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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (8 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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—¿Y por qué ha dicho esa mujer que usted y ella?…

—Porque está enamorada de mi fortuna. Me lo ha confesado claramente. Su corazón está entregado al
Coyote
y su cerebro a don César. Muy cómico, ¿no?

—No, no es cómico. Es canallesco…

—Pero tenemos que estarle agradecidos, Lupe. Gracias a ella esta noche estoy libre y mañana podré salvarme… salvar al
Coyote
.

—Pero usted tendrá que cumplir como un caballero y casarse con ella —dijo Lupe, sintiendo una infinita angustia.

—Antes que hacer eso preferiría escapar a Arizona o Tejas y terminar mis días en plena soledad.

—Mientras yo viva no estará solo.

—Gracias, Lupe. No merezco tu devoción. ¿Cómo está el pequeño César?

—Le acosté. Me tiene preocupada. Ayer le encontré jugando a que era
El Coyote
. No sé de dónde ha sacado un revólver y quiere aprender a dispararlo…

—Se lo di yo —explicó César—. Le propuse enseñarle, pero opina que yo no sirvo para esas cosas. También él siente veneración por
El Coyote
.

—Todo California la siente.

—Eso ya no es tan cierto, pues si fuera así, ahora no me vería tan apurado. Cuida de que la luz no se apague en mi cuarto. Si Mateos ha dejado algún espía, ése le dirá que no he salido del rancho y que no he podido dormir tranquilamente.

—¿Va usted a salir?

—Sí. Tengo muchas cosas que hacer esta noche.

—¿Podrá probar que usted es inocente?

—Eso será fácil; pero me conviene probar también que no soy
El Coyote
.

—¡Cómo quisiera poder ayudarle!

—Ya me ayudas, Lupita. Mucho más de lo que te imaginas.

Mientras hablaba, don César había abierto un armario secreto empotrado en la pared y de su interior sacaba las características prendas del
Coyote
.

A las nueve y media de la noche abandonaba el rancho por el camino secreto y galopaba hacia Los Ángeles.

Dos espías dejados por Teodomiro Mateos en las tierras del rancho de San Antonio permanecían con la mirada fija en la ventana del cuarto de don César. La luz brillaba tras los cristales y de cuando en cuando se veía una vaga sombra reflejada contra los mismos.

Capítulo VII: Noche agitada

Aquella noche fue en Los Ángeles de grandes emociones para diversas personas. En primer lugar…

*****

Edwin y Mathias Wade emprendieron a su debido tiempo el camino hacia su casa. Al desembocar en la calle de Buenavista, donde estaba su domicilio, los dos hermanos iban muy alegres.

—Creo que don César va a tener mucho trabajo para desenredarse de la red en que ha caído —dijo Edwin—. Con él fuera de combate podremos seguir con el plan primitivo.

—Lo que no me gusta es haber mezclado al
Coyote
en esto. ¿Y si fuese, realmente, don César?

—¿Que don César sea
El Coyote
? ¡Bah! No digas tonterías.

—En Monterrey le detuvieron…

—Pero se demostró que no era él. Y luego… Hay demasiadas pruebas a su favor. El propio
Coyote
acudirá en su ayuda.

—No me gusta atraer sobre nosotros la atención de ese hombre. Yo también siento miedo del
Coyote
. Si nos ataca…

—No lo hará…

En el momento en que Edwin pronunciaba estas palabras, Mathias y él se habían detenido a la entrada de su casa. Súbitamente se oyó un ligero silbido seguido de un golpe seco, y ante ellos, en la madera de la puerta, se clavó una pequeña mas pesada daga, cuya hoja atravesaba un papel.

Con la rapidez de una centella, Edwin volvióse y su mano empuñó un revólver de seis tiros; pero la calle estaba desierta y la daga parecía haber llegado allí por arte de magia.

Mientras su hermano buscaba al responsable de aquel envío, Mathias arrancó la daga y el papel en que estaba atravesada y leyó, con temblorosa voz:

«Éste es mi segundo aviso. El tercero será el último».

—¡Un mensaje del
Coyote
! —exclamó Mathias.

Edwin se volvió rabioso hacia él y le arrancó la nota de las manos.

—¡Bah! —exclamó cuando hubo terminado de leerla—. ¡Una burla!

—¡No, Edwin, no! —chilló Mathias—. Hemos atraído sobre nosotros la cólera del
Coyote
. Nos matará…

—El último en reír será el que reirá más a gusto, Mathias. Si
El Coyote
fuese capaz de vencernos, no nos avisaría. Tenlo por seguro.

Sintiendo un gran vacío en el estómago, Mathias entró en su casa, mientras su hermano cerraba la puerta y guardaba el revólver. Cuando Edwin Wade llegó al salón vio a su hermano vaciando ansiosamente un vasito de
whisky
. En cuanto lo hubo terminado lo volvió a llenar y lo vació de otro trago.

—No seas loco, Mathias —dijo Edwin—. Emborrachándote sólo conseguirás tener más miedo y ser más cobarde de lo que eres.

—¿Cobarde? ¿Es que tú no aprecias la vida?

—Claro que la aprecio.

—Pues entonces despídete de ella, porque
El Coyote
nos matará a los dos.

—A mí no. Y ni a ti si tienes serenidad y dejas el alcohol tranquilo.

*****

Ricardo Yesares, el propietario de la posada del Rey don Carlos, escuchó atentamente a don César. Éste se había quitado la máscara, pero conservaba la restante indumentaria del
Coyote
.

—Ya sabes lo que ocurre —terminó César—. Estoy metido en un triple lío como
Coyote
, como César de Echagüe y, además, como marido en potencia de Dorotea de Villavicencio.

—Pero… ¿se casará con ella?

—No, si puedo evitarlo. Y, Ricardo, creo que ya es hora de que dejemos el usted. Nos hemos jugado demasiadas veces la vida el uno por el otro y mañana te la vas a jugar tú por mí. Podrían matarte. Pero deseo que eso no ocurra.

Mientras hablaba, don César tendió la mano a Yesares. Éste la estrechó fuertemente y durante la hora que duró su conversación, relativa a lo que debían hacer los dos, el usted ya no volvió a ser empleado.

*****

Solomón Zukor se ganaba la vida con las defunciones ajenas. No era un negocio muy alegre, pero sí bastante beneficioso. Solomón había llegado a Los Ángeles en uno de los veleros que hacían la travesía por el estrecho de Magallanes. Su llegada coincidió con el descubrimiento del oro y el comienzo de las muertes fulminantes por indigestión de plomo de revólver. Una de las primeras cosas que advirtió Solomón fue que Los Ángeles carecía de un servicio respetable de pompas fúnebres. Los ciudadanos se morían y los carpinteros hacían una caja que llamaban ataúd, pero que en realidad no era más que una caja, muy mal clavada, pues el hierro escaseaba hasta el punto de que unas herraduras costaban dieciséis dólares cada una.

Solomón, que, como todos los de su raza, era un genio para los números, empezó a sumar, a restar y a multiplicar y decidió que una agencia de pompas fúnebres era un excelente negocio. El tiempo le dio toda la razón. Aquello era un buen negocio, y desde hacía ya mucho tiempo todos los que morían en Los Ángeles eran enterrados por Solomón Zukor. Además de agencia de pompas fúnebres, tenía Solomón un depósito para guardar en él los cuerpos de los que morían violentamente. Así ayudaba al municipio y éste correspondía encargándole los ataúdes para aquellas víctimas que carecían de familiares con dinero suficiente para pagar el entierro de los suyos.

Aquella noche, Solomón ya se disponía a cerrar su establecimiento, convencido de que por aquel día ya nadie más abandonaría este mundo en la población. En el depósito tenía el cuerpo de Rand Ríos, que en vida le había ayudado en diversos negocios. A la tarde siguiente sería enterrado.

Al pensar en Rand pensó también en su matador y un escalofrío recorrió su cuerpo. Aquel
Coyote
no le era nada simpático, pues desde el momento en que era capaz de matar a un ser tan inofensivo como Rand…

Una llamada a la puerta interrumpió sus meditaciones. ¿Quién podía ser a aquellas horas? Sus informes privados no acusaban la inminencia de ningún fallecimiento. Y como no se había oído ningún disparo… De nuevo se oyó el golpear de un puño contra la puerta, y Solomón corrió a abrir. Fuera quien fuese, era bien venido…

En cuanto vio a su visitante, Solomón rectificó lo de bien venido.

—¡El Coyote! —exclamó—. ¿Qué… qué… qué… quiere?

—Déjame entrar, Solomón —dijo el enmascarado, empujando al israelita con el cañón de su revólver.

—Sí… sí… entre.

El Coyote
cerró la puerta y guardando la llave en el bolsillo, con lo que aumentó el terror de Solomón, pidió:

—Llévame adonde tienes el cuerpo de Rand.

—¿Qué va a hacer con él?

—Sólo quiero examinarlo. Me interesa comprobar un detalle.

—¿Fue usted quien… le mató? —se atrevió a preguntar Solomón.

—No seas tonto. Yo no tenía ningún interés en matarle. Al contrario, quiero descubrir a su asesino.

Solomón guió al
Coyote
hasta el depósito y señaló la mesa de mármol donde reposaban los restos de Rand.

—Quiero ver la herida —pidió
El Coyote
.

Solomón obedeció y durante unos minutos el enmascarado estuvo estudiando la herida que había producido la muerte de Ríos.

—Ya he visto lo que necesitaba —dijo
El Coyote
—. Recuerda bien lo que te voy a decir, Solomón. Mañana, a las diez, conduce el cuerpo de Rand al juzgado. Llévalo de forma que se pueda ver fácilmente, sin necesidad de moverlo, la herida. Recuerda también que si no cumples mis órdenes, será mejor que busques otro sitio donde dedicarte a tu profesión, pues si te quedas aquí acabarás ocupando uno de tus ataúdes.

—Le prometo que lo llevaré, señor, se lo prometo —replicó Solomón—. Pero ¿qué dirán los señores del Juzgado cuando vean llevarles esto?

—Al final te darán las gracias, no lo dudes. Adiós, Solomón. Cuando muera diré que tú me entierres.

Solomón vio salir del establecimiento al
Coyote
y tardó varios minutos en recobrar el ritmo normal de su respiración. Entonces, y por rara excepción, buscó en el alcohol un reforzante para sus debilitadas piernas.

*****

Dorotea de Villavicencio dormía en su cama, satisfecha de sí misma y de lo bien que le iban las cosas.

Mientras tanto, un hombre se había deslizado sigilosamente en la cochera donde se guardaban los carruajes de los Villavicencio. El hombre pasó al sitio donde se encontraban los arneses y todo el correaje de los caballos y durante media hora se entretuvo en inutilizarlo a conciencia.

Cuando hubo terminado abandonó el lugar con el mismo sigilo con que había entrado y regresó a la posada del Rey don Carlos. Aquellos que le vieron entrar le saludaron con un amable:

—Buenas noches, don Ricardo.

*****

Bart Keller se dedicaba a continuar el negocio que antes había sido de Cristino Izquierdo. Éste se estableció en Los Ángeles en un tiempo en que las armas blancas eran las preferidas. Se olvidó de que los gustos cambian y murió casi arruinado. Bart Keller había aprendido a sus órdenes a hacer cuchillos, puñales, navajas y toda clase de armas punzantes y cortantes, y al morir su jefe siguió con el negocio, ampliándolo y dedicándose también a reparar armas de fuego.

Aquella noche, recién terminada su pipa, la guardó y se disponía a retirarse a descansar, cuando una llamada a la puerta le llenó de asombro y de inquietud. Como primera providencia alcanzó una pistola de arzón, la amartilló y fue a abrir; pero cuando se vio frente al enmascarado rostro de un hombre que le encañonaba con un revólver de seis tiros, Bart soltó la pistola y retrocedió, murmurando lleno de horror:

—¡
El Coyote
!

—Hola, Bart. ¿Cómo te encuentras?

—B…bien. ¿Qué quiere?

—Mañana, a las diez, acudirás al Juzgado, te sentarás en la sala de espera… y esperarás. Si no lo haces… ya sabes lo que les ocurre a los que desobedecen las órdenes del
Coyote
.

—Está… bien. Iré.

—No olvides que has de estar allí a las diez.

—Estaré.

—No olvides tampoco que si faltas me perjudicarás, y si me perjudicas me vengaré.

—¿Y qué he de hacer allí?

—Esperar. Adiós. Buenas noches.

—Buenas noches.

Pero Bart Keller ya no pudo dormir aquella noche, pues la figura del
Coyote
le estuvo persiguiendo como una ave de presa.

*****

Doña Gertrudis Ayala tenía su tiendecita cerca de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles. Vendía estampas, rosarios, crucifijos, libros de oraciones, catecismos y todo lo que tenía relación con el culto.

En su tienda, doña Gertrudis había visto entrar a toda clase de clientes; pero cuando levantó la vista de la labor de media que estaba haciendo y vio ante ella al nombre que acababa de entrar, tuvo el terrible convencimiento de que, por algún incomprensible error, el diablo se había metido en su casa.

—¡Virgen Santa! —exclamó, y persignóse con la vaga esperanza de hacer huir de allí al demonio, que vestía un traje negro y se cubría el rostro con un antifaz.

—No tenga miedo, doña Gertrudis —sonrió
El Coyote
—. Soy amigo.

—¿Quién es… usted?


El Coyote
—replicó el enmascarado.

—¡Oh!

El efecto de la identidad verdadera del visitante no pareció ser mejor que el de antes.

—Doña Gertrudis: mañana a las diez, vaya al Juzgado y siéntese en la sala de espera. Piense que la vida de un hombre depende de que usted vaya allí.

—¿Y qué he de hacer yo en el Juzgado? —preguntó la vendedora de rosarios.

—Mañana lo sabrá.

—¿Y si no quiero ir?

—Usted prometió una vez a fray Daniel, de la misión de San Diego de Alcalá, que haría por él todo cuanto le pidiese.

—Pero usted no es fray Daniel… ¿O sí lo es?

—No —sonrió
El Coyote
—; pero fray Daniel es un buen amigo mío y en cierta ocasión me dijo que si alguna vez la necesitaba a usted…

—Está bien, iré —declaró la mujer—; pero sólo porque es amigo de fray Daniel. Si no lo fuese, no iría, aunque sea todo lo
Coyote
que quiera.

—Muchas gracias, doña Gertrudis —saludó
El Coyote
, saliendo de la tiendecita y emprendiendo el galope.

*****

Los espías que Teodomiro Mateos había dejado en las tierras del rancho de San Antonio llevaban varias horas de vigilancia no muy amena, cuando, sin previo aviso, se oyeron unos feroces ladridos y cuatro enormes perros de presa se dividieron equitativamente la tarea de hacer encaramar a los dos agentes hasta la copa de los árboles a cuyo pie se encontraban, cosa que los dos hombres hicieron con una rapidez sorprendente, ya que ambos eran altos, pesados y nunca habían sido aficionados a tales diversiones.

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