—¿Sí, mi señor? —La voz del militar era insultantemente presuntuosa. —Esta orden que habéis mencionado, ¿afecta a los miembros de la propia jerarquía?
—¿Mi señor? —El capitán parecía confundido.
—Es una pregunta muy simple, capitán, que os bastará responder con un sí o un no. ¿Afecta la orden a los patriarcas de la Iglesia?
—Nadie puede poner impedimentos a un patriarca de la Iglesia, mi señor —repuso, algo indeciso, el capitán.
—Su Ilustrísima—lo corrigió Abriel.
El capitán pestañeó sin comprender.
—La forma correcta de tratamiento cuando se habla con un patriarca es «Su Ilustrísima», capitán. Según la ley eclesiástica, mis tres compañeros y yo somos, de hecho, patriarcas de la Iglesia. Poned a vuestros hombres en formación, capitán. Vamos a pasar revista.
El capitán titubeó.
—Hablo en nombre de la Iglesia, teniente —señaló Abriel—. ¿Vais a desafiar su voluntad?
—Eh... yo soy capitán, Su Ilustrísima —murmuró el hombre.
—Erais un capitán, teniente, pero ya no lo sois. Y ahora, ¿os gustaría rebajaros a sargento? En caso contrario, haréis al instante lo que os he dicho.
—Enseguida, Su Ilustrísima —respondió, tembloroso, el hombre—. ¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡Todos! ¡Colocaos en formación para inspección! El aspecto que ofreció el destacamento en la puerta fue, en palabras del preceptor —¿deberíamos decir en vez de ello «patriarca»?—, lamentable. Tras distribuir generosamente reprimendas con selecto vocabulario mordaz, la columna se adentró en la Ciudad Sagrada sin hallar mayor impedimento. No hubo risas, ni siquiera sonrisas, hasta que se encontraron a buena distancia de las puertas. La disciplina de los caballeros de la Iglesia es objeto de admiración en todo el mundo conocido.
A pesar de lo tardío de la hora, las calles de Chyrellos estaban densamente patrulladas por soldados eclesiásticos, cuya lealtad, Sparhawk lo sabía bien, era pura cuestión de compraventa. Debido a su supremacía numérica en la Ciudad Sagrada, aquellos hombres, que en la mayoría de los casos servían únicamente a cambio de la paga, se habían habituado a comportarse con cierta arrogante rudeza. Aun así, la aparición de cuatrocientos caballeros de la Iglesia vestidos con armadura a la ominosa hora de medianoche engendró en ellos lo que Sparhawk interpretó como una oportuna humildad... al menos entre los soldados rasos. Los oficiales tardaron un poco más en hacerse cargo de la situación, como, por otra parte, siempre sucede. Un desagradable joven trató de cerrarles el paso, conminándolos a presentar documentos. Como el engreído individuo había omitido mirar a sus espaldas, no se había percatado del hecho de que sus tropas se habían retirado discretamente y continuó expresando perentorias órdenes con voz chillona, exigiendo esto e insistiendo en lo de más allá hasta que Sparhawk aflojó las riendas de
Faran
y arremetió contra él a paso vivo.
Faran
puso especial énfasis en patear insistentemente con sus cascos herrados de acero varios puntos sensibles del cuerpo del oficial.
—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó Sparhawk a su caballo.
Faran
emitió un relincho lleno de maldad.
—Kalten —indicó Vanion—, pongámonos manos a la obra. Dividid la columna en grupos de diez. Dispersaros por la ciudad y haced circular el ofrecimiento de protección de los caballeros de la Iglesia a todo patriarca que desee ir a la basílica para participar en las votaciones.
—Sí, mi señor Vanion —aceptó Kalten—. Voy a despertar a la Ciudad Sagrada. Estoy seguro de que todos están esperando con ansias la noticia que les traigo.
—Creéis que hay esperanzas de que algún día alcance la madurez? —dijo Sparhawk.
—Yo diría que no —respondió quedamente Vanion—. Por más viejos que nos hagamos los demás, siempre tendremos a un eterno chiquillo entre nosotros, lo cual no deja de ser reconfortante. Seguidos por Sparhawk, sus amigos y un destacamento de veinte hombres capitaneado por sir
Perraine, los preceptores prosiguieron su camino por la amplia avenida.
La modesta casa de Dolmant estaba custodiada por un pelotón de soldados, cuyo oficial reconoció Sparhawk como uno de los leales al patriarca de Demos.
—¡Loado sea Dios! —exclamó el joven cuando los caballeros refrenaron las monturas justo delante de la puerta de Dolmant.
—Nos encontrábamos en la zona y hemos pensado que podríamos pararnos para hacer una visita de cortesía —declaró Vanion con una seca sonrisa—. Confío en que Su Ilustrísima esté perfectamente.
—Estará mejor ahora que vos y vuestros amigos estáis aquí, mi señor. Ha habido un poco de tensión aquí en Chyrellos.
—Me lo imagino. ¿Está Su Ilustrísima aún despierto?
—Se encuentra reunido con Emban, el patriarca de Usara. ¿Tal vez lo conocéis, mi señor?
-¿Un tipo rechoncho, bastante jovial?
—El mismo, mi señor. Anunciaré a Su Ilustrísima vuestra llegada. Dolmant, patriarca de Demos, estaba tan delgado y severo como siempre, pero su ascético rostro se iluminó con una amplia sonrisa cuando los caballeros de la Iglesia entraron en tropel en su estudio.
—Habéis viajado deprisa, caballeros —les dijo—. Seguro que todos conocéis a Emban. —Señaló a su corpulento colega.
—Vuestro estudio está empezando a parecer una fundición, Dolmant —bromeó Emban, que definitivamente estaba más que «rechoncho», mirando en derredor a los caballeros revestidos de armadura—. Hace años que no veo tanto acero junto.
—Es reconfortante, sin embargo —advirtió Dolmant.
—Oh, vaya que sí.
—¿Cómo están las cosas en Cimmura, Vanion? —preguntó, interesado, Dolmant.
—Me complace informaros que la reina Ehlana se ha recuperado y ahora retiene firmemente el gobierno en sus manos —repuso Vanion.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Emban—. Me parece que Annias acaba de entrar en bancarrota.
—¿Conseguisteis encontrar el Bhelliom, pues? —preguntó Dolmant a Sparhawk. Sparhawk asintió con la cabeza.
—¿Queréis verlo, Su Ilustrísima? —ofreció.
—Creo que no, Sparhawk. Se supone que yo no debería admitir su poder, pero he oído algunas historias. Aunque son sin duda supersticiones folclóricas, mejor es no prestarse a albures.
Sparhawk exhaló para sus adentros un suspiro de alivio. No le apetecía otro encuentro con aquella movediza sombra ni la perspectiva de pasar varios días con la desagradable sensación de que alguien podía estar apuntándole con una ballesta.
—Es raro que a Annias no le haya llegado todavía la noticia de la recuperación de la reina —observó Dolmant—. Al menos él no ha mostrado hasta el momento señales de contrariedad.
—Me sorprendería mucho que ya estuviera enterado, Su Ilustrísima —comentó con voz cavernosa Komier—. Vanion cerró la ciudad para mantener a los cimmuranos en sus hogares. Según tengo entendido, la gente que trata de salir es firmemente disuadida de su intento.
—¿No habréis dejado a vuestros pandion allí, Vanion?
—No, Su Ilustrísima. Hemos encontrado apoyo en otro lado. ¿Cómo está el archiprelado?
—Moribundo —respondió Emban—. Claro está que lleva varios años agonizando, pero esta vez es algo más serio.
—¿Ha vuelto a desplazarse Otha, Su Ilustrísima? —inquirió Darellon.
—Todavía está acampado justo al otro lado de la frontera con Lamorkand. Está profiriendo toda suerte de amenazas y exigiendo la devolución de ese misterioso tesoro zemoquiano.
—No es tan misterioso, Dolmant —señaló Sephrenia—. Quiere el Bhelliom, y sabe que se halla en poder de Sparhawk.
—Seguro que alguien va a sugerir que Sparhawk se lo entregue con el propósito de evitar una invasión —dedujo Emban.
—Eso no ocurrirá nunca, Su Ilustrísima —afirmó la estiria—. Antes lo destruiremos.
—¿Ha regresado alguno de los patriarcas que se ocultaban? —inquirió el preceptor Abriel.
-Ni uno —contestó con un bufido Emban—. Seguramente se hallan en las más profundas concavidades que han sabido encontrar. Dos de ellos sufrieron fatales accidentes hace un par de días, y el resto se sumió bajo tierra.
-Tenemos caballeros recorriendo la ciudad en su busca —informó el preceptor Darellon—. Incluso el más tímido de los conejos podría recobrar cierto grado de coraje si estuviera protegido por los caballeros de la Iglesia.
—¡Darellon! —dijo Dolmant con tono reprobador.
—Disculpad, Su Ilustrísima —se excusó negligentemente Darellon.
—¿Modificará eso los cálculos? —preguntó Komier a Talen—. Los dos que han muerto, me refiero.
—No, mi señor —repuso Talen—. No los contábamos de todas formas. Dolmant puso cara de estupor.
—El chico es muy bueno en matemáticas —explicó Komier—. Puede calcular mentalmente con mayor rapidez que lo hago yo con el lápiz.
—En ocasiones me asombras, Talen —reconoció Dolmant—. ¿Podría tal vez suscitar tu interés por una carrera eclesiástica?
—¿Para llevar las cuentas de las contribuciones de los fieles, Su Ilustrísima? —preguntó con entusiasmo el muchacho.
—Ah... no, me parece que no, Talen.
—Se han modificado los votos, Su Ilustrísima?—quiso saber Abriel.
—Annias sigue disponiendo de la mayoría simple —respondió Dolmant sacudiendo la cabeza—. Puede imponerse en cualquier asunto no sea una cuestión fundamental. Sus aduladores convocan votaciones sobre cualquier tema que se les ocurra. En primer lugar, quiere mantener un recuento constante, y la votación nos retiene a todos encerrados en la sala de audiencias.
—Los números están a punto de cambiar, Su Ilustrísima —aseguró Komier—. Mis amigos y yo hemos decidido participar esta vez.
—Esto sí que es insólito! —exclamó el patriarca Emban—. Los preceptores de las órdenes militantes llevan doscientos años sin intervenir en una votación de la jerarquía.
—Todavía somos aceptados de buen grado, ¿no es así, Su Ilustrísima?
—Por lo que a mí concierne, sí, Su Ilustrísima. Aunque quizás a Annias no le haga ninguna gracia.
—Es una lástima para él. ¿Cómo afecta esto a las cifras, Talen?
—Sólo ha aumentado de sesenta y nueve votos a setenta y uno y una fracción, mi señor Komier. Ése es el sesenta por ciento que Annias necesita para ganar.
—¿Y la mayoría simple?
—Sigue conservándola. Únicamente precisa sesenta y uno.
—No creo que ninguno de los patriarcas neutrales se pasen a su bando en una cuestión esencial hasta que él les haga la oferta que esperan —opinó Dolmant—. Lo más probable es que se abstengan, y entonces Annias necesitará... —frunció el entrecejo, absorto.
—Sesenta y seis votos, Su Ilustrísima —salió en su ayuda Talen—. Le falta un voto.
—Un chico encantador —murmuró Dolmant—. Nuestro mejor plan de acción será pues hacer que toda votación tenga carácter fundamental..., incluso una que decida si se encienden más velas.
—¿Cómo se consigue eso? —inquirió Komier—. Estoy un poco anquilosado en el proceder de estas cuestiones.
—Uno de nosotros se pone en pie y dice «fundamento» —explicó Dolmant con una tenue sonrisa.
—¿No nos van a denegar simplemente tal petición?
—Oh, no, mi querido Komier —lo tranquilizó, riendo entre dientes, Emban—. La votación que dirime si una cuestión es asunto de fundamento o no, es en sí misma un asunto fundamental. Me parece que lo hemos atrapado, Dolmant. Ese voto que no tiene le impedirá el acceso al trono del archiprelado.
—A menos que pueda hacerse con más dinero —advirtió Dolmant —o que se produzca por azar la muerte de más patriarcas. ¿A cuántos de nosotros tiene que matar para poder ganar, Talen?
-Todos vosotros podríais ayudarlo un poco. —Talen esbozó una mueca
-Vigila tus modales—vociferó Berit.
—Perdonad —se disculpó Talen—. Supongo que debería haber añadido «Su Ilustrísima». Annias necesita reducir el número total de votantes como mínimo en dos para poder disponer del sesenta por ciento necesario, Su Ilustrísima.
—En ese caso deberemos asignar caballeros para que protejan a los patriarcas leales —reflexionó Abriel—, y eso reducirá el número de los que patrullan la ciudad tratando de localizar a los miembros que faltan. Esto comienza a depender de la toma de control de las calles. Necesitamos desesperadamente a Wargun.
Emban lo miró, desconcertado.
—Es algo que ideamos en Demos, Su Ilustrísima —explicó Abriel—. Annias está intimidando a los patriarcas gracias a que Chyrellos está repleto de soldados eclesiásticos. Si un patriarca, ya seáis vos o el patriarca Dolmant, declara una crisis de religión y ordena a Wargun que suspenda las operaciones en Arcium y traiga sus ejércitos aquí a Chyrellos, la situación cambia drásticamente y la intimidación se inclina del otro lado.
—Abriel —señaló Dolmant con voz dolorida—, no elegimos un archiprelado valiéndonos de la intimidación.
—Vivimos en un mundo real, Su Ilustrísima —replicó Abriel —Dado que fue Annias quien decidió las reglas de este juego, no nos queda más remedio que jugar a su manera..., a menos que uno tenga por casualidad otro juego de dados.
—Además —agregó Talen—, eso nos proporcionaría como mínimo un voto más.
—¿Ah, sí? —se extrañó Dolmant.
—El patriarca Bergsten está con el ejército de Wargun y probablemente podríamos convencerlo para que votara.
—¿Por qué no nos colocamos en círculo y redactamos una carta dirigida al rey de Thalesia, Dolmant? —propuso, sonriente, Emban.
—Yo mismo iba a sugerirlo, Emban. Y tal vez deberíamos olvidar hablar de ello a nadie más. La orden contradictoria de algún otro patriarca podría confundir a Wargun y lo cierto es que, tal como está, ya padece bastante confusión.
Sparhawk tuvo un sueño desasosegado, pese al cansancio. Tenía la mente poblada de números. Sesenta y nueve se transformaba en setenta y uno, después en ochenta, y de nuevo volvía la cuenta atrás, en un marco presidido por la ominosa presencia de los nueve y los diecisiete, que no quince. Comenzó a perder la noción del significado de tales cifras, que pasaron a ser meros números que formaban amenazadoramente frente a él, revestidos de armadura y blandiendo armas con las manos. Y, como solía ocurrir casi siempre cuando dormía ahora, la sombría forma le atormentaba el sueño, sin hacer nada, limitándose a observar... y esperar.
Sparhawk carecía de temperamento para la política. En su mente eran demasiadas las cosas que se reducían al esquema de un campo de batalla, en el cual la superioridad de fuerza y entrenamiento físico y la bravura individual eran atributos indispensables. En cuestiones políticas, por el contrario, el más frágil se equiparaba al valeroso y una trémula mano aquejada de parálisis que se alzara para votar tenía un poder igual al de un puño acorazado con malla. Su instinto le decía que la solución al problema residía en la vaina de su espada, pero el asesinato del primado de Cimmura abriría una escisión en los reinos de Occidente en un momento en que Otha permanecía en pie de guerra en las marcas orientales.