—¿De dónde le viene el nombre?
—Por lo visto cuando lo compraron, hace años, trabajaba aquí un patólogo indio llamado Haresh. El esqueleto también es indio. Varón, de unos cuarenta años, quizá mayor.
—¿Indio como los de Little Big Horn o como los que se pintan un punto rojo en la frente?
—Indio como los del río Ganges de la India —le expliqué, mientras salíamos del ascensor, en la planta baja—. Los hindúes arrojan sus muertos al río, en la creencia de que así irán directamente al paraíso.
—¡Espero que este tugurio no sea el paraíso!
Huesos y ruedas traquetearon de nuevo mientras Marino empujaba a Haresh hacia la sección de autopsias. Sobre una sábana blanca que cubría la primera mesa de acero inoxidable yacían los restos de Deborah Harvey; huesos sucios y grisáceos, manojos de cabellos embarrados y tendones tan oscuros y resecos como cuero de zapato. El olor era penetrante, pero menos abrumador, porque le había quitado la ropa. El estado del cuerpo resultaba más patético debido a la presencia de Haresh, que no exhibía ni el menor arañazo en su blanquísima osamenta.
—Tengo varias cosas que decirle —anuncié a Marino—, pero antes quiero que me prometa que nada saldrá de esta habitación.
Encendió un cigarrillo y me miró con curiosidad.
—De acuerdo.
—No cabe duda sobre sus identidades —comencé a decir, mientras colocaba las clavículas a ambos lados del cráneo—. Esta mañana, Pat Harvey ha traído esquemas y radiografías dentales…
—¿En persona? —me interrumpió, sorprendido.
—Por desgracia —respondí, pues no esperaba que Pat Harvey me trajera los historiales ella misma. Había sido un error de cálculo por mi parte, un error que difícilmente olvidaría.
—Eso debe de haber creado un buen revuelo —comentó.
Así era.
Llegó en su Jaguar, lo aparcó junto a la acera, en zona prohibida, y se presentó llena de exigencias y al borde del llanto. Intimidada por la presencia de la célebre funcionaria pública, la recepcionista la dejó pasar y la señora Harvey se apresuró a cruzar el vestíbulo para dar conmigo. Creo que habría bajado al depósito si mi administrador no la hubiera interceptado ante la puerta del ascensor y la hubiera conducido a mi despacho, donde la encontré unos minutos más tarde.
Estaba rígidamente sentada en una silla, con la cara blanca como el yeso. Encima de mi escritorio había certificados de defunción, historiales de casos, fotografías de autopsias y una muestra de tejido cortado con arma blanca, conservada en un pequeño frasco de formalina enrojecida por la sangre. Colgadas tras la puerta había algunas prendas manchadas de sangre que pensaba llevar más tarde a la planta superior, cuando fuese a preparar la evidencia para los tribunales. Dos reconstrucciones faciales de muertas no identificadas reposaban en lo alto de un archivador como dos cabezas de arcilla decapitadas.
Pat Harvey había obtenido más de lo que deseaba; había topado de frente con las crudas realidades de aquel lugar.
—Morrell también me ha traído los datos dentales de Fred Cheney —le dije a Marino.
—Entonces, ¿es completamente seguro que son Fred Cheney y Deborah Harvey?
—Sí —respondí, y llamé su atención hacia unas radiografías montadas en la caja de luz de la pared.
—¿Es eso lo que estoy pensando? —Una expresión de asombro se dibujó en su cara mientras examinaba un punto opaco dentro del contorno sombreado de las vértebras lumbares.
—A Deborah Harvey le pegaron un tiro. —recogí la lumbar en cuestión—. Justo en medio de la espalda. La bala fracturó la apófisis espinosa y los pedículos y se alojó en el cuerpo vertebral. Mire aquí. —Le indiqué el lugar.
—No la veo.
Se acercó más.
—No, no se ve. Pero ¿ve el agujero?
—¿Cuál? Veo muchos agujeros.
—Éste es el de la bala. Los otros son forámenes vasculares, agujeros para los vasos sanguíneos que llevan la sangre al hueso y la médula.
—¿Dónde están los pedestales fracturados de que hablaba antes?
—Pedículos —le corregí—. No los encontré. Tuvieron que quedar destrozados, y seguramente los pedazos siguen allí, en el bosque. Un agujero de entrada y ninguno de salida. Dispararon desde la espalda hacia el abdomen.
—¿Ha logrado encontrar el agujero de bala en la ropa?
—No.
Sobre una mesa cercana había una bandeja de plástico blanco en la que estaban los efectos personales de Deborah, la ropa, las joyas y el bolso de nailon rojo. Alcé con cuidado el suéter, harapiento, negro y putrefacto.
—Como puede ver —le expliqué—, la espalda, sobre todo, se halla en muy mal estado.
El tejido está casi completamente podrido, desgarrado por predadores. Y lo mismo puede decirse de la cintura de los tejanos por la parte de atrás, lo cual resulta lógico, puesto que esta parte de la ropa debió quedar empapada de sangre. Dicho de otro modo, la zona de la ropa donde podríamos encontrar un agujero de bala ha desaparecido.
—¿Y la distancia? ¿Tiene usted alguna idea sobre eso?
—Como ya le he dicho, la bala no salió. Esto me hace sospechar que no se trata de un disparo a quemarropa. Pero es difícil decirlo. En cuanto al calibre, y es también una conjetura basa da en el tamaño de este agujero, más bien pienso en un 38 o superior.
No lo sabremos con certeza hasta que abra la vértebra y pueda llevar la bala arriba, al laboratorio de armas de fuego.
—Es extraño —dijo Marino—. ¿Todavía no ha examinado a Cheney?
—Se le han hecho radiografías. No hay balas. Pero no, todavía no lo he examinado.
—Es extraño —repitió—. No concuerda. Lo del tiro en la espalda no concuerda con los otros casos.
—No. No concuerda.
—¿Fue eso lo que la mató?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? —me miró.
—Esta lesión no es mortal de inmediato, Marino. Dado que la bala no atravesó por completo la columna, no seccionó la aorta. Si lo hubiera hecho a este nivel lumbar, la hemorragia le habría provocado la muerte en pocos minutos. Lo interesante aquí es que la bala tuvo que seccionarle la médula, dejándola paralizada de cintura hacia abajo. Y, naturalmente, dañó vasos sanguíneos. La hizo sangrar.
—¿Durante cuánto tiempo cree que pudo sobrevivir?
—Horas.
—¿Hay alguna posibilidad de agresión sexual?
—Las bragas y el sostén estaban en su lugar —respondí—. Eso no significa que no sufriera una agresión sexual. Quizás el atacante permitió que volviera a vestirse luego, suponiendo que fuera agredida antes de recibir el disparo.
—¿Por qué habría de molestarse?
—Si te violan —le expliqué— y tu asaltante te dice que vuelvas a vestirte, lógicamente supones que no te va a matar. La sensación de esperanza sirve para controlarte, para hacerte obedecer, porque si te resistes puede cambiar de idea.
—Yo no lo veo claro. —Marino frunció el entrecejo—. No creo que sucediera de ese modo, doctora.
—Es una posibilidad. No sé qué sucedió. Lo único que puedo decirle con certeza es que no llevaba ninguna prenda que estuviera rasgada, cortada, vuelta del revés ni desabrochada. Y en cuanto a fluido seminal, después de tantos meses en el bosque, ya puede olvidarlo. —Le di una libreta y un lápiz y añadí—: Si va a quedarse aquí mirando, al menos puede tomar notas.
—¿Piensa decirle a Benton todo esto? —preguntó.
—De momento, no.
—¿Y a Morrell?
—Le diré que a la chica le pegaron un tiro, por supuesto —respondí—. Según se trate de un arma automática o semiautomática, puede que el cartucho vacío todavía siga en la escena del crimen. Si los polis quieren irse de la lengua, es cosa suya. Pero por mí no se sabrá nada.
—¿Y la señora Harvey?
—Tanto ella como su marido saben ya que su hija y Fred han sido identificados positivamente. Llamé a los Harvey y al señor Cheney en cuanto estuve segura. No diré nada más hasta que haya terminado de examinar los cuerpos.
Las costillas sonaron como Tinker Toys, entrechocando suavemente cuando las separé a derecha e izquierda.
—Doce en cada lado —le empecé a dictar—. Contra lo que afirma la leyenda, las mujeres no tienen una costilla más que los hombres.
—¿Eh? —marino alzó la mirada del cuaderno.
—¿No ha leído nunca el Génesis?
Dirigió una mirada inexpresiva a las costillas que acababa de disponer a ambos lados de las vértebras torácicas.
—No se preocupe —concluí.
A continuación empecé a buscar los carpianos, los huesecillos de la muñeca, muy parecidos a esas piedrecitas que se pueden encontrar en el lecho de un arroyo o entre la tierra del jardín. Es difícil distinguir los de la derecha y la izquierda, y ahí era donde el esqueleto anatómico demostraba su utilidad. Lo acerqué más a mí y coloqué sus óseas manos sobre el borde de la mesa, para poder comparar. Luego repetí el mismo proceso con las falanges distales y proximales, es decir, los huesos de los dedos.
—Parece que le faltan once huesos en la mano derecha y diecisiete en la izquierda anuncié. Marino tomó nota de ello.
—¿Cuántos le quedan?
—La mano tiene veintisiete huesos —respondí, sin dejar de trabajar—, que le confieren su enorme flexibilidad. Es lo que nos permite pintar, tocar el violín, amarnos por medio del tacto. También es lo que nos permite defendernos.
Hasta la tarde siguiente no descubrí que Deborah había intentado protegerse de un atacante que iba armado con algo más que una pistola. La temperatura exterior había aumentado considerablemente, el tiempo había aclarado y la policía se había pasado el día entero tamizando tierra. Poco antes de las cuatro, Morrell pasó por mi oficina para entregarme algunos huesos pequeños recuperados de la escena. Cinco de ellos pertenecían a Deborah, y en la superficie dorsal de la falange proximal izquierda —en la cara superior del hueso más largo del índice —encontré un corte de un centímetro.
Cuando encuentro una lesión en hueso o tejido, lo primero que me planteo es si se produjo antes o después de la muerte. Si uno no es consciente de los fenómenos que pueden ocurrir tras la muerte, puede cometer graves errores.
La gente que muere quemada en un incendio llega con los huesos fracturados y hemorragias epidurales, como si alguien los hubiera matado de una paliza y luego hubiera pegado fuego a la casa para ocultar el homicidio, cuando en realidad son lesiones post mortem debidas al intenso calor. Los cuerpos arrojados a la playa por las olas o recobrados de ríos y lagos suelen presentar un aspecto que haría suponer que un asesino demente les hubiera mutilado cara, genitales, manos y pies, cuando los responsables son los peces, los cangrejos y las tortugas. Los restos esqueléticos son roídos, masticados y dispersados por ratas, buitres, perros y mapaches. Los predadores cuadrúpedos, alados o con aletas natatorias infligen mucho daño, pero, gracias a Dios, no hasta que el pobre individuo está ya muerto. A partir de entonces, la naturaleza sencillamente empieza a reciclar. Las cenizas a las cenizas. El polvo al polvo.
El corte que se advertía en la falange proximal de Deborah Harvey era demasiado limpio y lineal para deberse a diente o garra, en mi opinión. Pero eso aún dejaba mucho campo abierto a la especulación y la sospecha, incluyendo la inevitable sugerencia de que tal vez yo misma había cortado el hueso con un escalpelo en el depósito.
Hacia el anochecer del miércoles, la policía notificó la identificación de Deborah y Fred a la prensa, y en las cuarenta y ocho horas siguientes se recibieron tantas llamadas que los empleados de administración no pudieron atender sus tareas habituales porque no hacían mas que responder al teléfono. Rose respondía a todo el mundo, incluso a Benton Wesley y Pat Harvey, que los casos se mantendrían abiertos mientras yo siguiera trabajando en el depósito.
Para la noche del domingo ya no me quedaba nada por hacer. Los restos de Deborah y Fred habían sido descarnados, desgrasados y fotografiados desde todos los ángulos, y el inventario de sus huesos había concluido. Me disponía a guardarlo todo en una caja de cartón cuando sonó el timbre de la puerta de atrás. Oí los pasos del guardia nocturno por el corredor y el ruido de la puerta cochera al abrirse. Poco después entró Marino.
—¿Pero duerme usted aquí o qué? —preguntó. Al volver la vista hacia él, me sorprendió comprobar que tenía el cabello y la gabardina mojados—. Está nevando.
Se quitó los guantes y dejó su radio portátil en el borde de la mesa de autopsias en la que yo estaba trabajando.
—Lo que me faltaba —suspiré.
—Está cayendo una cosa mala, doctora. Pasaba por delante y al ver su coche en el aparcamiento he pensado que debía de estar metida en esta cueva desde el amanecer, y que segura mente no tenía ni idea.
Mientras cortaba una buena longitud de cinta adhesiva y cerraba la caja, me vino una idea a la cabeza:
—Yo creía que este fin de semana no le tocaba el turno de noche.
—Sí, y yo creía que me había invitado a cenar.
Hice una pausa y lo miré con curiosidad. De pronto, me acordé.
—Oh, no —farfullé, mirando de soslayo el reloj de pared. Eran más de las ocho—. Marino, no sabe cuánto lo siento.
—No importa. Tenía un par de cosas que hacer, de todos modos.
Cuando Marino mentía siempre me daba cuenta: se ruborizaba y no me miraba a los ojos. No era casual que hubiera visto mi coche en el aparcamiento. Me buscaba, y no sólo porque quisiera cenar. Algo le rondaba por la cabeza. Me apoyé en la mesa y le dediqué toda mi atención.
—He creído que le interesaría saber que Pat Harvey ha estado en Washington este fin de semana. Fue a ver al director —me informó.
—¿Se lo ha dicho Benton?
—Ajá. También me ha dicho que ha intentado localizarla, pero que usted no devuelve sus llamadas. La «Zarina de la droga» se queja de lo mismo, de que tampoco contesta sus llamadas.
—No devuelvo las llamadas de nadie —repliqué, cansada—. He estado muy ocupada, por no decir más, y en estos momentos no tengo nada que comunicar.
Marino volvió la mirada hacia la caja que reposaba sobre la mesa y observó:
—Sabe que a Deborah le pegaron un tiro, que fue un homicidio. ¿A qué está esperando?
—No sé qué mato a Fred Cheney ni si existe la posibilidad de que se trate de un asunto de drogas. Estoy esperando los informes de toxicología, y no pienso emitir ningún comunicado hasta que los haya recibido y haya tenido ocasión de hablar con Vessey.