En un principio, Dalton era un humilde maestro de un internado, donde llenaba sus horas libres leyendo las obras de Newton y de Boyle. Se tiró diez años en aquel trabajo, hasta que pasó a ocupar un puesto de profesor de matemáticas en un
college
de Manchester. Cuando llegó, se le informó de que también tendría que enseñar química. ¡Se quejaba porque tenía que dar veintiuna horas de clase por Semana! En 1800 abandonó este trabajo para abrir su propia academia, lo que le dio tiempo para dedicarse a sus investigaciones químicas. Hasta que no hizo pública su teoría de la materia a poco de empezar el nuevo siglo (entre 1803 y 1808), se le consideraba en la comunidad científica poco más que un aficionado. Que sepamos, Dalton fue el primero en resucitar la palabra democritiana
átomo
para referirse a las minúsculas partículas invisibles que constituyen la materia. Había una diferencia, sin embargo. Recordad que Demócrito decía que los átomos de sustancias diferentes tenían diferentes formas. En el sistema de Dalton, el papel decisivo lo desempeñaba el peso.
La teoría atómica de Dalton fue su mayor contribución. Estuviera ya «en el aire» (lo estaba), fuese excesivo el mérito que la historia le atribuye a Dalton (como dicen algunos historiadores), nadie pone en duda el efecto tremendo que la teoría atómica tuvo en la química, disciplina que pronto iba a convertirse en una de las ciencias cuya influencia llegaría a más partes. Que la primera «prueba» experimental de la realidad de los átomos viniese de la química es muy apropiado. Recordad la pasión de los antiguos griegos: ver una «arche» inmutable en un mundo donde el cambio lo es todo. El
á-tomo
resolvió la crisis. Mediante la reordenación de los átomos se puede crear todo el cambio que se quiera, pero el pilar de nuestra existencia, el
á-tomo
, es inmutable. En química, un número de átomos hasta cierto punto pequeño da un enorme espacio para elegir, por las combinaciones posibles a que da lugar: el átomo de carbono con un átomo de oxígeno o dos, el hidrógeno con el oxígeno, el cloro o el azufre, y así sucesivamente. Pero los átomos de hidrógeno siempre son hidrógeno: idénticos unos a otros, inmutables. ¡Pero adónde vamos, que se nos olvida nuestro héroe Dalton!
Dalton, al observar que las propiedades de los gases se podían explicar mejor partiendo de la existencia de los átomos, aplicó esta idea a las reacciones químicas. Se percató de que un compuesto químico siempre contiene los mismos pesos de sus elementos constituyentes. Por ejemplo, el carbono y el oxígeno se combinan y forman monóxido de carbono (CO). Para hacer CO, siempre se necesitan 12 gramos de carbono y 16 gramos de oxígeno, o 12 libras y 16. Sea cual sea la unidad que se emplee, la proporción siempre ha de ser 12 a 16. ¿Cuál puede ser la explicación? Si un átomo de carbono pesa 12 unidades y un átomo de oxígeno pesa 16 unidades, los pesos macroscópicos del carbono y del oxígeno que desaparecen para generar el CO tendrán siempre la misma proporción. Esto solo no sería más que un argumento débil a favor de los átomos. Sin embargo, cuando se hacen compuestos de hidrógeno-oxígeno y de hidrógeno-carbono, los pesos relativos del hidrógeno, del carbono y del oxígeno son siempre 1, 12 y 16. Uno empieza a quedarse sin otras explicaciones. Cuando se aplica el mismo razonamiento a docenas y docenas de compuestos, los átomos son la única conclusión sensata.
Dalton revolucionó la ciencia al declarar que el átomo es la unidad básica de los elementos químicos y que cada átomo químico tiene su propio peso. En sus propias palabras, escritas en 1808:
Hay tres distinciones en los tipos de cuerpos, o tres estados, que han llamado más específicamente la atención de los químicos filosóficos; a saber, los que marcan las expresiones «fluidos elásticos», «líquidos» y «sólidos». Un caso muy famoso es el que se nos exhibe en el agua, el de un cuerpo que, en ciertas circunstancias, es capaz de tomar los tres estados. En el vapor reconocemos un fluido perfectamente elástico, en el agua un líquido perfecto y en el hielo un sólido completo. Estas observaciones han conducido, tácitamente, a la conclusión, que parece universalmente adoptada, de que todos los cuerpos de una magnitud sensible, sean líquidos o sólidos, están constituidos por un vasto número de partículas sumamente pequeñas, o átomos de materia a los que mantiene unidos una fuerza de atracción, que es más o menos poderosa según las circunstancias…
Los análisis y síntesis químicos no van más allá de organizar la separación de unas partículas de las otras y su reunión. Ni la creación de nueva materia ni su destrucción están al alcance de la acción química. Podríamos lo mismo intentar que hubiera un nuevo planeta en el sistema solar, o aniquilar uno ya existente, que crear o destruir una partícula de hidrógeno. Todos los cambios que podemos producir consisten en separar las partículas que están en un estado de cohesión o combinación, y juntar las que previamente se hallaban a distancia.
Es interesante el contraste entre los estilos científicos de Lavoisier y Dalton. Lavoisier fue un medidor meticuloso. Insistía en la precisión, y ello rindió el fruto de una reestructuración monumental de la metodología química. Dalton se equivocó en muchas cosas. Como peso relativo del oxígeno respecto al hidrógeno, usó 7 en vez de 8. La composición que les suponía al agua y al amoniaco era errónea. Pero hizo uno de los descubrimientos científicos más profundos de la época: tras unos 2.200 años de cábalas y vagas hipótesis, Dalton estableció la realidad de los átomos. Presentó una concepción nueva que, «si quedase establecida, como no dudo que ocurrirá con el tiempo, se producirán los más importantes cambios en el sistema de la química y se reducirá en conjunto a una ciencia de gran simplicidad». Sus aparatos no eran microscopios poderosos ni aceleradores de partículas, sino unos cuantos tubos de ensayo, una balanza química, la literatura química de su época y la inspiración creadora.
Lo que Dalton llamaba átono no era, ciertamente, el
á-tomo
que imaginaba Demócrito. Ahora sabernos que un átomo de oxígeno, por ejemplo, no es indivisible. Tiene una subestructura compleja. Pero el nombre siguió usándose: a lo que hoy llamamos átomo es al átomo de Dalton. Es un átomo
químico
, una unidad simple de
elemento químico
, como el hidrógeno, el oxígeno, el carbono o el uranio.
Químico halla la partícula última,
abandona la boa constrictor y la orina.
De ciento en ciento aparece un científico que hace una observación tan simple y elegante que tiene que ser cierta, una observación que parece resolver, de un plumazo, problemas que han atormentado a la ciencia durante siglos. De millar en millar resulta que el científico tenga razón.
Todo lo que cabe decir de William Prout es que le faltó muy poco. Prout propuso una de las grandes conjeturas «casi correctas» de su siglo. Fue rechazada por razones equivocadas y por el caprichoso dedo del destino. Alrededor de 1815, este químico inglés pensó que había hallado la partícula de la que estaba hecha toda la materia. Se trataba del átomo de hidrógeno.
Para ser justos, era una idea profunda, elegante, si bien «ligeramente» equivocada. Prout hacía lo que hace un buen científico: buscar la simplicidad, en la tradición griega. Buscaba un denominador común entre los veinticinco elementos químicos que se conocían en ese tiempo. Francamente, Prout estaba un poco fuera de su campo. Para los contemporáneos, su principal logro era haber escrito el libro definitivo sobre la orina. Realizó también amplios experimentos sobre el excremento de la boa constrictor. Cómo pudo esto conducirle al atomismo, no me molesto en intentar imaginármelo.
Prout sabía que el hidrógeno, con un peso atómico de 1, era el más ligero de todos los elementos conocidos. Quizá, decía Prout, el hidrógeno es la «materia primaria», y todos los demás elementos son, simplemente, combinaciones de hidrógenos. En el espíritu de los antiguos, llamó a su quintaesencia «protyle». Su idea tenía mucho sentido: los pesos atómicos de los elementos eran casi enteros, múltiplos del peso del hidrógeno. Así era porque, entonces, los pesos relativos se caracterizaban por su inexactitud. A medida que la precisión de los pesos atómicos mejoró, la hipótesis de Prout quedó aplastada (por una razón equivocada). Se halló, por ejemplo, que el cloro tenía un peso relativo de 35,5. Esto aventó la idea de Prout: no se puede tener medio átomo. Ahora sabemos que el cloro natural es una mezcla de dos variedades o isótopos. Uno tiene 35 «hidrógenos» y el otro 37. Esos «hidrógenos» son en realidad neutrones y protones, que tienen casi la misma masa.
Prout había adivinado, en realidad, la existencia del nucleón (una de las dos partículas, el protón o el neutrón, que constituyen los núcleos) como ladrillo que construye los átomos. Prout se apuntó un tanto buenísimo. La voluntad de ir a por un sistema más simple que el conjunto de alrededor de veintisiete elementos estaba destinada a triunfar.
No en el siglo XIX, sin embargo.
Este viaje de placer, con la lengua fuera, a lo largo de doscientos años de química termina aquí con Dmitri Mendeleev (1834-1907), el químico siberiano a quien se debe la tabla periódica de los elementos. La tabla fue un paso adelante enorme en lo que se refería a la clasificación, y al mismo tiempo hizo que la búsqueda del átomo de Demócrito progresase.
Aun así, Mendeleev tuvo que soportar un montón de estupideces en su vida. Este hombre extraño —parece que sobrevivía con una dieta que se basaba en la leche agria (comprobaba alguna manía médica)— sufrió a causa de su tabla muchas burlas de parte de sus colegas. Fue además un gran defensor de sus alumnos de la Universidad de San Petersburgo, y cuando estuvo con ellos durante una protesta hacia el final de su vida, la administración le echó.
Sin alumnos, quizá no habría construido nunca la tabla periódica. Cuando se le nombró para la cátedra de química en 1867, Mendeleev no pudo encontrar un texto aceptable para sus clases, así que se puso a escribir uno. Mendeleev veía a la química como «la ciencia de la masa» —otra vez esa preocupación por la masa—, y en su libro propuso la sencilla idea de colocar los elementos conocidos según el orden de sus pesos atómicos.
Para ello jugó a las cartas. Escribió los símbolos de los elementos con sus pesos atómicos y diversas propiedades (por ejemplo, sodio: metal activo; argón: gas inerte) en tarjetas distintas. Mendeleev disfrutaba jugando a paciencia, un tipo de solitario. Jugó, pues, a paciencia con esa baraja de elementos que había hecho, dispuestas las cartas en orden creciente de pesos. Descubrió una cierta periodicidad. Cada ocho cartas, reaparecían en los correspondientes elementos propiedades químicas parecidas; por ejemplo, el litio, el sodio y el potasio eran metales activos químicamente, y sus posiciones la 3, la 11 y la 19. Similarmente, el hidrógeno (1), el flúor (9) y el cloro (17) son gases activos. Reordenó las cartas de forma que hubiera ocho columnas verticales, y tales que en cada una de ellas los elementos tuvieran propiedades similares.
Mendeleev hizo algo más, y no fue ortodoxo. No se sentía obligado a llenar todos los huecos de su rejilla de cartas. Como en un solitario, sabía que algunas cartas estaban ocultas todavía en el mazo. Quería que la tabla tuviese sentido leída no sólo fila a fila, a lo ancho, sino por las columnas hacia abajo. Si un hueco requería un elemento con unas propiedades particulares y ese elemento no existía, lo dejaba en blanco en vez de forzar un elemento existente en él. Hasta le puso nombre a los espacios vacíos. Utilizó el prefijo «eka», que en sánscrito significa «uno». Por ejemplo, el eka-aluminio y el eka-silicio eran los huecos que quedaban en las columnas verticales bajo el aluminio y el silicio, respectivamente.
Esos huecos en la tabla fueron una de las razones por las que Mendeleev recibió tantas burlas. Pero cinco años después, en 1875, se descubrió el galio y resultó que era el eka-aluminio, con todas las propiedades predichas por la tabla periódica. En 1886 se descubrió el germanio, y resultó ser el eka-silicio. Y el juego del solitario químico resultó no ser una chaladura tan grande.
Que los químicos hubieran conseguido ya una precisión mayor en la medición de los pesos atómicos de los elementos fue uno de los factores que hicieron posible la tabla de Mendeleev. El propio Mendeleev había corregido los pesos atómicos de varios elementos, y no es que ganase con ello muchos amigos entre los científicos importantes cuyas cifras había revisado.
Hasta que en el siglo siguiente no se descubrieron el núcleo y el átomo cuántico, nadie supo por qué aparecían esas regularidades en la tabla periódica. En realidad, el efecto que inicialmente tuvo la tabla periódica fue el de desanimar a los científicos. Había cincuenta sustancias o más llamadas «elementos», los ingredientes básicos del universo que, presumiblemente, no se podían subdividir más; es decir, más de cincuenta «átomos» diferentes, y el número pronto se inflaría hasta mas de noventa, lo que caía muy lejos de un ladrillo último. A finales del siglo pasado, los científicos debían de tirarse de los pelos cuando le echaban un vistazo o la tabla periódica. ¿Dónde estaba la sencilla unidad que buscábamos desde hacía más de dos mil años? Sin embargo, el orden que Mendeleev halló en ese caos apuntaba hacia una simplicidad más profunda. Retrospectivamente, se ve que la organización y las regularidades de la tabla periódica pedían a gritos un átomo dotado de una estructura que se repitiese periódicamente. Los químicos, sin embargo, no estaban dispuestos a abandonar la idea de que los átomos químicos —el hidrógeno, el oxígeno y los demás— eran indivisibles. El problema se atacó más fructíferamente desde otro ángulo.
Pero no hay que culpar a Mendeleev de la complejidad de la tabla periódica. Se limitó a organizar la confusión lo mejor que pudo, e hizo lo que los buenos científicos hacen: buscar el orden en medio de la complejidad. En vida, sus colegas no llegaron a apreciarlo del todo, y no ganó el premio Nobel pese a que vivió unos cuantos años tras la institución del premio. A su muerte, en 1907, recibió, sin embargo, el mayor honor que le cabe a un maestro. Un grupo de estudiantes acompañó el cortejo fúnebre llevando en alto la tabla periódica. El legado de Mendeleev es la famosa carta de los elementos presente en cada laboratorio, en cada aula de bachillerato de cualquier lugar del mundo donde se enseñe química.