era la suya; sin embargo, se sintió obligado a suscribir una póliza. El capital suscrito le permitiría vivir sin preocupaciones durante un año.

Maud, cada vez más segura de los magníficos resultados que daría su obra sobre Las Sirenas, la había invitado a vivir con ella en Washington, cuando aquellos resultados fuesen tangibles. Claire le agradeció su ofrecimiento pero en términos vagos, pues estaba decidida a no continuar siendo la secretaria y pupila de Maud. De momento, pensó, volvería a su casa de Santa Bárbara, sin ningún plan preconcebido, para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Más adelante, tomaría un apartamento en Los Angeles y buscaría trabajo allí, donde tenía muchos amigos. Esto significaría empezar de nuevo, pues viviría otra vez como una joven soltera, tendría que ingresar en esto y aquello, aceptar invitaciones para salir, y todo lo demás.

Al día siguiente su talante había cambiado y pensó en la posibilidad de quedarse en Las Tres Sirenas con carácter permanente. Si la cosa no diese resultado, siempre podría irse en el avión de Rasmussen. Pero aquello no tenía pies ni cabeza. Era una decisión demasiado teatral para una personilla tan prosaica como ella y no tenía valor para afrontar semejante cambio de vida. Si Tom Courtney se lo hubiese propuesto, quizás hubiera dicho que sí, sin analizar demasiado las consecuencias, y se hubiera quedado para ver qué pasaba. Como él no lo sugirió, ella apartó aquella fantasía de su mente.

Otro cigarrillo, se dijo. Mientras lanzaba nuevas bocanadas de humo, vio surgir también ante ella varios recuerdos de su vida en Las Tres Sirenas. Teniendo en cuenta la educación que había recibido en el seno de una sociedad tan distinta, eran muy pocas las cosas ventajosas de aquella isla que podía llevarse consigo. Lo que más apreciaba de sus costumbres era algo completamente inaceptable en el mundo donde ella se había educado. Sin embargo, aquellas gentes y sus costumbres reforzaron ciertas creencias que alimentaba en secreto, y esto era bueno. Las costumbres de aquel pueblo le revelaron algunos aspectos ocultos de su propio ser y de la vida que había vivido y a la que debía regresar. Con la sola excepción del desdichado episodio de Marc, su estancia allí fue buena.

Al oír el insistente tictac de su reloj de pulsera, pensó que el tiempo transcurría inexorablemente y cada vez faltaba menos para el último día.

La inevitabilidad de aquella postrer jornada hizo que se sintiese inquieta por primera vez en aquella noche. Detestaba tener que abandonar el cómodo aislamiento y la soledad de aquella isla. Casi de la noche a la mañana, se vería sumergida en el fingimiento de la vida civilizada, tendría que asumir el papel de viuda desconsolada, idea que le daba grima, mientras que en Las Sirenas esto no era tan necesario. ¡Qué terrible era tener que abandonar un sitio donde se sentía más en su hogar que en su casa a la que tenía que regresar! Sin embargo, ¿qué era lo que más echaría de menos de Las Sirenas, pero de verdad, dejando aparte la necesidad de no tener que fingir. No había establecido verdadera intimidad con ninguno de los indígenas. Entonces, ¿qué podía ser? Aislada en aquella habitación, sin nadie a su alrededor, sin nadie que la mirase o la atisbase, en aquella intimidad, podía permitirse el lujo de ser ella misma y mostrarse sincera. Así, por último, tuvo que admitir que lo único que echaría de menos sería una persona, y esta persona era Tom Courtney.

La atracción que experimentaba hacía aquel hombre, de la que ella se daba perfecta cuenta pero que él parecía ignorar, la ponía nerviosa. Tiró el cigarrillo, se estiró, se desperezó y pasó a la habitación posterior para desnudarse, antes de hacer el equipaje y acostarse.

Mientras se desnudaba sin prisas, él volvió a penetrar en sus pensamientos y ella perdonó su intrusión. ¿Qué tenía Tom Courtney que le inspirase tal apego? ¿Cómo podía echar de menos a una persona que, a juzgar por su reciente conducta, no había dado ninguna señal de que la echaría de menos cuando se fuese?

Esta última pregunta permaneció flotando en su mente, mientras se ponía el camisón de nailon blanco plisado. Si él quisiera respondérsela aquella última noche… Entonces va podría irse sin reservas. Y si ella no fuese como era y tuviese la osadía…

La tímida llamada a la puerta de cañas pareció reverberar en el aire, en la quietud que antecede al alba.

La puerta se abrió casi inmediatamente y ambos permanecieron frente a frente, él en el umbral de su casa y ella fuera, ambos sorprendidos. Ella nunca le había visto así. Parecía un indígena blanco, pues sólo llevaba la bolsa púbica. Comprendió que debía de ir así en la intimidad de sus habitaciones, y que la camisa y los pantalones que se ponía de día, eran una concesión al equipo de etnólogos. Ella se ajustó el flotante batín rosado que se había puesto sobre el camisón y permaneció allí de pie, sin saber a ciencia cierta por qué había hecho aquello o qué debía decir.

—Claire —dijo él.

—¿Te he despertado, Tom? Perdóname. Hago una locura. Debe de estar a punto de amanecer.

—No dormía —dijo él—. Estaba echado en la oscuridad pensando en… bien, pensando en ti…

—¿De veras?

—Pasa, pasa —añadió y, dándose cuenta al instante de su estado de desnudez, dijo—: Espera que me cambie…

—No seas niño —dijo Claire—, porque yo tampoco soy una niña. Y, pasando ante él, penetró en la cabaña.

El cerró la puerta y se acercó a la caña de bambú sobre la que tenía las velas.

—Déjame encender una luz.

—No, Tom, déjalo así. Me resulta más fácil hablar contigo sin luz. Me basta con el claro de luna que entra por las ventanas.

Claire se sentó sobre la esterilla de pándano. El se aproximó, con la cabeza perdida en la oscuridad y se sentó a unos pasos de ella. Sólo entonces Claire le vio la cara.

—Es la primera vez que voy a ver a un hombre —dijo—. Primero debiera haberte enviado una de esas conchas del festival, según la costumbre de Las Tres Sirenas.

—Me alegro de que hayas venido. Anoche estuve a punto de ir a verte una docena de veces y esta noche también. Para un hombre es más difícil.

—¿Por qué, Tom? Por eso he tenido valor para… para venir a verte. Podía irme mañana, desaparecer, sin preguntar por qué. Hemos sido tan amigos, durante un tiempo. Yo tenía que verte. Para mí era imprescindible.

Pero de pronto, después de la muerte de Marc, tú te has esfumado. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por respeto hacia la viuda?

—Sí y no. No por los motivos que tú crees. Tenía miedo de estar a solas contigo. La verdad es esta.

—¿Miedo? ¿Por qué?

—Porque de la noche a la mañana, tú te has hecho posible. Antes eras inaccesible, pero de pronto ha desaparecido tu inaccesibilidad y he tenido miedo de lo que podría decir o hacer. Desde el primer día en que te vi experimenté sentimientos muy profundos hacia ti, pero tenía que ocultarlos, hasta que comprendí súbitamente que podía manifestarlos. Y al propio tiempo, comprendía que no sabía cuál sería tu reacción ante mis sentimientos. Hablo como un idiota, pero lo que quiero decir es que… antes, defendida por tu esposo, tú podías permitirte demostrar interés por mí. Sin esa protección, quizás no tuvieses el mismo interés, y si yo iba y te decía…

—Tom —interrumpió ella con voz queda—. Gracias.

—¿Por qué?

—Por haber hecho posible que esté aquí contigo sin tener que sonrojarme al pensarlo durante años.

—Claire, yo no te digo todo esto para… para tranquilizarte. Hablo a una mujer de una manera que no me hubiera sido posible hace cuatro o cinco años. La verdad es que soy yo quien debe darte las gracias. ¿Quieres saber por qué?

—Sí.

—Porque has desarrollado mi espíritu, y lo hiciste sin saberlo. Mis cuatro años de estancia en Las Sirenas han hecho de mí un hombre. Pero sólo he alcanzado la madurez al conocerte. Hasta hoy me proponía quedarme aquí por el resto de mis días. Por los motivos que ya conoces. La vida de aquí es fácil, agradable, hedonista. No hay que pensar, basta con vivir. Y aquí soy alguien importante. Cada vez se me hacía más difícil regresar. Si regreso, pensaba, dejaré de ser importante, seré como otro cualquiera. Tendré que trabajar duramente para ser de nuevo importante. Y tendré que pensar, sin limitarme a vivir únicamente con el cuerpo. Tendré que someterme a todas las rigurosas normas del progreso, ajustándome al reloj, a la ley, a los convencionalismos, de los que forman parte los vestidos del hombre civilizado y un sinfín de cosas más. Pero hoy he cambiado de idea. Fui a ver a Maud para preguntarle si podría volver a Tahití y Estados Unidos con todos vosotros, mañana por la mañana. Sí, Claire, volveré contigo.

Claire permanecía muy quieta, sujetándose con una mano el batín sobre el pecho, mientras una extraña debilidad y un delicioso calor se esparcían por su cuerpo.

—¿Por qué te vas de Las Sirenas, Tom?

—Por dos motivos. El primero es que ya me siento completamente formado y creo que podré enfrentarme con la vida. Claire, estos últimos años he sido un fugitivo, un hombre que se ha ocultado y que ha huido de la vida. Fue tu presencia aquí, los pensamientos que despertaste en mí, lo que me hizo comprender que mi exilio era una dicha ilusoria, superficial, falsa, comparada con lo que tú representas. Al verte a ti y quizás a algunos de tus compañeros, me sentí inquieto, profundamente insatisfecho, incluso avergonzado de mí mismo. Fue entonces cuando comprendí que no había resuelto ni resolvería nada, si no era capaz de hacerlo en tu mundo, que es también mi mundo.

Hizo una pausa, rehuyendo su mirada, con la vista fija en sus manos, pero después levantó la vista hacia ella.

—No me propongo lanzarte un discurso melodramático acerca de los motivos que me impulsan a regresar a una vida que es normal para casi todos mis semejantes. Sólo quiero que sepas cómo he formado esta decisión.

Me doy perfecta cuenta de que en nuestro país la vida no es tan fácil ni idílica como aquí. La existencia puede ser muy agotadora y desagradable en Estados Unidos. Pero he llegado a la conclusión de que si me pusieron al mundo allí, fue para que allí viviese, en lo que solemos llamar la patria, para portarme en ella como un hombre. Pero en vez de hacer eso, cuando las cosas se pusieron demasiado difíciles, apelé a la huida. No soy el único que lo ha hecho. Son millones los que huyen. Hay muchos medios de huir. Algunos hombres se refugian en su interior. Otros escapan a otras tierras, como yo hice. Para ello me bastó con un matrimonio frustrado, una guerra, una profesión que aborrecí. Y me escapé. Creía que los cuatro años que he pasado aquí significaban la liberación. Hasta cierto punto, así fue.

Pero sólo en las cosas menores. En realidad, he sido un cobarde. El consciente que no huye, que permanece en el mundo prosaico y difícil donde nació y donde se educó, éste es el que demuestra heroísmo. Este es el auténtico heroísmo anónimo, el que consiste en enfrentarse todos los días con la vida, con el trabajo rutinario, con la vida conyugal, con la procreación, y consigue ennoblecer y dignificar todo ello. La euforia que suscitan las islas remotas, las palmeras y las doncellas de tez oscura sólo tiene su lugar en los sueños. Si la vida está por debajo de estos ensueños, entonces la misión del hombre de verdad es hacer mejor esta vida, enaltecerla, luchar por ella en su casa, en su pueblo, en su barrio y en su patria. Lo principal es saber afrontar la vida cara a cara en el propio campo de batalla y esto es lo que voy a intentar. Este es el motivo que me impulsa a volver… uno de los motivos.

Hizo una pausa y esperó, pero Claire permanecía callada.

—Claire —dijo Courtney—. ¿No me preguntas cuál es el segundo motivo que tengo para volver?

Ella guardó silencio.

—Tú, Claire. Te amo. Te he amado desde el primer día que viniste. Quiero estar cerca de ti, donde tú estés, lo quieras o no.

Ella notaba su propia respiración en la oscuridad. Los tumultuosos latidos de su propio corazón la asustaban.

—Tom… ¿Lo dices… lo dices de verdad?

—Son las palabras más verdaderas que he pronunciado en toda mi vida. Te amo de tal manera, que ni siquiera puedo hablar ni pensar de manera coherente. Te he querido desde que llegaste aquí, te quiero esta noche, te querré durante el resto de mi vida. Esto es todo cuanto atino a decir… y lo que temía decirte, hasta ahora.

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