En el capítulo 5 escribí el valor g del electrón según los cálculos teóricos basados en la QED y según unos inspirados experimentos. Como quizá recordéis, las dos cifras concuerdan hasta el undécimo decimal. El mismo éxito se tuvo con el valor g del muón. Como el muón es más pesado que el electrón, con él cabe contrastar aún más incisivamente la noción de las partículas mensajeras; las del muón pueden tener una energía mayor y hacer más daño. El efecto es que el campo influye en las propiedades del muón con una intensidad aún mayor. Es un asunto muy abstracto, pero el acuerdo entre la teoría y el experimento es sensacional e indica el poder de la teoría.
En cuanto al experimento verificador… En mi primer año sabático (1958-1959), fui al CERN de Ginebra gracias a unas becas para profesores Ford y Guggenheim que completaban mi medio salario. El CERN había sido creado por un consorcio de doce naciones europeas; su finalidad era construir y compartir las costosas instalaciones que se requieren para hacer física de altas energías. Fundado a finales de los años cuarenta, cuando los escombros de la guerra aún humeaban, esta colaboración entre quienes antes habían sido enemigos militares se convirtió en un modelo para la cooperación científica internacional. Allí mi viejo patrocinador y amigo, Gilberto Bernardini, era director de investigación. La razón principal para ir allá era disfrutar de Europa, aprender a esquiar y enredar un poco en ese nuevo laboratorio acurrucado en la frontera franco-suiza, justo a las afueras de Ginebra. A lo largo de los veinte años siguientes pasaría unos cuatro años investigando en esa magnífica instalación multilingüe. Aunque el francés, el inglés, el italiano y el alemán eran habituales, el lenguaje oficial del CERN era un mal Fortran. Los gruñidos y el lenguaje de los signos también valían. Comparaba el CERN y el Fermilab así: «El CERN es un laboratorio culinariamente esplendoroso y arquitectónicamente desastroso, y el Fermilab es al revés». Convencí luego a Bob Wilson para que contratase a Gabriel Tortella, el legendario cocinero y jefe de la cafetería del CERN, como asesor del Fermilab. El CERN y el Fermilab son unos competidores cooperativos, como nos gusta decir, cada uno ama odiar al otro.
En el CERN, con la ayuda de Gilberto, organicé un experimento «g menos 2», diseñado para medir el factor g del muón con una precisión abrumadora. Me basé en unos trucos. Uno de ellos era posible gracias a que los muones salen de la desintegración de los piones polarizados; es decir, la gran mayoría tiene espines que apuntan en la misma dirección con respecto a su movimiento. Otro truco inteligente está implícito en el título del experimento: «G menos dos» o «G moins deux», como dicen los franceses. El valor g guarda relación con la intensidad del pequeño imán integrado en las propiedades de las partículas cargadas que tienen espín, como el muón o el electrón.
La «tosca» teoría de Dirac, recordad, predecía que el valor de g tenía que ser exactamente 2,0. Sin embargo, a medida que la QED evolucionó, se vio que el 2 de Dirac necesitaba unos ajustes minúsculos pero importantes. Esos términos pequeños aparecen porque el muón o el electrón «siente» las pulsaciones cuánticas del campo a su alrededor. Recordad que una partícula cargada puede emitir un fotón mensajero. Este fotón, como veremos, puede disolverse virtualmente en un par de partículas de cargas opuestas —sólo pasajeramente— y restaurarse a sí mismo antes de que nadie pueda verlo. Del electrón, aislado en su vacío, tira el positrón virtual transitorio; el electrón virtual le empuja; el campo magnético virtual le tuerce. Estos y otros procesos, aún más sutiles, que tienen lugar en el hervidero de los acontecimientos virtuales conectan el electrón, debilísimamente, con todas las partículas cargadas que existen. El efecto es una modificación de las propiedades del electrón. En la caprichosa lengua de la física teórica, el electrón «desnudo» es un objeto imaginario aislado de las influencias del campo, mientras que el electrón «vestido» lleva la impronta del universo, pero enterrada en las modificaciones extremadamente pequeñas de sus propiedades desnudas.
En el capítulo 5 he descrito el factor g del electrón. A los teóricos les interesaba aún más el muón; como su masa es doscientas veces mayor, el muón puede emitir fotones virtuales, que van más lejos en lo que se refiere a procesos exóticos. El resultado del trabajo de muchos años de un teórico fue el factor g del muón:
g = 2(1,001165918)
Este resultado (en 1987) fue la culminación de una larga secuencia de cálculos basada en las nuevas formulaciones de la QED debidas a Feynman y los otros. Los términos que se suman para dar el 0,001.165.918 reciben el nombre de correcciones radiactivas. Una vez, en Columbia, asistíamos a una disertación del teórico Abraham Pais sobre las correcciones radiactivas cuando un bedel entró en la sala con una llave inglesa. Pais se inclinó para preguntarle al hombre que quería. «Bram —exclamó alguien del público— creo que ha venido a corregir el radiador.»
¿Cómo comparamos la teoría con el experimento? El truco consistía en hallar una manera de medir la
diferencia
del valor g del muón con respecto a 2,0. Al encontrar una manera de hacer esto, medimos la corrección (0,001.165.918)
directamente
en vez de en la forma de una adición minúscula a un número grande. Imaginad que intentáis pesar un penique pesando primero a una persona que lleva el penique, pesando después a esa misma persona sin el penique y sustrayendo el segundo peso del primero. Es mejor pesar el penique directamente. Suponed que atrapamos un muón en una órbita dentro de un campo magnético. La carga en órbita es también un «imán» con un valor g, del que la teoría de Maxwell dice que es exactamente 2, mientras que el imán asociado al espín tiene ese exceso minúsculo sobre 2. El muón, pues, tiene dos «imanes» diferentes: uno interno (su espín) y el otro externo (su órbita). Al medir el imán del espín mientras el muón está en su configuración orbital, el 2,0 se sustrae, gracias a lo cual podemos medir directamente la desviación de 2 en el muón, no importa lo pequeña que sea.
Pintad una flechita (el eje del espín del muón) que se mueve en un gran círculo tangente a éste. Eso es lo que ocurriría si g = 2,000 exactamente. No importa cuántas órbitas describa la partícula, la flechita del espín siempre será tangente a la órbita. Sin embargo, si hay una diferencia, por pequeña que sea, entre el valor verdadero de g y 2, la flecha se apartará de la tangencia en una fracción, quizá, de grado por cada órbita. Tras, digamos, 250 órbitas, la flecha (el eje del espín) podría apuntar hacia el centro de la órbita, como un radio. El movimiento orbital sigue, y en 1.000 órbitas la flecha dará una vuelta entera (360 grados) con respecto a su dirección inicial tangente. Gracias a la violación de la paridad, podemos (triunfalmente) detectar la dirección de la flecha (el espín del muón) observando la dirección en que salen los electrones cuando el muón se desintegra… Un ángulo cualquiera entre el eje del espín y una línea tangente a la órbita representa una diferencia entre g y 2. Una medición precisa de este ángulo ofrece una medición precisa de la
diferencia
. ¿Lo veis? ¿No? ¡Bueno, pues creéoslo!
El experimento propuesto era complicado y ambicioso, pero en 1958 era fácil juntar a unos cuantos físicos jóvenes muy brillantes que echasen una mano. Volví a los Estados Unidos a mediados de 1959 y fui visitando el experimento europeo periódicamente. Atravesó varias fases; cada una sugería la siguiente, y no terminó en realidad hasta 1978, cuando se publicó el valor g del muón obtenido por el CERN, todo un triunfo de la inteligencia y de la determinación experimentales (
sitzfleisch
, lo llaman los alemanes). El valor g del electrón era más preciso, pero no olvidéis que los electrones son eternos y los muones están en el universo sólo dos millonésimas de segundo. ¿El resultado?
g = 2(1,001.165.923 ± 0,000.000.080)
El error de ocho partes en cien millones cubre claramente la predicción teórica. Todo esto se dice para que se entienda que la QED es una gran teoría; en parte, es la razón de que se considere a Feynman, Schwinger y Tomonaga grandes físicos. Tiene bolsas de misterio, una de las cuales es notable y tiene que ver con nuestro tema. Guarda relación con esos infinitos de los que hablábamos —la masa del electrón, por ejemplo—. Los primeros cálculos que se efectuaron con la teoría cuántica de campos arrojaron como resultado un electrón puntual infinitamente pesado. Como si Santa Claus, al construir los electrones para el mundo, tuviera que comprimir una cierta cantidad de carga negativa en un volumen muy pequeño. ¡Eso cuesta trabajo! El esfuerzo debería salir a relucir con una masa enorme, pero el electrón, que pesa 0,511 MeV, o unos 10
—30
kilogramos, es un peso mosca, la menor masa de todas las partículas que claramente tienen alguna.
Feynman y sus colegas propusieron que, en cuanto veamos aparecer ese infinito tan temido, lo esquivemos en la práctica poniendo la masa conocida del electrón. En el mundo real uno lo llamaría a esto tomadura de pelo. En el mundo de la teoría, la palabra es «renormalización», método matemático coherente para evitar los embarazosos infinitos que una teoría real nunca tendría. No os preocupéis. Funcionó, y gracias a ello se realizaron los cálculos superprecisos de los que hemos hablado. Por lo tanto, el problema de la masa fue esquivado —pero no resuelto— y dejado detrás, como una bomba, con su tranquilo tic-tac, que ha de activar la Partícula Divina.
Uno de los misterios que incordiaron a Rutherford y a otros fue la radiactividad. ¿Cómo es posible que los núcleos y las partículas se desintegren cuando les apetezca en otras partículas? El físico que elucidó esta cuestión por primera vez con una teoría explícita fue Enrico Fermi, en los años treinta.
Hay miles de historias sobre la brillantez de Fermi. A punto de realizarse la primera prueba de la bomba nuclear en Alamogordo, Nuevo México, Fermi estaba estirado en el suelo a unos quince kilómetros de la torre de la bomba. Cuando estalló la bomba, se puso de pie y fue tirando unos trocitos de papel al suelo. Los trozos caían a sus pies en el aire tranquilo, pero unos cuantos segundos después llegó la onda de choque y los golpeó arrastrándolos unos pocos centímetros. Fermi calculó la energía de la explosión a partir del desplazamiento de los pedazos de papel, y su resultado obtenido sobre la marcha coincidió mucho con la medición oficial, cuyo cálculo llevó varios días. (Un amigo suyo, el físico italiano Emilio Segré, señalaba, sin embargo, que Fermi era humano. Le costaba entender la cuenta de gastos de su Universidad de Chicago.)
Como a muchos físicos, a Fermi le encantaba realizar juegos matemáticos. Alan Wattenberg cuenta que una vez estaba comiendo con un grupo de físicos; se fijó en la suciedad de las ventanas, y los retó a que descubriesen qué espesor debería tener la suciedad antes de que se desprendiese del cristal por su propio peso. Fermi les ayudó a todos a sacar adelante el ejercicio, para el que había que partir de algunas constantes fundamentales de la naturaleza, aplicar la interacción electromagnética y calcular las atracciones dieléctricas que mantienen unos aislantes unidos a los otros. Un día, en Los Álamos, durante el proyecto Manhattan, un físico atropelló a un coyote con su coche. Fermi dijo que era posible calcular el número total de coyotes en el desierto siguiendo las interacciones vehículo-coyote. Eran, decía, justo como las colisiones de las partículas. Unos pocos sucesos raros ofrecían indicios acerca de la población total de esas partículas.
Bueno, era muy listo, y se le ha reconocido bien. Nadie hay, que yo sepa, cuyo nombre haya sido puesto a más cosas. Veamos…, el Fermilab, el Instituto Enrico Fermi, los fermiones (todos los quarks y leptones) y la estadística de Fermi (no importa). El fermi es una unidad de tamaño igual a 10
—13
centímetros. Mi fantasía final es dejar detrás de mí algo que lleve mi nombre. Le rogué a mi colega de Columbia T. D. Lee que propusiera una partícula nueva, a la que, cuando se la descubriera, se le llamase «lee-on». No sirvió de nada.
Pero además del primer reactor nuclear, bajo el estadio de fútbol norteamericano de la Universidad de Chicago, y de los estudios aurorales sobre los zorros espachurrados, Fermi hizo una contribución más básica al conocimiento del universo. Fermi describió una nueva fuerza en la naturaleza, la interacción débil.
Volvamos sobre nuestros pasos rápidamente, hasta Becquerel y Rutherford. Recordad que Becquerel descubrió de chiripa la radiactividad en 1896, cuando guardó un poco de uranio en un cajón donde tenía su papel fotográfico; éste se ennegreció, y al final encontró la causa en unos rayos invisibles que salían del uranio. Tras el descubrimiento de la radiactividad y la elucidación por Rutherford de las radiaciones alfa, beta y gamma, muchos físicos de todo el mundo se concentraron en las partículas beta, de las que pronto se supo que eran electrones.
¿De dónde venían esos electrones? Los físicos descubrieron muy deprisa que el núcleo emitía el electrón cuando experimentaba un cambio espontáneo de estado. En los años treinta los investigadores determinaron que los núcleos estaban formados por protones y neutrones, y asociaron la radiactividad del núcleo a la inestabilidad de sus constituyentes, los protones y los neutrones. Claro está, no todos los núcleos son radiactivos. La conservación de la energía y la interacción débil desempeñan papeles importantes en la desintegración de un protón o un neutrón dentro de un núcleo y en la facilidad con que lo hagan.
A finales de los años veinte se hicieron unas cuidadosas mediciones de los núcleos radiactivos, antes y después. Se mide la masa del núcleo inicial, la del núcleo final y la energía y la masa del electrón emitido (recordad que
E = mc²
). Y así se hizo un importante descubrimiento: la suma no salía. Se perdía energía. Había más en la entrada que en la salida. Wolfgang Pauli hizo su (entonces) atrevida sugerencia de que un pequeño objeto neutro se llevaba la energía.
En 1933 Enrico Fermi juntó todas las partes. Los electrones salían del núcleo, pero no directamente. Lo que pasa es que el neutrón del núcleo se desintegra en un protón, un electrón y el pequeño objeto neutro que Pauli había inventado. Fermi lo llamó el neutrino, que quería decir «el pequeño neutro». De esta reacción en el núcleo es responsable, decía Fermi, una fuerza, y la llamó interacción débil. Y lo es muchísimo si se la compara con la interacción nuclear fuerte y el electromagnetismo. Por ejemplo, a baja energía la intensidad de la interacción débil es alrededor de una milésima de la intensidad del electromagnetismo.