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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (27 page)

BOOK: La llave del abismo
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Olive obedeció, pero no se detuvo al bajar del podio. Entre hipidos y sollozos de niño asustado, corrió en dirección opuesta, hacia la puerta.

—¡Ina! ¡Ina, han entrado! ¡Ayúdame!

Abrió la puerta y salió.

Sin esperar.

• •
7.10
• •

Estaba asfixiándose, pero aún sostenía la barra.

Dejó que Ina tirara de ella y luego, inesperadamente, tiró hacia él. El gesto sorprendió a Ina, que soltó la barra una fracción de segundo. Recibió el golpe en medio de su expresión de sorpresa. Su rostro quedó dividido por el acero y luego salió despedido hacia atrás con un sonido de entrecejo quebrado. La presión sobre la garganta de Daniel desapareció y este vio la mano de Ina —aún abierta, aún en garra— alejarse junto a su propietaria a velocidad vertiginosa y chocar contra la pared. Cayeron objetos de una repisa cercana al estremecerse toda la estructura; algunos rebotaron en Ina, que no se movió.

Cuando logró serenarse lo suficiente, Daniel comprendió que estaba muerta. Le parecía increíble haberla matado, pero no tuvo tiempo de pensarlo demasiado, porque en ese momento oyó los gritos.

Eran más bien aullidos feroces acompañados de sordos retumbos. Y se acercaban. Fuera lo que fuese aquello que los producía, Daniel no quería encontrárselo.

Ya no podía huir por la puerta, de modo que buscó un escondite a su alrededor. Pero el desván era pequeño, y aunque estaba atiborrado de objetos no ofrecía ningún refugio rápido y seguro. Daniel se sintió atrapado. Entonces algo le llamó la atención en el techo, por encima del cadáver de Ina.

Era una trampilla de madera cerrada con un pestillo. Poniéndose de puntillas, consiguió abrirla, liberando una escalerilla de metal que chirrió al desplegarse, como una dentadura de hierro. Daba a un espacio muy oscuro. No le pareció que fuera otra habitación sino la parte superior del mismo desván, una especie de altillo bajo el tejado.

Trepó por la escalera a toda prisa. No tuvo tiempo de examinar el reducido lugar al que accedió: recogió la escalera y cerró la trampilla justo cuando la puerta del desván se abría de golpe.

Las tablas del suelo estaban algo separadas entre sí, lo que permitió a Daniel espiar los movimientos de Olive. Era Olive, sin duda: podía contemplar su cabeza de largos cabellos y las hombreras de su abrigo. Pero algo extraño y terrible le había sucedido, porque no cesaba de dar aquellos escalofriantes aullidos de animal enfermo. Daniel pensó en Yun y se estremeció. Vio avanzar a Olive de una tiniebla a otra, entre las delgadas franjas de luz, y supuso que no tardaría en descubrir a su compañera, si es que no lo había hecho ya, y luego vería la trampilla.

Sin embargo, mientras pensaba esto, la sombra de Olive regresó a la puerta y salió de la habitación. Sus gritos se perdieron escaleras abajo.

Daniel siguió inmóvil unos cuantos segundos y luego respiró aliviado.

Pero todavía tenía que encontrar a Yun y escapar de allí. El hecho de que Olive hubiese venido solo le aterraba. No podía quitarse de la cabeza que algo malo le había sucedido a su hija.

Se disponía a abrir la trampilla con la escalera plegable cuando, de pronto, una forma en la oscuridad atrajo su atención. Miró hacia un lado.

Y ahogó un grito.

• •
7.11
• •

En medio de las tinieblas flotaba un rostro.

Lo veía como a través de la bruma: reborde de nariz y pómulos, hondas órbitas. La blanca cara de un muerto: Katsura Kushiro.

Todo en Daniel quiso huir, pero su mirada, dócil como un perro, siguió posada en aquel espectro. Advirtió que el cuerpo estaba echado en una especie de raído sofá y envuelto en una manta, pero eran claramente visibles sus manos abiertas reposando en el regazo. ¿Qué hacía allí el cadáver de Kushiro? ¿Por qué lo habían trasladado a aquel angosto reducto en vez de incinerarlo? ¿O acaso
no estaba muerto?

Sintió tanto miedo que ni siquiera consiguió gritar. Inmóvil sobre la trampilla, apartó la cara y la hundió entre los brazos con la ingenua esperanza de que, cuando volviera a mirar, la horrenda visión habría desaparecido.

Nada ocurrió, salvo que sus ojos se habituaron a la exigua luz que penetraba en forma de finas barras de polvo, y la estructura del lugar se hizo patente, con su techo en ángulo que se correspondía, sin duda, con el tejado de la casa. En la zona donde él se hallaba, la inclinación del techo era muy pronunciada, por lo que le resultaba imposible ponerse en pie, pero algo más allá
(cerca del cadáver)
la altura le permitía levantarse.

Aunque la presencia del cuerpo de Kushiro le resultaba pavorosa, había algo en su postura, en la posición del rostro ladeado y las manos yertas, que le impulsaba a observarlo de cerca.

Comenzó a gatear, y las tablas del suelo emitieron un sonido agudo y oscilante. Al llegar al área central, el sonido cambió por completo convirtiéndose en una susurrante serie de notas que se entrelazaban siguiendo el ritmo de sus movimientos.

Quedó un instante desconcertado: aquel chirrido imitaba... ¿qué? Recordó parques diseñados, Yun corriendo entre los árboles...

Cantos de pájaros.

Entonces se fijó en el supuesto cadáver. En realidad se trataba solo de un rostro y unas manos reposando sobre la tela negra de un viejo sofá, en una posición tal —el rostro, en el respaldo; las manos, sobre el asiento— que no parecía sino que alguien los hubiese dejado así con el único propósito de asustar. El color de los tres objetos era tan blanco que casi brillaban. Las facciones de la máscara, perfectas, le hicieron saber que se encontraba ante la reproducción en algún material flexible del rostro de Kushiro. Pero ¿por qué fabricar una cosa como aquella? Entonces comprendió.

La escultura metálica.

La máscara tenía que ser el molde sobre el cual se había realizado la obra. ¿Quién lo había dejado allí, y por qué? Quizá nadie en particular, pues en ese momento se dio cuenta de que varias cajas habían volcado en un anaquel cercano, vaciando su contenido. Los moldes podían haber estado en una de ellas. Tal vez el cuerpo de Ina, al golpear la pared, había provocado que se derrumbaran. Recordó que varias cosas se habían caído en ese instante.

Casualidad o no, la máscara sobre el respaldo parecía mirarlo. Dio otro paso hacia ella y volvió a oír el quejido de las tablas.

Pájaros bajo los pies.

La coincidencia le erizó la piel.

Tenía que ser eso, una coincidencia. Aquella frase era una invención suya creada para distraer a Ina y ganar tiempo. Se había inspirado en un absurdo cuadro colgado de la pared, los dibujos de las baldosas del desván y el crujido de las tablas eran meras casualidades. Solo los creyentes, que siempre concedían suma importancia a las relaciones azarosas, pensarían lo contrario. Y, pese a todo...

En ese instante notó algo más. El rostro de Kushiro
no era una máscara.
Tenía ojos. Y lo miraba fijamente.

• •
7.12
• •

El horror, como una mano invisible, pareció empujarlo. Retrocedió, y las plantas de sus pies combaron la madera. Cayó entre una lluvia de astillas.

Sintió que el suelo contra el que golpeaba no lo detenía, que continuaba descendiendo por un interminable abismo de oscuridad...

Alguien lo llamaba desde ese abismo. Un rostro se inclinó sobre él.

—Calma. —Dijo Darby, y repitió:— Calma, Daniel.

Pero no estaba nervioso. Solo deseaba moverse. Miró a su alrededor. Se hallaba tendido en un asiento convertido en diván.

La habitación era minúscula —Darby se acurrucaba para poder sentarse a su lado—, sin ventanas, iluminada con paneles azules. Notaba un suave balanceo.

—¿Dónde estoy?

—En nuestro vehículo —dijo Darby moviendo su calva cabeza mientras se masajeaba la barba—, de regreso a Tokio.

Creyó que soñaba. La nuca le dolía y le resultaba difícil concentrarse. Pese a ello, hizo la pregunta precisa, la única cuya respuesta le importaba.

Darby sonrió.

—Se encuentra bien. Ahora está descansando en la otra cabina. Por fortuna, Anjali llegó antes de que resultara dañada... Ese tal Olive no tuvo tanta suerte: mientras huía, abrió una puerta sin aguardar a oír los sonidos y... Bueno, cuando Anjali te halló, Olive ya había muerto.

Daniel se estremeció.

—Recuerdo sus gritos...

—Era imposible captar en él «cualquier discurso coherente», como afirma el Séptimo. Pero lo que importa es que te has recuperado. Al parecer, parte de las tablas del suelo del altillo cedieron, caíste al piso inferior y te golpeaste la cabeza. Has estado inconsciente hasta ahora...

Imágenes fugaces empezaban a asediarlo. ¿Acaso había visto realmente unos ojos en la máscara de Kushiro? Concluyó que, sin duda, se había dejado llevar por el pánico.

Entonces recordó algo más. Al mirar a Darby supo que estaba pensando en lo mismo. Dejó que el silencio y la culpa lo obligaran a hablar.

—Daniel, te pido que nos perdones —murmuró Darby al fin—. No te dijimos toda la verdad.

—Lo sé. Citaste en tu casa una frase de Klaus: «¿Por qué son elegidos los elegidos?», No me di cuenta entonces, pero luego comprendí que no podías haber oído a Klaus sin estar en contacto con Olsen... En el tren, solo Olsen oyó nuestra conversación.

Darby asintió.

—Olsen era superior de Seguridad, pero también un mercenario. Lo contratamos para que ayudara a Maya a encontrar al
messenja,
pero te juro que nunca le ordenamos que secuestrara a tu familia o te interrogase, o trajese a alguien como Moon... Cuando descubrimos que trabajaba para otros, ya era demasiado tarde. Nuestro error, del que me hago enteramente responsable, fue no decirte nada... Decidimos que perderías la confianza en nosotros si lo sabías... Pero, estás fatigado... Debes intentar descansar, hablaremos luego...

Daniel se quedó mirando los cada vez más borrosos ojos del hombre biológico. Sentía, en efecto, un cansancio extremo, ahora que la tensión de la agotadora jornada estaba empezando a ceder en su interior.

—De poco os ha servido todo el plan —musitó con sus últimas fuerzas—. Al final no ha habido ninguna revelación...

Mientras la inconsciencia volvía a apoderarse de él escuchó, como un eco, las remotas palabras de Darby:

—Te equivocas: ya
tenemos
la revelación, Daniel... Ya sabemos dónde está la
Llave del Abismo.

_____ 8 _____
Casa

• •
8.1
• •

La oscuridad tomó la forma de un rostro quieto y blanco.

Seguía en el desván, frente a la máscara de Kushiro. Aunque no se trataba exactamente del desván, sino de aquel altillo angosto de techo en ángulo al que había accedido para escapar de los horrendos gritos de Olive.

Desconcertado, miró al suelo: se hallaba intacto, ninguna tabla se había partido. Su encuentro con Darby, sin duda, había sido solo un sueño.

Tenía que inclinarse imitando el descenso del techo con el fin de ponerse en pie. La Biblia afirmaba, en su Octavo Capítulo, que los techos en ángulo no eran inocuos: a través de ellos penetraban cosas indeseables. Bijou nunca hubiese admitido vivir en una casa que tuviera una habitación como aquella. Resultaban peligrosas, incluso aunque no fueras creyente.

La máscara le impresionaba, pero no era otra cosa que un objeto con la forma de un rostro. Él había creído ver ojos encerrados en las aberturas vacías, ojos que brillaban con fuerza y autoridad, pero también con terror. Sin embargo, se engañaba; las órbitas eran simples huecos rasgados a través de los cuales se advertía la oscuridad de la tela del respaldo donde la máscara reposaba.

Lo que debía hacer, antes que nada, era buscar a Yun. Si Olive había enloquecido, ¿qué podía estar ocurriéndole a Yun? Tenía que encontrarla antes de que su hija abriera una puerta al azar y su mente sufriera las consecuencias...

De pronto sucedió algo que le hizo estremecerse.

En el sofá la máscara se movía. Era como si otro rostro naciera bajo ella. Al mirarlo Daniel descubrió que, en realidad, lo que importaba no era aquella máscara sino lo que ocultaba debajo, la cabeza sin rasgos, la oquedad de la boca agitándose a ciegas con palabras que provenían de una lejana oscuridad:

—Soy lo último que verás antes de morir, lo peor que descubrirás sobre ti mismo, el lugar al que irás cuando hayas muerto...

—Basta, Daniel —dijo el doctor Schaumann, y Daniel abrió los ojos.

• •
8.2
• •

Moon se hallaba intranquilo.

No tenía motivos, en realidad. Él había cumplido con su deber. Ahora solo quedaba esperar a que la Rubia acudiera a la cita en la primera esclusa de la Zona Hundida y le pagara lo acordado por su trabajo. Lo que más deseaba Moon era marcharse del maldito Japón y regresar a Europa con su bello amigo Lam. Había planeado descansar una buena temporada. Emplearía el tiempo libre en pagar caros tatuajes para su piel, o comprar aderezos o perfumes y adorarse a sí mismo a través de ellos. Su contrato con el Amo había concluido, y eso era razón de más para sentirse satisfecho.

Pero no se sentía satisfecho.

Era cierto que su estado de ánimo podía deberse al sueño que había tenido mientras estaba en la cama con Lam. En él había visto a un joven de cabello espeso y negro vestido con un cinturón del que pendían flecos de cuerdas ceremoniales y un doble collar de perlas. El joven se contoneaba en las sombras, toda su piel sudorosa, del mismo color tierra que las paredes, bailando una danza silenciosa e incesante.

Sin embargo, habían sido sus facciones lo que había dejado a Moon sin aliento.

Eran las suyas.

Al despertarse había creído comprender. Moon era creyente de la Ciudad, el destino último de los seres. Supo que había contemplado un augurio: esa sería su forma de vida cuando muriera. Llevaría ese cinturón y en su cuello ceñirían una doble cadena, lo cual indicaba una servidumbre eterna, enloquecedora, a los amos de la muerte.

Y si la pesadilla lo había dejado inquieto, la anunciada visita de Turmaline (se estaba retrasando, como siempre) no contribuía precisamente a tranquilizarlo, menos aún con las noticias que ella le había comunicado varias horas antes:

—Ina y Olive han fracasado. —Siempre imperturbable, diseñada para complacer tan solo al Amo, Turmaline soltaba las palabras sin emociones, con una pronunciación tan delineada y fría como una teoría matemática—. Están muertos.

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