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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

La llave del abismo (25 page)

BOOK: La llave del abismo
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—¿También el ataque de los ritualistas fue planeado?

Ina fijó los ojos castaños en él con expresión de desprecio.

—¿De qué hubiera servido eso, imbécil? Eso fue real. Estuvimos a punto de ser capturados. Por suerte, conozco bien la Zona Hundida. —Tras una pausa, rezongó:— Vamos a la siguiente cámara... Te advierto que, si sigues sin mostrarme la revelación, puedo empezar a pensar que te callas voluntariamente para ofrecérsela luego a Darby.

—Eso no es cierto...

—Pero puedo pensar que lo es, Daniel Kean, y actuaré en consecuencia. Existen varias maneras de descubrir lo que contiene una vasija: puedes volcarla... o romperla. Recuerda que sigo en contacto con Olive. No te gustaría que obligara a tu hija a caminar sola dentro del laboratorio... Será mucho peor que matarla. ¿Queda claro?

—Sí —musitó Daniel, horrorizado.

Ina no expresaba emociones. A Daniel le parecía que hablaba incluso con más frialdad que el propio Moon.

—Pues procura llevarme a la revelación cuanto antes.

Daniel la siguió hasta la puerta. Antes de abrirla, la chica se detuvo a escuchar. Pareció captar lo que deseaba —una especie de repiqueteo—, porque asintió y cogió el pomo.

—Podemos entrar.

• •
7.5
• •

Por un momento Anjali Sen se preguntó si Kushiro de había percatado de manera racional o, como diría el doctor Schaumann, «fríamente científica», de las implicaciones de lo que había construido en la cima de aquella colina en la Zona Hundida. Sabía que era una idea absurda, pero el palpitante poder que percibía en aquel mundo aparentemente yermo le hacía preguntarse eso.

Seguía moviéndose con delicadeza: brazos, cintura, piernas..., en una danza pausada aunque incesante, de pie ante la abertura de la valla. Sabía que su cuerpo y el entorno debían convertirse en una misma cosa. La «vivienda blanca» de la que hablaba el Séptimo, la casa del hombre de las montañas en la que penetra el protagonista de la fábula, sitiada por terribles criaturas, era una metáfora de la protección invisible que rodeaba al laboratorio.

Anjali recordaba que, justo antes de llegar a la casa, el protagonista comparaba el paisaje a una pintura y afirmaba: «Nosotros deambulábamos en cuerpo y alma a través de esas pinturas». Era preciso formar parte del decorado para poder acceder a él. La técnica para lograrlo resultaba muy difícil, incluso para una avezada creyente como ella.

Tranquila,
se repetía. Lo peor que podía hacer era apresurarse. Sonreía mientras ejecutaba las posiciones, era su manera de controlar los nervios.

Por ahora estaba haciéndolo bien: los gestos de los brazos y la fuerza con que separaba o juntaba las piernas se armonizaban con el conjunto de pequeños sonidos que la rodeaban abriendo una vía por la que podría acceder. Pero, a partir de ahí, tendría que improvisar... ¿Cómo conocer con exactitud todos y cada uno de los pasos necesarios? Ni los discípulos de Mitsuko, ni la propia Mitsuko o el mismísimo Katsura Kushiro lo conocían todo. La creencia no era científica: no había modo de medirla ni comprobarla. No podía explicarse con palabras, y los textos bíblicos que la revelaban eran tan solo símbolos o metáforas, por eso los no creyentes como Darby nunca la comprenderían por completo, aunque conocieran sus implicaciones.

Creer consistía sobre todo en
creer,
sin trabas, sin reparos. Y creer en una sola cosa. «Si crees, aunque solo sea un poco, en la posibilidad opuesta, no conseguirás nada», recordó que decía uno de sus maestros. «Debes creer como si solo existiera aquello en lo que crees.»

Siguió moviéndose en medio del escenario que la rodeaba, intentando formar parte de él.

• •
7.6
• •

La nueva cámara tenía esa clase de contrastes, o de asimetrías, que Daniel ya había visto en otros lugares de Japón: un dormitorio, un puente, una biblioteca. El puente era una pasarela de madera que cruzaba por encima del lecho. Ina le ordenó que la subiera y se situara sobre ella para abarcar así toda la habitación.

El ruido de repiqueteo lo producían dos objetos de metal colgados de una lámpara que sobresalía de la pared: una gran cadena de la que pendía una cruz y un cinturón. Se agitaban suavemente, como movidos por una extraña brisa. Ina se despojó de las calzas, se colgó la cruz del cuello y se abrochó el cinturón. Llevando solo tales adornos encima subió al lecho y se arrodilló. Las paredes que la rodeaban eran espejos, y otras cuatro Inas aparecieron desde distintos ángulos.

—Voy a intentar establecer nexos —explicó—. ¿Sabes lo que son? La criatura que en el Séptimo Capítulo se disfraza con una máscara y unos guantes fingiéndose humana le susurra al protagonista una revelación trascendental: le dice que existen vínculos «horribles e inmemoriales entre la humanidad y la infinitud». En pocas palabras, lo que abras aquí —añadió, señalándose el cuerpo— se abrirá en el aire —señaló su imagen en el espejo—, y de esa forma podemos encontrar muchos más accesos al espacio oculto... Kushiro dedicó su laboratorio a establecer esos nexos mediante los sonidos que en la Biblia se llaman, metafóricamente, «susurros de las criaturas». Si hago esto... —se incorporó hasta ponerse de pie y separó las piernas violentamente—... estoy desplazando aire y produciendo ondas sonoras... Las mismas ondas de luz, al rebotar en los espejos, «suenan» también, en cierta forma... Al movernos en este lugar es como si tocáramos un delicado instrumento... Tú no puedes percibir la melodía, pero la casa sí, y reacciona en consecuencia...

Quedó un instante en aquella postura y alzó los brazos mientras seguía con la enrevesada explicación. Daniel fingía escucharla intuyendo que solo haciéndola hablar evitaría que Ina se impacientara. De pronto experimentó un sobresalto al ver que la chica lo observaba a través del espejo.

—He abierto nuevos accesos para ti —dijo Ina adoptando un énfasis amenazador—. Todo el espacio está a tu disposición ahora, Kean. Llévame a la revelación, o te juro que voy a arrancarte esa piel delgada y pálida que tienes... A ti y a tu hija.

Daniel se estremeció. Había algo en la forma de hablar de Ina que le hacía sospechar que era muy capaz de hacer lo que decía. Decidió distraerla con nuevas preguntas.

—Tu Amo es ese a quien llaman la Verdad, ¿no es cierto?

La reacción de Ina fue inmediata. Interrumpió los gestos y quedó sentada de costado en el lecho, mirándolo por el espejo. El sudor hacía resplandecer su piel.

—Es la Verdad quien trabaja para el Amo —dijo en tono grave y cuidadoso—. ¿Cómo sabes ese nombre?

—He hablado con ella. —Fue el turno de Daniel de mostrarse enigmático—. La Verdad ha capturado a tu maestra, ¿lo sabías? La ha convertido en algo peor que una esclava... ¡Aunque supongo que eso era lo que tú deseabas...!

Antes de que pudiera terminar la frase, Ina ya se había levantado de un salto y subido a la pasarela. Daniel vio la furia en sus ojos, pero no intentó apartarse. Una bofetada lo arrojó al suelo y un talón lo hizo rodar al extremo opuesto. Pero lo peor de todo fue cuando ella dejó de golpearlo y lo miró. La frialdad de Ina le daba aún más miedo que su salvajismo. Sabía, sin embargo, que esa vez era él quien controlaba la situación, y decidió seguir presionándola.

—¡Puedes golpearme cuanto quieras, eso no cambiará las cosas para tu maestra...! —gritó abrazado a sí mismo, sudoroso, irguiéndose ante ella—. ¡Mitsuko Kushiro está destruida, aunque aún siga con vida! ¿Eso era lo que pretendías conseguir? —Ina lo miraba como dudando sobre si volver a golpearlo. Entonces regresó al lecho. Daniel suavizó el tono:— Ina, ¿por qué no me ayudas? No eres como ellos..., como Moon o la Verdad... Te han engañado o te han convencido de alguna forma para hacer esto, pero no eres como ellos...

Ina lo contemplaba arrodillada desde el lecho. Sus senos subían y bajaban en una lenta respiración. De repente se recostó boca arriba. En el espejo del techo, otra Ina extendió sus cabellos castaños por las sábanas.

—Ella y yo teníamos diferentes puntos de vista —dijo en un murmullo. Parecía hablarle más a aquella muchacha que flotaba sobre ella que a Daniel—. Era una maestra excelente. Me enseñó todo lo que sé sobre el Séptimo, el uso de los sonidos, cómo cada cosa que roza tu cuerpo puede convertirse en un canal, una puerta hacia otras cosas... Tenía una increíble mansión al norte de la ciudad, pero solíamos ir a las playas del sur de Tokio, que bordean la Zona Hundida. Allí aprendíamos a ser pájaros y abrirnos al contacto con Los Que Susurran. Me decía: «No te veas como un simple instrumento sobre el que otros tocan. Eres una mujer, Ina. Fuiste sagrada en otro tiempo. Ahora solo somos cavernas, pero antaño nuestras riberas eran soleadas y en ellas crecía la semilla de la carne». También me decía: «Somos reinas, no los nidos vacíos que Dios usaba para incubar, sino verdaderas reinas capaces de gobernar la creación»... ¡Me decía todo eso...! —Calló un instante, conteniendo los sollozos. La mano que reposaba sobre su vientre se abrió con suavidad, como albergándolo—. Manteníamos una relación de «amor»... Ella gozaba carnalmente con otros discípulos, pero conmigo, además, sentía «amor», no solo «arte». Y un día me habló de la revelación, y de la
Llave del Abismo.
No logré entender por qué no quería buscarla, como había hecho su padre...

Daniel no quería interrumpir a Ina, pero recordó lo que Darby le había explicado.
Kushiro le aconsejó que no se involucrara,
pensó. Ina seguía hablando mientras miraba a la muchacha del techo.

—Me contó que su padre había encontrado la
Llave
en Nueva Zelanda, la había ocultado en lugar seguro y había anunciado una revelación relacionada con ella, una clave que obtendría un
messenja
en un tren en Alemania, un día determinado... ¡Yo le dije que debíamos intentar conocerla! Ella me decía: «Ina, la
Llave
no nos está destinada... Deja que las cosas sucedan... Mi padre sabía lo que hacía...». ¡No era capaz de comprender que no se trataba de tener sino de
destruir
! «Madre —le decía, la llamaba así— ... Madre, la
Llave
es lo único que puede
matar
a Dios. Lo único que devolverá a las mujeres el poder de la vida o las vengará para siempre, ¿no lo comprendes?» La Biblia dice que Dios se oculta bajo las aguas soñando su sueño eterno en la ciudad de los grandes pilares, pero tiene miedo de la
Llave...
porque sabe que el día en que el hombre la encuentre... —Su boca se torció en una mueca—. Ese día... su autoridad en la Tierra habrá terminado.

Dio la vuelta en la cama, se apoyó en una pared de espejo y quedó en silencio, los ojos cerrados, su reflejo unido a ella como dos seres gemelos que soñaran un mismo sueño. De repente pareció despertar de improviso. Daniel observó que el cambio se había producido sin transición: su mirada y su voz volvían a ser implacables.

—Le dije todo eso, pero no me hizo caso. Entonces hablé con Olive y con otro discípulo llamado Shar, y nos propusimos encontrar a un nuevo jefe que quisiera ayudarnos. Shar terminó abandonando y se marchó, pero Olive y yo entramos en contacto con el Amo. Cuando el Amo nos dijo que él sí quería encontrar la
Llave,
no dudamos a quién debíamos servir...

—Y la traicionasteis. —Aunque temía que ella volviera a golpearlo, Daniel era incapaz de ocultar su desprecio—. La vendisteis a unos asesinos...

—En efecto —murmuró Ina y lo miró de una forma que él ya conocía: entornando uno de los ojos y abriendo el otro de par en par. Su expresión, entonces, dejaba de ser hermosa para convertirse en una máscara que sugería cosas horribles—. La traicionamos. La vendimos... Los servidores del Amo entraron en su morada gracias a nuestra ayuda... También les facilitamos el acceso al resto de los discípulos. Olive y yo somos capaces de muchas cosas, Daniel Kean. Te lo demostraré.

Se inclinó hacia uno de los espejos, se apartó el cabello y presionó con un dedo en el auricular. Habló hacia su reflejo, como si hubiese alguien allí capaz de escucharla.

—Olive: abandona a la niña en las cámaras del sótano y oblígala a caminar sola.

• •
7.7
• •

Yun intentaba no tener miedo. Lo había estado intentando durante los últimos días y casi lo había conseguido, pero ahora las cosas se habían complicado.

Hasta ese momento, para ella, todo había consistido en una sucesión de lugares distintos, órdenes simples y la compañía de Olive. La mayoría de sus frases comenzaban siempre con: «Olive, ¿puedo...?». Y, en general, Olive se lo permitía. A Yun no le caía del todo mal el tal Olive, lo cual era una suerte, ya que no había podido separarse de él desde... En fin, desde aquello que había sucedido en las catacumbas, fuera lo que fuese (Yun no estaba segura de ciertos recuerdos). Descontando el hecho de que no le permitía hablar con sus padres, Olive era buen chico. O lo había sido hasta que la llevó a aquella fea casa de madera en medio de una especie de bosque donde siempre era de noche y había peces en el cielo. Ahora las cosas habían empeorado.

En aquella casa Olive se mostraba mucho más nervioso que nunca y la miraba como si fuera a darle una especie de sorpresa. Esa era la explicación que él mismo le había ofrecido cuando le dijo que tenía que vendarle los ojos y la boca:

—Es una sorpresa —había dicho.

Y desde luego que lo fue, porque había consistido ni más ni menos que en la llegada de su padre.

Pero a Yun no le pareció agradable, pese a todo. Porque hasta ese momento había podido mantener el miedo a raya, pero al escuchar la voz de su padre había descubierto que únicamente podía ser fuerte si él no estaba. Junto a su padre, lo único que quería hacer era llorar como una niña pequeña.

La presencia de su padre era su mayor alegría, y también su mayor temor.

Intentaba tranquilizarse, pero era muy difícil. Más aún cuando Olive, tras quitarle la venda y la mordaza, le dijo que darían un «paseo». El paseo consistió en entrar en la casa (siempre después de que Olive ejecutara raros gestos en la ventana) y bajar unas escaleras blancas hasta una especie de sótano de paredes encaladas. Entonces Olive se agachó frente a la cerradura de una puerta con marco de cristal que tenía grabado un hermoso jarrón con flores. ¿Qué hacía? Escuchar.

Yun deseaba seguir mostrando valor, pero
(digámoslo con claridad, señorita,
como diría su profesor de academia, el señor Phelps) empezaban a temblarle las piernas.

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