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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (24 page)

BOOK: La partícula divina
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Pero hubo una sorpresa. El mayor descubrimiento de Maxwell fue la velocidad concreta de esas ondas electromagnéticas, que Faraday no había predicho. Maxwell examinó sus ecuaciones y, tras incluir en ellas los números experimentales apropiados, le salió una velocidad de 3 × 10
8
metros por segundo. «
Gor luv a duck!
», dijo, o lo que digan los escoceses cuando se quedan asombrados. Es que 3 × 10
8
metros por segundo es la velocidad de la luz (que se había medido por vez primera hacía unos cuantos años). Como Newton y el misterio de las dos masas nos han enseñado, en la ciencia hay pocas coincidencias verdaderas. Maxwell llegó a la conclusión de que la luz no era sino un caso de onda electromagnética. La electricidad no tenía por qué estar encerrada en los cables, podía diseminarse por el espacio, como la luz. «A duras penas podremos dejar de inferir —escribió Maxwell— que la luz consiste en las ondulaciones transversales del mismo medio que causa los fenómenos eléctricos y magnéticos.» Maxwell abrió la posibilidad, que Einrich Hertz aprovechó, de que su teoría se verificase mediante la generación experimental de ondas electromagnéticas. Quedó para otros, como Guglielmo Marconi y un enjambre de inventores más recientes, desarrollar la segunda «ola» de la tecnología electromagnética: las comunicaciones por radio, radar, televisión, microondas y láser.

Pasa de esta forma. Imaginaos un electrón en reposo. La carga que tiene genera un campo eléctrico en cada parte del espacio, más intenso cerca del electrón, más débil a medida que nos alejarnos. El campo eléctrico «apunta» hacia el electrón. ¿Como sabemos que hay un campo? Es sencillo: poned una carga positiva en cualquier sitio, y sentirá una fuerza que apunta hacia el electrón. Haced ahora que éste se vaya acelerando por un cable. Ocurrirán dos cosas: el campo eléctrico cambiará, no instantáneamente, pero sí tan pronto como la información llegue al punto del espacio donde lo midamos; y como una carga en movimiento
es
una corriente, se creará además un campo magnético.

Apliquémosle ahora unas fuerzas tales al electrón (y a muchos amigos suyos) que oscile por el cable arriba y abajo en un ciclo regular. El
cambio
resultante de los campos eléctricos y magnéticos se propaga desde el cable a una velocidad finita, la de la luz. Eso es una onda electromagnética. Al cable le llamamos a menudo antena; y a la fuerza que mueve al electrón, señal de radiofrecuencia. La señal, por lo tanto, con el mensaje, el que sea, que contenga, se propaga a partir de la antena a la velocidad de la luz. Cuando llega a otra antena, hallará una multitud de electrones, a los que, a su vez, hará que bailen arriba y abajo, creándose así una corriente oscilante que se podrá detectar y convertir en informaciones de vídeo y de audio.

A pesar de su contribución monumental, Maxwell no causó sensación precisamente de la noche a la mañana. Veamos qué dijeron los críticos del tratado de Maxwell:

  • «La concepción es un tanto burda.» (sir Richard Glazebrook)
  • «Una sensación de incomodidad, a menudo incluso de desconfianza se mezcla con la admiración …» (Henri Poincaré)
  • «No prendió en Alemania, e incluso pasó casi desapercibido.» (Max Planck)
  • «Debo decir una cosa acerca de ella [la teoría electromagnética de la luz]. No creo que sea admisible.» (lord Kelvin)

Con reseñas como estas cuesta convertirse en una superestrella. Hizo falta un experimentador para hacer de Maxwell una leyenda, pero no en su propio tiempo, pues, por unos diez años, murió demasiado pronto.

Hertz, al rescate

El verdadero héroe (para este aprendiz de historiador tan tendencioso) es Heinrich Hertz, quien en una serie de experimentos que se prolongaron durante más de diez años (1873-1888) confirmó todas las predicciones de la teoría de Maxwell.

Las ondas tienen una longitud de onda, que es la distancia entre las crestas. Las crestas de las olas en el mar suelen estar separadas de unos seis a nueve metros. Las longitudes de las ondas sonoras son del orden de unos cuantos centímetros. También el electromagnetismo adopta la forma de ondas. La diferencia entre las distintas ondas electromagnéticas —infrarrojas, microondas, rayos X, ondas de radio— estriba sólo en sus longitudes de onda. La luz visible —azul, verde, naranja, roja— cae por la mitad del espectro electromagnético. Las ondas de radio y las microondas tienen longitudes de onda mayores; la luz ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma, más cortas.

Por medio de una bobina de alto voltaje y un dispositivo detector, Hertz halló una forma de generar ondas electromagnéticas y de medir su velocidad. Mostró que esas ondas tenían las mismas propiedades de reflexión, refracción y polarización que las luminosas, y que se podía enfocarlas. A pesar de las malas reseñas, Maxwell tenía razón. Hertz, al someter la teoría de Maxwell a experimentos rigurosos, la aclaró y la simplificó a un «sistema de cuatro ecuaciones», de las que trataremos en un momento.

Tras Hertz, se generalizó la aceptación de las ideas de Maxwell, y el viejo problema de la acción a distancia pasó a mejor vida. Las fuerzas, en forma de campos, se propagaban por el espacio a una velocidad finita, la de la luz. A Maxwell le parecía que necesitaba un medio que soportase los campos eléctricos y magnéticos, así que adoptó la idea de Faraday y Boscovich de un éter que lo impregnaba todo y donde vibraban los campos eléctricos y magnéticos. Lo mismo que el descartado éter de Newton, éste tenía extrañas propiedades, y pronto desempeñaría un papel crucial en la siguiente revolución científica.

El triunfo de Faraday-Maxwell-Hertz supuso otro éxito para el reduccionismo. Las universidades no tenían ya que contratar un profesor de electricidad, un profesor de magnetismo y un profesor de luz, de óptica. Estas tres ramas se habían unificado, y bastaba con cubrir una plaza (y así quedaba más dinero para el equipo de fútbol). Se abarcaba un vasto conjunto de fenómenos, cosas tanto creadas por la ciencia como naturales: motores, generadores y transformadores, la industria de la energía eléctrica entera, la luz solar y la de las estrellas, la radio, el radar y las microondas, la luz infrarroja, la ultravioleta, los rayos X, los rayos gamma y los láseres. La propagación de todas estas formas de radiación queda explicada por las cuatro ecuaciones de Maxwell, que, en su forma moderna y aplicadas a la electricidad en el espacio libre, se escriben:

c s × E = - (δB / δt)

c s × E = - (δE / δt)

s • B = 0

s • E = 0

En estas ecuaciones,
E
representa el campo eléctrico y
B
el magnético;
c
, la velocidad de la luz, es una combinación de magnitudes eléctricas y magnéticas que se pueden medir en la mesa del laboratorio. Observad la simetría de
E
y
B
. No os preocupéis por los garabatos incomprensibles; para nuestros propósitos, los entresijos de estas ecuaciones no son importantes. Lo que importa es la requisitoria científica que dictan: «¡Hágase la luz!».

En todo el mundo hay estudiantes de física e ingeniería que llevan camisetas donde hay escritas esas cuatro concisas ecuaciones. Las originales de Maxwell, sin embargo, no se parecían nada a las que hemos dado. Estas versiones simples son obra de Hertz, un raro ejemplo de alguien que fue algo más que el típico experimentador que de la teoría sólo sabe lo que necesita para ir tirando. Fue excepcional en ambas áreas. Como Faraday, era consciente de que su obra tenía una inmensa importancia práctica, pero no sentía interés por ello. Se lo dejó a mentes científicas menores, a Marconi y Larry King, por ejemplo. La obra teórica de Hertz consistió en buena medida en ponerle orden y claridad a Maxwell, en reducir y divulgar su teoría. Sin los esfuerzos de Hertz, los estudiantes de física habrían tenido que hacer pesas para llevar camisetas tres veces extralargas donde cupiesen las farragosas matemáticas de Maxwell.

Fieles a nuestra tradición y a la promesa que le hicimos a Demócrito, que hace poco nos ha mandado un fax para recordárnoslo, hemos de preguntarle a Maxwell (o a su legado) por los átomos. Ni que decir tiene que creía en su existencia. Fue también el autor de una teoría, que tuvo gran éxito, donde los gases consistían en una asamblea de átomos. Creía, correctamente, que los átomos químicos no eran tan sólo diminutos cuerpos rígidos, sino que tenían alguna estructura compleja. Le venía esta creencia de su conocimiento de los espectros ópticos, que serían, como veremos, importantes en el desarrollo de la teoría cuántica. Maxwell creía, incorrectamente, que sus átomos complejos eran indivisibles. Lo dijo de una bella manera en 1875: «Aunque ha habido catástrofes en el curso de las eras y puede que en los cielos todavía las haya, aunque puede que los sistemas antiguos se disuelvan y surjan otros nuevos de sus ruinas, los [átomos] de los que esos sistemas [la Tierra, el sistema solar y así sucesivamente] están hechos —las piedras angulares del universo material— siempre permanecerán enteros y sin desgaste alguno». Sólo con que hubiera usado las palabras «quarks y leptones» en vez de «átomos»…

El juicio definitivo sobre Maxwell procede otra vez de Einstein, quien afirmaba que la de Maxwell fue la contribución concreta más importante del siglo XIX.

El imán y la bola

Hemos pasado demasiado deprisa sobre algunos aspectos importantes de nuestra historia. ¿Cómo sabemos que los campos se propagan a una velocidad finita? ¿Cómo supieron los físicos del siglo XIX siquiera cuál era la velocidad de la luz? Y ¿cuáles la diferencia entre la acción a distancia instantánea y la reacción diferida?

Imaginaos que hay un electroimán muy poderoso en un extremo de un campo de fútbol y, en el otro extremo, una bola de hierro a la que un fino alambre suspende de un soporte muy alto. La bola se vencerá, poco, muy poco, hacia el imán alejado. Suponed ahora que desconectamos
muy deprisa
la corriente del imán. Las observaciones precisas de la bola y el alambre deberían registrar la reacción, cuando la bola volviese a su posición de equilibrio. Pero ¿es instantánea la reacción? Sí, dicen los de la acción a distancia. El imán y la bola de hierro están estrechamente conectados y, cuando el imán se apaga, la bola empieza
instantáneamente
a retroceder a la posición de desviación nula. «¡No!», dice la gente de la velocidad finita. La información «el imán está apagado, ahora puedes descansar» viaja por el campo a una velocidad definida, con lo que la reacción de la bola se retrasa.

Hoy conocemos la respuesta. La bola tiene que esperar; no demasiado, porque la información viaja a la velocidad de la luz, pero el retraso es medible. En la época de Maxwell este problema era el centro de un encarnizado debate. Estaba en juego la validez del concepto de campo. ¿Por qué no hicieron un experimento y zanjaron la cuestión? Porque la luz es tan rápida que cruzar el campo de fútbol entero le lleva sólo una millonésima de segundo. En el siglo pasado, ese era un lapso de tiempo difícil de medir. Hoy es una cosa corriente medir intervalos mil veces más cortos, así que la propagación a velocidad finita de los campos se calibra con facilidad. Hacemos, por ejemplo, que un rayo láser rebote en un reflector nuevo situado en la Luna y medimos de esa forma la distancia entre la Luna y la Tierra. El viaje de ida y vuelta dura alrededor de 1,0 segundo.

Un ejemplo a mayor escala. El 23 de febrero de 1987, exactamente a las 7:36 de hora universal u hora media de Greenwich, se observó la explosión de una estrella en el cielo meridional. Esta supernova estaba nada menos que en la Gran Nube de Magallanes, un cúmulo de estrellas y polvo que se halla a 160.000 años luz. En otras palabras, la información electromagnética necesitó 160.000 años para ir de la supernova a la Tierra. Y la supernova 87A era una vecina hasta cierto punto cercana. El objeto más distante que se ha observado está a unos 8.000 millones de años luz. Su luz partió hacia nuestro telescopio no mucho después del Principio.

La velocidad de la luz se midió por primera vez en un laboratorio terrestre. Lo hizo Armand-Hippolyte-Louis Fizeau, en 1849. Como no había osciloscopios ni relojes gobernados por cristal utilizó una ingeniosa disposición de espejos (que extendían el camino recorrido por la luz) y una rueda dentada rotatoria. Si sabemos a qué velocidad gira la rueda y su radio, sabremos calcular el tiempo en que un diente reemplaza a un hueco. Podremos ajustar la velocidad de rotación de forma que ese tiempo sea precisamente el tiempo que tarda la luz en ir del hueco al espejo lejano y volver al hueco y pasar por él hasta el ojo de M. Fizeau.
Mon Dieu! ¡Lo veo!
Acelérese entonces la rueda poco a poco hasta que el rayo quede bloqueado. Eso es. Ahora sabemos la distancia que ha recorrido el haz —de la fuente de luz por el hueco hasta el espejo y de vuelta al diente de la rueda— y el tiempo que le ha llevado hacerlo. Trajinando con este montaje consiguió Fizeau su famoso número: 300 millones (3 × 10
8
) de metros por segundo.

No deja de sorprenderme la hondura filosófica de estos tipos del renacimiento electromagnético. Oersted creía (al contrario que Newton) que todas las fuerzas de la naturaleza (las de entonces: la gravedad, la electricidad y el magnetismo) eran manifestaciones diferentes de una sola fuerza primordial. ¡Es taaaan moderno! Los esfuerzos de Faraday por establecer la simetría de la electricidad y el magnetismo invocan la herencia griega de la simplicidad y la unificación, 2 de los 137 objetivos del Fermilab para la década de los años noventa.

¿La hora de volver a casa?

En estos dos últimos capítulos hemos cubierto más de trescientos años de física clásica, de Galileo a Hertz. He dejado fuera a gente muy buena. El holandés Christian Huygens, por ejemplo, nos contó un montón de cosas sobre la luz y las ondas. El francés René Descartes, el fundador de la geometría analítica, fue un destacado defensor del atomismo, pero sus amplias teorías de la materia y la cosmología, aunque imaginativas, no dieron en el blanco.

Hemos considerado la física clásica desde un punto de vista, el de la búsqueda del
á-tomo
de Demócrito, que no es el ortodoxo. Se suele abordar la física clásica como un examen de fuerzas: la gravedad y el electromagnetismo. Como ya hemos visto, la gravedad deriva de la atracción entre las masas. En la electricidad, Faraday reconoció un fenómeno diferente; la materia aquí no cuenta, dijo. Fijémonos en los campos de fuerza. Claro está, en cuanto se tiene una fuerza hay que recurrir a la segunda ley de Newton (
F = ma
) para hallar el movimiento resultante, y entonces sí que importa la masa inercial. El enfoque adoptado por Faraday de que la materia no contase parte de una intuición de Boscovich, pionero del atomismo. Y, claro, Faraday dio los primeros indicios de que había «átomos de la electricidad». Puede que se suponga que uno no debe mirar la historia de la ciencia de esta manera, como la persecución de un concepto, el de partícula última. Y, sin embargo, ahí está, bajo la superficie de las vidas intelectuales de muchos de los héroes de la física.

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