Costaba mantener el experimento en marcha. Volvieron mis síntomas respiratorios y de sudor. Éramos los depositarios de una nueva y profunda información acerca del mundo. La física había cambiado. Y la violación de la paridad nos había dado una arma nueva, poderosa: los muones polarizados, sensibles a los campos magnéticos y cuyos espines cabía seguir a través de la desintegración en los electrones.
Las llamadas de teléfono desde Chicago, California y Europa se sucedieron durante las tres o cuatro horas siguientes. Los que disponían de aceleradores, en Chicago, Berkeley, Liverpool, Ginebra y Moscú, se abalanzaron sobre sus máquinas como los pilotos se precipitan a sus puestos de combate. Nosotros seguimos con el experimento y con el proceso de contrastar nuestras presuposiciones durante toda una semana, pero nos moríamos por publicar. Tomamos datos, de una forma o de otra, las veinticuatro horas del día, seis días a la semana, durante los seis meses siguientes. Y los datos manaron en abundancia. Otros laboratorios confirmaron pronto nuestros resultados.
A C. S. Wu, por supuesto, no es que le encantase precisamente nuestro resultado claro e inequívoco. Queríamos publicar los resultados con ella pero, dicho sea en honor a su imperecedera reputación, insistió en que necesitaba todavía una semana para comprobar los suyos.
Cuesta expresar hasta qué punto conmocionaron los resultados de este experimento a la comunidad física. Habíamos puesto en entredicho una creencia muy querida —en realidad, la habíamos destruido—: que la naturaleza exhibe una simetría especular. En los años siguientes, como veremos, se refutaron también otras simetrías. Aun así, el experimento alteró a muchos teóricos, entre ellos Wolfgang Pauli, quien hizo la famosa afirmación: «No puedo creer que Dios sea un débil zurdo». No quería decir que Dios tenía que ser diestro, sino que tenía que ser ambidextro.
La reunión anual de la Sociedad Física Norteamericana atrajo a 2.000 físicos a la sala de baile del hotel Paramount de Nueva York el 6 de febrero de 1957. Había gente colgada hasta de las lámparas. El resultado fue difundido por las portadas de todos los periódicos importantes. El
New York Times
publicó nuestro comunicado de prensa literalmente, con ilustraciones de partículas y espejos. Pero nada de todo ello podía compararse al sentimiento de euforia mística que a las tres de la madrugada sintieron dos físicos en el momento en que descubrieron una nueva y profunda verdad.
Ayer, tres científicos ganaron el premio Nobel por haber hallado el objeto más pequeño del universo. Resultó que era el filete de Denny's.
JAY LENO
Los años cincuenta y sesenta fueron años grandes para la ciencia en los Estados Unidos. Comparados con los mucho más duros años noventa, en los cincuenta parecía que cualquiera que tuviese una buena idea, y mucha determinación, podía conseguir los fondos necesarios para realizarla. Quizá este sea un criterio de salud científica tan bueno como el mejor. La nación aún saca provecho de la ciencia que se hizo en aquellos decenios.
El diluvio de estructuras subnucleares que desencadenó el acelerador de partículas fue tan sorprendente como los objetos celestes que descubrió el telescopio de Galileo. Al igual que ocurrió con la revolución galileana, la humanidad adquirió unos conocimientos nuevos e insospechados acerca del mundo. Que en este caso se refiriesen al espacio interior en vez de al exterior no los hacía menos profundos. El descubrimiento de los microbios y del universo biológico invisible por Pasteur es un acontecimiento similar. Ya ni siquiera se subrayaba la peculiar suposición de nuestro héroe Demócrito («¿Suposición?», le oigo chillar. «¿Suposición?»). Que había una partícula tan pequeña que se le escapaba al ojo humano no se discutía ya más. Estaba claro que la búsqueda de la menor de las partículas requería que se expandiese la capacidad del ojo humano: lupas, microscopios y ahora aceleradores de partículas que ampliaban lo más pequeño en pos del verdadero
á-tomo
. Y vimos hadrones, montones de hadrones, estas partículas nombradas con letras griegas que se creaban en las intensas colisiones que producían los haces de los aceleradores.
No hace falta decir que la proliferación de los hadrones era un puro placer. Contribuía al pleno empleo y extendía la riqueza hasta el punto de que el club de los descubridores de partículas se convirtió en un club abierto. ¿Quieres encontrar un hadrón del todo nuevo? Espera sólo a la siguiente sesión de acelerador. En un congreso sobre la historia de la física que se celebro en el Fermilab en 1986, Paul Dirac recordó lo difícil que le fue aceptar las consecuencias de su ecuación: la existencia de una partícula nueva, el positrón, que Carl Anderson descubrió unos pocos años después. En 1927 iba contra la moral física pensar tan radicalmente. Cuando Victor Weisskopf, que estaba entre el público, señaló que Einstein había hecho cábalas en 1922 acerca de la existencia de un electrón positivo, Dirac movió la mano despectivamente: «Tenía suerte». En 1930, Wolfgang Pauli lo pasó muy mal antes de predecir la existencia del neutrino. Al final, la aceptó reticentemente y sólo por evitar un mal mayor, ya que estaba en la estacada nada menos que el principio de conservación de la energía. O existía el neutrino o la conservación de la energía se iba al garete. Este conservadurismo en lo que se refería a la introducción de partículas nuevas no duró. Como dijo el profesor Bob Dylan, los tiempos estaban cambiando. El pionero de este cambio de filosofía fue el teórico Hideki Yukawa, quien puso en marcha el proceso de proponer libremente nuevas partículas para explicar fenómenos nuevos.
En los años cincuenta y a principios de los sesenta los teóricos estaban muy ocupados clasificando los cientos de hadrones, buscando patrones y significados en esta nueva capa de la materia y acosando a sus colegas experimentadores para que les diesen más datos. Esos cientos de hadrones eran apasionantes, pero también un quebradero de cabeza. ¿Adónde había ido a parar la simplicidad que habíamos estado buscando desde los días de Tales, Empédocles y Demócrito? Había un zoo imposible de manejar lleno de entes de ese tipo, y empezábamos a temer que sus legiones fuesen infinitas.
En este capítulo veremos cómo se realizó al final el sueño de Demócrito, Boscovich y demás. Será la crónica de la construcción del
modelo
estándar, que contiene todas las partículas elementales que hacen falta para formar toda la materia del universo, pasado o presente, más las fuerzas que actúan sobre ellas. En cierta manera es más complejo que el modelo de Demócrito, donde cada forma de materia tenía su propio
á-tomo
indivisible y los átomos se unían a causa de sus formas complementarias. En el modelo estándar, las partículas de la materia se unen unas a otras por medio de tres fuerzas diferentes, cuyos vehículos son unas cuantas partículas más todavía. Todas ellas interaccionan mediante un intrincado tipo de danza, que cabe describir matemáticamente pero no visualizar. Sin embargo, en cierto modo el modelo estándar es más simple de lo que jamás hubiera podido imaginar Demócrito. No necesitamos un
á-tomo
para el queso feta que sea propio de éste, otro para los meniscos de las rodillas, otro para el brócoli. Sólo hay un número pequeño de átomos. Combinadlos de varias formas, y os saldrá
lo que sea
. Ya nos hemos topado con tres de esas partículas elementales, el electrón, el muón y el neutrino. Pronto veremos las demás y cómo casan las unas con las otras.
Este es un capítulo triunfal, pues en él llegamos al final del camino en nuestra persecución de un ladrillo básico. En los años cincuenta y a principios de los sesenta, sin embargo, no nos sentíamos tan optimistas por lo que se refería a la resolución final del problema planteado por Demócrito. A causa del quebradero de cabeza de los cien hadrones, la perspectiva de que se identificasen unas pocas partículas elementales parecía harto oscura. Los físicos progresaban mucho más en la descripción de las fuerzas de la naturaleza. Se identificaron cuatro claramente: la gravedad, la fuerza electromagnética y las interacciones fuerte y débil. La gravedad era el dominio de la astrofísica, pues era demasiado débil para investigarla en los laboratorios de los aceleradores. Esta omisión no nos dejaría tranquilos más tarde. Pero estábamos poniendo las otras tres fuerzas bajo control.
Los años cuarenta habían visto el triunfo de una teoría cuántica de la fuerza electromagnética. En 1927 Paul Dirac combinó con éxito en su teoría del electrón las teorías cuántica y de la relatividad. Sin embargo, el matrimonio de la teoría cuántica y del electromagnetismo fue tormentoso, lleno de problemas pertinaces.
A la lucha por unir las dos teorías se la conoce informalmente como la Guerra contra los Infinitos, y a mediados de los años cuarenta enfrentaba, por un lado, al infinito, y, por el otro, a muchas de las luminarias más brillantes de la física: Pauli, Weisskopf, Heisenberg, Hans Bethe y Dirac, así como algunas nuevas estrellas en ascenso: Richard Feynman, de Cornell, Julian Schwinger, de Harvard, Freeman Dyson, de Princeton, y Sin-itiro Tomonaga, en Japón. Salían infinitos por lo siguiente: dicho sencillamente, cuando se calcula el valor de ciertas propiedades del electrón, la respuesta, según las nuevas teorías cuánticas relativistas, era «infinito». No grande:
infinito
.
Una manera de visualizar la magnitud matemática a la que se llama infinito consiste en pensar en el número total de los enteros que hay, y sumarle uno más. Siempre hay uno más. Otra forma, que es más probable que aparezca en los cálculos de esos teóricos, brillantes pero tan infelices, es evaluar una fracción cuyo denominador se vuelve cero. Casi todas las calculadoras de bolsillo os informarán educadamente —por lo general con una serie de EEEEE— de que habéis hecho alguna tontería. Las calculadoras más antiguas, que funcionaban mecánicamente, caían en una cacofonía de mecanismos dando vueltas que solía terminar en una densa nube de humo. Los teóricos veían los infinitos como el signo de que algo estaba profundamente equivocado en la manera en que se había consumado el matrimonio entre el electromagnetismo y la teoría cuántica, metáfora que no deberíamos llevar más adelante, por mucho que nos tiente. En cualquier caso, Feynman, Schwinger y Tomonaga, trabajando por separado, lograron una cierta victoria a finales de los años cuarenta. Por fin superaron la incapacidad de calcular las propiedades de las partículas cargadas, como el electrón.
Uno de los principales estímulos para este gran progreso teórico vino de un experimento que efectuó en Columbia uno de mis profesores, Willis Lamb. En los primeros años de la posguerra, Lamb daba la mayor parte de los cursos avanzados y trabajaba en la teoría electromagnética. Y diseñó y realizó, mediante las técnicas de radar que en tiempo de guerra se desarrollaban en Columbia, un experimento brillantemente preciso sobre las propiedades de ciertos niveles seleccionados de energía del átomo de hidrógeno. Los datos de Lamb habrían de servir para contrastar algunas de las partes más sutiles de la teoría cuántica electromagnética de nuevo cuño que su experimento motivó. Me saltaré los detalles del experimento de Lamb, pero quiero recalcar que un experimento fue el germen de la apasionante creación de una teoría operativa de la fuerza eléctrica.
El fruto fue lo que los teóricos llamaron «electrodinámica cuántica renormalizada». Gracias a la electrodinámica cuántica, o QED (de
Quantum Electrodynamics
), los teóricos pudieron calcular las propiedades del electrón, o de su hermano más pesado el muón, con diez cifras decimales.
QED era una teoría de campos, y por lo tanto nos dio una imagen física de cómo se transmite una fuerza entre dos partículas de materia, entre, por ejemplo, dos electrones. A Newton le causaba problemas la idea de la acción a distancia, y se los causaba a Maxwell. ¿Cuál es el mecanismo? Uno de esos antiguos tan listos, un colega de Demócrito, sin duda, descubrió la influencia de la Luna en las mareas de la Tierra, y no paró de darle vueltas a cómo podía manifestarse esa influencia a través del vació interpuesto. En la QED, el campo está cuantizado, es decir, se divide en cuantos (más partículas). Pero no son partículas de materia. Son las partículas
del campo
. Transmiten la fuerza al viajar, a la velocidad de la luz, entre las dos partículas de materia que interactúan. Son partículas mensajeras, a las que en la QED se llama fotones. Otras fuerzas tienen sus propios, diferentes, mensajeros. Las partículas mensajeras son la manera que tenemos de visualizar las fuerzas.
Antes de que sigamos adelante, debería explicar que hay dos manifestaciones de las partículas: la real y la virtual. Las partículas reales pueden viajar del punto A al punto B. Conservan la energía. Hacen que suenen los contadores Geiger. Como he mencionado en el capítulo 6, las partículas virtuales no hacen esas cosas. Las partículas mensajeras —las portadoras de la fuerza— pueden ser partículas reales, pero lo más frecuente es que aparezcan en la teoría en la forma de partículas virtuales, así que las dos denominaciones son a menudo sinónimas. Son las partículas virtuales las que transportan el mensaje de la fuerza de partícula a partícula. Si hay una gran cantidad de energía, un electrón puede emitir un fotón real, que hace que un contador Geiger real emita un sonido real. Una partícula virtual es una construcción lógica que tiene su origen en la permisividad de la física cuántica. Según las reglas cuánticas, se pueden crear partículas si se toma prestada la necesaria energía. La duración del préstamo está gobernada por las reglas de Heisenberg, que dictan que el producto de la energía prestada y la duración del préstamo tiene que ser mayor que la constante de Planck dividida por dos veces pi. La ecuación tiene este aspecto:
ΔEΔt
es mayor que h / 2π. Esto quiere decir que cuanto mayor sea la cantidad de energía que se toma prestada, más breve es el tiempo que puede existir la partícula virtual para disfrutar de ella.
Desde este punto de vista, el llamado espacio vacío puede estar barrido por los siguientes objetos fantasmagóricos: fotones virtuales, electrones y positrones virtuales, quarks y antiquarks, incluso (con, ¡oh dios!, qué probabilidad tan pequeña) pelotas y antipelotas de golf virtuales. En este vacío revuelto, dinámico, las propiedades de una partícula real se modifican. Por fortuna para la cordura y el progreso, las modificaciones son muy pequeñas. Pequeñas, pero mensurables, y una vez que esto fue conocido, la vida se volvió una lucha entre unas mediciones cada vez más precisas y unos cálculos teóricos cada vez más pacientes y concluyentes. Pensad, por ejemplo, en un electrón real. Alrededor del electrón, a causa de su propia existencia, hay una nube de fotones virtuales transitorios que notifican a todas partes que está presente un electrón, y que además influyen en las propiedades de éste. Aún más, un fotón virtual se puede disolver, muy transitoriamente, en un par
e
+
e
−
(un positrón y un electrón). En menos que canta un gallo, el par se devuelve en forma de un fotón, pero incluso esta evanescente transformación influye en las propiedades de nuestro electrón.