Jody dijo:
—Pongamos que me creo lo que estás diciendo. Pongamos que me creo que te crees todas esas chorradas. ¿Cómo puedes ayudarme? Suponiendo que quiera que me ayudes, claro.
—Me estoy especializando en terapia génica. Cabe la posibilidad de que pueda revertir el proceso.
—Esto no es ciencia. No digo que tu teoría no sea cierta. Hay un montón de cosas que no se saben, que la ciencia no puede explicar. Si no se sabe, pronto se sabrá. Eso de lo que hablas es magia.
—La magia es solo ciencia que aún no conocemos. ¿Quieres que te ayude o no?
—¿Por qué quieres ayudarme? Según tú, me dedico a matar gente.
—También mata el cáncer y se sigue investigando. ¿Tienes idea de la competencia que hay en este campo de estudio? En esta profesión, es o todo o nada. Podría doctorarme y acabar poniendo enemas de sacarina a ratas por cinco pavos la hora. Lo que aprenda de ti podría poner mi currículo en lo alto del montón.
Jody no sabía qué decir. En parte tenía ganas de soltar el teléfono y abalanzarse sobre aquel chico. Y en parte quería aceptar su ayuda.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó.
—Nada, todavía. ¿Cómo puedo localizarte?
—Eso no puedo decírtelo. Yo te llamaré. ¿Cuál es tu número?
—No puedo decírtelo.
Jody suspiró.
—Mira, genio, a ver si te aclaras. Y, por cierto, yo no maté a esas personas.
—Entonces, ¿por qué me estás escuchando?
—Creo que está conversación se ha acabado. Métete en el coche y ve haciéndote a la idea de que vas a tener que pedirles a las ratas que pongan el culo en pompa. Adiós.
—Espera, podríamos quedar en algún sitio. Mañana. En un sitio público.
—No, tiene que ser de noche. En un sitio privado. Podría haber policías por todas partes. —Lo miraba mientras hablaba. Él había bajado los prismáticos. Jody vio que era asiático.
—La asesina eres tú. ¿Quedarías con alguien como tú en un lugar privado y a oscuras?
—Está bien. Mañana por la noche. A las siete, en el Enrico's, en Broadway. ¿Te parece bastante público?
—Claro. ¿Puedo llevar una jeringuilla para extraerte una muestra de sangre? ¿Me dejas?
—¿Me dejarías tú?—preguntó ella.
Él no respondió.
—Era una broma —dijo Jody—. Mira, no quiero hacerte daño, pero tampoco quiero que me lo hagas tú. Cuando te vayas, pisa a fondo el acelerador y vuelve a casa dando un rodeo.
—¿Por qué?
—Porque yo no maté a esa gente, pero sé quien lo hizo y me ha estado siguiendo. Si te ha visto, estás en peligro.
La línea quedó en silencio un momento. Solo se oían las voces fantasmales de una conexión celular. Jody vio que el asiático la miraba.
Por fin se aclaró la garganta.
—¿Cuántos sois?
—No lo sé —contestó ella.
—Sé que no todas las víctimas se convierten. No podría funcionar. La humanidad entera se convertiría en un mes, por progresión geométrica. —Parecía más seguro ahora que había llevado otra vez la conversación al terreno científico.
—Mañana por la noche te contaré lo que sé. Pero no esperes gran cosa. No sé mucho. O te lo cuento ahora, si quieres que hablemos cara a cara. Pero no creo que sea buena idea hablar de esto por el móvil.
—Sí, tienes razón. Pero ahora no. Ni aquí. Lo entiendes, ¿no?
Jody asintió con la cabeza, exagerando el gesto para que él lo viera.
—Cuanto más tiempo pases aquí, más probabilidades hay de que te vea... el otro. Mañana por la noche, entonces. A las siete.
—¿Llevarás ese vestido?
Jody sonrió.
—¿Te gusta? Es nuevo.
—Es genial. No esperaba que fueras una mujer.
—Gracias. Ahora vete.
Lo vio subir al Toyota con el móvil todavía en la mano.
—¿Me prometes que no intentarás localizarme?
—Sé dónde vas a estar mañana por la noche, ¿recuerdas? —Ah, sí. Por cierto, me llamo Steve.
—Hola, Steve. Yo soy Jody.
—Adiós —dijo él. Cortó la conexión. Jody colgó el teléfono y lo vio alejarse.
Pensó: Estupendo, otro del que preocuparse.
No se le había ocurrido pensar que su estado pudiera ser reversible. Claro que el estudiante de medicina no sabía cómo se había pulverizado aquel otro cuerpo. Ciencia. Sí, ya.
De pie o de cabeza, pensó. El traje de seda restallaba alrededor de sus piernas, empujado por el viento helado. La luz que advertía a los aviones de la existencia de la torre lanzaba destellos rojos sobre su cara. Veía emanar su calor y disolverse en espiral sobre la bahía.
Se llamaba Elijan Ben Sapir. Medía un metro setenta y siete y hacía ochocientos años que era un vampiro. En su vida humana había sido alquimista; se pasaba el día mezclando productos químicos tóxicos y entonando misteriosos encantamientos para intentar convertir el plomo en oro y dar con el secreto de la vida eterna. No había sido un alquimista especialmente bueno. Nunca había logrado convertir el oro, aunque por culpa de un error de cálculo inventó el teflón unos ochocientos años antes de que Du Pont le encontrara un uso. (Hay que decir, sin embargo, que hace poco unos arqueólogos descubrieron una estela rúnica vikinga en Groenlandia que hablaba de un judío que entró en el palacio de Constantino el Grande en 1224 intentando vender una línea de espetones antiadherentes para la sala de tortura del emperador, y le pusieron de patitas en la calle en las puertas de la ciudad. La autenticidad de la anécdota se ha puesto en entredicho, no obstante, porque empieza: «Nunca creí que tus cartas fueran verdad hasta que Gunner y yo...», y sigue narrando las hazañas sexuales de dos vikingos en un harén de bizantinas de piel morena.)
Ben Sapir había tenido más éxito en su búsqueda de la vida eterna. La inmortalidad tenía, eso sí, el efecto secundario de tener que beber sangre humana y no poder tomar el sol. Pero a eso se había acostumbrado. Lo que no podía soportar era la soledad. Quizá, sin embargo, después de tantos años, eso estuviera a punto de acabar. Le daba miedo hacerse ilusiones.
Hacía cien años que una polluela no le duraba tanto. La anterior había sido una yanomami de la cuenca del Amazonas que había pasado tres meses cazando por la jungla antes de regresar a su aldea y convertir a su hermana. Las hermanas se declararon diosas y exigieron sacrificios a la aldea. Elijah las encontró junto al río, alimentándose con una vieja, y no le gustó matarlas. Pero quizá la pelirroja... Quizá fuera ella.
De cabeza, decidió. Saltó de la torre, se dobló para lanzarse de cabeza y se precipitó desde una altura de cincuenta pisos hacia el agua negra. El reto consistía en no convertirse en niebla antes de tocar el agua. Eso era pan comido.
El impacto del agua le arrancó la ropa y la presión hizo estallar las costuras de sus zapatos. Emergió desnudo, salvo por un calcetín que, curiosamente, había sobrevivido al impacto, y comenzó la larga travesía a nado hacia su yate mientras pensaba: No debí salvarla de la luz del sol. Debo de estar aburridísimo.
Tommy echó al Emperador de la tienda al amanecer. Había sido una noche muy larga, intentando mantener al gobernante loco alejado de los Animales al mismo tiempo que reponía género y procuraba organizar la logística de su cita con Mará, todo ello bajo la influencia de la hierba del doctor Drew, que parecía afectar a esa parte del cerebro que lo impulsa a uno a sentarse en un rincón y a babear mientras se mira las manos. Cuando acabó su turno, declinó la invitación de los Animales para tomar unas cervezas y jugar al disco en el aparcamiento, le birló una baguete al repartidor del pan y cogió el autobús para volver a casa, decidido a irse derecho a la cama. Comprendió que su plan se había frustrado cuando Frank, el escultor-motero, salió a su encuentro en la puerta de su edificio sosteniendo una tortuga de bronce que a Tommy le sonaba.
—Mira, Flood. —Frank levantó la tortuga—. ¡Ha funcionado!
—¿El qué? —preguntó Tommy.
—El proceso de galvanizado grueso. Ven, entra y te lo enseño. —Se volvió y llevó a Tommy al interior de la fundición, entrando por la puerta enrollable.
La fundición ocupaba toda la planta baja del edificio. Había un horno enorme que emitía un ruido sordo. Había varios fosos de buen tamaño, llenos de arena, y dentro de ellos moldes de yeso blanco en diversos estados de acabado. Al fondo, cerca de las ventanas, se veían figuras de cera de mujeres desnudas, de indios, budas y pájaros esperando a que las cortaran y las metieran en yeso.
Frank dijo:
—Hacemos muchas figuras para jardines. A la gente que tiene estanques de carpas japonesas les chiflan los budas. Para eso queríamos las tortugas. Monk ya le ha vendido una a una señora de Pacific Heights por quinientos pavos. Visto y no visto.
—¿Mis tortugas? —dijo Tommy. Miró más atentamente a la tortuga de bronce que sostenía Frank—. ¡Zelda!.
—¿A que es increíble? —dijo Frank—. Las hicimos a las dos en menos de ocho horas. Por el procedimiento de la cera perdida, habríamos tardado días. Voy a enseñártelo.
Llevó a Tommy al otro lado del taller, donde un hombre bajo y fornido vestido de cuero y tela vaquera trabajaba junto a un tanque alto de plexiglás lleno de un líquido verde y traslúcido.
Frank dijo:
—Monk, este es Tom Flood, nuestro vecino. Flood, este es mi socio, Monk.
Monk soltó un gruñido sin levantar la vista de un compresor que parecía estar dándole problemas. Tommy vio de dónde le venía el mote: tenía una calva en forma de tazón, rodeada por una franja de pelo. Era la versión benedictina de Easy Rider, o un fray Tuck sobre ruedas.
—Este —dijo Frank, señalando el tanque de tres metros—, es, que nosotros sepamos, el tanque de galvanizado más grande de la costa oeste.
Tommy no sabía cómo reaccionar. Seguía pasmado por el retrato en bronce de Zelda.
—Es genial —dijo por fin.
—Sí, tío. Podemos hacer todo lo que encontremos por ahí. Sin moldes ni tallas de cera. Solo hundir y listo. Así hicimos tus tortugas.
Tommy empezaba a entenderlo.
—¿Quieres decir que eso no es una escultura? ¿Que habéis recubierto mis tortugas de bronce?
—Eso es. El líquido está saturado a tope de metal disuelto. Rociamos a las tortugas con una capa fina de pintura de base metálica que sirviera de conductor eléctrico. Luego les pegamos un cable y las hundimos en el tanque. La corriente extrae el metal del agua y lo pega a la pintura. Si se deja mucho tiempo, la capa se vuelve lo bastante gruesa para tener solidez estructural. Y voilá, una tortuga de jardín de bronce. Creo que no se había hecho nunca. Estamos en deuda contigo, tío.
Monk gruñó un gracias.
Tommy no sabía si llorar o deprimirse.
—Debiste decirme que ibais a matarlas.
—Creía que lo sabías, hombre. Perdona. Puedes quedarte con esta, si quieres. —Frank le ofreció a la Zelda de bronce.
Tommy sacudió la cabeza y apartó los ojos.
—Creo que no podría mirarla. —Dio media vuelta y se alejó.
Frank dijo:
—Vamos, hombre, llévatela. Te debemos una. Si necesitas un favor o alguna cosa...
Tommy miró a Zelda. ¿Cómo iba a explicárselo a Jody? «Por cierto, he convertido en estatuas a tus amiguitos.» Y justo después de pelearse. Subió la escalera sintiéndose completamente perdido.
Jody le había dejado una nota en la encimera.
Tommy:
Es imprescindible que estés aquí cuando me despierte. Si sales, te vas a meter en un lío muy gordo. Puede que peligre tu vida. Lo digo en serio. Tengo que contarte cosas muy importantes. Ahora no tengo tiempo, voy a salir un segundo. Tienes que estar aquí cuando me despierte.
Jody
—Estupendo —le dijo Tommy a Peary—. ¿Y ahora qué hago con Mará? ¿Quién se cree Jody que es, amenazándome? ¿Qué va a hacer si no estoy aquí? No puedo estar aquí. ¿Por qué no la entretienes tú hasta que vuelva? —Dio unas palmadas en el congelador y se le ocurrió una idea.
—¿Sabes, Peary?, hay científicos que han congelado a murciélagos vampiros y luego los han descongelado y estaban completamente intactos. Porque ¿cómo va a enterarse ella? ¿Cuántas veces ha pensado que era martes cuando en realidad era miércoles?
Entró en el dormitorio y echó un vistazo a Jody, que se había metido en la cama pero no había tenido tiempo de quitarse el vestido negro.
¡Uau!, pensó Tommy, conmigo nunca se viste así.
Tenía un aspecto tan apacible... Sexi, pero apacible.
Se enfadará si se entera, pero total, ya está enfadada. En realidad, no le hará ningún daño. Puedo sacarla mañana por la mañana y taparla con la manta eléctrica. Cuando se ponga el sol estará descongelada y yo habré arreglado lo de Mará. Puedo decirle a Mará que tengo novia. No puedo empezar nada nuevo hasta que esto esté acabado. Y puede que con unas horas más a Jody se le pase un poco el calentón.
Sonrió.
Abrió la tapa del congelador y entró en el dormitorio en busca de Jody. La llevó a la cocina y la depositó en el congelador, encima de Peary. Mientras la colocaba en posición fetal, sintió una punzada de celos.
—Comportaos, chicos, ¿de acuerdo? —Colocó unos cuantos platos ultrancongelados a su alrededor, le metió algunos bajo los brazos, la besó en la frente y cerró suavemente la tapa.
Al meterse en la cama pensó: Si alguna vez se entera, se pondrá hecha una furia.
Llevaba tres horas dormido cuando le despertaron los golpes. Se bajó de la cama, cruzó dando tumbos la habitación a oscuras y se quedó ciego al abrir la puerta del loft. Estaba empezando a recuperar la vista cuando abrió la puerta de la escalera de incendios y Rivera dijo:
—¿Es usted Thomas Flood hijo?
—Sí—contestó Tommy, apoyándose contra el quicio de la puerta.
—Soy el inspector Alphonse Rivera, del Departamento de Policía de San Francisco. —Levantó la cartera en la que llevaba la placa—. Queda usted detenido... —Se sacó una orden del bolsillo de la chaqueta—... por abandonar un vehículo en la vía pública.
—Será una broma —dijo Tommy.
Cavuto cruzó la puerta, lo agarró del hombro y lo zarandeó mientras el otro policía grandullón se sacaba las esposas del cinto. —Tiene derecho a guardar silencio... —dijo Cavuto.
Dos horas después, Tommy estaba fichado y le habían tomado las huellas dactilares. Como esperaba Cavuto, sus huellas coincidían con las del ejemplar de En el camino encontrado debajo del indigente muerto. Aquello bastó para que consiguieran una orden para registrar el loft. Cinco minutos después de que entraran, salió hacia allí un laboratorio móvil acompañado por un equipo de técnicos y dos camionetas de la oficina del forense. Como escena de un crimen, el loft del Soma era una mina.