Quedaba un problema por resolver: los valores separados de
e
y
m
. Thomson se encontraba en el mismo atolladero que Weichert unos pocos años antes. Hizo algo inteligente. Como veía que la e / m de la nueva partícula era unas mil veces mayor que la del hidrógeno, el más ligero de todos los átomos químicos, o la e del electrón era mucho mayor o su m mucho menor. ¿Qué era: la
e
grande o la
m
pequeña? Intuitivamente, se quedó con la
m
pequeña. Valiente elección, pues con ella suponía que la nueva partícula tenía una masa minúscula, mucho más pequeña que la del hidrógeno. Recordad que la mayoría de los físicos y de los químicos todavía creía que el átomo químico era el
á-tomo
indivisible. Thomson decía ahora que el resplandor de su tubo probaba que había un ingrediente universal, un constituyente menor de todos los átomos químicos.
En 1898, Thomson se dedicó a medir la carga eléctrica de sus rayos catódicos, con lo que indirectamente medía también su masa. Empleó una técnica nueva, la cámara de niebla, inventada por un alumno suyo, el escocés C. T. R. Wilson, para estudiar las propiedades de la lluvia, bien no escaso en Escocia. La lluvia se produce cuando el vapor de agua se condensa sobre el polvo y forma gotas. Cuando el aire está limpio, los iones cargados eléctricamente pueden desempeñar el papel del polvo, y eso es lo que pasa en la cámara de niebla. Thomson medía la carga total de la cámara con una técnica electrométrica y determinaba la carga individual de cada gotita contándolas y dividiendo el total.
Tuve que construir una cámara de niebla de Wilson para mi tesis doctoral, y desde entonces las odio, y odio a Wilson, y a cualquiera que haya tenido algo que ver con este aparato terco como una mula que siempre te lleva la contraria. Que Thomson obtuviera el valor correcto de
e
y midiese, pues, la masa del electrón es milagroso. Y eso no es todo. Durante el proceso completo de caracterización de la partícula su dedicación no pudo ceder en un instante. ¿Cómo sabe el campo eléctrico? ¿Lee la etiqueta de la batería? No hay etiquetas. ¿Cómo sabe el valor preciso de su campo magnético, a fin de medir la velocidad? ¿Cómo mide la corriente? Leer una aguja en un contador tiene sus problemas. La aguja es un poco gruesa. Puede temblar y moverse. ¿Cómo se calibra la escala? ¿Tiene sentido? En 1897 los patrones absolutos no eran artículos de catálogo. La medición de los voltajes, las corrientes, las temperaturas, las presiones, las distancias, los intervalos de tiempo eran, en cada caso, un problema formidable. Cada una de esas mediciones requería un conocimiento detallado del funcionamiento de la batería, de los imanes, de los aparatos de medida.
Y luego venía el problema político: para empezar, ¿cómo se convence a los poderes de que te den los recursos necesarios para hacer el experimento? Ser el jefe, como Thomson lo era, ayudaba, la verdad. Y me he dejado el problema más crucial de todos; cómo se decide qué experimento hay que hacer. Thomson tenía el talento, el saber hacer político, el vigor para salir adelante donde otros habían fracasado. En 1898 anunció que los electrones son componentes del átomo y que los rayos catódicos son electrones que han sido separados del átomo. Los científicos creían que el átomo carecía de estructura y no se podía partir. Thomson lo había hecho trizas.
Se dividió el átomo, y hallamos nuestra primera partícula elemental, nuestro primer
á-tomo
. ¿Oís esa risa floja?
Algo está pasando aquí.
El qué, no está demasiado claro.
BUFFALO SPRINGFIELD
En la nochevieja de 1999, mientras el resto del mundo se estará preparando para el último suspiro del siglo, los físicos, de Palo Alto a Novosibirsk, de Ciudad del Cabo a Reykiavik, descansarán, exhaustos aún de haber festejado el centenario del descubrimiento del electrón casi dos años atrás (en 1998). A los físicos les encantan las celebraciones. Celebrarán el cumpleaños de cualquier partícula, por oscura que sea. Pero el electrón, ¡caray! Bailarán por las calles.
Descubierto el electrón, en el Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, el lugar donde nació, se solía brindar por él con estas palabras: «¡Por el electrón! ¡Por que nunca sirva para nada!». Mala suerte: hoy, menos de un siglo después, toda nuestra superestructura tecnológica se basa en este pequeño compañero.
Apenas había nacido y ya planteaba problemas. Aún hoy nos deja perplejos. La «imagen» con que se lo representa es una esfera de carga eléctrica que gira deprisa alrededor de un eje y crea un campo magnético. J. J. Thomson luchó vigorosamente por medir la carga y la masa del electrón, pero ahora se conocen ambas magnitudes con un alto grado de precisión.
Veamos ahora los rasgos fantasmagóricos que le caracterizan. En el curioso mundo del átomo, se le da al electrón un radio nulo. Ello da lugar a unos cuantos problemas obvios:
Aquí nos topamos de frente con el problema de Boscovich. Boscovich resolvía el problema de las colisiones de los «átomos» convirtiéndolos en puntos, en cosas sin dimensiones. Sus puntos eran literalmente puntos de matemático, pero dejaba que tuvieran propiedades corrientes: la masa y algo a lo que llamamos carga, la fuente de un campo de fuerza. Los puntos de Boscovich eran teóricos, especulativos. Pero el electrón es real. Es probable que sea una partícula puntual, pero con las demás propiedades intactas. Masa, sí. Carga, sí. Espín —giro alrededor de sí mismo—, sí. Radio, no.
Pensad en el gato de Cheshire de Lewis Carroll. Lentamente, el gato de Cheshire desaparece hasta que no queda de él más que la sonrisa. Nada de gato, sólo sonrisa. Imaginaos el radio de un fragmento de carga que se vaya contrayendo poco a poco hasta desaparecer, pero sin que su espín, su carga, su masa y su sonrisa cambien.
Este capítulo trata del nacimiento y del desarrollo de la teoría cuántica. Es la historia de lo que pasa dentro del átomo. Empiezo con el electrón, porque una partícula que gira alrededor de sí misma y tiene masa pero carece de dimensiones es, para la mayoría de las personas, contraria a la intuición. Pensar en semejante cosa viene a ser como hacer flexiones mentales. Podría hacerle un poco de daño al cerebro: habréis de usar ciertos oscuros músculos cerebrales que seguramente no son de mucho uso.
Pero la idea de que el electrón es una masa puntual, una carga puntual, un giro puntual no deja de suscitar problemas conceptuales. La Partícula Divina está íntimamente unida a esta dificultad estructural. Sigue escapándosenos un conocimiento profundo de la masa, y en los años treinta y cuarenta el electrón fue el heraldo de esas dificultades. La medición del tamaño del electrón se convirtió en un trabajo a destajo, y generó doctorados a granel, de Nueva Jersey a Lahore. A lo largo de los años, experimentos cada vez más sensibles dieron números cada vez menores, todos compatibles con un radio nulo. Como si Dios hubiese tomado el electrón en Su mano y lo hubiera comprimido tanto como fuese posible. Con los grandes aceleradores construidos en los años setenta y ochenta, las mediciones fueron cada vez más precisas. En 1990 se midió que el radio era
menor
que 0,000.000.000.000.000.001 centímetros o, en notación científica, 10
−18
centímetros. Este es el mejor «cero» que la física puede ofrecer… por ahora. Si tuviera una buena idea experimental para añadir un cero más, lo dejaría todo e intentaría que se aprobase.
Otra propiedad interesante del electrón es el magnetismo, que se describe con un número, el llamado
factor g
. Por medio de la mecánica cuántica se calcula que el factor g del electrón es:
2 × (1,001159652190)
¡Y qué cálculos! Para llegar a ese número hizo falta que unos teóricos capacitados dedicaran a la tarea años y una impresionante cantidad de tiempo de superordenador. Pero esa era la teoría. Para verificarla, los experimentadores idearon unos ingeniosos métodos a fin de medir el factor g con una precisión equivalente. El resultado:
2 × (1,001159652193)
Como veis, la verificación llega a casi doce decimales. Se trata de una concordancia entre la teoría y el experimento espectacular. Lo que aquí nos importa es que el cálculo del factor g es una derivación de la mecánica cuántica, y en el corazón mismo de la teoría cuántica están las que se conocen como relaciones de incertidumbre de Heisenberg. En 1927 un físico alemán propuso una idea chocante: que es imposible medir
a la vez
la velocidad y la posición de una partícula con una precisión arbitraria. Esta imposibilidad no depende de la brillantez y del presupuesto del experimentador. Es una ley fundamental de la naturaleza.
Y sin embargo, a pesar de que la incertidumbre es uno de los hilos con que se teje la mecánica cuántica, ésta hace como churros predicciones, del estilo del factor g de antes, precisas hasta el undécimo decimal. A primera vista, la mecánica cuántica es una revolución científica que forma la roca madre sobre la que florece la ciencia del siglo XX… y que empieza por una confesión de incertidumbre.
¿De dónde salió esta teoría? Es una buena historia de detectives, y como en todo misterio, hay pistas, unas válidas, otras falsas. Por todas partes hay mayordomos, para confusión de los detectives. Los policías municipales, los del Estado, el FBI chocan, discuten, cooperan, van cada uno por su lado. Hay muchos héroes. Hay golpes y contragolpes. Mi visión será muy parcial, en la esperanza de que podré dar una impresión de cómo evolucionaron las ideas desde 1900 hasta que, en los años treinta, los propios revolucionarios, ya maduros, le pusieron los toques «finales» a la teoría. Pero ¡andad sobre aviso! El micromundo ofende la intuición; las masas, las cargas, los giros puntuales son propiedades de las partículas que en el mundo atómico son experimentalmente coherentes, no magnitudes que podamos ver a nuestro alrededor en el mundo macroscópico normal. Si hemos de seguir siendo amigos hasta el final de este capítulo, habremos de aprender a reconocer las fijaciones que padecemos, debidas a nuestra estrecha experiencia como macrocriaturas. Así que olvidaos de la normalidad; esperad lo que os choque, lo que no os podréis creer. Niels Bohr, uno de los fundadores, decía que quien no quede conmocionado por la teoría cuántica es que no la entiende. Richard Feynman aseguraba que nadie entiende la teoría cuántica. («Entonces, ¿qué esperas de nosotros?», me dicen mis alumnos.) Einstein, Schrödinger y otros buenos científicos no aceptaron jamás lo que se desprendía de la teoría, pero en los años noventa se cree que sin ciertos elementos fantasmagóricos de naturaleza cuántica no cabe comprender el origen del universo.
En el arsenal de armas intelectuales que los exploradores llevaron consigo al nuevo mundo del átomo estaban la mecánica newtoniana y las ecuaciones de Maxwell. Todos los fenómenos macroscópicos parecían estar sujetos a esas síntesis poderosas. Pero los experimentos de la última década del siglo XIX empezaron a poner en apuros a los teóricos. Ya hemos hablado de los rayos catódicos, que condujeron al descubrimiento del electrón. En 1895 Wilhelm Roentgen descubrió los rayos X. En 1896 Antoine Becquerel descubrió por casualidad la radiactividad al guardar en un cajón unas placas fotográficas cerca de un poco de uranio. La radiactividad, llevó pronto al concepto de
vida media
. La materia radiactiva se desintegra en unos tiempos característicos cuyo promedio cabía medir, pero la desintegración de un átomo concreto era impredecible. ¿Qué quería decir esto? Nadie lo sabía. La verdad era que todos esos fenómenos desafiaban la explicación por medios clásicos.
Los físicos empezaban también a estudiar en profundidad las propiedades de la luz. Newton, con un prisma de cristal, había mostrado que, cuando se desplegaba la luz blanca en su composición espectral, donde los colores van del rojo en un extremo del espectro al violeta en el otro según una gradación continua, se reproducía el arco iris. En 1815 Joseph von Fraunhofer, artesano muy hábil, refinó mucho el sistema óptico que se utilizaba para observar los colores que salían del prisma: al mirar por un pequeño telescopio, la gama de colores se distinguía con perfecta nitidez. Con este instrumento —¡bingo!— Fraunhofer hizo un descubrimiento. Sobre los espléndidos colores del espectro solar se veía una serie de finas rayas oscuras, que parecían estar irregularmente espaciadas. Fraunhofer llegó a registrar 576 de esas líneas. ¿Qué significaban? En los tiempos de Fraunhofer se sabía que la luz era un fenómeno ondulatorio. Más tarde, James Clerk Maxwell mostraría que las ondas de luz son campos eléctricos y magnéticos, y que la distancia entre las crestas de la onda, la longitud de onda, es un parámetro fundamental que determina el color.
Al conocer las longitudes de onda, podemos asignar una escala numérica a la banda de colores. La luz visible va del rojo oscuro, a 8.000 unidades angstrom (0,000.08 cm), al violeta brillante, a unas 4.000 unidades angstrom. Con esta escala, Fraunhofer pudo localizar de forma precisa cada una de las finas rayas. Por ejemplo, una línea famosa, la llamada H
α
o «subalfa» (si no os gusta hache subalfa, llamadla Irving), tiene una longitud de onda de 6.562,8 unidades angstrom, en el verde, cerca de la mitad del espectro.
¿Por qué nos interesan esas líneas? Porque en 1859 el físico alemán Gustav Robert Kirchhoff encontró una profunda conexión entre ellas y los elementos químicos. Este personaje calentaba diversos elementos —cobre, carbón, sodio, etcétera— con una llama caliente hasta que se volvían incandescentes, energizaba distintos gases encerrados en tubos y examinaba los espectros de la luz emitida por esos gases encendidos con aparatos visores aún más perfeccionados. Descubrió que cada elemento emitía una serie característica de líneas de color brillantes y muy nítidas, superpuestas a un resplandor más oscuro de colores continuos. Dentro del telescopio había una escala grabada, calibrada en longitudes de onda, de forma que pudiese precisarse la posición de cada línea brillante. Como el espaciamiento de las líneas era distinto para cada elemento, Kirchhoff y su colega, Robert Bunsen, pudieron caracterizar los elementos mediante sus
líneas espectrales
. Kirchhoff necesitaba a alguien que le ayudase a calentar los elementos; ¿quién mejor que el hombre que inventó el mechero Bunsen?) Con un poco de habilidad, los investigadores fueron capaces de identificar las pequeñas impurezas de un elemento químico que hubiera presentes en otro. La ciencia tenía ahora una herramienta para examinar la composición de todo lo que emitiera luz —del Sol, por ejemplo, y, con el tiempo, hasta de las estrellas lejanas—. El descubrimiento de líneas espectrales que no se habían registrado antes fue un filón de elementos nuevos. En el Sol se identificó uno, el helio, en 1878. Pasarían diecisiete años antes de que se descubriese en la Tierra este elemento estelar.