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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (23 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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—Éste es el importante, sí —afirmó Kalten—. Éste es el tipo que buscamos. Sparhawk enrolló el papel y se repiqueteó con él la mejilla.

—Esto es lo que vamos a hacer, Su Ilustrísima —anunció—. Vamos a llevaros al castillo de los alciones y confinaros allí. Estos cargos se originaron en el reino de Elenia y cualquier procedimiento eclesiástico debería ser dirigido por la cabeza de la Iglesia de ese reino. Dado que el primado Annias actúa en el puesto del patriarca de Cimmura durante su estado de incapacidad, eso lo convierte en el hombre que debería hallarse como persona preeminente en la vista. Qué forma extraña tienen de entrelazarse las cosas, ¿no es cierto? Habida cuenta de que el primado Annias es la autoridad imprescindible en este asunto, nosotros os entregaremos libremente a él. Todo cuanto debe hacer es salir de la basílica, ir al castillo alcione y ordenar que os entreguemos. —Lanzó una mirada al oficial de roja túnica que sir Perraine vigilaba con inquietante semblante—. El capitán de vuestra guardia servirá perfectamente como mensajero. ¿Por qué no habláis un momento con él y le exponéis la situación? Después lo enviaremos a la basílica para que ponga al corriente a Annias. Encargadle que pida al buen Primado que venga a visitarnos. Estaremos encantados de verlo en terreno neutral, ¿no es así, Kalten?

—Oh desde luego —contestó Kalten con tono fervoroso.

El patriarca de Cardos les dedicó una suspicaz mirada y luego parlamentó con el capitán de su destacamento de guardia. Mientras hablaba no apartó ni un instante la vista de la orden de arresto enrollada que llevaba Sparhawk en la mano.

—Crees que lo ha captado? —murmuró Kalten.

—Así lo espero. Lo he hecho todo menos golpearle la cabeza con él. El patriarca de Demos regresó con el rostro tenso de rabia.

—Oh, otra cosa, capitán —dijo Sparhawk al soldado eclesiástico, que se disponía a marcharse—. ¿Seríais tan amable de transmitir un mensaje personal al primado de Cimmura de nuestra parte? Decidle que sir Sparhawk, de la orden pandion, lo invita a salir de debajo de la cúpula de la basílica para jugar en las calles..., donde ciertas insignificantes restricciones no malograrán nuestra diversión.

Kurik llegó esa tarde, sucio de polvo y cansado. Berit lo acompañó al estudio de Dolmant, donde se dejó caer en una silla.

—Hubiera llegado un poco antes —se disculpó—, pero me paré en Demos para ver a Aslade y a los chicos. Se enfada mucho cuando paso por la ciudad sin detenerme.

—¿Cómo está Aslade? —inquirió el patriarca Dolmant.

—Más gorda. —Kurik sonrió—. Y me parece que está volviéndose un poco tonta con el correr de los años. Sentía nostalgia y me llevó al pajar. —Apretó ligeramente las mandíbulas—. Más tarde tuve una larga charla con los muchachos sobre eso de dejar crecer cardos en el prado.

—¿Tenéis idea de qué está hablando, Sparhawk? —preguntó Dolmant con perplejidad.

—Sí, Su Ilustrísima.

—Pero no vais a explicármelo, ¿verdad?

—No, Su Ilustrísima, me parece que no. ¿Cómo está Ehlana? —interrogó a su escudero.

—Difícil —gruñó Kurik—. Poco escrupulosa. Irritante. Terca. Autoritaria. Exigente. Solapada Implacable. En resumidas cuentas, vuestra impetuosa joven reina. Me gusta, sin embargo. No sé por qué, me recuerda a Flauta.

—No solicitaba una descripción, Kurik —advirtió Sparhawk—. Me Preocupaba por su salud.

—A mi me parece que está bien. Si no lo estuviera, no correría tan aprisa como lo hace.

—¿Correr?

—Por lo visto, siente que ha perdido mucho tiempo mientras dormida y trata de recuperarlo. A estas alturas ya ha fisgoneado en cada rincón de palacio. Lenda está planteándose seriamente la posibilidad de suicidarse, creo, y las doncellas se encuentran en un estado de desesperación. No se le pasa por alto ni una mota de polvo. Puede que cuando haya concluido no tenga el mejor de los reinos, pero lo que sí es seguro es que será el más pulcro. —Kurik introdujo la mano bajo su chaleco de cuero—. Tomad —ofreció, sacando un grueso paquete de pergamino plegado—. Os escribió una carta. Tomaos vuestro tiempo para leerla. Ella tardó dos días en redactarla.

—¿Cómo funciona la idea de la guardia local? —preguntó Kalten.

—Bastante bien, realmente. Justo antes de marcharme, llegó un batallón de soldados eclesiásticos a las afueras de la ciudad. Su comandante cometió la imprudencia de plantarse demasiado cerca de la puerta cuando exigió entrada y un par de ciudadanos le arrojaron algo encima.

—¿Brea ardiente? —supuso Tynian.

—No, sir Tynian. —Kurik esbozó una sonrisa—. Los dos compadres se ganan la vida vaciando y limpiando sentinas. El oficial recibió el fruto de su labor del día: más de doscientos litros. El coronel, o lo que quiera que fuese debajo de todo ese producto, perdió la cabeza y ordenó un asalto a las puertas. Fue entonces cuando entraron en acción las piedras y la brea ardiente. Los soldados instalaron su campamento a corta distancia de la muralla este para replantearse las cosas y a altas horas de la noche una veintena de matones de Platimo bajaron con cuerdas sujetas a las almenas y les hicieron una visita. A la mañana siguiente los soldados casi se habían quedado sin oficiales. Se pasaron un rato caminando sin saber qué hacer y después se fueron. Creo que vuestra reina se encuentra a salvo. Sparhawk. En grupo, los soldados no son muy imaginativos, y las tácticas no convencionales tienden a confundirlos. Platimo y Stragen lo están pasando en grande y el vulgo está comenzando a desarrollar cierto respeto por su ciudad. Están barriendo incluso las calles en previsión de que por azar Ehlana pudiera pasar por ellas a caballo en una de sus inspecciones matinales.

—¡No estarán dejándola salir de palacio esos idiotas! —exclamó con enojo Sparhawk.

—¿Y quién va a detenerla? Está a buen recaudo, Sparhawk. Platimo puso para cuidarla la mujer más grande que he visto nunca. Es casi tan alta como Ulath y lleva más armas que un pelotón entero.

—Ésa debe de ser Mirtai, la gigante —dedujo Talen—. La reina Ehlana está perfectamente protegida, Sparhawk. Mirtai tiene ella sola la fortaleza de un ejército.

—¿Una mujer? —preguntó Kalten con incredulidad.

—No os recomiendo que la llaméis así a la cara, Kalten —aconsejó muy serio el chico—. Ella se considera un guerrero, y nadie que esté en su sano juicio se atreve a llevarle la contraria. Va vestida casi siempre como un hombre, probablemente porque no quiere que la importunen los tipos que prefieren las mujeres voluminosas, y lleva cuchillos prendidos en los lugares más insospechados del cuerpo. Tiene incluso un par encajado en las suelas de los zapatos, que, aunque apenas sobresalen de la punta de sus dedos, son lo bastante largos para amedrentar a cualquiera. Realmente no querríais que os propinara una patada en ciertos lugares tiernos.

—¿De dónde diablos sacó Platimo una mujer como ésa? —inquirió Kalten.

—La compró. —Talen se encogió de hombros—. Ella tenía quince años por entonces y no había completado aún su desarrollo. No hablaba ni una palabra de elenio, según me han contado. Intentó ponerla a trabajar en un burdel, pero, después de que hubo mutilado o matado aproximadamente a una docena de potenciales clientes, cambió de idea.

—Todo el mundo habla elenio —objetó Kalten.

—No en el Imperio Tamul, tengo entendido. Mirtai es una tamul. Por eso tiene un nombre tan extraño. A mí me da miedo, y son pocas las personas de las que puedo decir lo mismo.

—Y no sólo es la gigante, Sparhawk —prosiguió Kurik—. La plebe conoce a sus vecinos y sabe muy bien quiénes sostienen opiniones políticas que no son de fiar. La gente manifiesta una lealtad fanática por la reina ahora, y todos y cada uno se toman muy en serio la vigilancia de sus vecinos. Platimo ha acorralado a casi todos los que son dignos de sospecha en la ciudad.

—Annias tiene muchos secuaces en Cimmura —se preocupó Sparhawk.

—Los tenía, mi señor —lo corrigió Kurik—. Se produjeron unas cuantas demostraciones de escarmiento y, si queda alguien en Cimmura que no quiera a la reina, se cuida mucho de mantenerlo en secreto. ¿Puedo comer algo? Estoy hambriento.

El funeral del archiprelado Clovunus fue adecuadamente suntuoso. Las campanas doblaron durante días y el aire de la basílica estaba impregnado de incienso y de cánticos e himnos solemnemente ofrecidos en antiguo elenio, una lengua que muy pocos de los presentes eran aún capaces de comprender. Todos los clérigos, que en la mayoría de las situaciones vestían de riguroso negro, lucían en tan solemne ocasión atuendos de vivas tonalidades que componían entre sí un abigarrado arco iris. Los patriarcas llevaban túnicas carmesí y los primados prendas con los colores de sus países de origen. A cada una de las diecinueve órdenes monásticas le correspondía un color, y cada color tenía su propio significado especial. La nave de la basílica era un derroche de colores que las más de las veces desentonaban y conferían al templo un aspecto más parecido al de una feria rural de Cammoria que al de un lugar donde se celebraba un fastuoso funeral. Se ejecutaban oscuros rituales y supersticiosas ceremonias heredadas de la antigüedad, a pesar de que nadie tenía la más mínima idea de su significado. Un buen número de sacerdotes y monjes, cuyo solo cometido en la vida era celebrar dichos rituales y anticuadas ceremonias, aparecían brevemente en público por última vez en su vida. Un anciano monje, cuya función exclusiva era rodear tres veces el féretro del archiprelado con un cojín de terciopelo negro en el que reposaba un abollado y muy deslustrado salero, se excitó tanto que le falló el corazón, y hubieron de hallar en el acto un sustituto. El individuo a quien adjudicaron el cargo, un joven novicio con la cara llena de espinillas de mediano mérito y cuestionable piedad, sollozó de gratitud al darse cuenta de que su posición en la vida era segura ahora, y que sólo se requeriría de él la realización de algún trabajo aproximadamente una vez por generación.

El interminable sepelio se prolongó horas y horas, interrumpido regularmente por oraciones e himnos. En momentos determinados, la congregación se ponía en pie; en otros, se arrodillaba; y en otros más volvía a sentarse. Todo era muy solemne y en su mayor parte carecía de todo sentido.

El primado Annias estaba sentado tan cerca como osaba de la cuerda de terciopelo que separaba a los patriarcas de los espectadores en el lado norte de la vasta nave, rodeado de lacayos y sicofantes. Dado que Sparhawk no podía situarse a corta distancia de él, el fornido pandion decidió en su lugar instalarse en la galería sur justo frente a él, donde, acompañado de sus amigos, podía mirar directamente los ojos del eclesiástico de ceniciento rostro. La reunión de los patriarcas opuestos a Annias dentro de los muros del castillo pandion se había desarrollado según lo previsto, y el arresto y encarcelamiento de seis patriarcas leales al primado —o, al menos, a su dinero —se había llevado, asimismo, a cabo sin obstáculos. Annias, con frustración patente en el semblante, se mantenía ocupado escribiendo notas al patriarca de Coombe, las cuales entregaban varios miembros de un grupo de jóvenes pajes. Por cada nota despachada a Makova, Sparhawk mandaba una a Dolmant. El caballero disponía de cierta ventaja en ese quehacer puesto que, en tanto Annias redactaba realmente un texto, él se limitaba a enviar trozos plegados de papeles en blanco. Era aquélla una táctica a la que, sorpresivamente, Dolmant había aceptado prestarse.

Kalten se deslizó hasta un asiento contiguo al de Tynian, escribió una nota por su propia cuenta y la hizo llegar a Sparhawk.

Vuena suerte. Cuatro más de los patriarcas que faltavan se an presentado en la puerta trasera del catillo ace media ora. Se enteraron de estábamos protejiendo a nuestros amijos y se fueron coriendo ayí. Benturoso, ¿e?

Sparhawk hizo una ligera mueca de espanto al comprobar que el desconocimiento de la ortografía de la lengua elenia de Kalten era incluso más grave de lo que temía Vanion. Mostró la nota a Talen.

—¿Cómo modifica esto las cosas? —susurró.

—El número de votantes sólo cambia en un número —musitó el chico—. Nosotros hemos encerrado a seis de los de Annias y hemos recuperado a cinco de los nuestros. Ahora tenemos cincuenta y dos, él tiene cincuenta y nueve, y todavía están los nueve neutrales. Eso hace en total de ciento veinte votos. Siguen necesitándose setenta y dos para ganar, pero ni siquiera esos nueve podrían ayudarlo a conseguirlo ahora. Con ellos sumaría sesenta y ocho votos, con lo que se quedaría corto por cuatro votos.

—Dame la nota —indicó Sparhawk. Anotó los números bajo el mensaje de Kalten y luego agregó dos frases: «Sugiero que suspendamos toda la negociación con los neutrales. Ya no los necesitamos». Entregó el papel a Talen—. Llévalo a Dolmant —pidió—, y no estaría mal que sonrieras justo un poco mientras te diriges abajo.

—¿Una sonrisa perversa, Sparhawk? ¿Afectada, tal vez?

—Hazlo lo mejor que puedas. —Sparhawk tomó otra hoja de papel, escribió la información en ella y la hizo circular entre sus amigos.

El primado Annias se encontró de pronto enfrentado a un grupo de caballeros de la Iglesia que le sonreían desde el otro lado de la nave de la basílica. Con rostro ensombrecido, comenzó a morderse nerviosamente una uña.

La ceremonia llegó finalmente a su conclusión. La multitud del templo se levantó para desfilar tras el cadáver de Clovunus hasta su lugar de reposo en la cripta subterránea de la basílica. Sparhawk se demoró junto a Talen para hablar un momento con Kalten.

—¿Dónde aprendiste a escribir? —le preguntó.

—La ortografía es de ese tipo de cosas por las que no debería preocuparse ningún caballero, Sparhawk —replicó con altivez Kalten. Miró minuciosamente a su alrededor para cerciorarse de que nadie iba a oírlo—. ¿Dónde está Wargun? —susurró.

—No tengo ni idea —musitó Sparhawk—. Quizá tuvieron que hacerle recuperar la sobriedad. La orientación de Wargun no es muy buena cuando está bebido.

—Sería aconsejable que ideáramos un plan alternativo, Sparhawk. La jerarquía va a reanudar. las sesiones en cuanto hayan sepultado a Clovunus.

—Disponemos de votos suficientes para mantener a raya a Annias.

—Le bastarán dos votaciones para hacerse cargo de la situación, amigo mío. A partir de entonces comenzará a actuar precipitadamente, y nosotros estamos en clara minoría aquí. —Kalten observó las pesadas vigas de madera alineadas en la escalera que conducía a la cripta—. Tal vez debiera prender fuego a la basílica —comentó.

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