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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (31 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Cuando acabaron, abrazó la cara de Tommy contra su pecho y notó cómo se aquietaba su respiración al quedarse dormido. Las lágrimas brotaron de las comisuras de sus ojos cuando salió el sol, liberándola de lo último que pensó esa noche: Alguien me quiere por fin y tengo que abandonarlo.

Tommy seguía dormido cuando oscureció. Jody le dio un beso suave en la frente y luego le mordisqueó la oreja para despertarlo. El abrió los párpados y sonrió. Jody veía sus ojos en la oscuridad. Era una sonrisa sincera.

—Hola —dijo él.

Ella se acurrucó a su lado.

—Tenemos que levantarnos. Hay cosas que hacer.

—Estás fría. ¿Tienes frío?

—Yo nunca tengo frío. —Se bajó de la cama y fue a encender la luz—. Los ojos —lo advirtió al encenderla.

Tommy se tapó los ojos.

—¡Por amor de Dios, Montressor!

—¿Poe? —dijo ella—. ¿No?

—Sí.

—¿Ves? Yo también puedo hablar de libros.

Tommy se sentó.

—Lo siento. No te di ni una oportunidad. Supongo que siempre estábamos hablando de... de tu estado.

Ella sonrió y sacó unos vaqueros y una camisa de franela del montón de ropa que había en el suelo.

—La otra noche hablé con el vampiro. Por eso te dejé la nota.

Tommy ya se había despejado.

—¿Hablaste con él? ¿Dónde?

—En una discoteca. Estaba enfadada contigo. Quería salir. Exhibirme.

—¿Qué te dijo?

—Dijo que esto casi se ha acabado. Creo que va a intentar matarte, Tommy. Puede que intente matarnos a los dos.

—Vaya, qué putada.

—Y tú tienes que impedírselo.

—¿Yo? ¿Por qué? Tú eres la que tiene visión de rayos equis y esas cosas.

—Es demasiado fuerte. Tengo la sensación de que es viejísimo. Y muy listo. Creo que, cuanto más tiempo llevas siendo un vampiro, más cosas puedes hacer. Empiezo a sentir... bueno, me siento cada vez más capaz.

—¿Es demasiado fuerte para ti y quieres que yo le pare los pies? ¿Cómo?

—Tendrás que acercarte a él cuando esté dormido.

—¿Y matarlo? ¿Así como así? Pero ¿cómo voy a matarlo, aunque lo encuentre? A vosotros nada os hace daño. A no ser que tengas un poco de criptonita.

—Puedes sacarlo al sol. O cortarle la cabeza. Estoy segura de que con eso servirá. O podrías desmembrarlo por completo y esparcir por ahí sus trozos. —Jody tuvo que apartar la mirada al decir esto. Era como si estuviera hablando otra persona.

—Ya —dijo Tommy—. Lo meto en una bolsa de basura, me monto en el autobús y voy dejando un trozo en cada parada. ¿Estás loca? Yo no puedo matar a nadie, Jody. No estoy hecho para esas cosas.

—Pues yo no puedo hacerlo.

—¿Por qué no nos vamos a Indiana? Aquello te gustará. Puedo buscarme trabajo en una fábrica y hacer feliz a mi madre. Y tú puedes aprender a jugar a los bolos. Será genial. No habrá muertos en el congelador ni vampiros... Por cierto, ¿cómo...? Quiero decir, ¿dónde te descongelaste?

—En el depósito de cadáveres. Con un pervertido a punto de hacer realidad conmigo sus sueños húmedos.

—A ese sí que voy a matarlo.

—Ya no hace falta.

—¿Lo mataste? Jody, no puedes seguir...

—Yo no lo maté. Se murió solo. Pero hay otra cosa.

—Me muero de ganas por saberla.

—El vampiro mató a Simón.

Tommy se estremeció.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Lo mismo que a los demás. Por eso te soltó la policía.

Tommy tardó un minuto en asimilar la noticia. Se quedó allí parado, mirándose las manos. Luego levantó los ojos y dijo:

—¿Cómo te enteraste de que me habían detenido?

—Me lo dijiste tú.

—¿Yo?

—Claro. Anoche estabas tan cansado que no me extraña que no te acuerdes. —Se abrochó la camisa de franela—. Tommy, tienes que encontrar al vampiro y matarlo. Creo que Simón fue su última advertencia antes de liquidarnos.

Tommy meneó la cabeza.

—No puedo creer que haya matado a Simón. ¿Por qué a él?

—Porque era amigo tuyo. Vamos, voy a hacerte café. —Fue a entrar en la cocina y tropezó con la tortuga de bronce—. ¿Qué es esto?

—Es largo de contar —dijo Tommy.

Jody miró a su alrededor, buscando el ruido de las zarpas de una tortuga.

—¿Dónde están Scott y Zelda?

—Los solté. Anda, ve a hacer el café.

Sentados en un coche patrulla sin distintivos, en el callejón de enfrente del loft, Rivera y Cavuto se turnaban para dormir y vigilar.

Le tocaba a Rivera vigilar mientras Cavuto roncaba en el asiento del conductor. A Rivera no le gustaba cómo iban las cosas. Los líos raros parecían seguirlo a todas partes. Su trabajo consistía en encontrar pruebas y cazar al culpable, pero con demasiada frecuencia, sobre todo en este caso, las pruebas señalaban a un culpable que no era humano. Rivera no quería creer que hubiera un vampiro suelto por la ciudad, pero lo creía. Y sabía que nunca convencería a Cavuto, ni a ninguna otra persona. Aun así, había sacado el crucifijo de plata de su madre antes de salir de casa. Lo llevaba en el bolsillo de la chaqueta, junto a la cartera de la insignia. Le habían dado ganas de sacarlo y rezar un rosario, pero Cavuto tenía el sueño ligero aunque roncara a pleno pulmón y Rivera no quería hacer el ridículo si el grandullón se despertaba en medio de un avemaría.

Estaba a punto de despertar a Cavuto para echar una cabezada cuando en el loft se encendió la luz.

—Nick —dijo—. Se ha encendido la luz.

Cavuto se despertó, alerta.

—¿Qué?

—Se ha encendido la luz. El chico está arriba.

Cavuto encendió su cigarrillo.

—¿Y?

—Creía que te gustaría saberlo.

—Mira, Rivera, el hecho de que se encienda la luz no significa nada. Sé que después de diez o doce horas parece algo, pero no lo es. Estás perdiendo los nervios. Si el chico saliera o estuviera estrangulando a alguien, entonces sí pasaría algo.

Rivera se ofendió por la reprimenda. Era policía desde hacía tanto tiempo como Cavuto y no tenía por qué aguantar aquello.

—Vete a la mierda, Nick. Además, me toca dormir a mí.

Cavuto miró su reloj.

—Tienes razón.

Estuvieron mirando un rato las ventanas sin decir nada. Dentro del loft se movían sombras. Demasiadas sombras.

—Ahí arriba hay alguien más —dijo Rivera.

Cavuto entornó los ojos mirando las sombras y cogió unos prismáticos que había en el asiento.

—Parece una chica. —Alguien pasó por delante de la ventana—. Una pelirroja con mucho pelo.

Tommy bebió un sorbo de café y dijo:

—Ni siquiera sé por dónde empezar. Esta ciudad es muy grande y todavía no sé moverme por ella.

—Bueno, podemos esperar aquí hasta que venga a buscarnos. —Jody miró su taza, vio las ondas de calor que despedía el café—. Dios, cuánto echo de menos el café.

—¿No puedes pasearte por ahí hasta que notes algo? Lestat puede...

—¡No empieces con eso!

—Perdona. —Bebió otro trago—. Los Animales podrían ayudarnos. Querrán vengarse por lo de Simón. ¿Puedo decírselo?

—Podrías hacerlo. Esos tíos se drogan tanto que a lo mejor te creen. Además, seguro que ha salido la noticia en el periódico de esta mañana.

—Sí, seguro. —Dejó la taza y miró a Jody—. ¿Cómo te enteraste de lo de Simón?

Jody apartó la mirada.

—Estaba en el depósito cuando lo llevaron.

—¿Lo viste?

—Oí hablar a los policías. Me escabullí aprovechando el alboroto que se armó cuando encontraron al pervertido muerto.

—Ah —dijo Tommy, no muy convencido.

Ella alargó el brazo y le cogió la mano.

—Más vale que te vayas. Voy a llamar a un taxi.

—Se llevaron todo el dinero —dijo Tommy.

—Me queda un poco. —Le dio dos billetes de cien dólares.

El levantó las cejas.

—¿Un poco?

Jody sonrió.

—Ten cuidado. No te apartes de la gente hasta que se haga de día. No salgas del taxi a no ser que haya mucha gente alrededor. Seguro que no quiere que haya testigos.

—De acuerdo.

—Y llámame si pasa algo. Intenta estar aquí mañana cuando se ponga el sol, pero, si no puedes, llama para dejarme un mensaje diciéndome dónde estás.

—¿Para que puedas protegerme?

—Para que intente protegerte.

—¿Por qué no vienes conmigo?

—Porque hay dos policías en el callejón de enfrente, vigilando el loft. Los he visto por la ventana. No creo que convenga que me vean.

—Pero si el callejón está a oscuras.

—Exacto.

Tommy la tomó en sus brazos.

—Es genial. Cuando vuelva, ¿vas a leerme desnuda, colgada de una viga del techo y a oscuras?

—Claro.

—¿Versos lascivos?

—Lo que tú quieras.

—Qué guay.

Cinco minutos después, Tommy estaba al pie de la escalera, con la puerta abierta lo justo para ver cuándo llegaba su taxi. Cuando el taxi blanco y azul de la empresa De Soto se detuvo, Tommy abrió la puerta y un cometa de pelo blanco y negro pasó a su lado como una exhalación.

—¡Holgazán! ¡Para! —gritó el Emperador.

El perrillo corrió escaleras arriba, ladrando estrepitosamente cada vez que subía un peldaño. El cazo que le servía de casco colgaba debajo de su cinta y se golpeaba contra el borde de los escalones. Holgazán se paró en lo alto de la escalera y empezó a saltar, a ladrar y a arañar la puerta.

Tommy se apoyó en la pared, con la mano en el pecho. Pensó: En fin, si me da un infarto le chafo al vampiro los planes de asesinato.

—Perdona —dijo el Emperador—. Siempre hace lo mismo cuando pasamos por tu domicilio. —Luego, dijo dirigiéndose a Lazarus—: ¿Te importaría ir a buscar a tu compañero de armas?

El golden retriever subió las escaleras, agarró a Holgazán en pleno salto y lo bajó cogido del cuello mientras el perrillo gruñía y se retorcía.

El Emperador liberó a Lazarus de su escurridiza carga y metió al pequeño soldado en el enorme bolsillo de su abrigo.

—El entusiasmo canino es un paquete fácil de abrir y cerrar.

Tommy se rió, más nervioso que divertido.

—¿Qué hace usted aquí, alteza?

—Estaba buscándote, hijo mío. Las autoridades han estado preguntando por ti con respecto a ese monstruo. Ha llegado el momento de actuar. —El Emperador blandía su espada mientras hablaba.

Tommy retrocedió.

—Va a sacarle un ojo a alguien con eso.

El Emperador dejó quieta la espada.

—Ah, sí, es verdad. La seguridad es lo primero.

Tommy hizo una seña al taxista por encima del hombro del Emperador.

—Estoy de acuerdo, majestad, es hora de hacer algo. Ahora precisamente iba a buscar ayuda.

—¡Reclutas! —exclamó el Emperador—. ¿Unimos nuestras fuerzas contra el mal? ¿Llamamos a la ciudad a las armas? ¿Arrojamos al mal a la grieta negra de la que salió? ¿Podemos compartir el taxi contigo los hombres y yo? —Se dio una palmada en el bolsillo, que seguía moviéndose.

Tommy miró al taxista.

—Pues no lo sé. —Abrió la puerta trasera y se asomó dentro—. ¿Le importa que suban los perros y la realeza? —le preguntó al taxista.

El conductor dijo algo en farsi que Tommy interpretó como un sí.

—Vamos. —Tommy retrocedió y le hizo señas al Emperador de que subiera.

Lazarus saltó al asiento de atrás entre el tintineo de su armadura, seguido por el Emperador y por Tommy. Cuando el taxi había recorrido una manzana, Holgazán se calmó y el Emperador lo dejó salir del bolsillo.

—Hay algo en tu edificio que lo saca de quicio. No lo entiendo.

Tommy se encogió de hombros mientras pensaba en cómo iba a decirles a los Animales que Simón había muerto.

El Emperador bajó la ventanilla y sus hombres y él atravesaron la ciudad con la cabeza fuera, achicando los ojos al viento como gárgolas ambulantes.

Cavuto despertó a Rivera de una palmada en el hombro.

—Despierta. Está pasando algo. Acaba de parar un taxi y ese viejo loco ha doblado la esquina con sus perros.

Rivera se restregó los ojos y se incorporó en el asiento.

—¿Qué hace aquí el Emperador?

—Ahí está el chico. ¿Cómo demonios se ha hecho amigo del viejo?

Vieron hablar a Tommy y al Emperador. Tommy miraba al taxista de vez en cuando. Pasaron unos minutos y luego ambos montaron en el taxi.

—Allá vamos —dijo Cavuto al arrancar.

—Espera, déjame salir.

—¿Qué?

—Quiero ver adonde va la chica. Quién es.

—Pues ve y pregúntaselo.

—Me quedo aquí. —Rivera cogió la radio portátil del asiento—. Mantente en contacto. He pedido otro coche.

Cavuto se mecía en el asiento del conductor, esperando para irse.

—Llámame al móvil si ves a la chica. No uses la radio.

Rivera se detuvo cuando estaba a punto de salir.

—Crees que es la chica del depósito, ¿verdad?

—Sal —dijo Cavuto—. El chico se va.

El taxi arrancó. Cavuto dejó que se adelantara una manzana; luego salió tras ellos, dejando a Rivera de pie en el callejón oscuro, jugueteando con el crucifijo que llevaba en el bolsillo.

Cuatro pisos más arriba, en el tejado de una nave industrial, el vampiro Elijah ben Sapir lo miraba, notando la cantidad de calor que desprendía por la coronilla casi calva.

¿De pie o de cabeza?, se preguntaba.

Todos para uno y... En fin, todo eso

Podrían haber sido los Siete Magníficos o los Siete Samurais. Si cada uno de ellos hubiera sido un profesional experto, un pistolero con un defecto de carácter o un guerrero fracasado con un pasado turbio (o si cada uno de ellos hubiera tenido una razón secreta para enrolarse en una misión suicida, un sentido de la justicia propio de un antihéroe y un deseo ardiente de enmendar las cosas), podrían haber sido una unidad de combate de élite cuyo valor e inventiva les condujera a la victoria sobre todo aquel que se opusiera a ellos o tratara de imponerles su opresión. Pero en realidad eran una panda desorganizada de perpetuos adolescentes sin entrenamiento ni preparación, como no fuera para reponer género y divertirse. Eran los Animales.

Estaban sentados en las cajas registradoras. Tommy se paseaba ante ellos hablándoles del vampiro y de la muerte de Simón y llamándolos a la acción. Entre tanto, el Emperador citaba pasajes de la arenga de Enrique V antes de la batalla de Agincourt.

—La policía no va a creérselo y yo no puedo hacerlo solo —dijo Tommy.

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