Después el caballero cirínico, revestido de bruñido acero y prístinas sobreveste y capa blancas, avanzó al paso con el caballo, abriéndose camino entre las hileras de soldados arrodillados, impartiendo bendiciones con una mano y asiendo el hacha con la otra.
—Os dije que era un buen chico —señaló Ulath a Tynian mientras la comitiva seguía al beatíficamente sonriente Bevier.
—Jamás lo puse en duda ni por un momento, amigo mío —replicó Tynian.
—Lord Abriel —inquirió el patriarca Dolmant mientras guiaba su montura entre los soldados postrados, muchos de los cuales estaban sollozando—, ¿habéis interrogado últimamente a sir Bevier sobre la verdadera sustancia de sus creencias? Puede que me equivoque, pero me parece advertir en él ciertas desviaciones de las genuinas enseñanzas de nuestra Santa Madre.
—Lo catequizaré de la forma más penetrante, Su Ilustrísima..., en cuanto tenga ocasión de hacerlo.
—No hay prisa, mi señor —observó benignamente Dolmant—. No creo que su alma se halle amenazada por un peligro inminente. No obstante, esa arma que lleva es realmente desagradable.
—Si Su Ilustrísima —convino Abriel—. Realmente lo es.
La noticia de la defunción del capitán se había propagado con gran rapidez. En las macizas puertas de la basílica no hubieron de enfrentarse a ninguna interferencia por parte de los soldados eclesiásticos. En realidad, no parecía haber soldados eclesiásticos por ninguna parte. Los pesadamente acorazados caballeros desmontaron, formaron en columna militar y siguieron a sus preceptores y los dos patriarcas hacia el interior de la vasta nave. Sonó un estrepitoso entrechocar de metal cuando el grupo se arrodilló por un breve instante ante el altar. Luego se levantaron y se adelantaron en un corredor iluminado con velas en dirección a las oficinas administrativas y la sala de audiencia del archiprelado.
Los hombres que montaban guardia en la puerta de la sala no eran soldados eclesiásticos, sino miembros de la guardia personal del archiprelado, hombres totalmente incorruptibles que volcaban su fidelidad exclusivamente en el ejercicio de su cargo. También eran, empero, muy rigoristas en la aplicación de la ley de la Iglesia, en la cual debían de estar sin duda mucho mejor versados que muchos de los patriarcas que ocupaban asientos en la sala. Ellos reconocieron al instante la eminencia eclesiástica de los preceptores de las cuatro órdenes, aunque costó un poco más encontrar un motivo por el que el resto de la comitiva debiera ser admitido. Fue el patriarca de Emban, gordo, astuto y con un conocimiento casi enciclopédico de las leyes y costumbres de la Iglesia, quien señaló el hecho de que cualquier eclesiástico con adecuadas credenciales podía entrar libremente siempre que fuera invitado por un patriarca. Una vez que los guardias hubieron expresado su conformidad al respecto, Emban les hizo ver con gran amabilidad que los caballeros de la Iglesia eran de hecho clérigos, siendo como eran miembros de órdenes técnicamente monásticas. Los guardias rumiaron tal presupuesto, le otorgaron validez y abrieron ceremoniosamente las enormes puertas. Sparhawk advirtió un buen número de sonrisas mal disimuladas mientras él y sus amigos iban pasando en hilera. Aquellos hombres eran, por definición, incorruptibles y absolutamente neutrales, pero ello no impedía que tuvieran sus opiniones personales.
La sala de audiencia era tan grande como cualquier sala de trono secular. El trono en sí, voluminoso, recargado, construido en oro macizo y situado sobre un estrado elevado con cortinajes púrpura al fondo, se encontraba en un extremo de la estancia y a ambos lados, dispuestos en gradas, se hallaban los bancos de altos respaldos. Las cuatro primeras filas tenían cojines carmesí, lo cual indicaba que esos asientos estaban reservados para los patriarcas. Encima de dichos escaños y separados de ellos por cuerdas de terciopelo de la más viva tonalidad púrpura se elevaban los bancos de madera de las galerías para los espectadores. Delante del trono se alzaba un atril, frente al cual se encontraba el patriarca Makova de Coombe, Arcium, pronunciando con voz monótona un discurso cargado de ampulosidad eclesiástica. Makova, enjuto de cara, marcado por la viruela y manifiestamente adormilado, se volvió con irritación cuando las grandes puertas se abrieron, dando paso a la vasta sala a los patriarcas de Demos y Usara seguidos de los caballeros.
—Qué significa esto? —preguntó Makova en tono ofendido.
—Nada de extraordinario, Makova —respondió Emban—. Dolmant y yo estamos acompañando a algunos de nuestros hermanos patriarcas que se suman a nuestras deliberaciones.
—Yo no veo más patriarcas —espetó Makova.
—No seáis pesado, Makova. Todo el mundo sabe que los preceptores de las órdenes militantes tienen idéntico rango al nuestro y son, por lo tanto, miembros de la jerarquía.
Makova lanzó una rápida mirada al enclenque monje sentado a un lado de una mesa llena de altas pilas de gruesos libros y antiguos pergaminos.
—¿Escuchará la asamblea el veredicto del especialista legal en lo concerniente a esta cuestión? —preguntó.
Se oyó un retumbar de asentimientos, aunque las expresiones de consternación en los rostros de unos cuantos patriarcas mostraban a las claras que ya conocían la respuesta. El canijo monje consultó varios voluminosos tomos y luego se puso en pie, se aclaró la garganta y habló con voz carrasposa.
—Su Ilustrísima, el patriarca de Usara ha citado correctamente la ley —manifestó—. Los preceptores de las órdenes militantes son, en efecto, miembros de la jerarquía y los nombres de los actuales poseedores de tales cargos han sido registrados, tal como corresponde, en las listas de este organismo. Los preceptores han declinado participar en las deliberaciones a lo largo de los dos últimos siglos, pero a pesar de ello ostentan el rango.
—La autoridad que ya no se ejerce deja de existir —arguyó Makova.
—Me temo que ello no es del todo cierto, Su Ilustrísima —se excusó el monje—. Existen muchos precedentes históricos de participación reanudada. En una ocasión, los patriarcas del reino de Arcium se negaron a asistir a las deliberaciones de la jerarquía por espacio de ochocientos años como consecuencia de una disputa que tenía por objeto las vestimentas apropiadas y...
—De acuerdo, de acuerdo —lo interrumpió Makova, malhumorado—, pero esos asesinos de armadura no tienen derecho a estar aquí.
—Asestó una furibunda mirada a los caballeros.
—De nuevo andáis errado, Makova —lo contradijo con aire satisfecho Emban—. Por definición, los caballeros de la Iglesia son miembros de órdenes religiosas. Sus votos no son menos vinculantes y legítimos que los nuestros. Son, por consiguiente, clérigos y pueden actuar como observadores... a condición de que los invite un patriarca con derecho a escaño. —Se volvió—. Caballeros —dijo—, ¿seréis tan amables de aceptar mi invitación personal para presenciar nuestras deliberaciones?
Makova lanzó una mirada al escolástico monje y éste asintió.
—Lo que nos conduce a la conclusión, Makova —añadió Emban con untuoso tono sazonado de malicia—, de que los caballeros de la Iglesia tienen tanto derecho a estar presentes como la serpiente Annias, que está sentado con esplendor no bien ganado en la galería norte... mordiéndose, según veo, el labio presa de consternación.
—¡Os estáis propasando, Emban!
—No lo creo así, viejo amigo. ¿Vamos a votar algo, Makova, para averiguar en qué medida se ha resentido vuestro soporte? —Emban miró en derredor—. Pero estamos interrumpiendo el debate. Os ruego, mis hermanos patriarcas y queridos invitados, que ocupemos nuestros asientos de manera que la jerarquía pueda continuar con sus hueras deliberaciones.
—¿Hueras?
—Por completo, amigo mío. Hasta que Clovunus fallezca, nada de lo que decidamos aquí tiene el más mínimo sentido. Estamos simplemente divirtiéndonos... y ganándonos la paga, claro está.
—Es un hombrecillo muy ofensivo —murmuró Tynian a Ulath.
—Es muy bueno, empero. —El fornido caballero genidio sonreía complacido. Sparhawk sabía exactamente dónde se iba a instalar él.
—Tú —musitó a Talen, que había sido admitido probablemente por equivocación—, ven conmigo.
—¿Adonde vamos?
—A irritar a un viejo amigo.
Sparhawk sonrió impíamente y condujo al muchacho por las escaleras hasta una galería superior donde el demacrado primado de Cimmura estaba sentado frente a un escritorio, flanqueado de un buen número de sicofantes de negra sotana. Sparhawk y Talen se aposentaron justo en el banco de detrás de Annias. Viendo que Ulath, Berit y Tynian los seguían, Sparhawk les hizo una seña con la mano para que se alejaran, en tanto que Dolmant y Emban escoltaban a los preceptores a las gradas bajas tapizadas con cojines.
Sparhawk sabía que Annias dejaba a veces escapar secretos cuando estaba sorprendido y quería averiguar si su enemigo había tenido algo que ver en el intento de envenenamiento masivo perpetrado en la morada de Dolmant esa mañana.
—Vaya, ¿será posible que éste sea el primado de Cimmura? —exclamó Sparhawk con fingido asombro—. ¿Qué demonios estáis haciendo tan lejos de casa, Annias?
—¿Qué os proponéis, Sparhawk? —preguntó Annias, volviendo la cabeza y asestándole una furiosa mirada.
—Observar, eso es todo —repuso Sparhawk, quitándose el yelmo y depositando los guanteletes en su interior. Desató la correa del escudo y se desprendió del cinto de la espada, que apoyó en el respaldo del asiento de Annias—. ¿Os molestarán, compadre? —inquirió campechanamente—. Es un poco dificultoso sentarse cómodamente con el estorbo de las herramientas del oficio. —Se sentó—. ¿Qué tal os ha ido, Annias? Hace meses que no os veo. —Hizo una pausa—. Estáis un poco demacrado y pálido, viejo amigo. Deberíais tomar más aire fresco y hacer ejercicio
—Callaos, Sparhawk —espeto Annias—. Estoy tratando de escuchar.
—Oh por supuesto. Podemos sostener luego una agradable charla..., ponernos mutuamente al corriente de los logros de cada cual y esas cosas —El hecho de que no hubiera nada de extraordinario en la reacción de Annias, restó fuerza a la convicción de Sparhawk respecto a su culpabilidad
—Si mis hermanos convienen en ello —decía Dolmant—, se han producido recientemente un buen número de sucesos de los que me siento obligado a informar a la jerarquía. Aun cuando nuestra función primordial sea eterna, no por ello dejamos de estar en el mundo y es nuestro deber mantenernos al tanto de los acontecimientos presentes.
Makova dirigió una interrogativa mirada a Annias, el cual tomo una pluma y un trozo de papel. Sparhawk acodó los brazos en el respaldo del banco de su enemigo y espió por encima de su hombro mientras éste escribía deprisa su sucinta instrucción: «Dejadlo hablar».
—Cansado, ¿eh, Annias? —comentó Sparhawk con complacencia—. ¿No sería mucho más conveniente si vos mismo pudierais hablar?
—Os he dicho que os callarais, Sparhawk —dijo, crispado, Annias, entregando la nota a un joven monje para que la llevara a Makova.
—Vaya, ¡qué mal humor que tenéis esta mañana! —observó Sparhawk—. ¿No habéis dormido bien la pasada noche, Annias?
Annias se volvió para mirar airadamente a su hostigador.
—¿Quién es ése? —preguntó, señalando a Talen.
—Mi paje —respondió Sparhawk—. Es uno de los estorbos del rango de caballero. Hace un papel de relleno cuando mi escudero está ocupado en otros asuntos.
—Siempre damos la bienvenida a las palabras del instruido primado de Demos —declamó con altanería Makova, tras haber leído la nota—, pero tened a bien ser breve, Su Ilustrísima. Nos aguardan importantes cuestiones que atender —concluyó, antes de alejarse del atril.
—Desde luego, Makova —replicó Dolmant, acercándose al puesto que le había cedido—. Resumiendo, pues —comenzó—, como resultado de la plena recuperación de la reina Ehlana, la situación política en el reino de Elenia ha cambiado de un modo radical y...
En la sala resonaron gritos de sorpresa, acompañados de un confuso parloteo de voces. Todavía acodado en el respaldo del asiento de Annias, Sparhawk advirtió con regocijo cómo éste se ponía blanco como el papel antes de erguirse.
—¡Imposible! —musitó el eclesiástico.
—Asombroso, ¿verdad, Annias? —le comentó Sparhawk—, y tan inesperado. Estoy seguro de que os alegrará saber que la reina os manda sus mejores deseos.
—¡Explicaos, Dolmant! —casi gritó Makova.
—Únicamente trataba de ser breve... tal como me habéis pedido Makova. Hace tan sólo una semana, la reina Ehlana se recobró de su misteriosa dolencia. Son muchos los que lo consideran algo del orden de lo milagroso. Con su restablecimiento, salieron a la luz ciertos hechos, y el antiguo príncipe regente, y su madre, tengo entendido, se hallan actualmente bajo arresto con el cargo de alta traición.
Annias se recostó en el banco, a punto de sucumbir al desmayo.
—El venerado y respetado conde de Lenda se encuentra ahora al frente del consejo real, y ha extendido con su sello varias órdenes de captura contra los implicados en la vil conspiración que atentó contra la reina. El paladín de la reina está buscando ahora a dichos bellacos y los llevará sin duda a comparecer ante la justicia..., ya sea ésta humana o divina.
—El cargo de dirección del consejo real elenio le correspondía al barón Harparin —protestó Makova.
—El barón Harparin comparece ahora ante el tribunal de la suprema justicia divina, Makova —afirmó Dolmant con tenebroso tono—. Ahora hace frente al juez último. Me temo que existen escasas esperanzas de que salga absuelto..., aunque nosotros podernos rogar para que no sea así.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó con voz entrecortada Makova.
—Me han dicho que fue accidentalmente decapitado durante el relevo de la administración en Cimmura. Lamentable, quizá, pero ese tipo de cosas suceden de tanto en tanto.
—¿Harparin? —jadeó, consternado, Annias.
—Cometió la equivocación de ofender al preceptor Vanion —le murmuró al oído Sparhawk—, y ya sabéis el mal genio que puede tener a veces Vanion. Luego lo lamentó mucho, claro está, pero para entonces Harparin yacía ya en dos mitades. Echó a perder la alfombra de la sala del consejo... Toda llena de sangre, ya os podéis imaginar.
—¿A quién más estáis persiguiendo, Sparhawk? —preguntó Annias.
—No llevo conmigo la lista en estos momentos, Annias, pero constan unos cuantos nombres preeminentes en ella..., nombres que estoy seguro que reconoceréis.