A finales del siglo XIX, los físicos creían que lo tenían todo a la vez. Toda la electricidad, todo el magnetismo, toda la luz, toda la mecánica, todas las cosas en movimiento, y además toda la cosmología y la gravedad: todo se conocía gracias a unas cuantas ecuaciones sencillas. Respecto a los átomos, la mayoría de los químicos pensaban que se trataba de un tema casi cerrado. Estaba la tabla periódica de los elementos. El hidrógeno, el helio, el carbono, el oxígeno y demás eran elementos indivisibles, cada uno con su propio átomo, invisible e indivisible.
Había
en el cuadro algunas grietas misteriosas. El Sol, por ejemplo, era desconcertante. Basándose en las creencias por entonces corrientes en la química y en la teoría atómica, el científico británico lord Rayleigh calculó que el Sol debería haber consumido todo su combustible en 30.000 años. Los científicos sabían que el Sol era mucho más viejo. El asunto ese del éter planteaba también problemas. Sus propiedades mecánicas tenían que ser verdaderamente extrañas: había de ser transparente del todo y capaz de deslizarse entre los átomos de la materia sin perturbarlos, y sin embargo tenía que ser tan rígido como el acero para aguantar la velocidad enorme de la luz. Pero se esperaba que esos y otros misterios se resolverían a su debido tiempo. Si yo hubiese enseñado en 1890, a lo mejor habría estado tentado de decirles a mis alumnos que se buscasen otra disciplina más interesante. Todas las grandes preguntas tenían ya su respuesta. Las cuestiones que aún no se comprendían bien —la energía del Sol, la radiactividad y unos cuantos quebraderos de cabeza más—, bueno, todos creían que más tarde o más temprano sucumbirían ante el poder del monstruo teórico de Newton y Maxwell. A la física la habían empaquetado cuidadosamente en una caja y atado con un lazo.
Entonces, de pronto, a finales del siglo, el paquete entero empezó a desenvolverse. La culpa, como suele pasar, la tuvo la ciencia experimental.
A lo largo del siglo XIX, los físicos se enamoraron de las descargas eléctricas que se producían en los tubos de cristal rellenos de gas cuando se disminuía la presión. Un soplador de vidrio hacía un impecable tubo de cristal de un metro de largo. Dentro del tubo quedaban sellados unos electrodos de metal. El experimentador extraía lo mejor que podía todo el aire del tubo e introducía el gas que se desease (hidrógeno, aire, dióxido de carbono) a baja presión. Cada electrodo se conectaba a una batería externa mediante unos cables y se aplicaban grandes voltajes eléctricos. Entonces, en una sala a oscuras, los investigadores se maravillaban ante el resplandor espléndido que aparecía, cuyo aspecto y tamaño variaba a medida que la presión disminuía. Cualquiera que haya visto un anuncio de neón conoce este tipo de resplandor. Cuando la presión era lo bastante baja, el brillo se convertía en un rayo, que iba del cátodo, el terminal negativo, al ánodo. Como es lógico, se le denominó rayo catódico. Estos fenómenos, de los que hoy sabemos que son bastante complejos, apasionaron a una generación de físicos y profanos interesados de toda Europa.
Los científicos sabían algunos detalles, que daban lugar a controversia, contradictorios incluso, acerca de estos rayos. Llevaban carga negativa. Se movían por líneas rectas. Podían hacer que diese vueltas una rueda de palas encerrada en el tubo. Los campos eléctricos
no
los desviaban. Los campos magnéticos
sí
los desviaban. Un campo magnético hacía que un haz estrecho de rayos catódicos se doblase y describiese un arco circular. Un espesor de metal detenía los rayos, pero atravesaban las hojas metálicas finas.
Son hechos interesantes, pero el misterio fundamental persistía: ¿qué eran esos rayos? A finales del siglo XIX, se hacían dos suposiciones. Algunos investigadores pensaban que los rayos catódicos eran vibraciones electromagnéticas del éter, carentes de masa. No era una suposición mala. Al fin y al cabo, resplandecían como un haz de luz, otro tipo de vibración electromagnética. Y era obvio que la electricidad, que es una forma de electromagnetismo, tenía algo que ver con los rayos.
Otro bando creía que los rayos eran una forma de materia. Según una buena suposición, se componían de moléculas del gas presente en el tubo que habían cogido de la electricidad una carga. Otra hipótesis era que los rayos catódicos estaban hechos de una forma nueva de materia, de pequeñas partículas que hasta entonces no se habían aislado. Por una serie de razones, se «mascaba» la idea de que había un portador básico de la carga. Nos iremos de la lengua ahora mismo. Los rayos catódicos ni eran vibraciones electromagnéticas ni eran moléculas de gas.
Si Faraday hubiese vivido a finales del siglo XIX, ¿qué habría dicho? Las leyes de Faraday daban a entender con fuerza que había «átomos de electricidad». Como recordaréis, realizó algunos experimentos similares, sólo que él hizo que la electricidad pasase por líquidos en vez de por gases y obtuvo iones, átomos cargados. Ya en 1874, George Johnstone Stoney, físico irlandés, había acuñado la palabra «electrón» para referirse a la unidad de electricidad que se pierde cuando un átomo se convierte en un ión. Si Faraday hubiera visto un rayo catódico, quizá, (dentro de sí, habría sabido que estaba observando a los electrones en acción.
Puede que algunos científicos de este periodo sospechasen intensamente que los rayos catódicos eran partículas; quizá unos cuantos creyesen que por fin habían dado con el electrón. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo probarlo? En el intenso periodo anterior a 1895, muchos investigadores destacados de Inglaterra, Escocia, Alemania y los Estados Unidos estudiaron las descargas eléctricas. Quien dio con el filón fue un inglés llamado J. J. Thomson. Otros anduvieron cerca. Nos fijaremos en dos de ellos y en lo que hicieron, sólo para que se vea lo despiadadamente cruel que es la vida científica.
El tipo que estuvo más cerca de ganar a Thomson fue Emil Weichert, físico prusiano. Exhibió su técnica a quienes asistieron a una de sus disertaciones en enero de 1887. Su tubo de cristal tenía unos cuarenta centímetros de largo y siete de ancho. Los luminosos rayos catódicos eran fácilmente visibles en una sala en penumbra.
Si queréis meter en el redil a una partícula, deberéis dar su carga (
e
) y su masa (
m
). Para solventar este problema, muchos investigadores recurrieron, cada uno por su lado, a una técnica inteligente: someter el rayo a unas fuerzas eléctricas y magnéticas conocidas, y medir su reacción. Recordad
F = ma
. Si los rayos estaban compuestos de verdad de partículas cargadas eléctricamente, la fuerza que experimentarían dependería de la cantidad de carga (
e
) que llevasen. La reacción quedaría amortiguada por su masa inercial (
m
). Por desgracia, pues, el efecto que se podía medir era el cociente de esas dos magnitudes, la razón e / m. En otras palabras, los investigadores no podían hallar los valores individuales de
e
o de
m
, sólo un número igual a uno de ellos dividido por el otro. Veamos un ejemplo sencillo. Se os da el número 21 y se os dice que es el cociente de dos números. El 21 es sólo una pista. Los dos números que buscáis podrían ser 21 y 1, 63 y 3, 7 y 1/3, 210 y 10, ad infinitum. Pero si tenéis una idea de cuál es uno de los números, podréis deducir el segundo.
En busca de
e / m
, Weichert puso su tubo en el entrehierro de un imán, que arqueó el haz de luz. El imán empuja la carga eléctrica de las partículas; cuanto más lentas sean, menos le costará al imán hacer que describan un arco de círculo. Una vez supo cuál era la velocidad, la desviación de las partículas por el imán le dio un valor bueno de
e / m
.
Weichert sabía que, si hacía una suposición justificada del valor de la carga eléctrica, podría deducir la masa aproximada de la partícula. Concluía: «No se trata de los átomos conocidos en química, pues la masa de estas partículas móviles [los rayos catódicos] resulta ser de unas 2.000 a unas 4.000 veces menor que el átomo químico más ligero que se conoce, el de hidrógeno». Weichert casi dio en el blanco. Sabía que estaba buscando algún tipo nuevo de partícula. Estuvo cerquísima de su masa. (La masa del electrón es 1.837 veces menor que la del hidrógeno.) Entonces, ¿por qué Thomson es famoso y Weichert una nota a pie de página? Porque sólo presupuso (conjeturó) el valor de la carga; no tenía pruebas observacionales al respecto. Además, Weichert se distrajo con un cambio de puesto y porque repartía su interés con la geofísica. Fue un científico que llegó a la conclusión correcta pero no tenía todos los datos. ¡No hay puro, Emil!
El segundo clasificado fue Walter Kaufmann, de Berlín. Llegó a la línea de meta en abril de 1897, y su debilidad fue la contraria de la que padecía Weichert. Sus cartas eran unos datos buenos y un pensamiento malo. También dedujo e / m mediante el uso de campos magnéticos y eléctricos, pero llevó el experimento un importante paso más allá. Le interesaba en especial cómo cambiaría el valor de
e / m
al cambiar la presión y el gas —aire, hidrógeno, dióxido de carbono— que rellenaba el tubo. Al contrario que Weichert, Kaufmann pensaba que las partículas de los rayos catódicos eran simplemente átomos cargados del gas que había en el tubo, así que, según el gas que se usase, deberían tener una masa diferente. Sorpresa: descubrió que
e / m
no cambia. Le salía siempre el mismo número, no importaba cuál fuese el gas, cuál la presión. Kaufmann se quedó perplejo y perdió el barco. Una pena, pues sus experimentos eran muy elegantes. Consiguió un valor de
e / m
mejor que el del campeón, J. J. Es una cruel ironía de la ciencia que no se percatase de lo que sus datos le estaban diciendo a gritos: ¡tus partículas son una forma nueva de materia,
dummkopf!
Y son constituyentes universales de todos los átomos; por eso,
e / m
no cambia.
Joseph John Thomson (1856-1940) empezó en la física matemática, y se sorprendió cuando, en 1884, se le nombró profesor de física experimental del famoso Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge. Sería curioso saber si realmente quería ser experimentador. Era célebre su torpeza con los aparatos experimentales, pero tuvo la suerte de contar con unos ayudantes excelentes que podían ejecutar sus órdenes y mantenerle lejos de tanto cristal quebradizo.
En 1896 Thomson se propone conocer la naturaleza de los rayos catódicos. En un extremo de los cuarenta centímetros de largo del tubo de cristal, el cátodo emite sus rayos misteriosos. Se dirigen hacia un ánodo en el que se ha hecho un agujero por el que pasan los rayos (léase los electrones). El haz estrecho que se forma así sigue hasta el final del tubo, donde da en una pantalla fluorescente, sobre la que produce una pequeña mancha verde. La siguiente sorpresa de Thomson consiste en introducir en el tubo de cristal un par de placas de unos quince centímetros de largo. El haz del cátodo pasa por la ranura entre ambas placas, que Thomson ha conectado a una batería, con lo que se crea un campo eléctrico perpendicular al rayo catódico. Esa es la región de desviación.
Si el haz se mueve en respuesta al campo, es que lleva una carga eléctrica. Si, por otra parte, los rayos catódicos son fotones —partículas de luz—, ignorarán las placas de desviación y seguirán su camino en línea recta. Thomson, gracias a una batería muy potente, ve que la mancha de la pantalla fluorescente se mueve hacia abajo cuando la placa de arriba es negativa y hacia arriba cuando es positiva. Prueba, por lo tanto, que los rayos están cargados. Dicho sea de paso, si las placas desviadoras tienen un voltaje alterno (varían rápidamente de más a menos, de menos a más), la mancha verde se desplazará hacia arriba y hacia abajo deprisa y se creará una línea verde. Este es el primer paso hacia el tubo de televisión y ver a Dan Rather en las noticias de noche de la CBS.
Pero es 1896, y Thomson piensa en otras cosas. Como se sabe la fuerza (la intensidad del campo eléctrico), será fácil, si se ha podido determinar la velocidad de los rayos catódicos, calcular, con una sencilla mecánica newtoniana, a qué velocidad deberá moverse la mancha. En este punto, Thomson usa una treta. Coloca un campo magnético alrededor del tubo en una dirección tal que la desviación magnética anule exactamente la eléctrica. Como esta fuerza magnética depende de la velocidad desconocida, le basta leer la intensidad del campo eléctrico y del campo magnético para deducir el valor de la velocidad. Determinada la velocidad, podemos volver a comprobar la desviación del rayo en los campos eléctricos. Se obtiene un valor preciso de
e / m
, la razón de la carga eléctrica que transporta el rayo catódico dividida por su masa.
Trabajosamente, Thomson aplica campos, mide desviaciones, las anula, mide los campos y le salen números para
e / m
. Como Kaufmann, comprueba sus resultados cambiando el material del cátodo —aluminio, platino, cobre, latón— y repitiendo el experimento. Siempre sale el mismo número. Cambia el gas del tubo: aire, hidrógeno, dióxido de carbono. El mismo resultado. Thomson no repite el error de Kaufmann. Llega a la conclusión de que los rayos catódicos no son moléculas de gas cargadas, sino partículas fundamentales que han de formar parte de toda materia.
No satisfecho con que esto fuese prueba suficiente, ataca de nuevo y aplica la idea de la conservación de la energía. Captura los rayos catódicos con un bloque metálico. Se sabe su energía; es, simplemente, la energía eléctrica que imparte a las partículas el voltaje de la batería. Mide el calor engendrado por los rayos catódicos, y observa que al relacionar la energía que adquieren los hipotéticos electrones con la energía que se genera en el bloque sale la razón e / m. En una larga serie de experimentos, Thomson obtiene un valor de e / m (2,0 × 10¹¹ culombios por kilogramo), que no difiere mucho de su primer resultado. En 1897 anuncia el resultado: «Tenemos en los rayos catódicos materia en un estado nuevo, estado en el que la subdivisión de la materia se lleva mucho más lejos que en el estado gaseoso ordinario». Esta «subdivisión de la materia» es un ingrediente de toda la materia y parte de la «sustancia con que están hechos los elementos químicos».
¿Qué nombre darle a esta nueva partícula? La palabra de Stoney «electrón» estaba a mano, así que con «electrón» se quedó. Thomson disertó y escribió sobre las propiedades corpusculares de los rayos catódicos desde abril hasta agosto de 1897. A esto se le llama mercadotecnia de los resultados que uno ha obtenido.