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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (6 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—¡Claro que no está bien! —replicaba Dorotea—. ¡Y tú ya lo sabes!

Ya nunca más se atrevieron a entregarle cien cuando decían entregar ciento veinte, y además todos averiguaron en seguida que Dorotea de Villavicencio tenía un cerebro privilegiado para los números. Sumaba con una rapidez fabulosa y nunca se equivocaba. Así, en unos años, su madre se enteró, con verdadero asombro, que las tierras rendían cinco veces más que en vida de su llorado esposo.

¿Fue idea de doña Encarnación? ¿Fue sólo idea de Dorotea? Fuera de quien fuese la idea, la realidad fue que la señorita de Villavicencio comenzó a intimar grandemente con don César. Hablaba con él, paseaba con él, y las despechadas mamas comenzaron a decir que aquella gata se estaba haciendo la dueña del débil de don César.

Aquella tarde, César y Dorotea estaban paseando por la amplia galería cubierta del rancho.

—Pilarín Vanegas se casa dentro de poco —comentó Dorotea, mientras bebía un sorbo de fresco champán—. La pobre se estaba haciendo vieja.

—Sólo tiene diecisiete años —recordó César—. Eso no es ser vieja.

—Gracias por la parte que me corresponde —rió Dorotea—. Si hubiera usted considerado vieja a una chiquilla de diecisiete años, yo me habría sentido centenaria.

—Ya sabe que usted es la más joven de todas —rió César—. Y, desde luego, más joven que yo.

—¿No se ha detenido usted nunca, don César, a pensar por qué los hombres se casan con chiquillas tan jóvenes?

En aquel momento habíase acercado a la mesa donde se servían los refrigerios el jefe de Policía de la ciudad.

—Buenas tardes, don César —saludó—. Buenas tardes, señorita de Villavicencio.

—Buenas tardes, don Teodomiro —replicó la joven—. Está usted cada día más joven.

—Eso es mentir en lo que a mí se refiere; pero es una completa verdad con respecto a usted. Jamás he visto una mujer sobre quien pesen menos los días.

—Gracias por no haber dicho los años —rió Dorotea—. ¿Cómo anda el problema criminal de Los Ángeles?

—Tranquilo —replicó el jefe de Policía—. Ayer lincharon a un chino; pero eso no es anormalidad.

—¿Quiénes lo lincharon? —preguntó don César.

—No se lo puedo decir, mi querido don César —rió Teodomiro Mateos—. Es usted protegido del
Coyote
y no quiero que nuestro popular y misterioso bandido reemplace a la Justicia en el trabajo de castigar el delito.

—¿Es que la Justicia piensa molestarse en castigar a los linchadores? —preguntó César.

—Señorita de Vülavicencio —replicó el jefe de Policía, procurando desviar la conversación—. Antes me pareció oírle hacer una pregunta muy curiosa e interesante. Se refería usted al problema de por qué los hombres prefieren casarse con chiquillas en vez de hacerlo con mujeres, ¿no?

—Sí, eso le preguntaba a don César.

—¿Qué opina usted, don César? —preguntó Teodomiro.

—Mi opinión podría ser equivocada. Yo no me siento atraído por las colegialas.

—Muchas gracias —sonrió Dorotea—. Lo que ocurre —agregó—, claro que se trata sólo de una opinión particular, es que el hombre de nuestra raza desea ser el amo de la casa, el genio del hogar, la máxima inteligencia y la suprema voluntad. ¿No es así?

—Creo que sí —admitió el jefe de Policía.

—Lo es. Un hombre de treinta años que se case con una chiquilla de dieciséis o de diecisiete años tiene la seguridad de que la pequeña, asustada por la diferencia de edades, tendrá siempre un gran respeto a su marido, que muchas veces puede ser hasta su padre. El hombre que se casa con una mujer así tiene también la seguridad de que por lo menos durante nueve o diez años será el amo de la casa, ya que la esposa no se atreverá nunca a levantar la voz. En cambio, si un hombre de treinta años se casa con una mujer de veintiséis o veintisiete, sabe que no podrá ser nunca el dueño absoluto y que siempre tendrá que contar con la voluntad de su esposa. Por eso los hombres quieren poner una diferencia de edades que sirva de muro y defensa.

—Bien visto —aprobó don César—. Pero yo sé de algunos casos en que una niña de dieciséis años se ha impuesto a un hombre de cuarenta y ha hecho de él lo que le ha dado la gana.

—¿Quiere decir eso que usted prefiere a las mujeres ya mayores? —preguntó Dorotea.

—Por allí vienen dos invitados a quienes no he invitado —comentó César indicando con un movimiento de cabeza a Edwin y Mathias Wade, que acababan de entrar en el salón.

—Precisamente yo iba a expresar mi extrañeza de que recibiera en su casa a semejante usurero —dijo Mateos.

Dorotea de Villavicencio apretó los labios, disimulando difícilmente su disgusto por la interrupción ocurrida en un momento en que las cosas marchaban tan bien para ella. No estaba enamorada de César de Echagüe, porque veía en él a un hombre blando, sin audacia, carente de todos los atractivos que una mujer puede hallar en un hombre; pero en cambio tenía otro atractivo: era el más rico de los hacendados del Sur de California. Si ella conseguía meter las manos en la fortuna de César de Echagüe, estaba segura de convertirla en la más importante, no ya de Los Ángeles ni de California, sino de toda América.

—Por ahora no me he visto obligado aún a entablar relaciones con usureros —rió César—; pero tal vez los Wade se han equivocado de casa y creen estar en otra donde habrán sido debidamente invitados.

César de Echagüe iba a acudir al encuentro de los Wade, pero éstos se anticiparon a él y acudieron hacia donde estaba.

—Buenas tardes, don César —saludó Mathias Wade—. Le ruego nos perdone por venir tan tarde. Recibimos su invitación con el tiempo justo y vinimos inmediatamente.

—Pero nos entretuvimos un poco por el camino —intervino Edwin Wade—. ¿Ha visto usted a Rand Ríos, señor Mateos?

—¿Yo? No, no le he visto —contestó Teodomiro Mateos—. ¿Por qué me lo preguntan?

—Rand Ríos le buscaba —replicó Edwin—. Parecía muy nervioso… Mejor dicho, estaba muy nervioso. Iba a hacer algo muy grave.

—¿Saben qué iba a hacer? —preguntó Mateos.

Mathias Wade miró a su alrededor como si temiera ser escuchado y, bajando la voz, explicó:

—Iba a denunciar al
Coyote
.

—¡Eh!… —exclamó Mateos—. ¡No es posible!

—Lo es, señor Mateos —contestó Wade—. Rand está apurado de dinero y, como conoce la verdadera identidad del
Coyote
, piensa descubrirla.

—¿Y Rand Ríos les dijo lo que pensaba hacer? —preguntó Dorotea—. Yo creía que en caso de proyectar una traición semejante, Ríos se guardaría mucho de anticipar a nadie sus planes.

Mathias Wade sonrió astutamente.

—Es que Rand tiene unas deudas pendientes con nosotros. No es que le reclamáramos que las saldase; pero él, al vernos, nos dijo que pronto podría pagarnos, pues había tomado una importante decisión.

—Mi hermano temió que Ríos fuese a suicidarse por no poder pagar su deuda —intervino Edwin—. Le preguntó si la importante decisión era la de volarse la cabeza. Ríos, entonces, contestó que no pensaba matarse, sino denunciar al
Coyote
y cobrar los miles de dólares que ofrecían por su vida, o por su detención.

—Y ahora —siguió Mathias— debe de ir camino de la Jefatura para decirle a usted quién es
El Coyote
.

Teodomiro Mateos miró, pensativo, a los dos hermanos.

—Se sabe que Rand Ríos trabajó a las órdenes del
Coyote
—dijo—. Pero nunca quiso decirnos quién era su jefe. Afirmó que no lo sabía y nos convenció a todos. Es natural que
El Coyote
no confiara su identidad a cualquiera de sus cómplices.

—Pero Rand nos dijo que conocía perfectamente al
Coyote
—dijo Edwin—. Debe de estar ya cerca de Los Ángeles. De saber que estaba usted aquí, don Teodomiro, le habríamos dicho que no se molestase en ir a la ciudad…

Mateos estaba ya visiblemente nervioso. La idea de que pudiera recaer sobre él la gloria de capturar al
Coyote
le hacía olvidar todo los demás.

—Si quiere podemos llevarle a Los Ángeles en nuestro coche —dijo Edwin—. Es ya tarde y sólo hemos venido para saludar a don César, pues no quisimos que creyera que no habíamos recibido su invitación.

—Muy agradecido por su amabilidad al aceptar mi invitación —dijo irónicamente César de Echagüe—. Desde luego, no quiero entretenerles más. Pueden partir a la caza del
Coyote
, aunque yo, en su lugar, no me molestaría.

—¿Cree que Rand Ríos no sabe nada? —preguntó Mateos.

—Creo que sabe algo o que sabe mucho, pero lo que no creo es que logren apoderarse del
Coyote
. Hasta ahora ha demostrado que es mucho más listo que sus perseguidores y no me extrañaría que siguiera demostrándolo.

—Por lo que pueda ser, iré a Los Ángeles —dijo Mateos—. Acepto su invitación, señores. Buenas tardes, don César. Muy agradecido por su amabilidad.

Y Teodomiro Mateos y los hermanos Wade salieron del salón, seguidos por la pensativa mirada de César de Echagüe.

—¿Qué opina usted del
Coyote
, César? —preguntó Dorotea.

César le dirigió una sonrisa.

—Opino que es tan interesante como molesto. Y usted, ¿qué opina de él, Dorotea?

Los ojos de la mujer reflejaron un momento de nostalgia de su verdadero anhelo; después, borrando aquella imagen de sus sentimientos, replicó indiferentemente:

—Casi lo mismo que usted, César. Es interesante y molesto. Hubo un tiempo en que lo admiré.

—Y lo sigue admirando, ¿no?

—No Aquello fue cuando yo era una niña. Ahora prefiero a los hombres serenos, que ven las cosas tal como son, y no se emperran en jugarse la vida por los demás.

—¿Eso es lo que hace
El Coyote
?

—Sí. Y no hay en el mundo nadie por quien merezca la pena que un hombre ponga en peligro su vida.

—Si me lo permite, Dorotea, me retiraré un momento. Tengo que arreglar unos asuntos con mi mayordomo.

Dorotea salió al jardín del rancho y fue a sentarse en un banco, entre los robles. Su pensamiento fue lentamente hacia
El Coyote
. Aquél era el hombre a quien ella admiraba y por quien hubiera deseado ser amada; pero ni siquiera le había visto nunca y no era fácil que él pensase en la heredera de los Villavicencio.

Después pensó en César de Echagüe. Un tonto cargado de dinero, aunque a veces no parecía tan tonto. Claro que si al fin conseguía casarse con él, ella sería la dueña de todo, y esto ya era una compensación.

Desde la ventana de su cuarto, César de Echagüe vio a Dorotea sentada en el jardín. Sonrió. Aquélla era la mujer que más se había esforzado por llevarle de nuevo al matrimonio.

«Casi temo que lo consiga», pensó, sin advertir que iban a ocurrir cosas que pondrían a Dorotea muy cerca del triunfo anhelado.

César se cubrió el rostro con un antifaz y después de comprobar que sus revólveres estaban cargados, abrió la puertecita secreta que comunicaba su cuarto con la cuadra y cinco minutos más tarde
El Coyote
galopaba hacia Los Ángeles.

Capítulo VI: El crimen del
Coyote

El coche que conducía a Teodomiro Mateos y a los Wade penetró en Los Ángeles y tomó la dirección de la Jefatura Superior de Policía. En el momento en que desembocaba el coche en la calle donde se encontraba el edificio, un jinete avanzó hacia ellos al galope y pasó como una exhalación, perdiéndose en seguida de vista por una calleja transversal.

—¡
El Coyote
! —gritó Mateos, empuñando un revólver, pero comprendiendo en seguida que era demasiado tarde para poder disparar contra el enmascarado, a quien sólo vieron un momento.

—Es inútil —dijo Edwin Wade, que también había desenfundado una pistola—. Se nos escapó y temo que…

—¿Qué teme? —preguntó nerviosamente Mateos.

—Que se nos haya anticipado —replicó el otro—. ¡De prisa, cochero!

Unos cincuenta metros antes de alcanzar la Jefatura, Mateos comprendió que ya todo se había perdido. Debajo de un farol se veía tendido el cuerpo de un hombre.

—¡Pare! —ordenó al conductor, y saltando al suelo, seguido por los dos hermanos, arrodillóse junto al caído.

El hombre estaba de bruces contra el suelo, y al volverle boca arriba, Mateos lanzó un juramento, comentando luego:

—Rand Ríos no dirá ya nada.

—¿Está muerto? —preguntó Edwin.

—Sí —respondió Mateos—. Una cuchillada le ha destrozado el corazón. Llegamos tarde.

La luz del farol reflejóse en aquel momento en un papel prendido en las ropas del muerto. Mateos lo arrancó y leyó en voz baja lo que estaba escrito en él. Después lo guardó, diciendo:

—Es un mensaje del
Coyote
… Un aviso. Todo esto es muy raro. Increíble.

—¿También sospecha usted de él? —preguntó Edwin.

—¿De quién? —preguntó bruscamente Mateos—. ¿Sabe algo?

—¿Yo? No, no sé nada; pero… si usted no sospecha, yo prefiero no hablar.

—¿Qué está insinuando? —preguntó el jefe de Policía, poniéndose en pie—. Conteste en seguida.

—De ninguna manera —replicó Edwin—. Mis sospechas no son más que sospechas sin ningún fundamento. Si usted, que es mucho más inteligente que yo, no sospecha nada, prefiero callarme mis ideas. Seguramente están equivocadas.

—Dígame qué sospecha. ¿Sabe quién ha matado a este hombre?

—Claro.
El Coyote
.

—Yo no estoy tan seguro de eso —replicó Mateos—. Es la primera vez que
El Coyote
asesina de una puñalada en la espalda.

—Tal vez nunca se había visto tan acorralado —replicó Mathias—. Tuvo que obrar con el tiempo muy justo, y hallándose tan cerca de jefatura, no podía utilizar el revólver. Hubiera atraído a todos los agentes.

Un viejo medio ciego, mudo y sordo que se ganaba la vida mendigando por las calles de Los Ángeles habíase acercado allí y acababa de sentarse en el umbral de una puerta. Estaban todos tan acostumbrados a verle por las calles, que ni Mateos, ni los Wade se fijaron en él.

—Cochero, vaya hasta Jefatura y avíseles que han matado aquí a un nombre —ordenó Mateos, volviéndose hacia el cochero.

Éste cumplió la orden y, mientras se alejaba, Edwin siguió:

—Es indudable que tuvo que obrar muy de prisa, y eso confirma las sospechas que todos tenemos. Aunque parezca increíble,
El Coyote
es don César de Echagüe.

—No digas tonterías —interrumpió Mateos—. Eso ya se lo creyeron en Monterrey
[1]
y al fin hicieron el ridículo más grande y tuvieron que pedir perdón a don César y alegrarse de que él no les perjudicara más. Varias veces se ha visto
El Coyote
en sitios muy alejados de donde en aquel mismo instante se hallaba don César. Incluso yo los he visto juntos.

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