—Ciento sesenta y siete habría sido más próximo —afirmó Talen al cabo de un momento.
—¿Próximo a qué? —inquirió Kalten.
—Al centenar de votos. Veréis, cien votos es el sesenta por ciento de... —Talen observó la expresión de estupor de Kalten—. Ah..., da igual, Kalten—dijo—. Os lo explicaré después.
—¿Puedes retener todos esos números en la cabeza? —se sorprendió Komier—. En ese caso, hemos malgastado un fardo de papeles efectuando los cálculos.
—Es un truco, mi señor —respondió modestamente Talen—. En mi trabajo uno debe a veces hacer números muy deprisa. ¿Puedo preguntar de cuántos votos dispone ahora Annias?
—De sesenta y cinco —repuso Abriel—, ya sean firmes o fuertemente inclinados de su lado.
—¿Y cuántos tenemos nosotros?
—Cincuenta y ocho.
—En ese caso, nadie gana. Él necesita treinta y cinco votos más y nosotros, cuarenta y dos.
—Me temo que no es tan simple. —Abriel exhaló un suspiro—. El procedimiento establecido por los padres de la Iglesia exige un centenar de votos, o una proporción similar de entre los presentes que voten, para elegir un nuevo archiprelado o para decidir todas las cuestiones fundamentales.
—Y eso es en lo que hemos gastado un fardo de papeles —señaló agriamente Komier.
—Bien —dijo Talen tras un momento de reflexión—. Entonces Annias sólo necesita ochenta votos, pero todavía le faltan quince.
—Frunció el entrecejo—. Esperad un minuto —añadió—. Vuestros cálculos no concuerdan. Sólo habéis tenido en cuenta ciento veintitrés votos y habéis dicho que había ciento treinta y dos patriarcas en Chyrellos.
—Nueve de los patriarcas aún no se han decidido —le explicó Abriel—. Dolmant sospecha que están aguardando simplemente a recibir sobornos más cuantiosos. De vez en cuando se celebran votaciones concernientes a asuntos no fundamentales y, en dichos casos, basta con la mayoría simple para ganar. En algunas ocasiones esos nueve votan con Annias y en otras no. Están demostrándole su poder. Me temo que votarán al candidato que les aporte alguna ventaja a ellos.
—Aunque todos voten por Annias cada vez, ello no implica ninguna diferencia —dedujo Talen
—Por más que se estiren, nueve votos no pueden convertirse en quince.
—Pero él no necesita quince —advirtió cansinamente el preceptor Darellon—. Debido a los asesinatos y a todos los soldados eclesiásticos que patrullan por las calles de Chyrellos, diecisiete de los patriarcas que se oponen a Annias se han ocultado en algún lugar de la Ciudad Sagrada y, como no están presentes ni votan, eso modifica los números.
—Esto está comenzando a darme dolor de cabeza —dijo Kalten a Ulath.
—Me parece que tenemos problemas, mis señores —anunció Talen, sacudiendo la cabeza—. Sin esos diecisiete sumados al total, la cantidad necesaria para ganar es sesenta y nueve. A Annias sólo le faltan cuatro votos más.
—Y, en cuanto consiga el dinero suficiente para satisfacer a esos nueve que se reservan, saldrá ganador —infirió Bevier—. El chico tiene razón, mis señores. Nos enfrentamos a un grave problema.
—Entonces habremos de modificar los números —observó Sparhawk.
—¿Y cómo se hace eso? —preguntó Kalten—. Un número es un número. No puede cambiarse.
—Se puede si se le añaden otros. Lo que hemos de hacer al llegar a Chyrellos es localizar a esos diecisiete patriarcas que se esconden y llevarlos con protección a la basílica para que voten. Eso volvería a situar el número que precisa Annias para salir vencedor en ochenta, cifra que él no puede alcanzar.
—Pero nosotros tampoco —objetó Tynian—. Aun cuando recuperáramos esos votos, seguiríamos disponiendo de cincuenta y ocho.
—Sesenta y dos de hecho, sir Tynian —corrigió respetuosamente Bevier—. Los preceptores de las cuatro órdenes son también patriarcas y no creo que ninguno de ellos fuera a votar a Annias, ¿no es así, mis señores?
—Eso modifica las cosas —calculó Talen—. Si se suman los diecisiete y los cuatro, y el total es ciento treinta y seis, el número necesario para ganar se sitúa en ochenta y dos... En realidad, ochenta y uno y una fracción.
—Una cifra imposible de conseguir para ambas facciones —señaló con pesimismo Komier—. Continuamos lejos de poder obtener la victoria.
—No tenemos que ganar la votación para salir airosos, Komier —observo Vanion—. Nosotros no tratamos de elegir a nadie. Todo cuanto intentamos hacer es mantener a Annias fuera del trono. Podemos ganar llegando a un punto muerto. —El amigo de Sparhawk se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del pabellón—. En cuanto nos encontremos en Chyrellos, haremos que Dolmant envíe un mensaje a Wargun a Arcium declarando que hay una crisis de religión en la Ciudad Sagrada. De ese modo, Wargun se situará bajo nuestras órdenes. Incluiremos un mandato firmado por nosotros cuatro en el que se le conmine a suspender sus operaciones en Arcium y cabalgar hacia Chyrellos con la menor dilación posible. Si Otha comienza a avanzar, lo necesitaremos de todas formas.
—¿Cómo vamos a lograr los suficientes votos para tal declaración? —preguntó el preceptor Darellon.
—No me proponía someterlo a votación, amigo mío. —Vanion esbozó una fina sonrisa—. La reputación de Dolmant convencerá al patriarca Bergsten de que la declaración es oficial, y Bergsten puede ordenar a Wargun que marche hacia Chyrellos. Ya nos disculparemos más tarde por el malentendido. Para entonces, no obstante, Wargun estará en Chyrellos con los ejércitos combinados de Occidente.
—Excepto el de Elenia —insistió Sparhawk—. Mi reina está sentada en Cimmura sin más protección que un par de ladrones.
—No pretendo ofenderos, sir Sparhawk —declaró Darellon—, pero en estos momentos ésta es una cuestión crucial.
—No estoy tan seguro, Darellon —se mostró en desacuerdo Vanion—. Annias necesita desesperadamente dinero ahora y por ello debe tener acceso al tesoro de Elenia... no sólo para sobornar a esos nueve, sino para mantener los votos con los que ya cuenta. Bastarían unas pocas deserciones para dejar el trono fuera de su alcance. La protección de Ehlana... y de su tesoro... es incluso más vital ahora que antes.
—Tal vez tengáis razón, Vanion —concedió Darellon—. No había pensado en eso.
—De acuerdo pues —prosiguió con su análisis Vanion—, cuando Wargun llegue a Chyrellos con su ejército, se transformará el equilibrio de fuerzas. El poder de Annias sobre sus adeptos es ya bastante tenue actualmente y, por mi parte, opino que en muchos casos se basa en gran medida en el hecho de que sus soldados controlen las calles. En cuanto eso cambie, preveo la rápida disolución de una parte de su apoyo. Por lo tanto considero, caballeros, que nuestro objetivo es llegar a Chyrellos antes de que fallezca Clovunus, enviar ese mensaje a Wargun y después tomar bajo nuestra custodia a los patriarcas que permanecen ocultos de manera que puedan volver a la basílica para participar en las votaciones. —Dirigió la mirada a Talen—. ¿Cuántos votos necesitamos..., cuál es el mínimo absoluto necesario para impedir que Annias salga vencedor?
—Si consigue hacerse con el apoyo de esos nueve, dispondrá de setenta y cuatro votos, mi señor. Si nosotros localizamos a seis de los que están escondidos, el número total de patriarcas que voten sera ciento veinticinco. El sesenta por ciento de ellos es setenta y cinco, con lo cual no ganará.
—Muy bien, Talen —aprobó Vanion—. De acuerdo pues, caballejos. Vamos a Chyrellos, registramos toda la ciudad y encontramos a los seis patriarcas que están dispuestos a votar contra Annias. Nombramos a alguien, a cualquiera, que se presente como candidato a la elección y sometemos continuamente a votación diversos asuntos hasta que llegue Wargun.
—De todas formas, no es lo mismo que ganar, Vanion —refunfuño Komier.
—Es lo que más se le parece —adujo Vanion.
Sparhawk tuvo el sueño inquieto esa noche. La oscuridad parecía henchida de vagos gritos y gemidos y de una sensación de terror impreciso. Finalmente se levantó de la cama, se puso un hábito de monje y salió en busca de Sephrenia.
Como casi esperaba, la encontró sentada en la entrada de su tienda con una taza de té en las manos.
—¿Es que no dormís nunca? —le preguntó con cierta irritación.
—Vuestros sueños me mantienen despierta, querido.
—¿Sabéis lo que estoy soñando? —inquirió, estupefacto.
—Desconozco los detalles, pero sé que hay algo que os trastorna.
—He vuelto a ver la sombra cuando he enseñado el Bhelliom a los preceptores.
—¿Es eso lo que os preocupa?
—En parte. Alguien me disparó con una ballesta cuando venía con Ulath y Kalten del convento donde está recluida Arissa.
—Pero eso ha sido antes de que sacarais el Bhelliom de la bolsa. Después de todo, quizá los incidentes no tienen ninguna clase de conexión.
—Tal vez la sombra los reserve... o tal vez ésta pueda prever que se producirán en el futuro. Quizá la sombra no necesite que yo toque el Bhelliom para poder mandar a alguien a matarme.
—¿Participan normalmente tantos «quizás» y «tal vez» en la lógica elenia?
—No, y eso es lo que me inquieta, aunque no tanto como para hacerme descartar las hipótesis. Hace ya un tiempo que Azash viene enviando cosas para acabar conmigo, pequeña madre, y todas tenían algún atributo sobrenatural. Es evidente que esa sombra de la que capto constantemente una vislumbre no es natural, o de lo contrario vos la habríais visto.
—Supongo que es cierto.
—Entonces sería un tanto estúpido que bajara la guardia simplemente porque no puedo demostrar que Azash mandó la sombra, ¿no creéis?
—Es probable que así sea.
—Aun cuando no pueda probarlo realmente, sé que existe algún tipo de relación entre el Bhelliom y ese parpadeo que percibo de reojo. Ignoro cuál es la conexión y tal vez por eso tenemos la impresión de que algunos incidentes aislados no se ajustan a ninguna racionalización. Para curarme en salud, no obstante, voy a dar por sentado lo peor: que la sombra pertenece a Azash y está siguiendo al Bhelliom y enviando humanos para matarme.
—Eso parece juicioso.
—Me alegra que lo aprobéis.
—Ya habíais tomado una decisión al respecto, Sparhawk —observó—. ¿Por qué habéis venido a verme entonces?
—Necesitaba que me escucharais mientras hilaba con palabras los argumentos.
—Comprendo.
—Además, me complace vuestra compañía.
—Sois muy buen chico, Sparhawk —le dijo, sonriendo con ternura—. Ahora decidme, ¿por qué no me explicáis el motivo de que estéis ocultándole a Vanion este último atentado de que habéis sido objeto?
-Veo que no cuento con vuestro beneplácito en esto —advirtió, suspirando.
-No, ciertamente no.
—No quiero que me coloque en medio de la columna rodeado por caballeros armados con los escudos en alto. Debo hallarme en condición de ver lo que se me avecina, Sephrenia. De lo contrario, comenzaré a arrancarme la piel a tiras.
—Oh, querido —suspiró.
Faran
estaba de un humor de perros. Un día y medio de casi continuada marcha extenuante habían provocado un empeoramiento de su ya desabrida disposición natural. A unas quince leguas de Chyrellos, los preceptores detuvieron a la comitiva y ordenaron desmontar y caminar un rato para descansar las cabalgaduras.
Faran
intentó morder tres veces a Sparhawk mientras el alto caballero bajaba de la silla, en una tentativa que obedecía más a una indicación de desaprobación que a una intención real de herir o mutilar, ya que el ruano había descubierto hacía mucho que mordiendo a su amo cuando éste iba revestido de armadura sólo conseguía dolor de dientes. Cuando el voluminoso caballo efectuó un ligero giro y propinó una fuerte patada a Sparhawk en la cadera, empero, éste decidió que había llegado el momento de tomar medidas. Con la ayuda de Kalten, se puso en pie, se levantó la visera y, con las manos en las riendas, se situó a la altura de su fea montura para mirarla cara a cara.
—¡Basta! —espetó.
Faran
le devolvió una mirada cargada de odio. Sparhawk se movió rápidamente y, agarrando la oreja izquierda del ruano con la mano acorazada con el guantelete, se la retorció sin piedad.
Faran
hizo rechinar los dientes y de sus ojos brotaron lágrimas.
—¿Nos entendemos? —preguntó con voz rasposa Sparhawk.
Faran
le dio una patada en la rodilla con uno de los cascos delanteros.
—Como quieras,
Faran
—le dijo Sparhawk—. Pero vas a estar ridículo sin esa oreja. —Se la retorció con más fuerza hasta que el caballo chilló de dolor a regañadientes.
—Es siempre agradable charlar contigo,
Faran
—bromeó Sparhawk, soltándole la oreja. Después le alisó el pelo bañado en sudor del cuello—. Viejo mentecato —le dijo con ternura—. ¿Estás bien?
Faran
meneó las orejas —la derecha, en todo caso —haciendo ostentativo alarde de indiferencia.
—Es realmente necesario,
Faran
—explicó Sparhawk—. No te estoy forzando tanto por puro placer. Será por poco trecho. ¿Puedo fiarme de ti ahora?
Faran
suspiró y rascó el suelo con una pezuña.
—Bien —zanjó Sparhawk—. Caminemos un rato.
—Es en verdad extraño —comentó el preceptor Abriel a Vanion—. Nunca había visto a un caballo y un hombre tan estrechamente compenetrados.
—Forma parte de la ventaja que tiene Sparhawk, amigo mío —le confió Vanion—. Él ya es temible por sí mismo, pero, cuando se coloca encima de ese caballo, se convierte en un desastre natural.
Anduvieron poco más de un kilómetro y luego volvieron a montar y siguieron cabalgando entre la luz solar de la tarde en dirección a la Ciudad Sagrada. Era cerca de medianoche cuando cruzaron el ancho puente que mediaba entre las orillas del río Arruk y se encaminaron a una de las puertas occidentales de Chyrellos, la cual estaba, por supuesto, guardada por soldados eclesiásticos.
—No puedo concederos entrada hasta la salida del sol, mis señores —denegó con firmeza el capitán que se hallaba al mando del destacamento—. Por orden de la jerarquía, nadie que vaya armado puede entrar en Chyrellos durante las horas de oscuridad. El preceptor Komier alargó la mano hacia su hacha.
—Un momento, amigo mío —lo previno amablemente el preceptor Abriel—. Creo que existe una manera de resolver esta dificultad sin recurrir a la violencia. Capitán —interpeló al soldado de roja túnica.