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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (28 page)

BOOK: La llave del abismo
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Imbéciles,
era lo que había pensado Moon al oírla.

—¿Y esa revelación que tanto os interesaba...? —preguntó. Agradeció que la transmisión fuera solo auditiva y Turmaline no pudiera ver su cínica sonrisa.

—No es asunto tuyo —cortó la Rubia tras un titubeo.

—La habéis perdido, ¿no es cierto? —Moon no dejó que su mecánica interlocutora pensase una respuesta—. En cuanto a Kean y a su tierna niña...

—Están a salvo, junto con los demás —dijo Turmaline—. Nuestra última información los sitúa a todos en Singapur, en la mansión que Meldon Rowen tiene en Sentosa.

—¿Qué pensáis hacer?

—Te repito...

Cierto, sus «asuntos» habían finalizado ya, y era aconsejable que la Rubia también lo supiera. Zanjó el tema y habló con otro tono.

—Estoy en la esclusa de salida de la Zona. ¿Cuándo vendrás a pagarme?

No había ningún problema en mostrarse sincero en ese punto con La Rubia.

—Estoy preparándome —dijo la Rubia—. Nos vemos en tres horas.

«Preparándose» era una palabra de difícil significado para Turmaline. Moon sabía que para conservar las hebras metálicas bañadas en oro que colgaban de su cabeza, su propietaria debía entregarse a sesiones intensivas de control de temperatura y humedad. Lugares como la Zona Hundida, situados a varios centenares de metros bajo el nivel del mar, podían estropear su preciosa cabellera en cuestión de días. Pero Moon llevaba más de tres horas esperando, lo cual le había servido, ciertamente, no solo para recordar su pesadilla sino para meditar en los sucesos de la noche, producidos por las inexplicables decisiones del Amo.

Si le hubieran dejado llevar el asunto, tal como el Amo había planeado en un principio, a esas horas ellos serían los triunfadores. ¿Por qué lo habían marginado al final? ¿Por qué aquel complicado truco de hacer que Daniel huyera con Ina White, esa inútil y enfermiza creyente discípula de la japonesa? ¿Acaso el Amo no había confiado en que Moon obedecería sus órdenes y le entregaría la revelación? Quizá era eso: quizá aquel individuo a quien todos llamaban «Amo», que Moon nunca había visto y solo conocía de oídas a través de Turmaline, había temido que él quisiera obtener más ventajas de la situación que el simple dinero. Pensar eso le deprimía.

¿O tal vez se trataba de otra cosa? Se preguntaba si podía haber una razón más sutil para aquellos aparentes errores. Por lo poco que lo conocía (siempre a través de Turmaline), el Amo le había parecido muy astuto, y, desde luego, la Verdad tenía fama de serlo...

De pronto Moon quedó inmóvil.

La Verdad.

Lo pensó detenidamente. Se le había ocurrido una explicación para aquel fallido plan de última hora. La más probable. Quizá la única posible.

Si no se equivocaba (y estaba seguro de no equivocarse), podía salir ganando.

• •
8.3
• •

Aunque Daniel accedía a someterse a aquellos exámenes, no le agradaban en absoluto. Ahora que todo había pasado, lo único que deseaba era olvidar, pero los estudios del doctor le obligaban, por el contrario, a recordar los más pequeños detalles. Pese a todo, su compañía le resultaba grata. Schaumann era un hombre vital y positivo, que con cada gesto transmitía ese deseo de vivir que Daniel reconocía haber perdido en parte.

—Antes del siguiente examen vamos a darnos un baño —indicó Schaumann esa misma mañana—. Servirá para relajarnos.

Pese a que ya había estado en ella a lo largo de aquel único día que se encontraban en Sentosa, a Daniel le abrumó de nuevo la gigantesca sala de mármol que constituía el baño de la mansión de Rowen, donde todo adoptaba curvas gráciles, incluso la servidumbre, compuesta por una pléyade de jovencitos y jovencitas de piel tostada y cabelleras azabaches, cuyos cuerpos, en curiosa simetría, hacían juego con el suave alabeo de los muebles. La obsequiosidad de aquellos sirvientes, pegajosos como la hiedra y perfumados como flores, le incomodaba. En cambio, Schaumann parecía hallarse en su elemento y estiraba las bonitas piernas en la laguna turquesa regada por el chorro de dos gárgolas de bronce, mientras los criados permanecían atentos a sus mínimos deseos.

—He descubierto, a mi edad —decía Schaumann, con su alegre rostro acariciado por nubéculas de vapor—, que no me gusta ser rico sino tener un amigo rico... Paso temporadas enteras aquí, en Sentosa: los jardines y playas son fascinantes, ya te invitaré luego a dar un paseo por los alrededores... Y su atmósfera es justo lo que necesito. —Se tocó el pecho. Daniel, recostado en la gran piscina frente a él, lo miró sin entender—. Creo que tengo una pequeña lesión del corazón —explicó Schaumann—. El corazón, el punto débil de la vida, ya sabes. El mío está afectado desde hace tiempo... A veces pienso que por un viejo «amor»... —Sonrió enigmático—. Aunque creo que lo que más daño me hace es lo de «viejo»... Tú dirás que sesenta y dos años no son nada en un cuerpo diseñado, pero la edad no solo son números que se agregan a tu cómputo total: también significa aburrimiento.

—Si viviera aquí, yo no me aburriría —reconoció Daniel.

—Olvidas que quien vive aquí es Meldon Rowen, exclusivamente. En realidad, mi vida es mucho menos excitante y complicada que todo esto. Pero no perdamos más tiempo: tenemos cosas que hacer.

El doctor no podía disimular su buen humor desde que se encontraban en la mansión. Según sus propias palabras, todo Singapur le gustaba, desde el edificio del aeropuerto en forma de minarete azul turquesa (por cuyo interior se movían, como gatos entre perfumes, vigilantes de ambos sexos tan hermosos como Anjali Sen) hasta la propia selva diseñada, según Schaumann, a partir de un único fractal cuyo motivo se repetía incontables veces en las hojas de los helechos y palmeras o en el dibujo de las alas de mariposas. «Opinan que las matemáticas son la única forma de entender la jungla, y les doy la razón —decía Schaumann—. Singapur es el lugar preferido por artistas y científicos. Nadie te molesta, tienes de todo y puedes soñar. El conjunto te parece caótico al principio, pero cuando lo miras detenidamente adviertes sus reglas. La ventaja es que una excursión por el campo te hace aprender geometría», concluía soltando su risa cristalina. A Daniel, en cambio, el país le pareció más bien triste. Añoraba la monótona sociedad de las ciudades del Norte y su rutina cotidiana, y ansiaba regresar a todo eso, por muy remoto que se le antojara.

La propia mansión se encontraba en Sentosa, una isla al sur de la capital unida a tierra firme por una telaraña de puentes y barreras que impedían atisbar el horizonte. Era más tranquilizador así, ya que la Casa de Dios —el mar— quedaba convenientemente separada de la civilización. Había playa, pero era un reducto cuadriculado y vigilado por guardianes y cámaras que no daba al océano sino a un remanso azul cerrado. En ella se tendían cuerpos lánguidos y grupos de creyentes formaban círculos y cantaban junto a la orilla. A su alrededor la selva hacía brotar pirámides y troncos de conos blancos y azules que refulgían al atardecer. Eran los edificios de la empresa de Rowen.

La casa había surgido tan de improviso en medio de aquel exacto verdor que le tuvieron que decir que ya habían llegado para que Daniel se lo creyera: ello era debido a que la verdadera casa se encontraba a unos veinte metros de altura sobre la vegetación, apoyada en cuatro paralelepípedos de piedra de jade rodeados por escaleras en espiral. A Daniel le asombró la belleza del jardín, adornado con esculturas de ébano que representaban figuras humanas de un realismo asombroso.

A partir de las escaleras, la impresión de seguir avanzando en espiral persistía como un eco en el interior. Las habitaciones eran redondas y las paredes carecían de ángulos. Vistas de cerca, las líneas verticales resultaban ser columnas. Triángulos y cuadrados estaban proscritos, la decoración se basaba en círculos. Por lo demás, a Daniel le bastó con saber que dispondría de una habitación para él y otra adyacente solo para Yun.

—Prepararemos otra para tu hermana —le dijo Rowen—. Ya le he enviado un mensaje: un vehículo aéreo la recogerá esta misma noche en París.

Una vez libre (Daniel no quería pensar en la palabra «inservible») y a salvo junto a Yun, se había decidido que regresaría a Europa cuanto antes. Pero nada tenía de malo descansar unos días en la imponente mansión de Rowen mientras terminaban de recobrarse de la tensa experiencia de Japón. La idea de que su hermana se reuniera con ellos para regresar todos juntos había sido casi lo primero en lo que Daniel había pensado al llegar a Singapur, y Rowen, muy complaciente, no había dudado en concedérselo.

Aunque a cambio (Daniel no quería pensar en la palabra «obligación») tuviera que someterse a los exámenes de Schaumann.

El lugar donde se realizaban era una habitación situada en lo alto de la casa. Su aspecto era radicalmente distinto al resto: las paredes poseían ángulos y el techo descendía de una manera similar a la de la parte superior del desván de Kushiro. Había mesillas, juegos de té, lámparas de araña y sofás.

—Llevamos ya dos exámenes con este, doctor —dijo Daniel—. ¿Cuántos más cree que serán necesarios?

—Oh, un par de ellos, como mucho. —Schaumann lo miró, de pie en la ventana. No se había vestido tras el baño, y los contornos de su esbelta figura estaban subrayados por el dorado atardecer, mientras que el resto permanecía en sombras—. Solo hasta cerciorarnos de que no hay otros detalles importantes hundidos en tu inconsciente que pudieran relacionarse con la revelación.

—No entiendo por qué todos ustedes están tan seguros de que hubo una «revelación» o como quieran llamarla —observó Daniel—. Solo dije unas cuantas frases al azar que se referían a lo que me había ocurrido...

—Tú piensas que es azar, pero el azar no puede demostrarse —argüyó Schaumann arrastrando una mesa rectangular hasta situarla frente a Daniel—. Y si no puedo demostrar que no es cierto, me resulta más sencillo admitirlo. Nos has contado que hallaste esa trampilla por azar, y que también por azar dijiste la frase: «Pájaros bajo nuestros pies». Sin embargo, cuando subiste a la zona superior del desván, las tablas crujían imitando el canto de los pájaros...

—Otro azar.

—No necesariamente —apuntó Schaumann—. El laboratorio se construyó siguiendo instrucciones precisas de Kushiro, y esas tablas sonaban así con algún propósito... Luego creíste ver que la máscara te miraba, retrocediste, el suelo se hundió, caíste al desván y quedaste inconsciente... Cuando Anja te encontró, murmurabas aquellas frases...

—¿Y qué? ¿Qué de especial tiene que dijese: «Máscara y manos», «Chillido de pájaros», «Trampilla» y...? —Se esforzó en recordar.

—«Escalera de metal» y «ángulo en el techo» —completó Schaumann.

—¡Fueron cosas que vi o sentí momentos antes! La trampilla y la escalera de metal llevaban a la parte superior del desván, que tenía el techo en ángulo. Allí estaban los moldes de la máscara y las manos de Kushiro... En cuanto a lo del «chillido de pájaros», eran...

—Los crujidos de las tablas del suelo del altillo, lo sé —asintió el doctor.

—Si me hubiese quedado inconsciente en esta habitación, quizá habría dicho: «Sillas de patas curvas», «Cortinas» o «El doctor desnudo arrastrando una mesa».

Schaumann soltó su risita mientras se sentaba sobre la mesa, frente a Daniel.

—Quizá tengas razón —admitió—. De hecho, es lo más probable. Pero no hablamos de cosas que la razón pueda entender, Daniel, ni la tuya ni la mía. Nos movemos a un nivel mucho más profundo, el de la creencia. —Schaumann sonrió con cierta dulzura—. Las cosas no tienen un solo significado; es una de las enseñanzas que he aprendido en esta vida. Los objetos se muestran inocentes ante nuestros ojos y nos preguntan: «¿Qué soy?». Dependiendo de tu respuesta, serán una cosa u otra... o bien una cosa y otra a la vez. En el Octavo Capítulo, que contiene mucha sabiduría matemática, se afirma que los ángulos de un techo son también una puerta que permite el paso a otras realidades. Puedes insistir todo lo que quieras en que solo se trata de un techo con una forma especial y no de una puerta, pero lo único que conseguirás manteniendo ese punto de vista es que la puerta
nunca se abra para ti,
¿comprendes?

—¿Y qué otra cosa pueden significar las palabras que murmuré? ¿Por qué todos estáis tan seguros de que esas palabras son la «revelación»?

El doctor Schaumann pareció ir a responder, pero de pronto elevó el dedo índice al tiempo que sonreía con enigmático placer.

—Por ahora es mejor que no sepas más —dijo—. Vamos con el examen.

• •
8.4
• •

Turmaline y Moon vestían casi igual por puro azar: piezas muy finas de tirantes, la de Turmaline en gris con dibujos en naranja abierta a partir de la cintura, la de Moon de color perla hasta los muslos. Ambos ocupaban sendos asientos enfrentados en el salón más espacioso del vehículo de Moon, el suyo, junto a una pared roja, la Rubia junto a un búcaro. Ambos llevaban el pelo suelto, lo cual, en el caso de la Rubia, resultaba más llamativo, porque el peso de su blondo cabello era abrumador. Turmaline, sin embargo, mantenía la cabeza perfectamente erguida.

Agazapado en el asiento, abrazando sus piernas desnudas, Moon observaba a su visitante con la pericia de quien intenta descubrir un desperfecto en un objeto valioso. Entonces apoyó los pies descalzos en la alfombra, alargó la mano, cogió la copa de la mesilla y bebió otro sorbo de licor. Turmaline apenas había tocado su copa.

—Brindemos, pues, por... el mutuo fracaso de nuestro trabajo —dijo Moon. La Rubia lo miró con algo que podía ser más que curiosidad (a Moon le gustó pensar que era un «titubeo»).

—¿A qué viene todo esto, Moon? —dijo Turmaline sin hacer ademán de aceptar el brindis—. Ya tienes tu oro. ¿Qué pretendes?

—Pensé que te agradaría tomar una copa antes de irte para olvidar el mal trago del fracaso.

—No todo ha fracasado —dijo la muchacha de los cabellos dorados con cierta suspicacia—. El Amo los vigila en Sentosa. Vayan a donde vayan, los seguiremos de cerca.

Algo en aquella respuesta interesó a Moon. Dirigió a la Rubia una de esas miradas que hacían temblar incluso a sus curtidos ayudantes, pero Turmaline, simplemente, le devolvió el escrutinio con sus ojos azules.

—¿Los seguiréis
de cerca?
¿Cuánto de cerca?

—Todo lo necesario —dijo la Rubia, evasiva.

Moon percibía por primera vez una grieta en aquella voz inflexible.

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