—Señor, mis gustos son austeros.
—Capitán, ¿qué decís vos?
El capitán Baunt hizo un gesto negativo.
—Ahora debo regresar al barco y liberar a Cugel de las obligaciones de su puesto, ya que ésta ha sido vuestra decisión al respecto. —Se puso en pie y salió del club seguido por Drofo.
Soldinck dio un sorbo a su jarra de peltre e hizo una mueca.
—Creo que podríamos utilizar este brebaje para pintar los fondos del barco; desanimaría la proliferación de todas esas pestes marinas. De todos modos, debemos se valientes. —Alzó la jarra, engullendo el resto de un golpe—. Pulk, quizá ahora sea un buen momento para ir probar ese spraling local. ¿Está libre Fuscule?
—Puede que esté descansando, o quizá limpiando su gusano, pero en cualquier caso se sentirá feliz de ayudaros. ¡Muchacho! Corre a casa de Fuscule y pídele que se reúna inmediatamente aquí con el Maestro Soldinck. Explícale que yo, Pulk, he enviado el mensaje y dicho que era urgente. Y ahora, señor —Pulk se puso en pie—, os dejo al cuidado de Fuscule, que estará aquí dentro de muy poco.
Cugel se levantó precipitadamente de su reservado se apresuró a salir del club, y aguardó en las sombras junto a la entrada. Pulk y el muchacho al que había enviado salieron también y partieron en distintas direcciones. Cugel corrió tras el muchacho y le llamó.
—¡Un momento! Soldinck ha alterado sus planes Aquí tienes un florín por tus servicios.
—Gracias, señor. —El muchacho se volvió al club.
Cugel llamó de nuevo su atención.
—No dudo que estarás familiarizado con las mujeres de Pompodouros.
—Sólo de vista. Nunca me servirán spraling; de hecho, son completamente vulgares en sus burlas.
—¡Una lástima! Pero seguro que ya llegará tu momento. Dime: de todas las mujeres, ¿cuál puede ser considerada la más asombrosamente formidable?
El muchacho reflexionó.
—Es difícil hacer una elección. ¿Krislen? ¿Ottleia? ¿Terlulia? En justicia, debería seleccionar a Terlulia. Hay un chiste al respecto que dice que cuando sale a capturar spralings, los pájaros marinos vuelan hasta el otro lado de la isla. Es alta y robusta, con enormes pecas en los brazos y dientes largos. Sus modales son autoritarios y se dice que insiste en recibir un buen pago por sus spralings.
—¿Y dónde tiene su casa esa persona?
El muchacho señaló.
—¿Veis más allá de la choza con las dos ventanas? Ése es el lugar.
—¿Y dónde hallaré a Fuscule?
—Más allá siguiendo esta misma avenida, en el corral de gusanos.
—Muy bien. Aquí tienes otro florín. Cuando regreses al club, dile solamente al Maestro Soldinck que Fuscule vendrá enseguida.
—Como digáis, señor.
Cugel siguió el camino a toda velocidad, y al poco tiempo llegó a la casa de Fuscule, adosada al corral de gusanos y edificada con piedras levantadas directamente desde el fondo del mar. En un banco de trabajo, reparando un cepillo de púas metálicas, estaba Fuscule: un hombre alto, muy delgado, todo codos, rodillas y piernas.
Cugel adoptó una actitud altanera y se aproximó.
—Supongo que tú, buen compañero, debes ser Fuscule.
—¿Y qué hay con ello? —preguntó Fuscule con voz hosca, sin apenas alzar la vista de su trabajo—. ¿Quién eres tú?
—Puedes llamarme Maestro Soldinck, del barco
Galante
. Tengo entendido que te consideras un buen gusaneador.
Fuscule alzó brevemente la vista de su trabajo.
—Puedes entender lo que quieras.
—¡Oh, vamos, compañero! ¡No emplees este tono conmigo! ¡Soy un hombre importante! He venido a comprar tu gusano, si estás dispuesto a vender barato.
Fuscule dejó sus herramientas sobre el banco y dedicó a Cugel una impasible inspección desde debajo de su velo.
—Por supuesto que venderé mi gusano. Sin duda estás tremendamente necesitado, o de otro modo no acudirías a Lausicaa a comprar un gusano. Mi precio, bajo las circunstancias y en vista de tu graciosa personalidad, es de cinco mil terces. Tómalo o déjalo.
Cugel lanzó una raspante exclamación de ultraje.
—¡Sólo un villano puede hacer una demanda tan avariciosa! He viajado hasta muy lejos a través de este agonizante mundo; ¡nunca he hallado una rapacidad tan cruel! ¡Fuscule, eres un buitre carroñero, y además físicamente repulsivo!
La pétrea sonrisa de Fuscule hizo estremecer la tela de su velo.
—Este tipo de insultos no me persuadirá a rebajar mi precio.
—Es trágico, pero no tengo más elección que someterme —se lamentó Cugel—. ¡Fuscule, resulta duro tratar contigo!
Fuscule se encogió de hombros.
—No estoy interesado en tus opiniones. ¿Dónde está el dinero? Paga ahora, hasta el último terce, ¡y en buena moneda! Luego toma el gusano, y nuestra transacción habrá terminado.
—¡Paciencia! —dijo Cugel severamente—. ¿Piensas que llevo tales sumas sobre mi persona? Tengo que ir a buscar el dinero al barco. ¿Esperarás aquí?
—¡Pero ve rápido! Aunque con toda sinceridad —Fuscule dio voz a una seca carcajada—, por cinco mil terces aguardaría todo lo que fuese necesario.
Cugel tomó una de las herramientas de Fuscule y, descuidadamente, la arrojó al corral de los gusanos. Con desconcertada sorpresa, Fuscule corrió tras la herramienta para ver dónde había caído. Cugel avanzó y le empujó al agua, luego se quedó contemplando mientras Fuscule chapoteaba en el corral.
—Esto es un castigo por tu insolencia —dijo Cugel—. Recuerda, soy el Maestro Soldinck y una persona importante. Volveré a su debido tiempo con el dinero.
Regresó a largas zancadas al club y se dirigió al reservado donde aguardaba Soldinck.
—Soy Fuscule —dijo, disimulando su voz—. Tengo entendido que habéis desarrollado un cierto apetito hacia unos buenos spralings.
—¡Cierto! —Soldinck alzó la vista hacia el velo de Cugel y guiñó un ojo en franca camaradería—. ¡Pero debemos ser discretos! ¡Es esencial!
—¡Exacto! ¡Os comprendo perfectamente!
Cugel y Soldinck salieron del club y se detuvieron en la plaza. Soldinck dijo:
—Debo admitir que soy un tanto escrupuloso, quizá demasiado. Pulk os ha elogiado como un hombre de espléndida discriminación en estos asuntos.
Cugel asintió juiciosamente.
—Puede decirse con plena justicia que sé distinguir mi pie izquierdo de mi pie derecho.
—Me gusta cenar en un ambiente agradable, a lo cual contribuye de forma importante los encantos de la anfitriona —dijo Soldinck con voz pensativa—. Debe ser una persona de apariencia excelente, incluso exquisita, ni demasiado gruesa ni demasiado flaca. Tiene que tener el vientre plano, las caderas redondas y las piernas esbeltas, como un buen animal de carreras. Debe ser razonablemente limpia y no oler a pescado, y si además posee un alma poética y una disposición al romanticismo no estará de más.
—Esto es una categoría selecta —dijo Cugel—. Incluye a Krislen, Ottleia, y por supuesto Terlulia.
—¿Para qué perder tiempo, entonces? Puedes llevarme a la choza de Terlulia, pero en un carruaje, por favor. Tengo la cara tan llena de la cerveza que he subido a bordo que mi estabilidad es más bien precaria.
—Será como vos decís, o mi nombre no es Fuscule. Cugel hizo seña a un carruaje. Tras ayudar a Soldinck a subir al espacio reservado a los pasajeros, conferenció brevemente con el conductor—: ¿Conoces la casa de Terlulia?
El conductor miró a su alrededor con evidente curiosidad, pero el velo ocultó su expresión.
—Por supuesto, señor.
—Entonces llévanos a un lugar cercano —Cugel subió al asiento contiguo al de Soldinck. El conductor presionó un pedal conectado a una palanca, que a su vez liberó una varilla flexible que azotó fuertemente la grupa del drogger. El animal echó a trotar cruzando la plaza, mientras el conductor manejaba una rueda que, a girar, tiraba de una serie de cuerdas conectadas a las largas y enhiestas orejas del drogger y lo dirigían.
Mientras avanzaban, Soldinck habló del
Galante
y de los asuntos del viaje.
—Los gusaneadores son una gente temperamental. Esto me resultó claro por Lankwiler, que saltó sobre un gusano y desapareció hacia el norte, y por Cugel, cuya conducta no es menos excéntrica. Cugel, por supuesto será dejado aquí en Pompodouros en tierra, y vos, o a menos eso espero, asumiréis sus deberes, en especial mi querido compañero, si estáis dispuesto a venderme vuestro buen gusano a un precio justo para ambos
—No hay ninguna dificultad —dijo Cugel—. ¿Qué precio habíais pensado?
Soldinck frunció pensativamente el ceño bajo su velo.
—En Saskervoy, un gusano como el vuestro puede venderse bien por setecientos o incluso ochocientos terces. Aplicando los descuentos correspondientes, llegamos a una suma general pero generosa de seiscientos terces.
—La cantidad parece un tanto baja —dijo Cugel, dubitativo—. Había esperado al menos cien terces mas.
Soldinck rebuscó en su bolsa y contó seis monedas de oro de a cien.
—Me temo que esto es todo lo que puedo pagar en este momento.
Cugel aceptó el dinero.
—El gusano es vuestro.
—Así es como me gusta hacer negocios —dijo Soldinck—. Rápido y con un mínimo de regateo. Fuscule, sois una persona lista y un buen negociante. Llegaréis lejos en este mundo.
—Me siento feliz de oír esta opinión de vos —dijo Cugel—. Ahora mirad allí: ésa es la casa de Terlulia. ¡Conductor, para el carruaje!
El conductor, tirando hacia atrás de una larga palanca, apretó unas argollas en torno a las piernas del drogger, forzando al animal a detenerse.
Soldinck descendió y estudió la estructura que había señalado Cugel.
—¿Ésa es la casa de Terlulia?
—Exacto. Observad su cartel.
Soldinck estudió dudoso la placa que Terlulia había fijado a su puerta.
—Con la pintura roja y las luces naranjas destellantes, no parece precisamente discreta.
—Esta es la naturaleza básica del camuflaje —dijo Cugel—. Id a la puerta, descolgad el cartel y entrad en la choza.
Soldinck dio un profundo suspiro.
—¡Bien, que así sea! ¡Ahora tened cuidado, ni un suspiro de esto a la señora Soldinck! De hecho, ahora sería una oportunidad excelente de mostrarle los baños pafnisianos, si Bunderwal la ha traído ya de vuelta al barco.
Cugel inclinó educadamente la cabeza.
—Lo averiguaré inmediatamente. Conductor, llévame al barco
Galante
.
El carruaje dio la vuelta y regresó al puerto. Cugel miró por encima del hombro y vio a Soldinck aproximarse a la choza de Terlulia. La puerta se abrió mientras se aproximaba; Soldinck pareció helarse sobre sus pasos, y sus piernas empezaron a flaquear. Por un medio invisible a Cugel, fue arrastrado hacia delante y metido en la choza.
Mientras el carruaje se aproximaba al puerto, Cugel dijo al conductor:
—Cuéntame algo de los baños pafnisianos. ¿Confieren algún beneficio palpable?
—He oído informes de lo más variado —dijo el conductor—. Se nos dice que Pafnis, entonces Diosa de la Belleza y Ginodina del Siglo, se detuvo en la cima del monte Dein para descansar. Cerca halló una fuente donde lavó sus pies, cargando así el agua con su virtud. Algún tiempo más tarde, el pandalect Cosmei fundó un ninfario en el lugar y edificó un espléndido balneario de cristal verde y nácar, y así proliferaron las leyendas.
—¿Y ahora?
—La fuente sigue manando como siempre. Algunas noches el fantasma de Cosmei vaga por entre las ruinas. En otras ocasiones puede oírse el débil sonido de cantos, apenas un suspiro, al parecer ecos de las canciones cantadas por las ninfas.
—Si realmente hubiera eficacia en las aguas —murmuró Cugel—, uno pensaría que Krisler y Ottleia e incluso la temible Terlulia hubieran usado su magia. ¿Por qué no lo han hecho?
—Afirman que desean que los hombres de Pompodouros las amen por sus cualidades espirituales. Puede que sea pura obstinación, o quizá todas ellas hayan probado las fuentes, sin efecto. Es uno de los grandes misterios femeninos.
—¿Qué hay de los spralings?
—Todo el mundo tiene que comer.
El carruaje entró en la plaza, y Cugel dijo al conductor que se detuviera.
—¿Cuál de estas avenidas conduce a los baños pafnisianos?
El conductor señaló.
—Hay que ir por aquí, subiendo ocho kilómetros la ladera de la montaña.
—¿Y qué cobras por el viaje?
—Normalmente cobro tres terces, pero para personas de importancia la tarifa es a veces algo superior.
—Bien. Soldinck me ha pedido que escolte a la señora Soldinck a los baños, y ella prefiere que vayamos solos, para minimizar su azaramiento. En consecuencia, alquilaré el uso de tu carruaje por diez terces, más cinco terces adicionales para pagar tu cerveza durante mi ausencia. Soldinck te entregará la suma cuando regrese de la choza de Terlulia.
—Si aún tiene fuerzas para alzar su mano —gruñó el conductor—. Todas las tarifas se pagan por anticipado.
—Aquí tienes tu dinero para la cerveza, al menos —dijo Cugel—. El resto deberás cobrárselo a Soldinck.
—Esto es irregular, pero supongo que no importa. Observa bien. Este pedal acelera el vehículo. Esta palanca lo hace detenerse. Gira esta rueda para dirigir el vehículo hacia donde quieras ir. Si el drogger se para en medio del camino, esta palanca gobierna una púa que se clavará en sus ingles y le hará proseguir el camino con renovado vigor.
—Todo muy claro —dijo Cugel—. Te devolveré el carruaje frente al club.
Cugel condujo el vehículo hasta el muelle y lo detuvo al lado del
Galante
. La señora Soldinck y sus hijas estaban sentadas en sendas hamacas en el castillo de popa, mirando hacia la plaza y comentando las curiosidades vistas en la ciudad.
—Señora Soldinck —llamó Cugel—. Soy Fuscule, y he venido para escoltaros a los baños de Pafnis. ¿Estáis lista? Debemos apresurarnos, puesto que el día está avanzando.
—Estoy completamente lista. ¿Hay sitio para todas nosotras?
—Me temo que no. El animal no puede subirnos a todos por la montaña. Vuestras hijas deberán quedarse.
La señora Soldinck descendió la plancha, y Cugel saltó al suelo.
—¿Fuscule? —murmuró la señora Soldinck—. He oído vuestro nombre, pero no puedo situaros.
—Soy el sobrino de Pulk el gusaneador. He vendido un gusano al Maestro Soldinck, y espero convertirme en gusaneador a bordo de vuestro barco.