La partícula divina (19 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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Isaac y sus átomos

La mayoría de los estudiosos de Newton coincide en que él creía que la materia estaba formada por partículas. La gravedad fue la única fuerza que Newton trató matemáticamente. Razonaba que la fuerza entre los cuerpos, sean la Tierra y la Luna o la Tierra y una manzana, tiene que ser consecuencia de la fuerza entre las partículas que los constituyen. Me atrevo a conjeturar que la invención por Newton del cálculo guarda alguna relación con su creencia en los átomos. Para conocer la fuerza que hay entre la Tierra y la Luna, hay que aplicar nuestra fórmula II. Pero ¿qué valor le damos a R, la distancia entre la Tierra y la Luna? Si la Tierra y la Luna fuesen muy pequeñas, no habría problema alguno en asignarle un valor a R. Sería la distancia entre los centros de los objetos. Sin embargo, sabemos cómo la fuerza de una partícula muy pequeña de la Tierra afecta a la Luna, y sumar todas las fuerzas de todas las partículas requiere la invención del cálculo integral, que es un procedimiento para la suma de un número infinito de infinitesimales. Y lo cierto es que Newton inventó el cálculo en y alrededor de ese año famoso, 1666, durante el cual se encontró, como dijo él mismo, en un estado «notablemente apropiado para la invención».

En el siglo XVII, las pruebas observacionales a favor del atomismo eran escasísimas. En los
Principia
, Newton dice que hemos de extrapolar a partir de las experiencias sensibles para entender cómo obran las partículas microscópicas que componen los cuerpos: «Como la dureza del todo dimana de la dureza de las partes, nosotros… inferimos con justeza la dureza de las partículas individidas, y no sólo de las de los cuerpos que percibimos, sino de las de todos los demás».

Sus investigaciones sobre la óptica le llevaron, como a Galileo, a suponer que la luz estaba formada por corpúsculos. Al final de su libro
Opticks
repasaba las ideas que entonces había sobre la luz y se atrevía a dar este paso anonadante:

¿No tienen las Partículas de los Cuerpos ciertos poderes, Virtudes o Fuerzas por los cuales actúan a distancia, no sólo sobre los rayos de luz para reflejarlos, refractarlos o doblarlos, sino también las unas sobre las otras para producir una gran parte de los fenómenos de la naturaleza? Pues es bien sabido que los cuerpos actúan los unos sobre los otros mediante las Atracciones de la Gravedad, Magnetismo y Electricidad, y estos casos muestran el tenor y curso de la naturaleza y
hacen que no sea improbable que quizá haya más poderes atractivos que ésos … otros que se extiendan hasta distancias pequeñas aunque por ahora no se los haya observado; y quizás las atracciones eléctricas puedan extenderse hasta distancias pequeñas aun sin que las excite la fricción
(la cursiva es mía).

Aquí hay presciencia, penetración e incluso, si queréis, indicios de la gran unificación, el Santo Grial de los físicos en los años noventa. ¿No llamaba Newton ahí a una búsqueda de fuerzas en el interior del átomo, las que hoy conocemos como interacciones fuerte y débil? ¿Fuerzas que sólo actúen a «distancias pequeñas», al contrario que la gravedad? Escribía a continuación:

Considerando todo esto, me parece probable que Dios formase al Principio la materia en la forma de partículas sólidas, con masa, duras, impenetrables, móviles… y al ser sólidas estas partículas primitivas… tan durísimas que nunca se desgasten o descompongan, no habiendo poder ordinario que pueda dividir lo que Dios Mismo hizo uno en la creación primera.

Las pruebas eran débiles, pero Newton les marcó a los físicos un rumbo cuyo sinuoso derrotero habría de encaminarse sin cesar hacia el micromundo de los quarks y los leptones. La búsqueda de una fuerza extraordinaria que dividiese «lo que Dios Mismo hizo uno» es hoy la frontera activa de la física de partículas.

Una sustancia fantasmagórica

En la segunda edición de
Opticks
, Newton defendió sus conclusiones en una serie de
Queries
, de cuestiones. Son tan perceptivas —y tan abiertas— que uno puede encontrar en ellas lo que quiera. Pero creer que Newton podría haber anticipado, de una manera profundamente intuitiva, la dualidad onda-partícula de la mecánica cuántica no estaría tan traído por los pelos. Una de las ramificaciones más inquietantes de la teoría de Newton es el problema de la acción a distancia. La Tierra tira de una manzana. Cae al suelo. El Sol tira de los planetas y éstos orbitan elípticamente. ¿Cómo? ¿Cómo pueden dos cuerpos, sin nada entre ellos salvo el espacio, transmitirse mutuamente una fuerza? Un modelo por entonces en boga proponía la hipótesis de un éter, cierto medio invisible e insustancial que impregnase el espacio entero, por medio del cual el objeto A pudiese hacer contacto con el objeto B.

Como veremos, James Clerk Maxwell tomó la idea del éter para que llevase sus ondas electromagnéticas. Esta idea fue destruida por Einstein en 1905. Pero como los de Paulina, los peligros del éter van y vienen, y hoy creemos que en una versión nueva del éter (en realidad el vacío de Demócrito y Anaximandro) es donde se esconde la Partícula Divina.

Newton acabó por rechazar la noción de que hubiese un éter. Su concepción atomista habría requerido un éter hecho de partículas, lo que le parecía objetable. Además, el éter habría de transmitir fuerzas sin estorbar el movimiento de, por ejemplo, los planetas en sus órbitas inviolables.

El siguiente párrafo de los
Principia
ilustra la actitud de Newton:

Hay una causa sin la cual esas fuerzas motivas no se propagarían por todas las partes de los espacios; sea esa causa un cuerpo central (un imán en el centro de la fuerza magnética, por ejemplo) u otra cosa que no haya aparecido aún. Pues he tomado el designio de dar sólo una noción matemática de estas fuerzas, sin entrar en sus causas y acciones.

Al oír esto, el público, si estuviera formado por físicos que asisten a un seminario actual, se pondría de pie y aplaudiría, pues Newton atina con la idea, muy moderna, de que una teoría se comprueba cuando concuerda con el experimento y la observación. Entonces, ¿y qué si Newton (y sus admiradores de hoy) no saben el porqué de la gravedad? ¿Qué crea la gravedad? Será una cuestión filosófica hasta que alguien muestre que la gravedad es una consecuencia de un concepto más profundo, una simetría, quizá, de un espacio-tiempo de más dimensiones.

Basta de filosofía. Newton hizo que nuestra persecución del
á-tomo
avanzara enormemente al establecer un sistema riguroso de predicción y síntesis que se podía aplicar a un vasto conjunto de problemas físicos. A medida que estos principios se fueron difundiendo, tuvieron, como hemos visto, una influencia profunda en artes prácticas como la ingeniería y la tecnología. La mecánica newtoniana y sus nuevas matemáticas son verdaderamente la base de una pirámide sobre la cual se construyen todos los pisos de las ciencias físicas y de la tecnología. Su revolución supuso un cambio de perspectiva en el pensamiento humano. Sin ese cambio, no habría habido ni revolución industrial ni persecución sistemática y continua de un conocimiento y una tecnología nuevos. Esto marca la transición de una sociedad estática que espera que las cosas ocurran a una sociedad dinámica que quiere conocer, sabedora de que conocer significa controlar. Y la impronta newtoniana supuso para el reduccionismo un poderoso empuje.

Las contribuciones de Newton a la física y a las matemáticas y su adhesión a un universo atomístico están claramente documentadas. Lo que aún permanece neblinoso es el influjo que en su obra científica tuvo su «otra vida», sus extensas investigaciones alquímicas y su devoción por la filosofía religiosa ocultista, sobre todo por las ideas herméticas que se remontan a la antigua magia sacerdotal egipcia. Estas actividades fueron en muy gran medida subrepticias. Profesor lucasiano en Cambridge (Stephen Hawking es quien hoy ocupa esa cátedra) y luego miembro de los círculos políticos londinenses, Newton no podía dejar que su devoción a esas prácticas religiosas subversivas fuese conocida, pues ello le habría puesto en una situación sumamente embarazosa, si es que no hubiese supuesto su total desgracia.

Podemos dejar a Einstein el último comentario sobre la obra de Newton:

Newton, perdóname; encontraste el camino que, en tu época, era casi el único posible para un hombre del más alto pensamiento y poder creativo. Los conceptos que creaste aún guían nuestro pensamiento físico, pero ahora sabemos que tendrán que ser reemplazados por otros muy alejados de la esfera de la experiencia inmediata, si nuestro propósito es un conocimiento más hondo de las relaciones existentes.

El profeta dálmata

Una nota final sobre esta primera etapa, la era de la mecánica, la gran era de la física clásica. La frase «por delante de su tiempo» se ha usado demasiado. De todas formas, yo voy a hacerlo también. No me refiero a Galileo o Newton. Ambos estaban por completo en el tiempo que les correspondía, no llegaron tarde ni pronto. La gravedad, la experimentación, la medición, las demostraciones matemáticas…, todo ello se olfateaba en el aire. Galileo, Kepler, Brahe y Newton fueron aceptados —¡aclamados!— en su propia época, pues propusieron ideas que la comunidad científica estaba dispuesta a aceptar. No todos son tan afortunados.

Roger Joseph Boscovich, de Ragusa (ahora Dubrovnik) pero que pasó buena parte de su carrera en Roma, nació en 1711, dieciséis años antes de que Newton muriera. Boscovich fue un gran defensor de las teorías de Newton, pero veía algunos problemas en la ley de la gravitación. Dijo de ella que era un «límite clásico», una aproximación adecuada donde las distancias sean grandes. Decía que era «casi correcta pero hay diferencias con respecto a la ley de la inversa del cuadrado, si bien son muy ligeras». Conjeturó que esa ley clásica debía fallar por completo a escala atómica, donde las fuerzas de atracción son reemplazadas por una oscilación entre las fuerzas atractivas y las repulsivas. Un pensamiento asombroso para un científico del siglo XVIII.

Boscovich se enfrentó también al viejo problema de la acción a distancia. Como era, más que nada, un geómetra, se le ocurrió la idea de los
campos de fuerza
para explicar de qué manera ejercen las fuerzas su control sobre los objetos a distancia. Pero esperad, ¡que hay más!

Boscovich tuvo esta otra idea, verdaderamente demencial para el siglo XVIII (o quizá para cualquier siglo). La materia se compone de
á-tomos
invisibles e indivisibles, decía. Nada particularmente nuevo hasta ahí. Leucipo, Demócrito, Galileo, Newton y otros habrían estado de acuerdo con él. Pero ahora viene lo bueno: Boscovich decía que esas partículas no tenían tamaño; es decir, que eran puntos geométricos. Claramente, como tantas ideas científicas, ésta tuvo precursores; en la Grecia antigua, probablemente, por no mencionar los indicios que aparecen en las obras de Galileo. Como quizá recordéis de la geometría del bachillerato, un punto es justo un lugar; no tiene dimensiones. ¡Y ahí viene Boscovich, con su proposición de que la materia está compuesta por partículas que no tienen dimensiones! Dimos hace veinte años con una partícula que encaja en tal descripción. Se llama quark. Volveremos al señor Boscovich más adelante.

4 - En busca, aún, del átomo: químicos y electricistas

El científico no desafía al universo. Lo acepta. El universo es el plato que saborea, el reino que explora; es su aventura y su delicia inagotable, es complaciente y huidizo, nunca obtuso; es maravilloso en lo grande y en lo pequeño. En pocas palabras, explorar el universo es la más alta ocupación para un caballero.

I. I. RASI

Hay que admitirlo: los físicos no han sido los únicos que han ido tras el átomo de Demócrito. Los Químicos han puesto sus hitos en el camino, sobre todo durante la larga era (de 1600 a 1900 aproximadamente) que vio el desarrollo de la física clásica. La diferencia entre los químicos y los físicos no es en realidad insuperable. Yo empecé como químico, pero me pasé a la física, en parte porque era más fácil. Desde entonces he observado con frecuencia que algunos de mis mejores amigos les dirigen la palabra a los químicos.

Los químicos hicieron algo que no habían hecho los físicos que los antecedieron: realizaron experimentos relativos a los átomos. Galileo, Newton et al., a pesar de sus considerables logros experimentales, trataron los átomos de una forma puramente teórica. No es que fueran vagos; carecían del equipo necesario. Tocó a los químicos efectuar los primeros experimentos que manifestaron la presencia de los átomos. En este capítulo le prestaremos atención a la abundancia de pruebas experimentales que apoyaron la existencia del
á-tomo
de Demócrito. Veremos muchos arranques en falso, algunos despistes y resultados mal interpretados, la cruz siempre del experimentador.

El hombre que descubrió veinticuatro centímetros de nada

Antes de que hablemos de los químicos propiamente dichos hemos de mencionar a un científico, Evangelista Torricelli (1608-1647), que tendió un puente entre la mecánica y los químicos en un intento por restaurar el atomismo como concepto científico válido. Por repetir, Demócrito dijo: «Aparte de átomos y espacio vacío, nada existe; lo demás es opinión». Por lo tanto, para probar la validez del atomismo, hacen falta los átomos, pero también el espacio vacío entre ellos. Aristóteles se opuso a la mera idea del vacío, e incluso durante el Renacimiento la Iglesia siguió insistiendo en que «la naturaleza aborrece el vacío».

Ahí es donde Torricelli hace acto de presencia. En los últimos tiempos de Galileo, fue uno de sus discípulos, y en 1642 el maestro le encomendó un problema. Los poceros florentinos habían observado que en las bombas de succión el agua no subía más de diez metros. ¿Por qué? La hipótesis inicial, avanzada por Galileo y otros, consistía en que el vacío era una «fuerza» y que el vacío parcial producido por las bombas impulsaba el agua hacia arriba. Estaba claro que Galileo no quería molestarse personalmente en investigar el problema de los poceros, así que delegó en Torricelli.

Torricelli se figuró que el vacío no tiraba del agua en absoluto, sino que era más bien empujada hacia arriba por la presión normal del aire. Cuando la bomba hace que la presión del aire sobre la columna de agua disminuya, el aire normal que está fuera de la bomba aprieta con más fuerza al agua del fondo, con lo que se obliga al agua de la cañería a subir. Torricelli puso a prueba está teoría el año después de que Galileo muriera. Razonó que, como el mercurio es 13,5 veces más denso que el agua, el aire sólo podría elevar el mercurio a 1/13,5 veces la altura a la que elevaba el agua —unos 760 milímetros—. Torricelli consiguió un tubo de cristal grueso de alrededor de un metro de largo cerrado por el fondo y abierto por arriba, e hizo un experimento sencillo. Rellenó el tubo de mercurio hasta el borde, cubrió la abertura superior con un tapón, puso el tubo cabeza abajo, lo colocó en un recipiente con mercurio y sacó el tapón. Un poco de mercurio salió del tubo y se derramó en la vasija. Pero, como Torricelli había predicho, quedaron 760 milímetros de mercurio en el tubo.

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