—Sí. —devolvió el hueso a su envoltorio—. La forma de la huella indica que al menos un centímetro y medio de hoja golpeó el dorso de la mano. —Volvió a su escritorio y concluyó—: Me temo que ésta es toda la información que puedo darte sobre el arma y lo que pudo suceder. Como sabes, hay un gran margen de variabilidad. No puedo decirte el tamaño de la hoja, por ejemplo, ni si la lesión se produjo antes o después de recibir el disparo, ni en qué posición se hallaba la chica cuando recibió el corte.
Tal vez Deborah estuviera tendida de espaldas, tal vez de rodillas o de pie, y mientras regresaba a mi coche empecé a analizarlo. El corte de la mano era profundo y tuvo que sangrar profusamente, lo cual parecía indicar que en el momento de sufrir la herida debía de hallarse en la pista forestal o en el bosque, puesto que en el interior del jeep no había sangre. ¿Habría hecho frente a su agresor, aquella gimnasta de cincuenta kilos? ¿Intentó golpearlo? ¿Estaba aterrorizada y luchaba por salvar la vida porque Fred ya había sido asesinado? ¿Y dónde encajaba la pistola? ¿Por qué el asesino había utilizado dos armas, cuando en apariencia no había necesitado la pistola para matar a Fred? Estaba dispuesta a apostar que a Fred lo habían degollado. Muy probablemente, también le cortaron el cuello a Deborah o la estrangularon después de pegarle el tiro. El asesino no se limitó a disparar y a dejarla morir. No se arrastró por sí misma, semiparalizada, hasta llegar al lado de Fred para cogerlo del brazo. Sus cuerpos habían sido colocados deliberadamente en aquella posición.
Torcí por Constitution y acabé encontrando Connecticut, por donde llegué a una zona en el noroeste de la ciudad que seguramente hubiera sido poco mejor que un barrio de chabolas de no ser por la presencia del Washington Hilton. Se alzaba sobre una pendiente herbosa que ocupaba toda una manzana y era como un magnífico crucero de lujo rodeado por un encrespado mar de polvorientas licorerías, lavanderías automáticas, un club nocturno que presentaba «bailarinas en vivo» y decrépitas hileras de casas con las ventanas rotas y cegadas con tablas y porches de cemento casi en la misma calle.
Dejé mi automóvil en el aparcamiento subterráneo del hotel, crucé la avenida Florida y subí los peldaños de la entrada de un mugriento edificio de ladrillo color tostado con una descolorida marquesina azul sobre la puerta. Apreté el timbre del apartamento 28, donde vivía Abby Turnbull.
—¿Quién es?
Apenas reconocí la voz que rugió por el interfono. Cuando me anuncié, no logré entender qué había mascullado Abby. Quizá sólo había gruñido. La cerradura electrónica se abrió con un chasquido.
Entré en un vestíbulo muy mal iluminado con el suelo cubierto por una alfombra de color tostado llena de manchas y una hilera de buzones de latón deslustrado sobre una pared revestida con paneles de aglomerado. Recordé las sospechas de Abby de que alguien manipulaba su correspondencia. Ciertamente, no parecía que se pudiera cruzar fácilmente la puerta del edificio sin disponer de una llave. Los buzones también necesitaban llave. Todo lo que me había dicho en Richmond el otoño anterior me sonaba a falso. Cuando llegué ante su puerta, después de subir cinco tramos de escalera, estaba sin aliento y enojada.
Abby estaba de pie en el umbral.
—¿Qué haces aquí? —me susurró. Tenía el rostro ceniciento.
—Eres la única persona que conozco en este edificio, así que, ¿qué crees que estoy haciendo?
—No has venido a Washington sólo para verme.
Había miedo en sus ojos.
—He venido por un asunto de trabajo.
Más allá de la puerta vi algunos muebles de un blanco ártico, cojines en tonos pastel y unos grabados abstractos de Gregg Carbo, objetos que reconocí de su anterior vivienda en Richmond. Por unos instantes me acosaron imágenes de aquel día terrible.
Recordé el cuerpo descompuesto tendido sobre la cama, la policía y los sanitarios que se movían de un lado a otro mientras Abby permanecía sentada en un sofá, las manos temblándole con tanta violencia que a duras penas podía sostener un cigarrillo.
Entonces no la conocía, salvo por su reputación, y no me gustaba en absoluto. Tras el asesinato de su hermana, Abby suscitó al menos mi compasión. No se ganó mi confianza hasta más tarde.
—Sé que no vas a creerme —dijo Abby, en el mismo tono apagado—, pero pensaba ir a verte la semana que viene.
—Tengo teléfono.
—No podía llamarte —se excusó. Y seguíamos hablando en la puerta.
—¿No me invitas a entrar, Abby?
Negó con la cabeza.
Me subió un cosquilleo de miedo por la espalda. Miré hacia el interior y le pregunté en voz queda:
—¿Hay alguien ahí dentro?
—Salgamos a pasear —me susurró.
—Abby, por el amor de Dios…
Me miró con determinación y se llevó un dedo a los labios.
Cada vez era mayor mi convicción de que Abby estaba perdiendo el juicio. Sin saber qué otra cosa podía hacer, esperé en el rellano mientras ella iba en busca de su abrigo.
Luego la seguí hasta la calle, y nos pasamos casi media hora caminando a paso vivo por la avenida Connecticut, sin hablar ninguna de las dos. Me hizo entrar en el hotel Mayflower y encontró una mesa en el rincón más oscuro del bar. Tras pedir un café exprés, me recosté en el asiento tapizado de cuero y la contemplé, inquieta, desde el otro lado de la mesa.
—Sé que no entiendes lo que está pasando —comenzó a decir, mirando nerviosa a su alrededor. A aquella temprana hora de la tarde, el bar estaba casi vacío.
—¡Abby! ¿Estás bien?
Le temblaba el labio inferior.
—No podía llamarte. ¡Ni siquiera puedo hablar contigo en mi propio apartamento!
Es como lo que te conté en Richmond, pero mil veces peor.
—Tendrías que ver a alguien —dije con mucha calma.
—No estoy loca.
—Estás a un paso de venirte completamente abajo.
Respiró hondo y me miró ferozmente a los ojos.
—Me están siguiendo, Kay. Tengo la certeza de que me han intervenido el teléfono, y ni siquiera puedo estar segura de que no haya dispositivos de escucha ocultos en mi casa. Por eso no te he invitado a entrar. Ya lo ves, adelante. Dime que estoy paranoica, psicótica, lo que quieras pensar. Pero yo vivo en mi mundo y tú no. Yo sé lo que estoy pasando. Sé lo que sé acerca de estos casos y lo que ha estado sucediendo desde que empecé a interesarme por ellos.
—¿Y qué ha estado sucediendo, exactamente?
La camarera nos trajo nuestro pedido. Cuando se fue, Abby respondió:
—Menos de una semana después de haber estado en Richmond hablando contigo, alguien entró en mi apartamento.
—¿Un ratero?
—Oh, no. —Soltó una risa hueca—. De ninguna manera. La persona que entró, o las personas, eran demasiado inteligentes para eso. No me robaron nada.
La miré, con expresión de no comprender.
—En casa tengo un ordenador en el que redacto mis escritos, y en el disco duro hay un fichero acerca de esas parejas y sus muertes violentas. Hace mucho tiempo que tomo notas, y las incorporo a ese fichero. El programa de tratamiento de textos que utilizo tiene una opción que crea automáticamente una copia de seguridad del fichero en que estás trabajando, y la he regulado para que lo haga cada diez minutos. Ya sabes, para asegurarme de que no pierdo nada si se va la luz o algo así. En mi edificio, sobre todo…
—En el nombre de Dios, Abby —la interrumpí—, ¿se puede saber de qué estás hablando?
—Lo que quiero decir es que si entras en un fichero de mi ordenador y lo tienes abierto diez minutos o más, no sólo se crea una copia de seguridad, sino que, al grabar el fichero, registra la fecha y la hora. ¿Me sigues?
—No estoy segura. —cogí mi taza de café.
—¿Recuerdas cuando fui a verte?
Asentí con un gesto.
—Anoté muy bien todo lo que me dijo la dependienta del
7-Eleven
.
—Sí. Lo recuerdo.
—Y hablé con otras personas, como Pat Harvey, por ejemplo. Cuando llegué a casa, tenía intención de pasar al ordenador las notas de estas entrevistas, pero las cosas se salieron de quicio. Recuerda que nos vimos un martes por la noche y regresé aquí a la mañana siguiente. Bien, pues ese mismo día, el miércoles, hablé con mi jefe de redacción hacia el mediodía y me enteré de que repentinamente había perdido todo interés por la historia. Me dijo que quería retener el caso Harvey Cheney porque durante el fin de semana el periódico iba a publicar una serie sobre el sida.
«Fue muy extraño —prosiguió—. El caso Harvey —cheney estaba caliente, el Post estaba interesadísimo en el asunto. Y, de pronto, ¿quieres creer que vuelvo de Richmond y me encuentro con que me han asignado otro trabajo? —Hizo una pausa para encender un cigarrillo—. En resumidas cuentas, no tuve un momento libre hasta el sábado, cuando por fin pude sentarme ante el ordenador para trabajar en ese fichero, y ahí estaba: una fecha y una hora que no tenían sentido. ¡Viernes, 12 de septiembre, a las dos y trece minutos de la tarde, cuando ni siquiera estaba en casa!
Habían abierto ese fichero, Kay. Alguien se metió en él, y sé que no fui yo porque no toqué el ordenador, ni siquiera una vez, hasta el sábado 21, cuando tuve tiempo libre.
—Puede que el reloj de tu ordenador estuviera estropeado…
Abby empezó a sacudir la cabeza antes de que yo terminara la frase.
—No lo estaba. Lo comprobé.
—Pero ¿cómo es posible que alguien haya hecho una cosa así? —objeté—. ¿Cómo han podido entrar en tu apartamento sin que nadie los viera, sin que tú lo supieras?
—El FBI podría hacerlo.
—Abby —dije, exasperada.
—Hay muchas cosas que tú no sabes.
—Pues explícamelas, por favor —repliqué.
—¿Por qué crees que pedí la excedencia en el Post?
—Según el New York Times, estás escribiendo un libro.
—Y tú supones que cuando fui a visitarte en Richmond ya sabía que iba a escribirlo.
—Es más que una suposición —contesté, de nuevo enojada.
—No lo sabía. Te lo juro. —Se inclinó hacia delante y añadió, con voz temblorosa por la emoción—: Me cambiaron de sección. ¿Comprendes qué significa eso?
Me quedé sin habla.
—Lo único que hubiera podido ser peor habría sido que me despidieran, pero eso no podían hacerlo. No había motivos. Dios mío, el año pasado gané un premio de periodismo de investigación, y de repente quieren cambiarme a Sociedad. ¿Te das cuenta? A Sociedad. Ahora, dime cómo entiendes tú todo esto.
—No lo sé, Abby.
—Yo tampoco. —parpadeó para contener las lágrimas—. Pero tengo mi dignidad. Sé que se está cociendo algo grande, una historia. Y la he vendido. Ya está. Piensa lo que te parezca, pero yo he de sobrevivir. Tengo que vivir, y tenía que apartarme del periódico por algún tiempo. Sociedad. Dios mío, Kay, tengo mucho miedo.
—Háblame del FBI —le pedí, con firmeza.
—Ya te he contado mucho. De cuando me equivoqué en el desvío y fui a parar a Camp Peary y vinieron unos agentes del FBI a hablar conmigo.
—No basta.
—La jota de corazones, Kay —añadió, como si me recordara algo que yo ya sabía.
Cuando se dio cuenta de que yo no tenía ni idea de qué estaba hablando, su expresión se tiñó de repente de profundo asombro.
—¿No lo sabes? —me preguntó.
—¿Qué jota de corazones?
—En cada uno de los casos se encontró un naipe. —Sus ojos incrédulos estaban clavados en los míos.
Recordé vagamente algo que había leído en una de las contadas transcripciones de las entrevistas policiales que había podido ver. El investigador de Gloucester había interrogado a un amigo de Bruce Phillips y Judy Roberts, la primera pareja. ¿Qué les había preguntado, exactamente? Recordaba que, en su momento, me había parecido bastante peculiar. Cartas. ¿Judy y Bruce solían jugar a las cartas? ¿El amigo había visto alguna vez cartas de juego en el Camaro de Bruce?
—Háblame de esos naipes, Abby.
—¿Has oído hablar del as de picas, de cómo lo utilizaban en Vietnam?
Le dije que no.
—Cada vez que una unidad determinada del ejército norteamericano quería firmar su trabajo después de matar a alguien, dejaba un as de picas sobre el cadáver. De hecho, una empresa que fabrica cartas de juego les proporcionaba cajas de ases exclusivamente para este propósito.
—¿Y qué tiene eso que ver con Virginia? —pregunté, desconcertada.
—Existe un paralelismo. Sólo que aquí no se trata del as de picas, sino de la jota de corazones. En los cuatro primeros casos se encontró una jota de corazones en el coche abandonado.
—¿De dónde has sacado esta información?
—Sabes que no puedo decírtelo, Kay. Pero no procede de una sola fuente. Por eso estoy tan segura.
—¿Y te dijo también alguna de tus fuentes si se encontró una jota de corazones en el jeep de Deborah Harvey?
—¿Se encontró alguna? —agitó, displicente, su bebida.
—No juegues conmigo —le advertí.
—No es eso. —Me miró a los ojos—. No sé si se encontró una jota de corazones en el jeep. Está claro que se trata de un detalle importante, porque relacionaría indudablemente las muertes de Deborah Harvey y Fred Cheney con las de las cuatro primeras parejas. Y créeme, estoy esforzándome mucho por encontrar esta relación. No estoy segura de que exista. Ni, si existe, de qué significa.
—¿Qué tiene que ver todo esto con el FBI? —pregunté, de mala gana, porque no estaba segura de querer oír la respuesta.
—Se han interesado por estos casos casi desde el primer momento, Kay. Y la cosa va mucho más allá de la habitual participación del VICAP. Hace mucho tiempo que el FBI sabe lo de las cartas. Cuando se encontró una jota de corazones en el Camaro de la primera pareja, sobre el salpicadero, nadie le concedió mucha importancia. Luego desapareció la segunda pareja, y de nuevo se encontró la carta, esta vez en el asiento del acompañante. Cuando Benton Wesley se enteró, inmediatamente empezó a controlarlo todo. Fue a ver al investigador del condado de Gloucester y le pidió que no dijera ni una palabra sobre la jota de corazones que había encontrado en el Camaro, y lo mismo al investigador que llevaba el segundo caso. Cada vez que se encontraba un coche abandonado, Wesley telefoneaba de inmediato al encargado de la investigación —hizo una pausa y me observó como si tratara de leerme los pensamientos—. Supongo que no debería sorprenderme que no lo supieras —prosiguió—. En realidad, no creo que a la policía le resultara muy difícil ocultarte lo que se encontraron en el interior de los coches.