Es el diablo, se dijo mientras miraba el vapor que salía por debajo de la puerta del baño.
—Jody ¿eres tú? —le preguntó al vapor. Pero el vapor solo se arrastraba.
—Estoy en la ducha —dijo ella—. Pasa.
Tommy se acercó al cuarto de baño y abrió la puerta.
—Jody, tenemos que hablar. —El cuarto de baño estaba lleno de vaho. Tommy apenas distinguía las puertas de la ducha.
—Cierra la puerta. Ahí dentro huele.
Tommy se acercó.
—Me preocupa cómo van las cosas —dijo.
—¿Compraste el congelador?
—Sí, y de eso quería hablar contigo, entre otras cosas.
—Compraste el más grande que tenían, ¿no?
—Sí, y una extragarantía de diez años.
—¿Y es de los de arcón, no de los verticales?
—Sí, jolines, pero ni siquiera me decías por qué tenía que comprarlo y yo fui y lo compré. Desde que te conozco, es como si no tuviera voluntad. Me paso el día durmiendo. No estoy escribiendo nada. Ya casi no veo la luz del día.
—Trabajas de doce de la noche a ocho de la mañana, Tommy. ¿Cuándo vas a dormir?
—No tergiverses mis palabras. No pienso comer bichos por ti. —Es el diablo, pensó.
—¿Te importa frotarme la espalda? —Abrió la mampara y Tommy se quedó absorto viendo correr el agua por sus pechos—. ¿Y bien? —dijo ella, ladeando la cadera.
Tommy se quitó los calzoncillos y el calcetín y se metió en la ducha.
—Vale, pero no pienso comer bichos.
Después de cruzar a toda leche el dormitorio, se sentaron en el futón y contemplaron el congelador mientras se secaban.
—Es grande, desde luego —dijo Jody.
—He comprado una docena de cajas de comida congelada para que no pareciera tan vacío.
Jody dijo:
—Pues vas a tener que sacarlas. Mételas en la nevera.
—¿Por qué? No creo que quepan.
—Lo sé, pero tengo que meter una cosa ahí dentro y no creo que quieras ver tu comida en el congelador al lado de lo otro.
—¿Al lado de qué?
—Bueno, ¿te has fijado en lo mal que huele en la habitación?
—Iba a decírtelo. ¿Qué es?
—Un cadáver.
—¿Has matado a alguien? —Tommy se apartó de ella.
—No, no he matado a nadie. Deja que te lo explique.
Le habló del mendigo, de cómo se había acercado a él creyendo que era el vampiro y de la pelea de después.
Tommy dijo:
—¿Crees que intentaba matarte?
—No. Es como si quisiera demostrarme lo superior que es o algo así. Como si me estuviera probando.
—¿Y le arrancaste los dedos de un mordisco?
—No sabía qué hacer.
—¿Y cómo fue?
—¿Sinceramente?
—Claro.
—Un subidón. Un subidón increíble.
—¿Mejor que beberte mi sangre?
—Distinto.
Tommy le dio la espalda y empezó a hacer mohines. Jody se acercó y le dio un beso en la oreja.
—Fue una pelea, Tommy. No me corrí ni nada, pero te juro que me sentí más fuerte después de... de tragármelos.
—Entonces ¿por eso estabas toda llena de sangre cuando llegué a casa?
—Sí, casi estaba amaneciendo cuando subí el cadáver.
—Esa es otra —dijo Tommy—. ¿Por qué trajiste aquí esa cosa apestosa?
—La policía ya encontró un cuerpo en el hostal y tiene mi nombre. Si ahora encuentran a otra persona asesinada de la misma manera y al lado de mi casa, no creo que se muestren muy comprensivos.
—Entonces ¿vamos a guardarlo en el congelador?
—Solo hasta que se me ocurra qué hacer con él.
—No me gusta que lo llames «él».
—Hasta que se me ocurra qué hacer con ello, entonces.
—Hay una gran bahía ahí fuera.
—¿Y cómo sugieres que lo bajemos sin que nos vean?
—Ya se me ocurrirá algo.
Jody se levantó, se envolvió en la toalla y regresó ni dormitorio.
—Voy a meterlo ya. Más vale que saques la comida. —Se detuvo junto a la puerta—. Y me he quedado sin ropa limpia. Vas a tener que ir a la lavandería.
—¿Por qué no vas tú?
Jody lo miró muy seria.
—Tommy, ya sabes que no puedo salir de día.
—Ah, no —dijo Tommy—. No me vengas con esas. No conozco ni una sola lavandería que no esté abierta toda la noche. Además, no puedo ser tu esclavo a
tiempo completo. Necesito algún rato libre para ponerme a escribir. Y puede que empiece a dar clases.
—¿A quién?
—Simón, un chico del trabajo, no sabe leer. Voy a ofrecerme a enseñarle.
—Eres un encanto —dijo Jody. Se sacudió el pelo, dejó caer la toalla al suelo y puso pose de póster de revista—. ¿Seguro que no quieres hacer la colada?
—Ni hablar. No tienes poder sobre mí.
—¿Seguro? —Se lamió los labios sensualmente—. No es eso lo que decías en la ducha.
Me resistiré a su maldad, pensó Tommy. No cederé. Se levantó y empezó a recoger su ropa.
—¿No tienes que trasladar un cuerpo?
—Muy bien —replicó Jody—. Lavaré la ropa esta noche mientras tú estás en el trabajo. —Se dio la vuelta y entró en el cuarto de baño.
—Estupendo. Yo estaré aquí fuera, buscando algún bicho sabroso que comerme —masculló Tommy para sí mismo.
A medianoche, Jody bajó las escaleras con una bolsa de basura llena de ropa sucia cargada a la espalda. Al salir a la calle y volverse para cerrar la puerta se dio cuenta de que no tenía ni la menor idea de dónde encontrar una lavandería en aquel barrio. La puerta corredera de la fundición estaba abierta y los dos fornidos escultores trabajaban dentro apuntalando un molde de yeso del tamaño de un hombre. Jody pensó en preguntarles, pero le pareció mejor esperar a conocerlos cuando estuviera con Tommy, El interior de la fundición resplandecía, rojo, por el calor del bronce fundido en el crisol. Visto por sus ojos sensibles al calor parecía el taller del mismísimo infierno.
Se quedó un momento mirando las ondas calóricas que salían por encima de la puerta y giraban y se disipaban en el cielo nocturno como fantasmas de paramecios moribundos. Quería volverse hacia a alguien para compartir aquella experiencia, pero no había nadie, claro, y aunque lo hubiera habido no habría podido ver lo que veía ella.
Pensó: En el país de los ciegos, un tuerto puede sentirse muy solo.
Exhaló un profundo suspiro. Acababa de echar a andar hacia la calle Market cuando oyó un fuerte repiqueteo de uñas a sus pies. Soltó la ropa sucia y se volvió. Un Boston terrier le gruñó y le bufó; luego retrocedió un poco y empezó a ladrar, presa de un ataque rayano en la apoplejía canina, mientras los ojos saltones amenazaban con salírsele de las órbitas.
—¡Basta ya, Holgazán! —gritó alguien desde la esquina.
Jody levantó la vista y vio acercarse a un viejo desgreñado cubierto con un abrigo. Llevaba una cacerola en la cabeza y una espada de madera con la punta tan afilada que daba miedo. Un golden retriever trotaba a su lado con una cacerola más pequeña en la cabeza y dos tapas de cubo de basura sujetas a los flancos: parecía un barco vikingo compacto y peludo.
—Vuelve aquí, Holgazán.
El perrillo retrocedió unos pocos pasos, dio media vuelta y volvió corriendo con su amo. Jody vio que tenía sobre las orejas un cazo minúsculo sujeto con una goma.
El viejo cogió al terrier con la mano libre y se acercó a Jody.
—Lo siento mucho —dijo—. Mis tropas van pertrechadas para la batalla, pero me temo que están demasiado ansiosas por entrar en combate. ¿Te encuentras bien?
Jody sonrió.
—Sí, estoy bien. Solo me he asustado un poco.
El viejo hizo una reverencia.
—Permíteme presentarme...
—Es usted el Emperador, ¿verdad? —Jody llevaba cinco años en la ciudad. Había oído hablar del Emperador, aunque solo lo había visto de lejos.
—A tu servicio —dijo el Emperador. El terrier gruñó, desconfiado, y el Emperador lo metió de cabeza en el enorme bolsillo de su abrigo y abrochó la solapa. Del bolsillo empezaron a salir gruñidos sofocados.
—Te pido perdón. Mi pupilo tiene mucho valor, pero pocos modales. Este es Lazarus.
Jody inclinó la cabeza mirando al retriever, que soltó un ligero gruñido y dio un paso atrás. Las tapas de sus costados resonaron sobre la acera.
—Hola, yo soy Jody. Encantada de conocerlos.
—Confío en que disculpes mi presunción —dijo el Emperador—, pero no creo que sea recomendable que una joven esté en la calle a estas horas. Sobre todo en este barrio.
—¿Por qué en este barrio?
El Emperador se acercó y susurró:
—Sin duda habrás notado que mis hombres y yo vamos ataviados para la batalla. Estamos buscando a un demonio feroz y homicida que ronda por la ciudad. No quiero alarmarte, pero la última vez que lo vimos fue en esta misma calle. De hecho, hace dos noches mató a un amigo mío justo al otro lado de la calle.
—¿Lo vio usted? —preguntó Jody—. ¿Llamó a la policía?
—La policía no sería de ninguna ayuda —contestó el Emperador—. No se trata de un malhechor corriente y moliente, de esos a los que estamos acostumbrados en la ciudad. Es un vampiro. —Levantó su espada de madera y probó la punta con la yema del dedo.
Jody estaba temblando. Intentó calmarse, pero el miedo se le notaba en la cara.
—Te he asustado —dijo el Emperador.
—No... no, estoy bien. Es solo que... los vampiros no existen, majestad.
—Como quieras —dijo el Emperador—. Pero creo que sería prudente que esperaras hasta que amaneciera para ocuparte de tus asuntos.
—Tengo que ir a la lavandería o mañana no tendré ropa limpia.
—Entonces permítenos escoltarte.
—No, de verdad, majestad, estoy bien. Por cierto, ¿dónde está la lavandería más cercana?
—Hay una no muy lejos de aquí, pero está en el Tenderloin. Allí no estarías a salvo sola ni siquiera de día. Insisto en que esperes, querida. Puede que para entonces ya hayamos exterminado a ese demonio.
—Bueno —dijo ella—, si insiste. Mi apartamento es este de aquí. —Se sacó la llave de los vaqueros y abrió la puerta. Se volvió hacia el Emperador—. Gracias.
—La seguridad es lo primero —dijo el Emperador—. Que duermas bien. —El perrillo gruñó en su bolsillo.
Jody entró, cerró la puerta y esperó hasta que oyó alejarse al Emperador. Esperó cinco minutos más y volvió a salir.
Se echó la ropa sucia a la espalda y se dirigió al Tenderloin pensando: Genial. ¿Cuánto tardará la policía en empezar a hacer caso al Emperador? Tommy y yo vamos a tener que mudarnos y todavía ni siquiera hemos decorado el piso. Y yo odio hacerla colada. Lo odio. Si Tommy no quiere hacerla, encargaré que nos la hagan. Y vamos a necesitar una asistenta. Una señora agradable y de fiar que venga por la noche. Y no pienso comprar papel higiénico.
No lo uso y no voy a comprarlo. Y hay que hacer algo con ese imbécil del vampiro. Dios, odio hacer la colada.
Había recorrido dos manzanas cuando un hombre salió de un portal delante de ella.
—Eh, guapa, ¿necesitas ayuda?
Jody le saltó a la cara y gritó:
—¡Que te jodan, capullo! —con tal ferocidad que el otro dio un grito y volvió a meterse de un salto en el portal; luego, cuando ella ya había pasado dijo dócilmente—: Perdona.
Jody pensó: No pienso separarla ropa. Voy a meterlo todo en agua caliente. No me importa silo blanco se pone gris. No pienso separarla. ¿Y qué sé yo cómo se quitan las manchas de sangre? ¿Quién soy? ¿Míster Proper? Dios, odio hacer la colada.
Las prendas brincaban, jugaban y se precipitaban las unas sobre las otras como delfines de trapo. Sentada en una mesa plegable frente a la secadora, Jody contemplaba el espectáculo y pensaba en la advertencia del Emperador. Había dicho:
—No creo que sea recomendable que una joven esté en la calle a estas horas.
Jody estaba de acuerdo. Poco tiempo antes le habría aterrorizado encontrarse sola de noche en el Tenderloin. Ni siquiera recordaba haber ido allí de día. ¿Qué había sido de su miedo? ¿Qué le había pasado? ¿Por qué podía enfrentarse a un vampiro, arrancarle los dedos de un mordisco y subir un muerto por un tramo de escaleras y meterlo debajo de la cama sin inmutarse? ¿Dónde estaban el miedo y el asco? No los echaba de menos, solamente se preguntaba qué había sido de ellos.
Aunque, de todas formas, miedo sí que tenía. Le asustaba la luz del día, que la descubriera la policía y que Tommy la rechazara y la dejara sola. Tenía miedos nuevos y viejos, pero ya no le asustaba la oscuridad ni el futuro. Ni siquiera el viejo vampiro. Y ahora, después de probar su sangre, sabía que era muy, muy viejo. Lo veía como a un enemigo y buscaba estrategias para derrotarlo, pero en realidad ya no le tenía miedo; sentía curiosidad, pero no miedo.
La secadora se paró y los delfines de trapo cayeron y murieron como atrapados en redes atuneras. Jody se levantó de un salto y abrió la máquina. Estaba palpando la ropa por si todavía estaba húmeda cuando oyó pasos en la acera, frente a la lavandería. Se volvió y vio al negro alto al que había dado un susto en el portal de camino a la lavandería, seguido por dos hombres más bajos. Lucían chaquetas plateadas de los L. A. Raiders, zapatillas de bota y sonrisas malévolas.
Jody se volvió hacia la secadora y empezó a meter la ropa en la bolsa de basura. Pensó: Debería doblarla.
—Tú, zorra —dijo el alto.
Jody miró hacia el fondo de la lavandería. Pero la única puerta estaba en la parte delantera, detrás de los tres hombres. Se volvió y los miró.
—¿Qué tal van esos Raiders? —dijo con una sonrisa. Notó una presión en el paladar: sus colmillos, que se alargaban.
Ellos se separaron y se acercaron a la mesa plegable para rodearla. En otra vida, aquella habría sido la peor pesadilla de Jody. En esta, se limitó a sonreír cuando dos de ellos la agarraron por los brazos desde atrás.
Vio una gota de sudor en la sien del alto cuando se acercó a ella y alargó el brazo para rasgarle la camisa. Liberó el brazo derecho y agarró al alto de la muñeca en el instante en que la gota de sudor empezaba a caer. Le torció el brazo y los huesos traspasaron el músculo y la piel. Al mismo tiempo lo metió de cabeza por la portezuela de cristal de la secadora. Pasó la mano por encima del hombro, cogió por el pelo a uno de los fans de los Raiders y le estampó la cara contra el suelo. Luego se volvió hacia el tercero, lo empujó contra la mesa plegable, rompiéndole la columna justo por encima de las caderas, y lo lanzó hacia atrás por encima de una fila de lavadoras. La gota de sudor se estrelló contra el suelo, junto al hombre de la cara aplastada.