Cavuto y Rivera volvieron a jefatura, donde sacaron a Tommy de una celda y lo metieron en una bonita sala de interrogatorios pintada de rosa y amueblada con una mesa y dos sillas de metal. En una pared había un espejo y encima de la mesa una grabadora. Tommy se quedó mirando la pared rosa y procuró recordar que,
supuestamente, el rosa calmaba los nervios. Pero no parecía funcionar. Tenía un nudo en el estómago.
Rivera y Cavuto habían interrogado juntos a mucha gente y siempre asumían los mismos papeles: Cavuto era el poli malo y él el poli bueno. Aunque la verdad era que Rivera nunca parecía el poli bueno. Más bien parecía decir: «Estoy cansado y harto de trabajar y estoy siendo amable contigo solo porque no tengo energías para ser el poli malo».
—¿Te apetece un pitillo? —preguntó Rivera.
—Claro —dijo Tommy.
Cavuto le saltó a la cara.
—Pues es una pena, chaval, porque aquí no se fuma. —A Cavuto le encantaba hacer de poli malo. En casa ensayaba delante del espejo.
Rivera se encogió de hombros.
—Tiene razón. No puedes fumar.
Tommy dijo:
—Es igual, yo no fumo.
—¿Qué me dices de un abogado, entonces? —preguntó Rivera—. ¿O de una llamada de teléfono?
—Tengo que estar en el trabajo a medianoche —contestó Tommy—. Si voy a llegar tarde, usaré mi llamada para avisar.
Cavuto se paseaba por la habitación acompasando sus pasos de forma que pudiera volverse hacia Tommy cada vez que decía algo. Se volvió hacia él.
—Sí, chaval, vas a llegar tarde, unos treinta años tarde, si es que no te fríen.
Tommy se echó hacia atrás, asustado.
—Muy bueno, Nick —dijo Rivera.
—Gracias. —Cavuto sonrió con el cigarrillo sin encender en la boca y se apartó de la mesa a la que estaba sentado Tommy.
Rivera siguió con el interrogatorio.
—Bueno, chico, no quieres un abogado. ¿Por dónde quieres que empecemos? Te hemos detenido por dos asesinatos, seguramente por tres. Si nos lo cuentas, si nos lo
dices todo, lo de los otros asesinatos también, puede que podamos descartar la pena capital.
—Yo no he matado a nadie.
—No te hagas el listo —dijo Cavuto—. Hemos encontrado dos cadáveres en tu congelador. Tenemos tus huellas en el libro que encontramos debajo de otro cuerpo, enfrente de tu apartamento. Estabas en el motel donde encontramos un cuarto cuerpo. Y tienes el armario lleno de ropa de mujer y hay un montón de testigos visuales que sitúan a una mujer cerca de donde encontramos un quinto cuerpo...
Tommy lo interrumpió:
—La verdad es que solo hay un cadáver en el congelador. La otra es mi novia.
—Tú estás enfermo. —Cavuto se echó hacia atrás como si fuera a pegarle. Rivera se movió para sujetarlo. Tommy se encogió en su silla.
Rivera llevó a Cavuto al otro lado de la habitación.
—Déjame a mí un minuto. —Dejó a Cavuto refunfuñando y fue a sentarse enfrente1 de Tommy.
—Mira, chico, te hemos pillado con las manos en la masa con dos muertos, por así decirlo. Tenemos pruebas circunstanciales en el caso de otra víctima. Vas a ir a la cárcel para una buena temporada y ahora mismo tienes todas las papeletas para que te condenen a muerte. Si nos lo cuentas todo, sin dejarte nada, quizá podamos ayudarte, pero tienes que darnos información suficiente para cerrar todos los casos. ¿Entendido?
Tommy asintió con la cabeza.
—Pero si yo no he matado a nadie. Metí a Jody en el congelador y reconozco que es una falta de consideración, pero yo no la maté.
Cavuto soltó un gruñido. Rivera inclinó la cabeza, burlón.
—Está bien, pero si no los mataste tú, ¿quién los mató? ¿Te metió alguien en esto?
Cavuto estalló:
—¡Santo Dios, Rivera! ¿Qué necesitamos, una cinta de vídeo? Fue este cabrón.
—Nick, por favor. Dame cinco minutos.
Cavuto se acercó a la mesa y se inclinó hasta que casi pegó su cara a la de Tommy. Susurró con voz áspera y ronca:
—No creas que vas a salir de esta meneando el trasero y guiñándome un ojo, Flood. Puede que en el barrio de Castro te funcionara, pero aquí soy inmune a eso, ¿entendido? Ahora me voy, pero cuando vuelva, si no se lo has contado todo a mi
compañero, vas a conocer el dolor. Amontones. Y no te dejaré ni una marca.—Se levantó, sonrió, dio media vuelta y salió.
Tommy miró a Rivera.
—¿Meneando el trasero y guiñándole un ojo?
—A Nick le pareces mono —dijo Rivera.
—¿Es gay?
—Totalmente.
Tommy sacudió la cabeza.
—Nunca lo hubiera imaginado.
—También es masón. —Rivera sacó un cigarro de su paquete y lo encendió—. Las apariencias engañan.
—Eh, creía que aquí no se podía fumar.
Rivera le echó el humo a la cara.
—¿Tenías a dos personas metidas en el congelador y vas a darme la murga con el tabaco?
—Tiene razón.
Rivera se sentó y se recostó en la silla.
—Tommy, voy a darte una oportunidad más de decirme cómo mataste a esas personas. Luego le diré a Nick que vuelva y me iré. Le gustas mucho. Y esta habitación está insonorizada, ¿sabes?
Tommy tragó saliva.
—No se lo va a creer. Es una historia fantástica. Con elementos sobrenaturales incluidos.
Rivera se frotó las sienes.
—¿Te dijo Satán que lo hicieras? —preguntó cansinamente.
—No.
—¿Elvis?
—Ya le he dicho que es sobrenatural.
—Tommy, voy a decirte una cosa que nunca le he dicho a nadie. Si la repites, negaré haberlo dicho. Hace cinco años vi a un búho blanco con unas alas de veinte metros de envergadura cruzar el cielo, arrancar a un demonio de la ladera de una colina y alejarse volando por el cielo.
—Me han dicho que los polis tienen las mejores drogas —dijo Tommy.
Rivera se levantó.
—Voy a decirle a Nick que entre.
—No, espere. Voy a contárselo. Fue un vampiro. Pueden descongelar a Jody y preguntárselo.
Rivera alargó el brazo y puso la grabadora en marcha.
—Despacio. Empieza por el principio y sigue hasta el momento en que entraste en esta habitación.
Una hora después, Rivera se reunió con Cavuto detrás del espejo. Cavuto no estaba muy contento.
—¿Sabes?, preferiría que le hubieras amenazado con que iba a darle una paliza.
—Funcionó, ¿no?
—No hay nada que podamos usar. Ni una sola cosa. Si se agarra a esa historia, lo declararán loco. No tiene ni pies ni cabeza. Quiero saber cómo sacó la sangre a los cuerpos.
—El chico se cree escritor. Está haciendo alarde de imaginación. Vamos a dejarle un rato solo y a traerle algo de comer. Quiero ver al Emperador.
—¿A ese chiflado?
—Hace semanas que dice que ve vampiros. Puede que viera al chico cometer uno de los crímenes.
A Gilbert Bendetti le gustaba su empleo. Le gustaba de verdad. Era un puesto (más o menos) funcionarial, así que las condiciones eran buenas y el trabajo fácil. También le gustaba trabajar de noche, se estaba tranquilo y normalmente no había nadie en el depósito, así que no tenía que avergonzarse de su peso ni de sus granos. Le gustaba el instrumental de laboratorio, jugar con los ordenadores, contestar al teléfono y ponerse solemne. Ser el guarda nocturno del depósito de cadáveres habría sido un trabajo estupendo aunque no hubiera podido follarse a las muertas. Pero, si encima podía, era el paraíso.
Esa noche, Gilbert bullía de emoción. Habían llevado a la Mujer 10 esa misma tarde y le habían dado instrucciones expresas de no guardarla. Tenía que dejarla fuera para que se descongelara para la autopsia. Algún psicópata la había metido en el congelador. El muy cabrón le había puesto platos ultracongelados debajo de los brazos. Y ahora estaba acurrucada en una camilla, provocándole. Ese vestidito de fiesta, ese pelo rojo... Gilbert se moría de ganas.
Echó un vistazo al libro de registro y metió sus libros sobre dermatología en el cajón de la mesa. Luego se aflojó la bata y bajó por el pasillo para ir a comprobar si ya estaba blanda. La última vez que había mirado, empezaba a tener un poquito de flexibilidad, pero Gilbert sabía que por dentro estaba, en fin, frígida, a pesar de las albóndigas con salsa que le goteaban por debajo de los brazos.
Gilbert empujó la puerta de cristal que daba a la antesala y allí estaba ella, igual que la había dejado, con aquel mohín en los labios que parecía llamarlo y sus preciosas piernas dobladas.
—Ángel mío —dijo Gilbert—, ¿te ayudo con esas medias tan latosas?
Le estiró las piernas sobre la camilla y le subió la falda. Estaba todavía un poco helada, pero se la podía mover. Mejor: en cuanto se asentaba el rigor mortis, la pasión podía ponerlo a uno en posiciones de las que no habría sido capaz ni un maestro de yoga. Gilbert se había lesionado la espalda más de una vez.
Sus medias eran negras y finísimas, y tenía los pies polvorientos, menos el dedo gordo del derecho. Debía de haber andado descalza. Poco después de que la llevaran
al depósito, Gilbert se había permitido un pequeño juego amoroso lamiéndole el dedo gordo hasta dejarlo limpio. Un juego amoroso, más o menos.
Pensó en ponerle el termómetro para la carne, pero era tan perfecta que no quería dejar marcas en su precioso cuerpo. Metió la mano por debajo de la falda, cogió la cinturilla de las medias y empezó a bajarlas.
—Madre mía, bragas de encaje negro... —Intentó recordar su nombre y luego miró le etiqueta que llevaba colgada del dedo gordo—. Dios mío, Jody, ¿cómo sabías que me gustaba el encaje negro?
Le quitó las medias, parándose primero para aflojar la etiqueta del dedo, y deslizó luego las manos por sus muslos, en busca de las braguitas de encaje.
—Y encima pelirroja natural —dijo al dejar caer las bragas al suelo. Retrocedió un momento para admirarla y se quitó la bata. Bloqueó las ruedas de la camilla, le quitó los platos precocinados de debajo de los brazos y se bajó la cremallera de los pantalones.
—Esto va a ser la pera. Va a ser la pera... —Se encaramó a un extremo de la camilla, con cuidado de mantener el equilibrio. No había nada más desalentador que caerse y aplastarse el cráneo contra el linóleo.
Le trazó con la lengua un sendero por la cara interna de la pierna.
—Me haces cosquillas, Tommy —dijo ella.
Gilbert levantó la mirada. No, eran imaginaciones suyas. Siguió a lo suyo.
—No, deja que me duche primero —dijo ella. Y se sentó.
Gilbert se incorporó tan bruscamente que la camilla se levantó por un extremo y Jody cayó al suelo. Gilbert se apartó con las manos en el pecho. Se había quedado sin respiración y su pilila se mecía, mustia, delante de él.
Jody se puso en pie.
—¿Quién eres tú?., Gilbert no podía hablar. No podía respirar. Tenía la sensación de que le habían atado el corazón con un alambre de pinchos del que tiraba una yunta de caballos. Chocó con una cajonera y se dio un golpe en la cabeza.
Jody miró a su alrededor.
—¿Cómo he llegado aquí? Contesta.
Gilbert soltó un jadeo y cayó de rodillas.
—¿Dónde está Tommy? ¿Y dónde cono están mis bragas?
Gilbert sacudió la cabeza. Rodó hacia un lado, dio dos boqueadas y murió.
—¡Eh! —dijo Jody—. Que necesito respuestas.
Pero Gilbert no respondía. Jody vio disiparse la aureola negra de su agonía hasta que solo quedó el calor residual de su cuerpo.
—Perdona —dijo.
Volvió a mirar a su alrededor: la camilla, las grandes cajoneras para los muertos, el instrumental de disección. Aquello se parecía a los depósitos de cadáveres de las películas. Algo había pasado mientras dormía.
Miró su reloj, pero había desaparecido. El de la pared, encima del cadáver de Gilbert, marcaba la una de la madrugada.
¿Por qué me he despertado tan tarde? Tengo que encontrar a Tommy y averiguar qué ha pasado.
Recogió sus bragas del suelo y se las puso. Dejó las medias donde estaban y se puso a buscar los zapatos. No los vio. Tampoco vio su bolso por ninguna parte.
Dinero. Voy a tener que coger un taxi.
Se agachó junto al cuerpo de Gilbert y rebuscó en sus bolsillos. Sacó treinta dólares y un poco de cambio. Luego, como si se lo pensara mejor, le metió el miembro en los pantalones y le subió la cremallera.
—Lo he hecho por tu familia, no por ti —le dijo. Luego pensó: Me estoy volviendo peor que Tommy, hablando con los muertos.
Echó a andar hacia la puerta, se paró y miró las cajoneras. La idea la acometió como un súbito estornudo.
Seguramente Tommy está en uno de sus cajones. El vampiro lo mató y, cuando llegó el forense, creyeron que yo también estaba muerta. Pero ¿por qué no me mató a mí? ¿Y por qué he tardado tanto en despertarme? Puede que haya sido ese estudiante de medicina. Puede que, como no he ido a la cita, le haya dicho a la poli dónde encontrarme. Pero él no sabía dónde encontrarme.
Se acercó a la puerta de cristal y bajó por el pasillo. Se paró junto al teléfono y llamó al loft. No contestó nadie. Marcó el número del Safeway de Marina.
—Safeway de Marina. —Jody reconoció el acento de Simón McQueen.
—Simón, soy Jody. Necesito hablar con Tommy.
—¿Quién? ¿Quién has dicho que eres?
—Jody. La novia de Tommy. Necesito hablar con él.
Simón se quedó callado un momento. Cuando por fin habló, su voz sonó un octavo más baja.
—¿No sabes dónde está Flood?
—¿No está ahí?
—No.
—¿Estás bien?
—En cierto modo, sí. ¿Y tú? ¿Te encuentras bien?
—Sí, Simón, estoy bien. ¿Dónde está Tommy?
—Caray, qué cosas. ¿Seguro que estás bien?
—Sí. ¿Dónde está Tommy?
—No puedo decírtelo por teléfono. Voy a buscarte. ¿Dónde estás?
—No estoy segura. Espera un segundo. —Se acercó a la puerta. La dirección estaba impresa en el cristal. Volvió al teléfono y le dio a Simón una dirección a dos manzanas de allí.
—Voy a decirle a alguien que se encargue de mi sección. Dentro de media hora estoy allí.
—Gracias, Simón. —Jody colgó. ¿Qué demonios estaba pasando?
Mientras esperaba a que llegara Simón, Jody tuvo que esquivar las proposiciones de dos tipos montados en un Mercedes que la confundieron con una puta. Lo cual era un error razonable teniendo en cuenta que estaba en un callejón, con un vestido de fiesta corto y descalza, una fría noche de San Francisco. Por fin, cuando les dijo que era policía de incógnito, los del Mercedes se desinflaron y se alejaron de allí con la cabeza gacha.