Al cabo renunció a dormir y salió silenciosamente de la cama para no despertar a Kalten. Se vistió con la suave túnica monacal y recorrió los oscuros corredores en dirección al estudio de Dolmant.
Sephrenia se hallaba allí, sentada frente a una pequeña hoguera que crepitaba en el hogar, con su taza de té en las manos y los ojos sumidos en un aire de misterio.
—Estáis inquieto, ¿verdad, Sparhawk? —le dijo en voz baja.
—¿No lo estáis vos? —Con un suspiro, el caballero se dejó caer en una silla y extendió sus largas piernas ante él—. No somos personas indicadas para esto, pequeña madre —señaló melancólicamente—, ninguno de los dos. Yo no soy del tipo de individuos capaces de entusiasmarse y alborozarse por el cambio de un número, y no estoy del todo seguro de que vos comprendáis siquiera qué significan los números. Dado que los estirios no leéis, ¿puede alguno de vosotros captar realmente la noción de un número que supere la suma de los dedos de las manos y los pies?
—¿Pretendéis mostraros insultante, Sparhawk?
—No, pequeña madre, nunca haría tal cosa..., no a vos. Disculpad. Tengo un humor agrio esta mañana. Estoy peleando en una clase de guerra que no entiendo. ¿Por qué no componemos una especie de plegaria y pedimos a Aphrael que modifique las decisiones de ciertos miembros de la jerarquía? Ésa sería una solución agradable y simple que sin duda evitaría un gran derramamiento de sangre.
—Aphrael no haría eso, Sparhawk.
—Me temía que ibais a contestarme así. Ello nos deja la detestable alternativa de participar en un juego que no es el nuestro. No me molestaría tanto... si comprendiera un poco mejor las reglas. Francamente, preferiría con mucho espadas y mares de sangre. —Hizo una pausa—. Adelante, decidlo, Sephrenia.
—¿Decir qué?
—Suspirad y alzad los ojos al cielo y exclamad «elenios» en vuestro más exasperado tono de voz.
—Esto está fuera de lugar, Sparhawk —señaló, con mirada dura, la mujer.
—Sólo estaba bromeando. —Sonrió—. Podemos chancearnos de quienes amamos sin ofenderlos, ¿no es cierto?
El patriarca Dolmant entró sin hacer ruido, con expresión turbada.
—¿Nadie duerme esta noche? —preguntó.
—Tenemos un largo día por delante, Su Ilustrísima —respondió Sparhawk—. ¿Es ése el motivo por el que vos también os habéis levantado?
Dolmant negó con la cabeza.
—Uno de mis criados se ha puesto enfermo —explico—, un cocinero. Ignoro por qué han venido a llamarme sus compañeros. Yo no soy medico.
—Me parece que a eso se lo llama confianza. —Sephrenia esbozó una risa —Se supone que vos mantenéis un contacto especial con el Dios elenio. ¿Cómo está el pobre hombre..., el cocinero, quiero decir?
—Se trata, al parecer, de algo serio. He mandado llamar a un médico. No es un gran cocinero, pero sentiría que muriera. Pero ahora, decidme: ¿qué pasó realmente en Cimmura, Sparhawk?
Sparhawk realizó una rápida exposición de lo sucedido en la sala del trono y de lo esencial de las revelaciones de Lycheas.
—¿Otha? —exclamó Dolmant—. ¿En verdad llegó a ese extremo Annias?
—No podemos demostrarlo, Su Ilustrísima —advirtió Sparhawk—, No obstante, en determinado momento podría ser útil dejar caer esa información en presencia de Annias. Es posible que lo perturbara un tanto. Volviendo a nuestro tema, siguiendo las órdenes de Ehlana, hemos confinado a Lycheas y Arissa en ese monasterio cercano a Demos, y llevo conmigo una buena cantidad de órdenes de captura con objeto de arrestar a diversos individuos con el cargo de alta traición. El nombre de Annias figura de forma preeminente en una de ellas. —Guardó silencio un momento—. Es sólo una idea —declaró—. Podríamos ir con el grueso de los caballeros a la basílica, detener a Annias y llevarlo encadenado a Cimmura. Ehlana hablaba muy seriamente de horcas y decapitaciones cuando nos marchamos.
—No podéis sacar a Annias de la basílica, Sparhawk —observó Dolmant—. Es una iglesia, y las iglesias son refugios para toda clase de delitos civiles.
—Una lástima —murmuró Sparhawk—. ¿Quién se encuentra a la cabeza de los partidarios de Annias en la basílica?
—Makova, patriarca de Coombe. Lleva un año desempeñando un papel relevante. Makova es un burro, totalmente venal, pero es un experto en ley eclesiástica y conoce cientos de tecnicismos y escapatorias.
—¿Asiste Annias a las reuniones?
—La mayoría de las veces, sí. Se complace manteniendo un escrutinio constante de los votos. El tiempo libre lo dedica a hacer ofertas a los patriarcas neutrales. Esos nueve hombres son muy astutos y nunca aceptan clara y abiertamente sus ofrecimientos, sino que le responden con sus votos. ¿Os gustaría mirar cómo jugamos, pequeña madre? —inquirió Dolmant con tenue ironía.
—Gracias de todas formas —declinó la estiria—, pero hay un buen numero de elenios firmemente convencidos de que si un estirio entrara en la basílica, la cúpula se vendría abajo. Como no disfruto con las injurias, preferiría quedarme aquí.
—¿Cuándo suelen iniciarse las sesiones? —preguntó Sparhawk al patriarca.
-Varía la hora —repuso Dolmant—. Makova ocupa la presidencia, lo cual fue producto de un simple voto por mayoría, y ha estado aprovechándose de su autoridad. Convoca sesiones según su antojo, y los mensajeros encargados de entregar las citaciones parecen, por lo visto, extraviarse cuando van a avisar a quienes nos oponemos a Annias. Creo que Makova hizo la jugarreta de intentar colar un voto fundamental mientras el resto de nosotros estábamos todavía en la cama.
-¿Y qué ocurre si convoca una votación en plena noche, Dolmant?
—No puede hacerlo —explicó Dolmant—. En la antigüedad, algún patriarca que no tenía nada mejor que hacer codificó las reglas que regulan los encuentros de la jerarquía. La historia confirma que era un pesado charlatán obsesionado por los detalles insignificantes. Él fue el responsable de la absurda norma que exige los cien votos o el sesenta por ciento en asuntos fundamentales. El fue también, probablemente por puro capricho, quien estableció la ley según la cual la jerarquía sólo podía deliberar durante las horas de luz del día. Muchas de sus reglas son estúpidas frivolidades, pero como quiera que se pasó seis semanas hablando sin parar, al fin sus hermanos votaron aceptándolas simplemente para hacerlo callar. —Dolmant se tocó reflexivamente la mejilla—. Cuando haya acabado todo esto, tal vez proponga a ese asno como santo, ya que esas quisquillosas y ridículas normas suyas son tal vez lo único que en la actualidad está manteniendo el trono fuera del alcance de Annias. Sea como fuere, todos hemos adoptado la costumbre de estar allí al alba, sencillamente para no correr riesgos. En realidad se trata de un pequeño desquite. Makova no tiene el hábito de madrugar, pero durante las últimas semanas viene saludando la salida del sol con nosotros, puesto que, si está ausente, podemos elegir a un nuevo presidente y proseguir sin él, con lo cual podrían producirse toda suerte de votaciones que no serían de su conveniencia.
—¿No podría anularlas? —preguntó Sephrenia.
—Un voto para anular es una cuestión fundamental —repuso Dolmant, con una sonrisa desprovista de alegría—, y él no dispone de los votos suficientes.
Alguien llamó respetuosamente a la puerta. Dolmant abrió la puerta, y un criado habló un momento con él.
—Ese cocinero acaba de morir —anunció Dolmant a Sparhawk y Sephrenia, con aire algo desconcertado—. Aguardad aquí unos minutos. El médico quiere verme.
—Qué extraño —murmuró Sparhawk.
—La gente también muere por causas naturales, Sparhawk —observó Sephrenia.
—No en mi profesión..., al menos, no con frecuencia.
—Quizás era viejo.
Dolmant regresó con el rostro extremadamente pálido.
—¡Lo han envenenado! —exclamó.
—¿Cómo? —inquirió Sparhawk.
—Ese cocinero mío ha sido envenenado, y el médico afirma que el veneno estaba en las gachas de avena que estaba preparando para el desayuno. Esas gachas habrían podido matar a todos los que se hospedan en esta casa.
—Tal vez queráis volver a plantearos la noción de arrestar a Annias, Su Ilustrísima —apuntó con torvo ceño Sparhawk.
—No iréis a creer... —Dolmant calló de repente, con los ojos desorbitados.
—Ya ha intervenido en el envenenamiento de Aldreas y Ehlana, Su Ilustrísima —le recordó Sparhawk—, Dudo que le entraran grandes remordimientos por la muerte de algunos patriarcas y un puñado de caballeros de la Iglesia.
—¡Ese hombre es un monstruo! —Después Dolmant profirió una sarta de juramentos, todos más propios de un cuartel que de un seminario teológico.
—Será mejor que digáis a Emban que haga correr la noticia de lo sucedido entre los patriarcas que nos son leales, Dolmant —aconsejó Sephrenia—. Por lo visto, cabe la posibilidad de que Annias nos sorprenda con el descubrimiento de una manera más barata de ganar las elecciones.
—Yo iré a despertar a los otros —se ofreció Sparhawk, poniéndose en pie—. Quiero contarles eso, y se tarda un buen rato en ponerse la armadura al completo.
Todavía estaba oscuro cuando partieron en dirección a la basílica acompañados de quince caballeros de cada una de las cuatro órdenes. Previamente habían decidido que sesenta caballeros de la Iglesia constituían una fuerza a la que pocos osarían enfrentarse.
El cielo comenzaba a mostrar por levante las primeras pálidas manchas de luz del día cuando llegaron a la iglesia de enorme cúpula situada en el preciso centro de la Ciudad Sagrada, desde el cual difundía el pensamiento y el espíritu que le eran propios. La entrada realizada la pasada noche en la ciudad por la columna de pandion, cirínicos, genidios y alciones no había pasado inadvertida, y prueba de ello eran los ciento cincuenta soldados de roja túnica que guardaban el portal de bronce que conducía al vasto patio de la basílica, capitaneados por el mismo individuo que, siguiendo órdenes de Makova, había intentado impedir la salida de Sparhawk y sus compañeros del castillo pandion cuando se disponían a viajar a Borrata.
—¡Alto! —ordenó con tono imperioso, casi insultante.
—¿Osaríais tratar de denegar entrada a los patriarcas de la Iglesia, capitán? —preguntó el preceptor Abriel con voz tranquila—. ¿Sabiendo que con ello ponéis en peligro vuestra alma?
—Y su cuello también —musitó Ulath a Tynian.
—El patriarca Dolmant y el patriarca Emban pueden entrar libremente, mi señor —declaró el capitán—. Ningún hijo legítimo de la Iglesia podría impedirles la entrada.
—¿Pero qué hay de estos otros patriarcas, capitán? —le preguntó Dolmant.
—Yo no veo más patriarcas, Su Ilustrísima —respondió el capitán con tono rayano en lo afrentoso.
—No estáis mirando, capitán —le hizo ver Emban—. Por ley eclesiástica, los preceptores de las órdenes militantes son también patriarcas. Haceos a un lado y dejadnos paso.
—Yo no he oído hablar de tal ley.
—¿Estáis llamándome embustero, capitán? —El semblante de Emban, alegre de costumbre, había adoptado la dureza del hierro.
—Oh... de veras que no, Su Ilustrísima. ¿Puedo consultar con mis superiores acerca de esta cuestión?
—No podéis. Apartaos.
—Agradezco a Su Ilustrísima que me haya sacado de mi error —se enredó en excusas el capitán, con el rostro reluciente de sudor—. No sabía que los preceptores disfrutaran también de rango eclesiástico. Todos los patriarcas pueden entrar. El resto, me temo, deberá esperar afuera.
—Más le vale temer si pretende hacer cumplir esa exigencia —comentó, haciendo rechinar los dientes, Ulath.
—Capitán —dijo el preceptor Komier—, todos los patriarcas tienen derecho a disponer de cierto número de personal administrativo, ¿no es así?
—En efecto, mi señor... eh, Su Ilustrísima.
—Estos caballeros son nuestro personal. Secretarios y cargos semejantes, ya me entendéis. Si les negáis la entrada a ellos, espero ver salir dentro de cinco minutos de la basílica una larga hilera de subalternos eclesiásticos de negra sotana de los otros patriarcas.
—No puedo hacer eso, Su Ilustrísima —insistió con obstinación el capitán.
—¡Ulath! —vociferó Komier.
—Si me permitís, Su Ilustrísima —se interpuso Bevier quien, según advirtió Sparhawk, asía relajadamente su hacha con la mano derecha—. El capitán y yo ya nos conocemos. Tal vez yo pueda hacerlo entrar en razón. —El joven caballero cirínico adelantó el caballo—. Aun cuando nuestras relaciones no hayan sido nunca cordiales —dijo—, os suplico que no arriesguéis vuestra alma desafiando a nuestra Santa Madre, la Iglesia. Teniendo esto presente, ¿os haréis de buen grado a un lado tal como la Iglesia os ha ordenado hacer?
—No lo haré, caballero.
Bevier suspiró con pesar y, con un movimiento de balanceo casi negligente de su temible hacha, hizo saltar por los aires la cabeza del capitán. Sparhawk ya había notado que Bevier se comportaba así en ocasiones. En cuanto tenía la certeza de hallarse sobre firme terreno teológico, el joven arciano solía decidirse por emplear asombrosos métodos expeditivos. En esos instantes, su rostro aparecía sereno y apacible mientras observaba el cuerpo decapitado del capitán que se mantuvo rígido y quieto por espacio de unos segundos; luego suspiró y el cadáver se vino abajo.
Los soldados eclesiásticos se quedaron boquiabiertos y se pusieron a gritar presas de horror y alarma al tiempo que retrocedían empuñando las armas.
—Asunto concluido —dio por zanjada la cuestión Tynian—. Allá vamos. —Se llevó la mano a la espada.
—Queridos amigos —se dirigió Bevier a los soldados con voz suave pero imponente—, acabáis de ser testigos de un incidente verdaderamente lamentable. Un soldado de la Iglesia ha desafiado por propia voluntad el dictado legal de nuestra Madre. Unámonos ahora para ofrecer una ferviente plegaria para que el misericordioso Dios tenga a bien perdonar su horrible pecado. Arrodillaos, queridos amigos, y rogad. —Bevier agitó su hacha ensangrentada, salpicando con ello a varios soldados.
Primero unos pocos, luego un nutrido grupo, y por último todos los soldados se postraron de rodillas.
—¡Oh, Dios! —exhortó Bevier en oración—, os suplicamos que recibáis el alma de nuestro querido hermano recientemente fallecido y le otorguéis la absolución de su grave pecado. —Miró en derredor—. Continuad rezando, queridos amigos —indicó a los soldados arrodillados—. Rogad no sólo por vuestro antiguo capitán, sino también por vosotros mismos, para que el pecado, que siempre se vale de sinuosos y ladinos medios, no se infiltre en vuestros corazones como lo hizo en el suyo. Defended con vigor vuestra pureza y humildad, queridos amigos, para no compartir así el destino de vuestro capitán.