La partícula divina (48 page)

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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
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Cuando Lee y Yang pusieron en entredicho la validez de la conservación de la paridad en el verano de 1956, Wu se puso manos a la obra casi inmediatamente. Seleccionó como objeto de su estudio el núcleo radiactivo del inestable cobalto 60, que se convierte espontáneamente en un núcleo de níquel, un neutrino y un electrón positivo (un positrón). Lo que uno «ve» es que el núcleo de cobalto dispara súbitamente un electrón positivo. Esta forma de radiactividad recibe el nombre de desintegración beta, porque a los electrones, negativos o positivos, emitidos durante el proceso se los llamaba originalmente partículas beta. ¿Por qué pasa esto? Los físicos lo llaman interacción débil, y se refieren con ello a una fuerza que opera en la naturaleza y genera esas reacciones. Las fuerzas no sólo empujan y tiran, atraen y repelen, sino que son también capaces de generar cambios de especie, como el proceso en el que el cobalto se convierte en níquel y emite leptones. Desde los años treinta se ha atribuido un gran número de reacciones a la interacción débil. El gran italo-norteamericano Enrico Fermi fue el primero que dio forma matemática a la interacción débil, y gracias a ello predijo muchos detalles de reacciones del estilo de la que sufre el cobalto 60.

Lee y Yang, en un artículo que publicaron en 1956 titulado «La cuestión de la conservación de la paridad en la interacción débil», eligieron unas cuantas reacciones y examinaron las consecuencias experimentales que tenía la posibilidad de que la paridad —la simetría especular— no fuese respetada por la fuerza débil. Les interesaban las direcciones en que sale disparado de un núcleo con espín el electrón emitido. Si el electrón prefiere una dirección sobre otras, sería como si se vistiese al núcleo con camisas abotonadas. Se podría decir cuál era el experimento real, cuál la imagen en el espejo.

¿Qué diferencia hay entre una gran idea y un trabajo científico rutinario? Preguntas análogas pueden formularse acerca de un poema, una pintura, una pieza musical; en realidad, balbuceos, bocas abiertas que no saben qué decir, hasta citaciones judiciales. En el caso de las artes, es la prueba del tiempo lo que al final decide. En la ciencia, el experimento determina si una idea es «correcta». Si es brillante, se abre una nueva área de investigación y muchas cuestiones viejas pasan a mejor vida.

La mente de T. D. Lee trabajaba de formas sutiles. Al pedir una comida o comentar una vieja cerámica china o la capacidad de un estudiante, ni una de sus observaciones carecía de aristas cortantes, como piedras preciosas talladas. En el artículo de Lee y Yang sobre la paridad (no conocía a Yang tan bien), esta idea cristalina tenía muchas caras limpiamente cortadas. Poner en entredicho una ley de la naturaleza bien establecida requiere lo suyo de bemoles chinos. Lee y Yang se dieron cuenta de que toda la vasta cantidad de datos que había llevado a la «bien establecida» ley de la paridad carecía de importancia por lo que se refería al elemento de la naturaleza que causaba la desintegración radiactiva, la interacción débil. Esta era otra arista brillante y cortante: aquí, por primera vez que yo sepa, se consentía que las diferentes fuerzas de la naturaleza tuvieran leyes de conservación diferentes.

Lee y Yang se remangaron, juntaron el sudor con la inspiración y examinaron un largo número de reacciones que producían desintegraciones radiactivas y con las que se podría poner a prueba la simetría especular. Su artículo proporcionaba unos análisis meticulosamente detallados de las reacciones probables, para que así los estólidos experimentalistas pudiesen comprobar la validez de la simetría especular. Wu ideó una versión de una de ellas, basada en la reacción del cobalto. La clave de su planteamiento era que los núcleos de cobalto —o por lo menos una fracción muy buena de ellos— girasen en el mismo sentido. Esto, argüía Wu, podría garantizarse si se ponía la fuente de cobalto 60 a temperaturas muy bajas. El experimento de Wu era sumamente elaborado y requería un aparato criogénico difícil de encontrar; eso la llevó a la Oficina de Medidas, donde la técnica del alineamiento de espines estaba bien desarrollada.

El penúltimo plato ese viernes fue una gran carpa estofada con una salsa de judías negras con chalotes y puerros. En ese plato fue cuando Lee repitió la información fundamental: el efecto que Wu estaba observando era muy grande, más de diez veces mayor que el esperado. Los datos no eran más que rumores, tentativos, muy preliminares, pero (T. D. me sirvió la cabeza del pez, sabedor de que me gustaban los carrillos) si se trataba de un efecto tan grande, precisamente eso era lo que cabía esperar en el caso de que los neutrinos fueran de dos componentes… Se me escapó el resto de su apasionada disertación porque una idea había empezado a crecer en mi propia cabeza.

Tras la comida había un seminario, algunas reuniones departamentales, un té de sociedad y un coloquio. En todas esas actividades anduve distraído; no me dejaba tranquilo el que Wu hubiese «visto» un «efecto grande». De la charla que en agosto dio Lee en Brookhaven recordaba que se daba por sentado que el eventual efecto de la violación de la paridad en las desintegraciones de los muones y de los piones sería minúsculo.

¿Un efecto grande? Había estudiado en agosto, brevemente, la cadena de desintegraciones «pi-mu» (pión-muón); comprendí que sólo se podría diseñar un experimento razonable si hubiera violación de la paridad en una secuencia de dos reacciones. Estuve recordando los cálculos que habíamos hecho en agosto para decidir si el experimento estaba al borde de tener posibilidades de éxito o caía por debajo de ese borde. Pero si el efecto era grande…

A la seis de la tarde iba en mi coche rumbo al norte, a cenar en casa, en Dobbs Ferry, y luego a un turno nocturno de trabajo con mi alumno graduado, en el cercano Laboratorio de Nevis, en Irvington-on-Hudson. El acelerador de 400 MeV de Nevis era una máquina muy útil para la producción de mesones —unas partículas hasta cierto punto nuevas en los años cincuenta— y el estudio de sus propiedades. En esos días felices había muy pocos mesones de los que ocuparse, y Nevis lo hacía de los piones y de los muones.

Allí teníamos intensos haces de piones que salían de un blanco bombardeado por los protones. Los piones eran inestables, y durante su vuelo desde el blanco, fuera del acelerador, a través del muro de blindaje y dentro de la sala de experimentación alrededor de un 20 por 100 sufría la desintegración débil en un muón y un neutrino.

π → μ + ν (en vuelo)

Los muones viajan por lo general en la misma dirección que el pión padre. Si se violaba la ley de la paridad, habría más muones cuyo eje de giro apuntase en su dirección de movimiento —que su espín se alinease con ella— que muones en los que apuntase, digamos, en sentido opuesto al de vuelo. Si el efecto era
grande
, la naturaleza nos proporcionaría una muestra de partículas que girarían todas en el mismo sentido. Esa es la situación que Wu tenía que propiciar enfriando el cobalto 60 hasta temperaturas extremadamente bajas en un campo magnético. La clave era observar la desintegración de los muones cuyo espín —a dónde apuntaba su eje de giro— se conocía en un electrón y unos neutrinos.

El experimento

El tráfico denso en sentido norte por la carretera panorámica de Saw Mill River el viernes por la noche tiende a oscurecer las encantadoras colinas cubiertas de bosques que la bordean. Corre junto al río Hudson, deja atrás Riverdale y Yonkers y apunta hacia el norte. En algún punto de esa carretera se me ocurrieron las consecuencias que tendría ese posible «efecto grande». En el caso de un objeto con espín, el efecto consiste en que se prefiera una de las direcciones del eje de giro. El efecto sería pequeño si, por ejemplo, se emitiesen 1.030 electrones en una dirección, relativa a ese eje, contra 970 en la otra, y eso sería muy difícil de determinar. Pero un efecto grande, 1.500 contra 500, por ejemplo, sería mucho más fácil de encontrar, y esa misma afortunada magnitud serviría para organizar los espines de los muones. Para el experimento necesitamos una muestra de muones que giren todos en la misma dirección. Como van del ciclotrón a nuestro aparato, su dirección de movimiento se convierte en la referencia de su espín —de su giro—. Necesitamos que casi todos sean a derechas (o a izquierdas, eso no importa), con la dirección de movimiento a modo ahora de «pulgar». Nos llegan los muones, atraviesan unos cuantos detectores y se paran en un bloque de carbono. Contamos cuántos electrones salen en la dirección en que los muones se mueven y comparamos el resultado con el número de electrones que salen en la dirección opuesta. Una diferencia significativa sería la prueba de la violación de la paridad. ¡La fama y la fortuna!

De pronto, mi usual tranquilidad del viernes por la noche fue destruida por el pensamiento de que no nos sería nada difícil hacer el experimento. Mi estudiante graduado, Marcel Weinrich, había estado trabajando en un experimento en el que intervenían los muones. Su montaje, con unas sencillas modificaciones, podría utilizarse para buscar un efecto grande. Repasé la manera en que se creaban los muones en el acelerador de Columbia. En eso era una especie de experto: había trabajado con John Tinlot en el diseño de los haces externos de piones y muones hacía unos años, cuando yo sólo era un arrogante estudiante graduado y la máquina, flamantemente nueva.

Visualicé mentalmente el proceso entero: el acelerador, un imán de 4.000 toneladas con unas piezas polares circulares de unos seis metros de diámetro que empareda una gran caja de acero inoxidable donde se ha hecho el vacío (la cámara de vacío). Se inyecta en el centro del imán un flujo de protones con un tubo minúsculo. Los protones giran en espiral hacia afuera a medida que los intensos voltajes de radiofrecuencia los empujan a cada vuelta. Cerca del final de su viaje en espiral las partículas tienen una energía de 400 MeV. Junto al borde de la cámara, casi donde se saldrían fuera del imán, una varilla que lleva un pedazo de grafito espera a que la bombardeen los protones de gran energía, cuyos 400 millones de voltios bastan para crear partículas nuevas —piones— cuando chocan con los núcleos de carbono del blanco de grafito.

En mi imaginación podía ver los piones expulsados hacia adelante por el momento del impacto de los protones. Como nacen entre los polos del poderoso imán del ciclotrón, describen gradualmente un arco hacia el exterior del acelerador y ejecutan su danza de despedida; en su lugar salen los muones, que comparten el movimiento original de los piones. El campo magnético que hay fuera de las piezas polares, un campo que se atenúa enseguida hasta desaparecer, sirve para arrastrar los muones por un canal abierto en el blindaje de hormigón de tres metros de espesor hasta la sala experimental donde
nosotros
los esperamos.

En el experimento que Marcel había preparado, los muones se frenaban en un filtro de unos siete centímetros de grosor, y luego se los detenía en unos bloques de dos centímetros y pico de grosor hechos de varios elementos. Los muones perdían su energía en las colisiones suaves que sufrían con los átomos del material y, como eran negativos, al final los capturaban los núcleos, positivos. Como no queríamos que nada afectase a la dirección del espín de los muones —a cómo giraban—, que quedasen capturados en órbitas podía ser fatal; por eso utilizamos muones positivos. ¿Qué harían los muones cargados positivamente? Lo más probable es que se quedasen ahí en el bloque, tranquilamente, con su espín, hasta que les llegase la hora de desintegrarse. Habría que escoger con cuidado el material del bloque; el carbono parecía apropiado.

Ahora viene la idea clave que se le ocurrió al conductor que viajaba hacia el norte un viernes de enero. Si todos (o casi todos) los muones, nacidos de la desintegración de los piones, pudiesen de alguna forma tener sus espines alineados en la misma dirección, ello querría decir que la paridad se viola en la reacción en la que el pión da lugar a un muón, y que se viola fuertemente. ¡Un efecto grande! Suponed ahora que el eje del espín sigue siendo paralelo a la dirección de movimiento del muón mientras éste describe su gracioso arco hacia el exterior de la máquina y a través del canal. (Si g está cerca de 2, esto es exactamente lo que pasa.) Suponed, además, que las innumerables colisiones suaves con los átomos de carbono, que frenan gradualmente al muón, no perturban esta relación entre el espín y la dirección. Si todo esto ocurriera en efecto,
mirabile dictu!
¡Tendría una muestra de muones en reposo en un bloque, todos los cuales tendrían su espín en la misma dirección!

La vida media del muón, dos microsegundos, venía bien. Nuestro experimento ya estaba preparado para detectar los electrones que salen de los muones que se desintegran. Podríamos intentar ver si salía un mismo número de electrones en las dos direcciones que el eje del espín define. La prueba de la simetría especular. Si los números no son iguales, ¡la paridad está muerta! ¡Y yo la habría matado! ¡Ahhhhh!

Era como si se necesitase una confluencia de milagros para que el experimento tuviese éxito. En realidad, era precisamente esa secuencia la que nos había echado para atrás en agosto cuando Lee y Yang leyeron su artículo, donde indicaban que los efectos serían pequeños. Un efecto pequeño se podría afrontar con paciencia, pero una secuencia de dos efectos pequeños —de, digamos, un 1 por 100— haría que el experimento estuviera abocado al fracaso. ¿Por qué dos efectos secuenciales pequeños? Recordad que la naturaleza tiene que proporcionar piones que se desintegren en muones casi todos los cuales giren de la misma forma, es decir, cuyos espines apunten en la misma dirección (milagro número uno). Y los muones, tienen que desintegrarse en electrones con una asimetría observable relativa al eje de giro del muón (milagro número dos).

Al llegar al peaje de Yonkers (1957, peaje, cinco centavos) estaba muy excitado. Me sentía bastante seguro de que si la violación de la paridad era grande, los muones estarían polarizados (sus espines apuntarían todos en la misma dirección). Sabía además que las propiedades magnéticas del espín del muón eran tales que, bajo la influencia de un campo magnético, «ataban» el espín a la dirección de movimiento de la partícula. Estaba menos seguro de qué pasaría cuando el muón entrase en el grafito absorbedor de energía. Si estaba equivocado, el eje en que apuntaba el espín del muón se torcería en una enorme diversidad de direcciones. Si pasaba eso, no habría manera de observar la emisión de los electrones con respecto al eje del espín.

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