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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (17 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—Debe de ser muy agradable sentarse en uno de estos sillones y escuchar año tras año el tic-tac de este reloj al mismo tiempo que se beben copas y más copas de whisky escocés. ¿No te gustaría tener la seguridad de que esos años pasarán y de que tú los verás pasar?

Eliab Harvey intentó humedecerse los labios, pero su lengua y su garganta estaban demasiado secas para conseguirlo. Por fin, con voz quebrada, preguntó:

—¿Es una amenaza?

Parkis Prynn sonrió ampliamente.

—¡Oh, no! —exclamó—. No es ninguna amenaza. Sólo una pregunta. Roscoe me ha encargado que te la haga. Él también se interesa mucho por tu salud. Aún no hace una hora me dijo que merecías llegar a viejo; pero que estabas haciendo todo lo posible por no conseguirlo.

—Turner habla mucho —jadeó Harvey.

—Al contrario, habla muy poco; pero cuando lo hace dice cosas muy enjundiosas. Por ejemplo, ha dicho que tu casa de juego vale cien mil dólares. Está dispuesto a dártelos y a permitir que sigas pareciendo el dueño de ella; pero con la condición de que todos los beneficios vayan a sus manos. ¿Lo entiendes? Cien mil dólares para ti. Lo demás para él. Nadie te molestará; podrás seguir pareciendo el dueño y saludando a tus clientes. También podrás seguir cometiendo tonterías con tus amantes hasta que se terminen los cien mil dólares.

De blanco, el rostro de Harvey se puso rojo como la grana.

—¡Cien mil dólares los gano yo en un mes! —gritó—. ¿Es que Turner se ha vuelto loco?

—Eso fue lo que según Turner tú debías decir en cuanto se te ofrecieran los cien mil dólares; pero no tienes en cuenta que, además de darte ese dinero, te concedemos la vida. ¿Cuánto darías por seguir viviendo un año más? Hasta trescientos mil dólares, ¿no? Pues bien, Turner te da cien mil y te deja vivir hasta que revientes de tanto comer. Serás su empleado. Puede que incluso te pague un sueldo mensual por tu trabajo.

—¿Y si no acepto?

Parkis Prynn sonrió burlonamente.

—¿Por qué haces preguntas tontas? Tú sabes que aceptarás. No se trata de obtener mejores o peores condiciones, sino de morir o seguir viviendo. Tú adoras la vida, la buena vida, el buen comer, las mujeres de caderas anchas y abundante busto. ¿Vas a despreciar todo eso?

Harvey había vuelto a palidecer. Le temblaba la barbilla y tardó varios minutos en poder hablar.

—Dile a Tumer que me dé algún tiempo para reflexionar —pidió.

Prynn sacó del bolsillo un papel doblado rectangularmente en tres y lo tendió a Harvey, aconsejándole:

—Léelo en seguida y fírmalo. Te conviene.

Eliab Harvey desdobló el documento y lo leyó trabajosamente, moviendo los labios a medida que iba deletreando lo escrito.

—Si firmo esto, quedo en la miseria —musitó, por fin.

—Te queda esta casa, ese reloj de oro y, sobre todo, la vida.

—Pero aquí dice que yo debo dos millones a Turner y para pagarlos le cedo cuanto poseo.

—¿Dice eso? —Prynn sonrió—. No estás muy fuerte en matemáticas ni en documentos legales. Lo que dice en ese papel es que tú debes dos millones y que das en garantía cuanto posees hasta la liquidación de tu deuda. La casa de juego ya los vale. Y, ahora, toma.

Parkis Prynn tiró sobre la mesita cercana un fajo de billetes de a mil dólares.

—Aquí tienes los cien mil. Firma y vive.

—¡No! Si Turner quiere vencerme tendrá que luchar.

—No te quepa duda de que él luchará; pero tú no lo harás. ¿Quién te ayudará? ¿Tus amantes? ¿Los afeminados crupieres de tu casa? No seas loco, firma.

—¡No!

—Bien. Será como tú quieras.

Prynn recogió el fajo de billetes y lo guardó, comentando antes:

—Con un billete de éstos te compraré la más hermosa corona de flores que ha acompañado jamás a un cadáver…

Eliab Harvey se rindió. Había llegado al final de sus energías y cogiendo el documento fue a sentarse frente a un buró donde había tintero y plumas. Cogió una de ellas, como si pesara varias toneladas, y firmó trabajosamente. Luego se puso en pie y regresó donde estaba Prynn.

—Aquí lo tienes —dijo con apagada voz.

Prynn tomó el documento y lo examinó antes de guardarlo en el bolsillo, después sacó el fajo de billetes y lo tendió a Harvey. Cuando los dedos de éste rozaban el dinero Prynn lo dejó caer al suelo, como si fuese accidentalmente. Harvey se inclinó a recogerlo. En el mismo instante, el enviado de Turner sacó del bolsillo izquierdo un Derringer de un solo cañón y con velocísimo movimiento lo apoyó contra la sien derecha de Harvey y apretó el gatillo.

Algo más tarde, después de guardar de nuevo el dinero, Parkis Prynn salió del salón, comentando en voz alta y burlona:

—No era un león, sino un vulgar conejo.

Más tarde, en la calle, agregó, mentalmente: «Algún día haré lo mismo con Roscoe Turner».

Capítulo V: Un trabajo para
El Coyote

La sala del Tribunal de San Francisco estaba atestada de público. Se iba a ver la causa contra Parkis Prynn por supuesto asesino de Eliab Harvey. El fiscal parecía haber reunido los suficientes testigos para conseguir, hecho muy notable en la historia de la ciudad, una condena a muerte contra el asesino. Sin embargo, no eran los ciudadanos honorables los que asistían en mayor número a aquel proceso. Se hallaban presentes todos los propietarios de casas de juego de la ciudad, tanto los importantes como los dueños de los garitos de la Barbary Coast. En aquel proceso se iba a demostrar si Roscoe Turner era o no el amo de San Francisco. Si conseguía que el Tribunal declarase no culpable a Prynn, su poder llegaría al máximo. Si, por el contrario, el Jurado condenaba a Prynn, éste, para salvar su cuello, acogeríase al perdón que le ofrecía el Tribunal a condición de que revelase el nombre del inductor del crimen. Si esto ocurría, Turner sentaríase en el banquillo de los acusados y lo perdería todo en una jugada; pero si ganaba, lo ganaba todo. Empezando por Robert Swaine y terminando por el último propietario de garito portuario, todos se someterían al jefe que era capaz de desafiar tan abiertamente la autoridad legal.

No era un secreto para nadie que el Jurado estaba compuesto por miembros de la organización popular Los Vigilantes, es decir, por gente insobornable que por pocas pruebas que aportara el fiscal sentenciarían a gusto de éste.

En primera fila, fumando lenta y sibaríticamente uno de sus gruesos puros, Roscoe Turner contemplaba con entornados ojillos a los miembros del Jurado ante los cuales se estaban leyendo los cargos contra Prynn. Cada uno de aquellos doce rostros era una máscara que parecía impenetrable, pero que no ocultaba nada a Turner.

—Están deseando condenar a muerte al pobre Prynn —dijo a Daisy, que estaba a su lado.

—No se perdería gran cosa si a este tipo le colgaran de una horca —replicó Daisy.

—Es que no sería él, sino yo quien colgaría —replicó Turner—. A todos les intereso más yo que Prynn; pero…

—Nat te salvará, ¿verdad? —preguntó Daisy.

—Tiene que hacerlo, si no es un desagradecido. Y sé que no lo es.

Daisy volvió la cabeza para observar a los asistentes a aquel juicio. De pronto descubrió, hacia el fondo, a César de Echagüe sentado entre dos mujeres. El californiano sonrió al notar que Daisy le había descubierto, y la mujer sintióse dominada, de pronto, por una profunda inquietud. Había algo extraño en aquel hombre. ¿Acaso porque era el único a quien había amado Ginevra Saint Clair? Tal vez. Sintió tentaciones de confiar sus inquietudes a Turner; pero no lo hizo porque, al fin y al cabo, ni se sentía compenetrada con él, ni tenía nada definitivo que decir acerca del dueño del rancho de San Antonio, de quien sólo sabía que había sostenido íntimas relaciones con Ginevra.

Nathaniel Moorsom, que escuchaba distraídamente la lectura de los cargos contra Prynn, siguió con su mirada la de Daisy y reconoció también a don César y a la mujer que se sentaba a su derecha; pero se fijó más en la joven sentada a su izquierda. Era Teresa. De momento sintióse halagado por su presencia. Luego, al pensar en lo que tendría que hacer, lamentó que la joven hubiera acudido a aquel lugar.

La acusación fiscal fue larga y minuciosa. De ella desprendíase que Parkis Prynn había asesinado de un tiro en la cabeza a Eliab Harvey. Desfilaron testigos que declararon haber visto entrar a Prynn en casa de Harvey y otros que le vieron salir poco antes de descubrirse la muerte del propietario de la casa de juego. Durante dos horas se fueron acumulando cargos contra Prynn, sin que Nathaniel Moorsom hiciese nada por refutarlos. Por fin, el abogado defensor salió de su indiferencia y mutismo y, levantándose, pidió la comparecencia del testigo William Ballingall, armero establecido en la calle Rosales.

—¿Ha traído el libro donde anota sus ventas de armas? —preguntó Moorsom al armero.

—Sí, señor —respondió el hombre.

—Bien. ¿Reconoce esta pistola? —preguntó el abogado, mostrando a Ballingall el Derringer que había producido la muerte de Harvey.

—Sí, señor. Es un Derringer Remington.

—¿Podría decirnos si lo ha vendido usted?

—Puedo haberlo vendido yo —replicó el armero—. Si fuese así, su número figuraría en mi libro.

—Perfectamente. ¿Vendió usted alguna vez un arma semejante a ésta al señor Eliab Harvey?

—Sí, señor. Hace un año, poco más o menos, vendí un Derringer de ese tipo al señor Harvey.

—Tenga la bondad de comprobarlo en su libro de ventas.

Ballingall abrió el libro. Hojeándolo rápidamente, encontró la anotación, explicando:

—El día 2 de julio de 1879 vendí una pistola Remington al señor Harvey. El número de la pistola era el 22.411.

Nathaniel Moorsom examinó el Derringer y tendiéndolo al fiscal propuso:

—Compruebe usted mismo el número de este Derringer que perteneció a Eliab Harvey y con el cual Harvey se suicidó. Le cedo el testigo.

El fiscal trató durante cinco minutos de conseguir una contradicción por parte de Ballingall; pero sus esfuerzos fueron inútiles. El testigo se mostró firme y seguro en lo referente a la identidad del comprador de la pistola.

Cuando Moorsom volvió a ocupar su puesto ante el Jurado, lo hizo sonriendo como triunfador.

—Este proceso nunca debiera haberse producido —dijo—. Pero ha habido una evidente mala fe por parte de determinadas personas que han tratado de hacer recaer sobre un inocente unas culpas que jamás han existido. El acusado ha declarado que fue a visitar a Eliab Harvey para recordarle la necesidad de que pagase una importante deuda contraída con el señor Roscoe Turner.

Éste fue llamado a declarar y Moorsom le preguntó:

—¿Cuánto dinero prestó usted a Eliab Harvey?

—En total fueron dos millones de dólares.

—¿Ha poseído usted alguna vez esa cantidad tan importante?

—No —respondió Turner.

—Entonces, ¿cómo pudo prestarla a Harvey?

—En realidad no se la presté en dinero contante y sonante; pero Harvey y yo solíamos reunimos en su casa para celebrar partidas de póker. Le gané sumas importantes y el total, de mis ganancias fue de dos millones. Él me propuso varios retrasos en el pago y, por fin, me extendió una garantía por todo cuanto poseía en valores, efectivo y propiedades para garantizarme contra todo riesgo en caso de que él muriese. Un día en que yo necesitaba cien mil dólares envié al señor Prynn a pedírselos con el encargo de que le amenazase con la presentación de sus garantías ante el Juzgado. De haberlo hecho se hubiese encontrado en la ruina. Tal vez por ese motivo se suicidó.

—¿Tiene alguna prueba que confirme sus palabras, señor Turner? Eso es muy importante, pues ante un Tribunal sólo cuentan las pruebas tangibles.

Turner tendió al abogado el documento que firmara Harvey, y Moorsom lo leyó en voz alta, terminando:

—La fecha en que está redactado este documento es la del 9 de enero de este año. El señor fiscal puede comprobarlo.

El fiscal tomó el documento y lo releyó frunciendo, malhumorado, el ceño. Luego, encarándose con Turner, preguntó:

—¿Por qué no nos mostró este documento a su debido tiempo?

—Porque hasta que el señor Moorsom no me habló de que con él podría salvar a un inocente no se me ocurrió presentarlo. Muerto Harvey, di la deuda por saldada, aunque ahora creo que, no habiendo aparecido herederos, puedo reclamar lo que en realidad es mío.

El juez solicitó examinar el documento, comentando luego:

—Estas pruebas debían haberse presentado a su debido tiempo; sin embargo, no se puede negar su eficacia. Debemos reconocer que constituyen un motivo que justifica el suicidio, especialmente si se une al detalle de la propiedad del arma.

—Pido que se someta la firma de ese documento al examen de un perito calígrafo —pidió el fiscal.

—Y yo, excelencia, pido que comparezca ante el Jurado, Nisbet Palmer, que fue criado del difunto Eliab Harvey, y cuya presencia se ha entorpecido por el ministerio fiscal.

El fiscal protestó de estas afirmaciones y Nisbet Palmer fue llamado a declarar. Era un hombrecillo calvo, menudo, de mirada huidiza y que parecía muy impresionado por su presencia en aquel lugar, del que también parecía estar deseando huir lo antes posible o, por lo menos, antes de que a alguien se le ocurriese darle un buen zarpazo.

—¿A qué hora llegó el señor Prynn a casa del señor Harvey el día en que ocurrió su muerte? —preguntó Moorsom.

—A las tres de la tarde —respondió Palmer.

—¿Recuerda a qué hora se marchó?

—A las tres y media.

—¿Cómo recuerda tan bien la hora?

—Porque después de marcharse el señor Prynn me llamó el señor Harvey para decirme que no le molestase hasta una hora más tarde. Entonces consulté el reloj de la chimenea y vi que eran las tres y media. Cuando le volví a ver ya estaba muerto.

El fiscal se puso en pie furiosamente para preguntar al testigo por qué no había declarado aquello.

La respuesta del testigo fue hecha con voz apenas perceptible y Nisbet Palmer explicó que él era un hombre pacífico, amante de su vida y que no sabiendo a ciencia cierta si el señor Harvey había sido asesinado o, simplemente, se había suicidado, prefirió dejar que los demás descubrieran la verdad en vez de comprometerse con una declaración que, si beneficiaba a alguien, en cambio podía perjudicar a otras personas.

Con pausada voz y dirigiendo continuas e inquietas miradas a su alrededor, el testigo mantuvo firmemente sus afirmaciones y, al fin, el fiscal solicitó del juez permiso para retirar la acusación contra Parkis Prynn, a lo cual se opuso Moorsom, exigiendo que el Jurado dictase veredicto. De esa forma, una vez declarado no culpable, Parkis Prynn no podría volver a ser molestado nunca más por aquella causa.

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