La sanguijuela de mi niña (34 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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El Emperador se desabrochó el bolsillo y Holgazán salió de un salto, mordió a Tommy en el tobillo y cruzó pitando la escotilla.

—¡Ay!

—¡Vamos! —dijo el Emperador—. Ha encontrado el rastro. —Cruzó corriendo la escotilla, seguido por los Animales y Tommy, que cojeaba ligeramente.

Cinco minutos después estaban en la sala de máquinas, en pie sobre el suelo en forma de damero. Holgazán arañaba el suelo y gemía.

—Esto es absurdo —dijo Barry—. Hemos pasado tres veces por aquí.

Tommy miró la parte de suelo que estaba arañando Holgazán. Había un reborde rectangular de unos tres metros de largo por noventa centímetros de ancho, sellado con silicona.

—No hemos mirado debajo del suelo.

—Debajo del suelo hay agua, ¿no? —dijo Jeff.

Tommy se puso de rodillas y examinó el reborde.

—Troy, dame uno de esos machetes.

Troy Lee le pasó uno. Tommy metió la punta debajo de la silicona y la hoja se hundió bajo el reborde.

—Mete otro machete en la grieta y ayúdame a hacer palanca.

Troy metió su machete en el reborde y juntos contaron hasta tres. El borde del panel se levantó. Los otros Animales lo agarraron y tiraron hacia arriba. El panel cedió, dejando al descubierto una cámara acorazada de acero inoxidable del largo de un ataúd, a medio metro de profundidad. Holgazán saltó al hueco y empezó a corretear sobre la bóveda, saltando y ladrando.

—Muy bien, pequeño —dijo el Emperador.

Tommy miró a los Animales, que seguían sujetando el panel por los bordes.

—Caballeros, permítanme presentarles al dueño dé este navío.

Drew soltó el panel y saltó al hueco. Había espacio suficiente para que se moviera de lado en torno a la cámara abovedada.

—Tiene elevadores hidráulicos. Y hay un montón de cables que entran y salen.

—Ábrela —dijo Troy Lee con el machete en alto.

Drew tiró de la tapa, luego la soltó y dio unos golpes a un lado de la cámara de acero.

—Es muy gruesa. Muy, muy gruesa. —Estiró el brazo, cogió el machete de Troy, metió la hoja bajo la tapa e hizo palanca. El machete se rompió.

—¡Ostras, Drew! Que ese machete cuesta la paga de una semana.

—Perdona —dijo Drew—. No vamos a poder abrir esta monada haciendo palanca. Ni con una barra de hierro.

Tommy dijo:

—Lash, ¿cuánto tiempo nos queda?

—Cuarenta minutos, cinco más, cinco menos.

—¿Qué opinas? —le dijo Tommy a Drew—. ¿Cómo la abrimos? ¿Con un soplete?

Drew sacudió la cabeza.

—Es demasiado gruesa. Tardaríamos horas en traspasarla. Yo digo que la volemos.

—¿Con qué?

Drew sonrió.

—Con cosas corrientes que pueden encontrarse en cualquier cocina. Alguien va a tener que volver a la tienda y traerme unas cosillas.

Cavuto vio dar la vuelta al Toyota de Troy Lee, bajó los prismáticos y metió rápidamente el coche patrulla por un camino, detrás de los edificios de las duchas. Pulsó el botón de rellamada de su móvil y el guardia de la puerta contestó al primer timbrazo.

—Entrada del club de yates Saint Francis.

—Soy otra vez el inspector Cavuto. Necesito saber a nombre de quién está registrado el Sanguino II.

—Se supone que no puedo dar esa información.

—Mira, dentro de un momento voy a liarme a tiros con esos tipos. ¿Quieres ayudarme o qué?

—Está registrado a nombre de una compañía naviera holandesa. Ben Sapir Limited.

—¿Has visto a alguien subir o bajar de ese barco? ¿Tripulación? ¿Visitas?

Hubo una pausa mientras el guardia comprobaba su libro.

—No, nada desde que llegó al puerto. Pero anoche repostó. Pagaron en metálico. No hay firma. Madre mía, tiene un buen depósito.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

Otra pausa.

—Un poco más de tres meses. Llegó el 15 de septiembre.

Cavuto comprobó su libreta. El primer cuerpo se encontró el 17 de septiembre.

—Gracias —dijo.

—Esos tipos a los que me dijo que dejara entrar están dando problemas. Se han llevado una lancha.

—Van hacia la puerta. Déjales que hagan lo que quieran. Yo me hago responsable.

Cavuto cortó la comunicación y marcó el número del móvil de Rivera.

Rivera contestó a la primera señal.

—Sí.

—¿Dónde estás? —Cavuto oyó que su compañero encendía un cigarrillo.

—Vigilando el apartamento del chico. Tengo un coche. ¿Y tú?

—El chico y sus compañeros del supermercado están en un yate en el club Saint Francis. Un yate de treinta metros de eslora. Sanguino II, se llama. Está registrado a nombre de una compañía naviera holandesa. Llevan ahí un par de horas. Dos se acaban de marchar.

—El chico no parece de los que tienen yate.

—No me digas. Voy a quedarme. El Sanguino II llegó a puerto dos días antes del primer asesinato. Quizá deberíamos pedir una orden de registro.

—¿Causa probable?

—No sé. Posible piratería.

—¿Quieres que pida refuerzos?

—No, a no ser que pase algo. No quiero armar escándalo. ¿La chica ha dado señales de vida?

—No, pero está oscureciendo. Ya te avisaré.

—Llama a la puñetera puerta y averigua qué está pasando.

—No puedo. No estoy preparado para interrogar a una víctima de asesinato. No tengo experiencia.

—Odio cuando hablas así. Llámame. —Cavuto colgó y empezó a frotarse las sienes. Le dolía la cabeza.

Jeff y Troy Lee corrían por los pasillos del Safeway. Troy iba leyendo a voces la lista de Drew y Jeff empujaba el carro.

—Un bote de vaselina —dijo Troy—. Voy a buscarlo al almacén. Tú coge el azúcar y el fertilizante.

—Vale —dijo Jeff.

Se encontraron en la caja rápida. La cajera, una mujer de mediana edad teñida de rubio, les miró con enfado por encima de los cristales rosas de sus gafas.

—Vamos, Kathleen, ese rollo de los ocho artículos o menos no se aplica en el caso de los empleados.

Como a todos los que trabajaban en el turno de día, a Kathleen le asustaban un poco los Animales. Suspiró y empezó a pasar la compra por el escáner. Troy Lee, mientras tanto, iba metiendo las cosas en bolsas: diez paquetes de dos kilos de azúcar, diez cajas de fertilizante para plantas, cinco botellas de burbon Wild Turkey, una caja de pastillas para encender carbón, una caja extragrande de detergente para lavadora, una caja de velas, un saco de carbón, diez cajas de bolas de naftalina...

Cuando llegó al bote de vaselina, Kathleen se detuvo y miró a Jeff. El puso su mejor sonrisa de buen chico.

—Vamos a hacer una fiestecita —dijo.

Ella resopló y sumó la cuenta. Jeff dejó un puñado de billetes sobre el mostrador y salió de la tienda detrás de Troy, empujando el carrito a toda prisa.

Veinte minutos después los Animales atravesaban de nuevo el Sanguino II con las bolsas de suministros para Drew, que estaba agazapado junto al hueco de la cámara acorazada. Tommy le pasó las cajas de fertilizante.

—Nitrato de potasio —dijo Drew—. Los nitratos no tienen valor recreativo, pero estallan que da gusto. —Arrancó la tapa de una caja y vertió el polvo formando un montón—. Pásame un poco de Wild Turkey.

Tommy le pasó unas botellas. Drew le quitó el tapón a una y dio un trago. Se estremeció, parpadeó para contener las lágrimas y vació el resto de la botella sobre el polvo seco.

—Pásame ese machete roto. Necesito algo para remover esto.

Tommy cogió el machete y miró a Lash.

—¿Cómo vamos?

Lash ni siquiera miró el reloj.

—Ya es oficialmente de noche —dijo.

Se arma la de Dios

Una oleada de angustia se apoderó de Jody al despertar.

—Tommy —llamó. Se levantó de un salto y entró en el cuarto de estar sin pararse a encender la luz.

—¿Tommy?

El loft estaba en silencio. Miró el contestador: no había mensajes.

No voy a empezar otra vez, se dijo. No puedo soportar otra noche de angustia.

Había limpiado y recogido el desbarajuste del registro policial de la noche anterior, había untado la madera con aceite de limón, restregado las pilas y la bañera, y visto la televisión por cable hasta el amanecer. Y en todo ese tiempo no había dejado de pensar en lo que le había dicho Tommy sobre compartir las cosas, sobre estar con alguien que pudiera entender lo que uno veía y sentía. Eso era lo que ella quería.

Quería a alguien que la acompañara de noche, alguien que oyera respirar a los edificios y viera resplandecer el calor de las aceras justo después de la puesta de sol. Pero quería a Tommy. Quería el amor. Quería sentir el subidón de la sangre y quería sexo que le llegara al corazón. Quería emoción y quería seguridad.

Quería formar parte del gentío y ser al mismo tiempo un individuo. Quería ser humana y tener la fuerza, los sentidos y la agudeza mental de un vampiro. Lo quería todo.

¿Y si tuviera elección?, pensó, si ese estudian te de medicina pudiera curarme, ¿querría volver a ser humana? Eso significaría que Tommy y yo podríamos volver a estar juntos, pero él nunca conocería esa sensación de ser un dios, ni yo tampoco. Nunca volvería a sentirla.

Así que me voy. ¿Y luego qué? Estoy sola. Más sola que nunca. Odio estar sola.

Dejó de pasearse y se acercó a la ventana. El policía de la noche anterior seguía allí, sentado en un Dodge marrón, vigilando. El otro había seguido a Tommy.

—Llámame, Tommy, capullo.

El policía sabría dónde estaba. Pero ¿cómo podía convencerlo para que se lo dijera? ¿Seduciéndolo? ¿Usando el pellizco vulcano? ¿Haciéndole la dormilona?

Quizá debería subir y llamar a la puerta, pensó Rivera. Inspector Alphonse Rivera, de la policía de San Francisco. Si tiene unos minutos, me gustaría hablar con usted acerca de su muerte. ¿Cómo fue?¿Quién lo hizo?¿Le fastidió mucho?

Se acomodó en el asiento del coche y bebió un sorbo de café. Intentaba espaciar los cigarrillos. No más de cuatro por hora. Tenía más de cuarenta años y no podía permitirse el lujo de fumar cuatro paquetes por noche e irse a casa con la garganta en carne viva, los pulmones chamuscados y un dolor horrible en las fosas nasales. Miró su reloj para ver si había pasado suficiente tiempo desde el último pitillo. Casi. Bajó la ventanilla del coche y algo lo agarró por la garganta, cortándole la respiración. Dejó caer el vaso y sintió que el café le quemaba el regazo al tiempo que se llevaba la mano a la chaqueta en busca de la pistola. Algo le agarró la mano y se la sujetó con la fuerza de un oso.

La mano que le oprimía la garganta se aflojó un poco y Rivera tomó una breve bocanada de aire. Intentó volver la cabeza y la garra volvió a cortarle la respiración. Una cara bonita se asomó por la ventanilla.

—Hola —dijo Jody. Aflojó un poco la mano de la garganta.

—Hola —respondió Rivera con voz ronca.

—¿Notas mi mano en tu muñeca?

Rivera sintió que la garra que le apretaba la muñeca se tensaba. La mano se le entumeció y el brazo entero le ardía de dolor.

—¡Sí!

—Está bien —dijo Jody—. Estoy segura de que puedo romperte la tráquea antes de que te muevas, pero quería que tú también lo supieras. ¿Lo sabes ya?

Rivera intentó asentir con la cabeza.

—Bien. Tu compañero siguió a Tommy anoche. ¿Sabes dónde están?

Rivera intentó asentir otra vez. A su lado, en el asiento, sonó el teléfono móvil.

Jody le soltó el brazo, le sacó la pistola de la funda del hombro, quitó el seguro y le apuntó a la cabeza, todo ello antes de que Rivera pudiera respirar una sola vez.

—Llévame allí —dijo.

Elijah Ben Sapir observaba el movimiento de los puntos rojos en la pantalla de vídeo que había sobre su cara. Se había despertado contento pensando en matar a la mascota de su polluela y entonces había visto que alguien había invadido su hogar. En ese instante lo asaltó una emoción tan rara que tardó en reconocerla. Miedo. Hacía mucho tiempo que no tenía miedo. Y era una sensación agradable.

Los puntos de la pantalla se movían alrededor de la popa del barco, entrando y saliendo del camarote principal. Cada pocos segundos uno de ellos desaparecía de la pantalla y volvía a aparecer. Estaban entrando y saliendo de una lancha neumática.

El vampiro levantó el brazo y pulsó una serie de botones. Los grandes motores que había a ambos lados de la cámara acorazada cobraron vida con un rugido. Pulsó otro interruptor y un cabrestante eléctrico comenzó a izar el ancla.

—¡Corre, corre, corre! —gritó Tommy hacia el interior del camarote—. ¡Se han encendido los motores!

Barry atravesó la escotilla llevando en los brazos una estatuilla de bronce de una bailarina. Tommy esperaba en la popa del yate, junto a Drew. Troy Lee, Lash, Jeff, Clint y el Emperador y su tropa ya estaban en la barca, intentando encontrar sitio para moverse entre los cuadros y las estatuas.

—Se acabó —dijo Tommy, quitándole a Barry la estatuilla de los brazos. Barry se lanzó por la borda hacia los brazos de los Animales y estuvo a punto de volcar la barca. Tommy le arrojó la estatuilla al Emperador, que la cogió y cayó al suelo de la barca.

Tommy pasó una pierna por encima de la barandilla y miró hacia atrás.

—¡Enciéndelo, Drew! ¡Vamos!

Drew se inclinó y acercó el mechero al extremo de la tira de tela impregnada de cera que corría por la cubierta de popa y atravesaba la escotilla del camarote principal. Se quedó un momento observando cómo avanzaba la llama, y luego se incorporó y se reunió con Tommy junto a la barandilla.

—Allá va.

Se tiraron hacia atrás desde la barandilla. Los Animales se apartaron y los dejaron caer al suelo de la barca sin impedimentos. La barca se sacudió y volvió a enderezarse. Tommy intentó recuperar el aliento para dar una orden.

—¡Remad, muchachos! —gritó el Emperador.

Los Animales empezaron a batir el agua con los remos. Se oyó un estrépito en el yate cuando la transmisión se puso en marcha. Las hélices comenzaron a girar, la barca se meció y el yate comenzó a alejarse de ellos.

—Rivera —dijo Rivera contestando al teléfono móvil.

—El yate se está moviendo —dijo Cavuto—. Creo que acabo de ayudar a esos tíos a saquearlo. —Abrió la cremallera de una funda de piel que llevaba en el asiento del coche y sacó una enorme pistola automática cromada: una Desert Eagle del calibre 50. Disparaba balas del peso aproximado de un perrito y tenía la pegada de un martillo neumático. Un solo disparo podía reducir a gravilla un bloque de cemento.

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