Entonces, ¿qué hacemos con toda esa energía? La teoría cuántica exige que, para estudiar cosas cada vez menores, los aceleradores sean cada vez más potentes. Esta es una tabla de la energía aproximada que hace falta para descerrajar varias estructuras interesantes:
Energía (aproximada) | Estructura | Tamaño |
---|---|---|
0,1 eV | Molécula, átomo grande | 10 −8 metros |
1,0 eV | Átomo | 10 −9 m |
1.000 eV | Región atómica central | 10 −11 m |
1 MeV | Núcleo gordo | 10 −14 m |
100 MeV | Región central del núcleo | 10 −15 m |
1 GeV | Neutrón o protón | 10 −16 m |
10 GeV | Efectos de quark | 10 −17 m |
100 GeV | Efectos de quark | 10 −18 m (con más detalle) |
10 TeV | Partícula Divina | 10 −20 m |
Observad lo predeciblemente que la energía necesaria aumenta a medida que el tamaño disminuye. Observad, además, que para estudiar los átomos sólo hace falta 1 eV, pero se necesitan 10.000 trillones de eV para empezar a estudiar los quarks.
Los aceleradores son como los microscopios que utilizan los biólogos, sólo que para estudiar cosas muchísimo menores. Los microscopios corrientes iluminan con luz la estructura de, digamos, los glóbulos rojos de la sangre. Los microscopios electrónicos, tan queridos por los cazadores de microbios, son más poderosos precisamente porque los electrones tienen mayor energía que la luz del microscopio óptico. Gracias a las longitudes de onda más cortas de los electrones, los biólogos pueden «ver» y estudiar. Es la longitud de onda del objeto que bombardea la que determina el tamaño de lo que podemos «ver» y estudiar. En la teoría cuántica sabemos que a medida que la longitud de onda se hace más corta la energía aumenta; nuestra tabla no hace otra cosa que demostrar esa conexión.
En 1927, Rutherford, en un discurso dado en la Royal Society Británica, expresó su esperanza de que un día los científicos hallasen una forma de acelerar las partículas cargadas hasta energías mayores que las proporcionadas por la desintegración radiactiva. Previó que se inventarían máquinas capaces de generar muchos millones de voltios. Había, aparte de la pura energía, una razón para construir máquinas así. A los físicos les hacía falta disparar un número mayor de proyectiles a un blanco dado. Las fuentes de partículas alfa que proporciona la naturaleza no eran precisamente boyantes: se podían dirigir hacia un blanco de un centímetro cuadrado menos de un millón de partículas por segundo. Un millón parece mucho, pero los núcleos ocupan sólo una centésima de una millonésima del área del blanco. Hacen falta al menos mil veces más partículas aceleradas (1.000 millones) y, como ya se ha dicho, mucha más energía, muchos millones de voltios (los físicos no estaban seguros de cuántos), para sondear el núcleo. A finales de los años veinte, esta tarea parecía poco menos que imponente, pero los físicos de muchos laboratorios se pusieron a trabajar en el problema. A partir de ahí vino una carrera hacia la creación de máquinas que acelerasen el enorme número de partículas requerido hasta al menos un millón de voltios. Antes de examinar los avances de la técnica de los aceleradores, deberíamos hablar de algunos conceptos básicos.
No es difícil explicar la física de la aceleración de partículas (¡prestad atención!). Conectad los bornes de una batería DieHard a dos placas metálicas (las llamaremos terminales), separadas, por ejemplo, unos treinta centímetros. A este montaje se le llama el hueco. Encerrad los dos terminales en un recipiente del que se haya extraído el aire. Organizad el equipo de forma que una partícula cargada eléctricamente —los electrones y los protones son los proyectiles primarios— pueda moverse con libertad a través del hueco. Un electrón, con su carga negativa, correrá satisfecho hacia el terminal positivo y ganará una energía de (mirad la etiqueta de la batería) 12 eV. El hueco, pues, produce una aceleración. Si el terminal metálico positivo es una rejilla en vez de una placa sólida, la mayoría de los electrones lo atravesarán y se creará un haz directo de electrones de 12 eV. Ahora bien, un electronvoltio es una unidad de energía pequeñísima. Lo que hace falta es una batería de 1.000 millones de voltios, pero Sears no trabaja ese artículo. Para conseguir grandes voltajes es necesario ir más allá de los dispositivos químicos. Pero no importa lo grande que sea un acelerador; hablemos de un Cockcroft-Walton de los años veinte o del Supercolisionador de 87 kilómetros de circunferencia, el mecanismo básico es el mismo: el hueco a través del cual las partículas ganan energía.
El acelerador toma partículas normales, respetuosas de la ley, y les da una energía extra. ¿De dónde sacamos las partículas? Los electrones son fáciles de obtener. Calentamos un cable hasta la incandescencia y los electrones manan. Tampoco cuesta conseguir los protones. El protón es el núcleo del átomo de hidrógeno (los núcleos de hidrógeno no tienen neutrones), así que lo único que hace falta es gas hidrógeno del que está a la venta. Se pueden acelerar otras partículas, pero tienen que ser estables —es decir, sus vidas medias han de ser largas— porque el proceso de aceleración lleva tiempo. Y han de tener carga eléctrica, pues está claro que el hueco no funciona con una partícula neutra. Los candidatos principales a ser acelerados son los protones, los antiprotones, los electrones y los positrones (los antielectrones). También se pueden acelerar núcleos más pesados, los deuterones y las partículas alfa, por ejemplo; tienen usos especiales. Una máquina inusual que se está construyendo en Long Island, Nueva York, acelerará los núcleos de uranio hasta miles de millones de electrón volts.
¿Qué hace el proceso de aceleración? La respuesta sencilla, pero incompleta, es que acelera a las afortunadas partículas. En los primeros tiempos de los aceleradores, esta explicación funcionó muy bien. Una descripción mejor es que eleva la
energía
de las partículas. A medida que los aceleradores se hicieron más poderosos, pronto consiguieron velocidades cercanas a la suprema: la de la luz. La teoría de la relatividad especial de Einstein de 1905 afirma que nada puede viajar más deprisa que la luz. A causa de la relatividad, el concepto de «velocidad» no es muy útil. Por ejemplo, una máquina podría acelerar los protones a, digamos, el 99 por 100 de la velocidad de la luz, y una mucho más cara, construida diez años después, llegaría al 99,9 por 100. Un montón. ¡Vete a explicárselo al congresista que votó por semejante rosquilla sólo para conseguir otro 0,9 por 100!
No es la velocidad la que afila el cuchillo de Demócrito y ofrece nuevos dominios de observación. Es la energía. Un protón a un 99 por 100 de la velocidad de la luz tiene una energía de unos 7 GeV (el Bevatrón de Berkeley, 1955), mientras que uno a un 99,95 por 100 la tiene de 30 GeV (Brookhaven AGS, 1960) y uno a 99,999 por 100, de 200 GeV (Fermilab, 1972). Así que la relatividad de Einstein, que rige la manera en que la velocidad y la energía cambian, hace que sea ocioso hablar de la velocidad. Es la energía lo que importa. Una propiedad relacionada con ella es el momento, que para una partícula de alta energía se puede considerar una energía dirigida. Dicho sea de paso, la partícula acelerada se vuelve también más pesada a causa de
E = mc²
. En la relatividad, una partícula en reposo aún tiene una energía dada por
E = m
0
c²
, donde
m
0
se define como la «masa en reposo» de la partícula. Cuando se acelera la partícula, su energía,
E
, y por lo tanto su masa crecen. Cuanto más cerca se esté de la velocidad de la luz, más pesada se vuelve y por consiguiente más difícil es aumentar su velocidad. Pero la energía sigue creciendo. La masa en reposo del protón es alrededor de 1 GeV, lo que viene muy bien. La masa de un protón de 200 GeV es más de doscientas veces la del protón que reposa cómodamente en la botella de gas hidrógeno. Nuestro acelerador es en realidad un «ponderador».
Ahora bien, ¿cómo usamos esas partículas? Dicho con sencillez, las obligamos a que produzcan colisiones. Como este es el proceso central gracias al que podemos aprender acerca de la materia y la energía, debemos entrar en detalles. Está bien olvidarse de las distintas peculiaridades de la maquinaria y de la manera en que se aceleran las partículas, por interesantes que puedan ser. Pero acordaos de esta parte. El meollo del acelerador está por completo en la colisión.
Nuestra técnica de observar y, al final, de conocer el mundo abstracto del dominio subnuclear es similar a la manera en que conocemos cualquier otra cosa, un árbol, por ejemplo. ¿Cuál es el proceso? Para empezar, nos hace falta luz. Usemos la del Sol. El flujo de fotones que viene del Sol se dirige hacia el árbol y se refleja en las hojas y en la corteza, en las ramas grandes y en las pequeñas, y nuestro ojo recoge una fracción de esos fotones. El objeto, podemos decir, dispersa los fotones hacia el detector. La lente del ojo detecta los fotones y clasifica las distintas cualidades: el color, el matiz, la intensidad. Se organiza esta información y se envía al procesador en línea, el lóbulo occipital del cerebro, que se especializa en los datos visuales. Al final, el procesador fuera de línea llega a una conclusión: «¡Por Júpiter, un árbol! ¡Qué bonito!».
Puede que la información que llega al ojo haya sido filtrada por gafas, para ver o de sol, lo que añade distorsión a la que el ojo introduce de por sí. Toca al cerebro corregir esas distorsiones. Reemplacemos el ojo por una cámara, y ahora, una semana después, con un grado mayor de abstracción, se ve el árbol proyectado en un pase de diapositivas familiares. O una grabadora de vídeo puede convertir los datos ofrecidos por los fotones dispersados en una información electrónica digital: ceros y unos. Para aprovechar esto, se pone en funcionamiento mediante la televisión, que reconvierte la señal digital en analógica, y un árbol aparece en la pantalla. Si se quisiera enviar «árbol» a nuestros colegas científicos del planeta Uginza, puede que no se convirtiese la información digital en analógica, pero aquélla transmitiría, con la máxima precisión, la configuración a la que los terráqueos llamamos árbol.
Por supuesto, las cosas no son tan simples en un acelerador. Las partículas de tipos diferentes se usan de maneras diferentes. Pero todavía podemos llevar la metáfora otro paso adelante para las colisiones y dispersiones nucleares. Los árboles se ven de forma diferente por la mañana, al mediodía, al ponerse el sol. Cualquiera que haya visto los numerosos cuadros que Monet pintó de la fachada de la catedral de Ruán a diferentes horas del día sabe hasta qué punto la cualidad de la luz establece diferencias. ¿Cuál es la verdad? Para el artista la catedral tiene muchas verdades. Cada una reverbera en su propia realidad: la luz neblinosa de la mañana, los duros contrastes del sol al mediodía o el rico resplandor del final de la tarde. A cada una de esas luces se exhibe un aspecto diferente de la verdad. Los físicos trabajan con el mismo enfoque. Necesitamos toda la información que podamos obtener. El artista emplea la luz cambiante del sol. Nosotros emplearnos partículas diferentes: un flujo de electrones, un flujo de muones o de neutrinos, a energías siempre cambiantes.
Las cosas son como sigue.
De una colisión se
sabe
qué entra y qué sale (y cómo sale). ¿Qué pasa en el minúsculo volumen de la colisión? La desquiciadora verdad es que no podemos verlo. Es como si una caja negra cubriese la región de colisión. En el mundo cuántico, fantasmagórico, lleno de reflejos, los detalles mecánicos internos de la colisión no son observables —apenas si somos capaces siquiera de imaginarlos—. Lo que tenemos es un modelo de las fuerzas que actúan y, donde sea pertinente, de la estructura de los objetos que chocan. Vemos qué entra y qué sale, y preguntamos si nuestro modelo de lo que hay en la caja predice los patrones.
En un programa educativo del Fermilab para niños de diez años les hacemos afrontar ese problema. Les damos una caja cuadrada vacía para que la midan, la meneen, la pesen. Ponemos a continuación algo dentro de la caja, un bloque de madera, por ejemplo, o tres bolas de acero. Pedimos entonces a los estudiantes que otra vez pesen, meneen, inclinen y escuchen, y que nos digan todo lo que puedan acerca de los objetos: el tamaño, la forma, el peso… Es una metáfora instructiva de nuestros experimentos de dispersión. Os sorprendería cuán a menudo aciertan los chicos.
Pasemos a los adultos y a las partículas. Supongamos que se quiere descubrir el tamaño de los protones. Tomémosle la idea a Monet: mirémoslos bajo diferentes formas de luz. ¿Podrían los protones ser puntos? Para saberlo, los físicos golpearon los protones con otros protones de una energía muy baja con el objeto de explorar la fuerza electromagnética entre los dos objetos cargados. La ley de Coulomb dice que esta fuerza se extiende al infinito, disminuyendo su intensidad con el cuadrado de la distancia. El protón que hace de blanco y el acelerado están, claro, cargados positivamente, y como las cargas iguales se repelen, el protón blanco repele sin dificultad al protón lento, que no llega nunca a acercarse demasiado. Con este tipo de «luz», el protón parece, en efecto, un punto, un punto de carga eléctrica. Así que aumentemos la energía de los protones acelerados. Ahora, las desviaciones en los patrones de dispersión de los protones indican que van penetrando con la hondura suficiente para tocar la llamada interacción fuerte, la fuerza de la que ahora sabemos que mantiene unidos a los constituyentes del protón. La interacción fuerte es cien veces más intensa que la fuerza eléctrica de Coulomb, pero, al contrario que ésta, su alcance no es en absoluto infinito. Se extiende sólo hasta una distancia de unos 10
−13
centímetros, y luego cae deprisa a cero.
Al incrementar la energía de la colisión, desenterramos más y más detalles de la interacción fuerte. A medida que aumenta la energía, la longitud de onda de los protones (acordaos de De Broglie y Schrödinger) se encoge. Y, como hemos visto, cuanto menor sea la longitud de onda, más detalles cabe discernir en la partícula que se estudie.