El bramido se interrumpió de repente. Adus abrió la boca, con los ojos desorbitados. Su mal emparejada armadura no acababa de adaptarse a su cuerpo y la parte posterior de la coraza no le llegaba hasta la cadera. Fue allí, en esa zona sólo cubierta con malla, donde Talen lo apuñaló. La malla protege contra estocadas de espada o hachazos, pero no es una barrera eficaz contra las puñaladas. El arma de Talen se dirigió suavemente a la espalda del imbécil bruto justo debajo del borde inferior de la coraza, buscándole el riñón Talen despegó el puñal y volvió a clavárselo, esta vez en el otro lado.
Adus chilló como un cerdo en el matadero y luego se tambaleó hacia adelante, con una mano aferrada a la espalda y la cara súbitamente pálida por el dolor y el estupor.
Talen le hincó el puñal en la parte posterior de la rodilla.
Adus caminó unos pasos, vacilante, dejando caer el hacha y apretándose la espalda con ambas manos. Luego cayó retorciéndose al suelo.
Sparhawk y Kalten dieron cuenta de los soldados que quedaban, pero Talen ya había agarrado una espada caída y, a horcajadas sobre el cuerpo de Adus, hurgaba la cabeza protegida con yelmo de aquel bestia. Después imprimió una nueva dirección al arma e intentó desesperadamente asestar una estocada a su torturado cuerpo, pero no tenía la fuerza suficiente para traspasar el peto.
—¡Ayudadme! —gritó—. ¡Que alguien me ayude!
Sparhawk se acercó al sollozante muchacho, con los ojos anegados igual que él, y, tirando su espada, alargó la mano para cerrarla sobre la empuñadura de la que Talen trataba de clavar a Adus. Después aferró los gavilanes de la guarnición con la otra mano.
—Se hace así, Talen —dijo casi desapasionadamente, como si estuviera dando una clase en el campo de prácticas.
Entonces, de pie a ambos lados del gimoteante Adus, el chiquillo y el hombre esgrimieron la espada mano con mano.
—No tenemos por qué apresurarnos, Sparhawk —advirtió, haciendo chirriar los dientes, Talen.
—No —convino Sparhawk—. No realmente, si tú no quieres.
Adus chilló en tanto le introducían lentamente la espada. El grito fue interrumpido por la cascada de sangre que le afluyó a la boca.
—¡Por favor! —barbotó.
Sparhawk y Talen retorcieron inexorablemente la espada.
Con un nuevo alarido, Adus se golpeó la cabeza en el suelo y sacudió frenéticamente las piernas. Arqueó el tembloroso cuerpo, vomitó otra bocanada de sangre y quedó inerte.
Todavía sollozando, Talen se arrojó sobre el cadáver y se puso a arañarle los ojos. Entonces Sparhawk se inclinó, lo tomó suavemente de la mano y lo llevó a donde yacía Kurik.
En el corredor iluminado por antorchas proseguía la lucha, trayendo hasta él el sonido del entrechocar del acero, los gritos, alaridos y gruñidos. Sparhawk sabía que debía ir a ayudar a sus amigos, pero la enormidad de lo que acababa de ocurrir lo había dejado aturdido, incapaz de reaccionar. Talen se arrodilló junto al cuerpo sin vida de Kurik, llorando y descargando puñetazos contra las losas del suelo.
—Debo irme —dijo el fornido pandion al muchacho. Talen no respondió.
—Berit —llamó Sparhawk—, venid aquí.
El joven aprendiz salió cautelosamente del nicho con el hacha en las manos.
—Atended a Talen —le ordenó—. Llevad a Kurik adentro. Berit miró con incredulidad a Kurik.
—¡Moveos, hombre! —lo apremió bruscamente Sparhawk—. Y cuidad de Sephrenia.
—¡Sparhawk! —gritó Kalten—. ¡Vienen más!
—¡Ya voy! —Sparhawk miró a Talen—. Debo irme —repitió.
-Adelante —replicó Talen. Entonces alzó la mirada, con una expresión salvaje en el rostro surcado por las lágrimas—. Matadlos a todos, Sparhawk —dijo con furia—. Matadlos a todos. Sparhawk asintió. Aquello ayudaría un poco a Talen, pensó mientras se volvía para recoger su espada. La ira era un buen remedio contra la pena. Empuñó el arma y se giró, sintiendo cómo su propia rabia le atenazaba la garganta. También experimentaba una cierta piedad por los soldados zemoquianos cuando iba a reunirse con Kalten.
—Retrocede —indicó a su amigo con gélido tono de voz—. Recobra el aliento.
—¿Hay alguna esperanza? —preguntó Kalten, sorteando una lanza.
—No.
—Lo siento, Sparhawk.
Era un pequeño grupo de soldados, sin duda uno de los destacamentos que habían estado actuando como cebo para atraer a los caballeros a los pasadizos laterales. Sparhawk se encaminó resueltamente hacia ellos, ansioso por combatir, pues la lucha exigía toda la atención de un hombre y ahuyentaba de su mente cualquier otro pensamiento. Arremetió diestramente contra la media docena de zemoquianos, sintiendo que de algún modo estaba haciendo justicia. Kurik le había enseñado cada movimiento, cada matiz técnico que ponía en acción, y todo aquel arte estaba potenciado ahora por la desmedida rabia provocada por la muerte de su amigo. En cierto sentido, era Kurik quien había hecho a Sparhawk invencible. Incluso Kalten observaba con asombro el mortífero frenesí de su amigo, que no tardó más de unos momentos en liquidar a cinco de los soldados a quienes se enfrentaba. El último se volvió para huir, pero Sparhawk empuñó prestamente la espada con la mano que sostenía el escudo y recogió una lanza zemoquiana del suelo.
—Recoge esto —gritó al fugitivo, antes de arrojarle el arma y clavársela entre los omóplatos.
—Buena lanzada —lo felicitó Kalten.
—Vayamos a ayudar a Tynian y Ulath.
Sparhawk todavía experimentaba una acuciante necesidad de matar gente. Condujo a su amigo hacia el recodo del pasillo donde el caballero alcione y su camarada genidio contenían a los soldados que habían acudido desde la sala del trono, obedeciendo a la orden gritada por Kurik.
—Yo me ocuparé de esto —dijo, sin más explicaciones, Sparhawk.
—¿Kurik? —preguntó Ulath.
Sparhawk sacudió la cabeza y comenzó a matar zemoquianos. Avanzaba a golpe de mandobles, dejando que sus compañeros acabaran de rematar a sus víctimas.
—¡Sparhawk! —gritó Ulath—. ¡Parad! ¡Están huyendo!
—¡Deprisa! —respondió Sparhawk—. ¡Aún podemos alcanzarlos!
—¡Dejad que se vayan!
—¡No!
—Estás haciendo esperar a Martel, Sparhawk —le recordó Kalten.
Kalten se hacía pasar a veces por estúpido, pero Sparhawk vio inmediatamente el ingenioso método utilizado por su rubio amigo para disuadirlo de su intención. Liquidar a soldados relativamente inocentes no pasaba de ser un mero pasatiempo comparado a la perspectiva de acabar de una vez por todas con el renegado de pelo blanco.
—De acuerdo —concedió, jadeante, casi extenuado por el esfuerzo—, regresemos. De todas formas, hemos de pasar por esa pared corredera antes de que vuelvan los soldados.
—¿Os sentís mejor? —le preguntó Tynian mientras se dirigían al nicho.
—No realmente —respondió Sparhawk.
—Seguid —les dijo Kalten cuando pasaron junto al cadáver de Adus—. Iré dentro de un momento.
Berit y Bevier los aguardaban en la entrada de la alcoba.
—¿Los habéis espantado? —inquirió Bevier.
—Ha sido Sparhawk —gruñó Ulath—. Ha estado muy persuasivo.
—¿No reunirán refuerzos para volver?
—No a menos que sus oficiales tengan unos látigos muy largos.
Sephrenia había situado el cuerpo de Kurik en una postura de reposo y le había cubierto con la capa la espantosa herida que le había causado la muerte. Tenía los ojos cerrados y la expresión apacible. Sparhawk experimentó de nuevo una pena insoportable.
—¿Hay algún modo de...? —inquirió, pese a conocer ya la respuesta.
—No, querido —repuso la estiria—. Lo siento. —Estaba sentada junto al cadáver, abrazando a Talen, que continuaba anegado en llanto.
—Debemos irnos —dijo Sparhawk, suspirando—. Hemos de regresar a esa escalera antes de que alguien decida seguirnos. —Miró hacia atrás por encima del hombro y vio que Kalten se acercaba presuroso, llevando algo envuelto en una capa zemoquiana.
—Yo me ocuparé de esto —se ofreció Ulath.
Se inclinó y se cargó al hombro al corpulento escudero como si éste no pesara más que un niño, y todos volvieron sobre sus pasos hasta el pie de la escalera que conducía a la polvorienta y oscura sala de arriba.
—Volved a correr esa pared —indicó Sparhawk—, y buscad una cuña o algún otro sistema para cerrarla.
—Podemos hacerlo desde arriba —apuntó Ulath—. Obstruiremos los rieles sobre los que se desliza.
Sparhawk gruñó, en tanto tomaba ciertas decisiones.
—Bevier —dijo con pesar—, me temo que vamos a tener que dejaros aquí. Estáis malherido, y ya hemos perdido demasiados amigos hoy.
Bevier se dispuso a argüir, pero cambió de parecer.
—Talen —prosiguió Sparhawk—, te quedarás aquí con Bevier y tu padre. —Sonrió tristemente—. Nuestra intención es matar a Azash, y no robarle. Talen asintió.
—Y, Berit...
—Por favor, Sparhawk —le rogó el joven, con lágrimas en los ojos—. Por favor, no me hagáis quedar atrás. Sir Bevier y Talen están a salvo aquí, y yo podría serviros de ayuda cuando nos hallemos en el templo.
Sparhawk lanzó una mirada a Sephrenia y ésta realizó un gesto afirmativo con la cabeza.
—De acuerdo —concedió. Quería advertir a Berit que obrara con cautela, pero desistió, razonando que ello tal vez ofendería al aprendiz.
—Dadme vuestra hacha y vuestro escudo, Berit —dijo Bevier con voz débil—, y llevaos los míos. —Tendió a Berit su hacha y su bruñido escudo.
—Haré honor a estas armas, sir Bevier —juró Berit.
—Hay un espacio hueco detrás de la escalera, Bevier —informó Kalten, que había inspeccionado el fondo de la habitación—. Sería buena idea que os ocultarais allí junto con Talen y Kurik en previsión de que los soldados consiguieran accionar el muro.
Bevier asintió y Ulath trasladó el cadáver de Kurik allí.
—No queda nada que añadir, Bevier —dijo Sparhawk al caballero cirínico, estrechándole la mano—. Trataremos de regresar lo antes posible.
—Rezaré por vosotros, Sparhawk —prometió Bevier—, por todos vosotros. Sparhawk se arrodilló al lado de su escudero y le tomó una mano.
—Que duermas bien, amigo mío — murmuró. Después se levantó y se encaminó a la escalera sin volver la vista atrás.
La escalera, situada al otro extremo de aquella sala que se prolongaba en línea recta sobre los montículos que remataban los muros y las piedras del laberinto de abajo, era muy ancha y estaba pavimentada con mármol. No había ninguna pared corredera que ocultara la cámara en la que desembocaba ni dédalo alguno para despistar a quien pretendiera entrar en el templo.
—Esperad aquí —susurró Sparhawk a sus amigos —y apagad esas antorchas. —Avanzó unos pasos, se quitó el yelmo y se tumbó en el rellano de la escalera—. Ulath —murmuró—, agarradme de los tobillos. Quiero ver lo que nos aguarda.
Sostenido por el fornido thalesiano, que impedía que cayera rodando estrepitosamente por la escalera, Sparhawk bajó arrastrándose lentamente por los peldaños hasta que pudo ver la estancia que había abajo.
El templo de Azash era un lugar de pesadilla. Tal como permitía adivinar la cúpula que lo coronaba, tenía una estructura circular, con un diámetro de casi un kilómetro. Las curvadas paredes, combadas hacia adentro, eran de pulido ónice negro, al igual que el suelo, lo cual causaba la impresión de estar mirando la esencia misma de la noche. La iluminación no corría a cargo de antorchas, sino de grandes hogueras que ardían vigorosamente sobre enormes braseros asentados en patas recias como vigas. La vasta cámara estaba rodeada de numerosas gradas que descendían hasta el centro.
Espaciadas a intervalos regulares sobre la terraza superior, se erguían estatuas de mármol de más de cinco metros de altura que en su mayoría reproducían cuerpos no humanos. Entonces Sparhawk vio una forma estiria entre ellas y después una elenia, y cayó en la cuenta de que las estatuas representaban a los siervos de Azash, entre los cuales la humanidad parecía ocupar una proporción casi insignificante.
Los otros servidores moraban en sitios a la vez muy lejanos y extremadamente próximos. Enfrente de la entrada por la que espiaba Sparhawk se levantaba el descomunal ídolo. Los esfuerzos del hombre para encarnar y simbolizar a sus dioses nunca acaban de ser satisfactorios. Una deidad con cabeza de león no es realmente la imagen de un cuerpo humano al que se ha unido una cabeza de león simplemente para ofrecer un contraste. La humanidad percibe el rostro como sede del alma; el cuerpo es en gran medida irrelevante. El icono de un dios no tiene por objeto imitar fielmente sus rasgos, sino sugerir con su cara el espíritu que lo domina. El semblante del ídolo que sobresalía sobre el negro y brillante templo contenía la suma de la depravación. La lujuria, la codicia y la gula estaban ciertamente presentes en él, pero había asimismo otros atributos que ninguna lengua humana tiene palabras para designar. A juzgar por su rostro, Azash anhelaba —reclamaba —cosas inaccesibles a la capacidad de comprensión del hombre. Era la cara de un ser con deseos irresistibles que nadie satisfacía puesto que ello era imposible. Tenía los labios curvados y los ojos melancólicos y crueles.
Sparhawk cerró con fuerza los párpados, presintiendo que quien mirara largamente esa cara se exponía a perder el alma.
El cuerpo no tenía una forma acabada. Era como si el escultor hubiera quedado tan agobiado por ese rostro y todo lo que representaba que no hubiera sido capaz más que de esbozar el resto de la figura. Había una profusión de brazos que se extendían, a semejanza de los de una araña, en grupos de tentáculos que partían de unos descomunales hombros. El torso se inclinaba ligeramente hacia atrás, dejando las caderas adelantadas en obscena postura, pero lo que debería haber sido el punto central de tan provocativa posición brillaba por su ausencia. En su lugar había una lisa y brillante superficie carente de toda arruga, similar a la marca de una quemadura. Sparhawk recordó las palabras que Sephrenia había pronunciado delante de las barbas del dios durante su encuentro con el Buscador en la orilla norte del lago Venne. Impotente, lo había llamado, y castrado. Prefirió no imaginar los métodos que los dioses menores habían utilizado para mudar a su pariente. Del ídolo emanaba un nimbo de pálido tono verdusco, un resplandor muy parecido al que despedía la cara del Buscador.
En el rellano circular del centro estaba llevándose a cabo alguna clase de ceremonia que alumbraba el repulsivo resplandor verdoso procedente del altar. La mente de Sparhawk se rebelaba ante la idea de darle el nombre de un ritual religioso. Los oficiantes retozaban desnudos ante el ídolo. Sparhawk no era precisamente un monje de clausura y estaba acostumbrado a enfrentarse a la corrupción del mundo, pero los niveles de perversión que se mostraban en aquel rito le revolvieron el estómago. La orgía que habían celebrado los primitivos elenios zemoquianos en las montañas había sido un juego de niños, casi puro, en comparación a aquello. Estos celebrantes parecían tratar de reproducir las perversiones de las criaturas no humanas, y sus miradas fijas y sus movimientos convulsivos daban a entender que continuarían la ceremonia hasta perecer a causa de los excesos en ella realizados. La grada inferior de aquella enorme concavidad dispuesta en terrazas estaba atestada de figuras vestidas con túnicas verdes que entonaban un discordante y ronco cántico, un sonido hueco desprovisto de todo pensamiento o emoción.