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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (29 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Cinco minutos después, la camioneta de Simón dobló la esquina y se paró en seco, envuelta en una nube de caucho humeante y testosterona. Simón le abrió la puerta.

—Sube.

Jody saltó al asiento del copiloto. Simón pareció sorprenderse porque no usara los dos escalones que había debajo de la puerta.

—Esta noche estás que te sales, cariño —dijo.

Jody cerró la puerta.

—¿Dónde está Tommy?

—Tranquila, que voy a llevarte con él. —Simón metió la marcha y la camioneta arrancó con un rugido—. ¿Seguro que estás bien?

—Sí, estoy bien. ¿Por qué no podías decirme por teléfono qué le ha pasado a Tommy?

—Bueno, es que está escondido. Parece que la policía lo busca por unos asesinatos.

—¿Por los del Asesino del látigo?

—Por esos, sí. —Simón la miró—. ¿No tienes frío?

—Es que he perdido el abrigo.

—¿Y los zapatos?

—Sí, los zapatos también. Me venían persiguiendo unos tíos. —Jody sabía que no sonaba muy convincente.

Iban por Market, hacia el puente de la bahía. Simón sonrió y se echó el Stetson hacia atrás.

—Tú no te enfrías nunca, ¿no, nena?

—¿Qué quieres decir?

Simón pulsó el cierre centralizado. Jody oyó cerrarse el seguro, a su lado. Simón dijo:

—Tampoco te calientas, ¿no? Ni te pones enferma. ¿Te pones enferma?

Jody se agarró al asa de la puerta.

—¿Adonde quieres ir a parar, Simón?

Simón se metió la mano dentro de la chaqueta y sacó un revólver Cole Phyton. Apuntó a Jody con él y ladeó el revólver.

—Sé que a lo mejor las balas no te hacen daño, pero seguro que duelen un huevo. Y he puesto unas estaquitas de madera en las puntas, por si acaso servían de algo.

Jody no tenía ni idea de qué podía hacerle una bala, pero tampoco quería averiguarlo.

—¿Qué quieres, Simón?

Simón paró en un callejón y apagó el motor.

—Un par de cosas. Pero antes quiero que contestes a unas preguntas.

—Lo que quieras, Simón. Eres amigo de Tommy. No tienes que portarte como un cabrón. Solo pregunta.

—Eres muy amable, nena. Ahora, dime, ¿te pones enferma?

—Todo el mundo se pone enfermo, Simón. Cojo un resfriado de vez en cuando.

Simón le clavó la pistola en las costillas.

—No te pases de lista. Sé lo que eres.

Jody lo miró atentamente por primera vez. Simón estaba ardiendo. Despedía calor en rojas oleadas, incluso en medio del ambiente relativamente cálido de la cabina de la camioneta. Pero por debajo de su halo de calor, Jody vio otra cosa en la que no se había fijado la noche que lo conoció. Quizá porque entonces no sabía qué buscar. Bajo su rúbrica calórica, Simón estaba envuelto en una fina corona negra como la que Jody había visto en otras personas. Era el aura de la muerte, pero más fina, como si estuviera empezando a crecer.

Dijo:

—¿Seguro que no estás haciendo otra gilipollez, Simón? ¿Reteniendo a la novia de un amigo?

—No intentes salirte por la tangente, pelirroja. Te vi dormir el día que estuvimos de fiesta en tu casa. Te toqué. Estabas más fría que las tetas de una bruja. Y Flood siempre se está quejando de que te pasas el día durmiendo. Y luego se empeñó en regalarte unas tortugas vivas.

Pero no até cabos hasta que el Emperador empezó a desgañitarse hablando de vampiros y la poli se llevó a Flood.

—Estás loco, Simón. Eso no demuestra nada. Los vampiros no existen.

—¿Ah, no? ¿Sabes por qué detuvieron a Tommy?

—No, no sabía...

—Porque te encontraron muerta en el congelador, por eso. Lo han detenido por tu asesinato, bonita. Yo todavía tenía mis dudas, hasta que has llamado. Vas a ser mi primer fiambre, si no cuento la vez que estrangulé a un pollo encima de una foto de Marilyn.

Jody estaba pasmada. Una oleada de pánico se apoderó de ella. Su vocecilla interior gritaba: Mátalo, escóndete, mátalo, escóndete. Intentó resistirse a ella.

—¿Haces esto porque quieres sexo?

—Bueno, en parte sí. Verás, hace cinco años que no echo un buen polvo. Desde que cogí el bichito. Cuesta bastante enrollarse con alguien cuando tienes la polla de la muerte. Pero yo no soy maricón. Dejé que una puta de Oakland me preparara un chute de cocaína y heroína. Compartimos seis la aguja.

—¿Te estás muriendo de sida? —preguntó Jody.

—No hace falta que te andes con rodeos, nena. Dilo directamente.

—Perdona, Simón, pero es que cuando alguien me apunta con un arma y me dice que va a violarme, me olvido de mis modales.

—No voy a violarte, a no ser que tú quieras. Lo otro es más importante.

—¿Lo otro?

—Quiero que me conviertas en vampiro.

—No, Simón. Tú no sabes lo que es eso.

—No necesito saberlo, nena. Sé que voy a morirme si no me conviertes. Ya no es solo el VIH, es un sida en toda regla. Tengo tantas llagas que casi no puedo quitarme y ponerme las botas. Con la cantidad de pastillas que me da el médico podría atragantarse un caballo. Venga, hazlo.

Jody lo sentía por él. Sabía que tenía miedo, a pesar de su fanfarronería de cowboy.

—No sé cómo se hace, Simón. No sé cómo me convirtieron. Simplemente pasó.

Simón clavó el cañón del arma debajo de su pecho y se acercó a ella.

—Muérdeme el cuello de una puta vez.

—No sirve con eso. Solo te mataría. No sé cómo convertirte en vampiro.

Simón le apartó la pistola de las costillas y se la puso en el muslo.

—Voy a contar hasta tres. Luego, si no empiezas a convertirme, te pegaré un tiro en la pierna. Volveré a contar hasta tres y te pegaré otro tiro en la otra pierna. No quería llegar a esto, pero no me queda otro remedio.

Jody vio que se le llenaban los ojos de lágrimas. Simón no quería hacerlo, pero ella sabía que lo haría. Se preguntó si estaría dispuesta a convertirlo en vampiro, si supiera cómo hacerlo.

—Simón, por favor, no sé cómo convertirte. Deja que me vaya. Puede que lo averigüe.

—No tengo tiempo, cariño. Si tengo que cambiar la luz del día por una eternidad de noches, me quedo con las noches. Empiezo a contar. Uno.

—No, Simón. Espera.

—Dos.

Jody vio brotar una lágrima de su ojo. Sintió que su cuerpo se tensaba y miró la pistola. Los tendones de la mano de Simón se estaban crispando. Iba a hacerlo.

—¡Tres!

Jody lanzó la mano derecha con la palma abierta y golpeó a Simón debajo de la barbilla al tiempo que con la derecha apartaba la pistola de su pierna. La pistola se disparo, y una bala atravesó el suelo de la camioneta. La explosión sofocó el ruido que hizo el cuello de Simón al romperse, pero Jody sintió el crujido contra la palma de su mano. Simón se desplomó en el asiento con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, como paralizado en medio de una carcajada. Por encima del pitido que sentía en los oídos, Jody oyó salir el último estertor de sus pulmones. El halo negro que lo envolvía se desvaneció.

Jody estiró el brazo y le enderezó el Stetson.

—Dios mío, Simón, lo siento. Lo siento muchísimo.

Conducía Rivera. Cavuto iba en el asiento del copiloto, fumando mientras hablaba por la radio. Pulsó el micrófono.

—Si alguien ve al Emperador esta noche, que lo retenga y llame a Rivera y Cavuto. Lo buscamos para interrogarlo, pero no es, repito, no es sospechoso. En otras palabras, no lo asustéis.

Cavuto colgó el micrófono del salpicadero y le dijo a Rivera:

—¿De verdad no crees que esto es una pérdida de tiempo?

—Nick, ya te he dicho que los únicos que sabemos lo de la pérdida de sangre somos los de homicidios y el forense. Nuestros chicos no sueltan prenda, pero aunque haya filtraciones en la oficina del forense, no creo que nadie vaya a decírselo al Emperador. El que está cometiendo esos crímenes se comporta como un vampiro. Puede que se crea un vampiro. Así que para cogerlo tenemos que fingir que vamos detrás de un vampiro.

—Eso es una idiotez. Tenemos pruebas suficientes para acusar al chico y cuando los técnicos acaben con su apartamento tendremos pruebas suficientes para condenarlo.

—Sí —dijo Rivera—, si no fuera por una cosa.

Cavuto levantó los ojos al cielo.

—Ya sé, no crees que ese chico haya matado a nadie.

—Ni tú tampoco.

Cavuto mordió su cigarrillo y se quedó mirando por la ventana a un grupo de borrachines que merodeaban por la esquina de una licorería.

—¿O sí? —insistió Rivera.

—Sabe quién lo hizo. Y si tengo que llevar ese culito tan mono hasta la silla eléctrica para que me lo diga, lo haré.

Llamaron por radio.

—Adelante —dijo Cavuto, hablando al micrófono.

La voz del operador de la comisaría crepitó por el altavoz.

—La unidad diez tiene al Emperador entre Masón y Bay. ¿Queréis que lo lleven a jefatura?

Cavuto se volvió hacia Rivera y levantó las cejas.

—¿Y bien?

—No, diles que estaremos allí dentro de cinco minutos.

Cavuto pulsó el micrófono.

—Negativo, vamos para allá.

Tres minutos después, Rivera detuvo el Dodge sin distintivos en una zona prohibida, detrás del coche patrulla. Los dos agentes uniformados estaban jugando con Lazarus y Holgazán, cuyas armaduras resonaban y tintineaban con cada brinco. El Emperador estaba a su lado, con la espada de madera todavía en la mano.

Rivera fue el primero en salir del coche.

—Buenas noches, majestad.

—No me jodas —dijo Cavuto en voz baja mientras sacaba su corpachón del coche.

—Buenos días, inspector. —El Emperador hizo una reverencia—. Veo que el demonio nos tiene a todos en vela.

Rivera hizo una seña con la cabeza a los agentes.

—Ya nos ocupamos nosotros, gracias, chicos. —Uno de ellos era una mujer. Lanzó a Rivera una mirada lasciva al dirigirse al coche patrulla.

Rivera volvió a fijar la vista en el Emperador.

—Lleva usted un tiempo denunciando que hay un vampiro en la ciudad.

El Emperador frunció el ceño.

—Y debo decir, inspector, que estoy un poco defraudado porque hayan tardado tanto tiempo en reaccionar.

—Venga ya —dijo Cavuto,

—Hemos estado ocupados —respondió Rivera.

—Bueno, por fin están aquí. —El Emperador señaló a Holgazán y Lazarus, que esperaban a sus pies—. ¿Conocen a mis hombres?

—Nos conocemos, sí —dijo Rivera saludando con la mano— Majestad, ha informado de que ha visto un vampiro... —Rivera se sacó una libreta del bolsillo de la chaqueta—... Tres veces este último mes y medio. —Cogió la copia de la fotografía de Tommy que llevaba en la libreta y se la enseñó—. ¿Es este el hombre al que vio?

—Cielos, no. Ese es mi amigo C. Thomas Flood, aspirante a escritor. Un buen chico, aunque algo confuso. Fui yo quien le buscó trabajo en el Safeway de Marina.

—Pero ¿no es el vampiro al que dice que vio?

—No. Ese demonio es más mayor y tiene la cara angulosa. Yo diría que es de origen árabe, si no fuera porque está muy pálido.

Cavuto se acercó y le quitó la foto a Rivera.

—Fue usted quien llamó para avisar del cadáver que encontraron en el Soma el día quince, pero dijo que no había visto nada. ¿Vio a este hombre por allí?

—Charlie, la víctima, era amigo mío. Me temo que perdió el juicio en Vietnam, pero de todas formas era un buen hombre. Llevaba algún tiempo muerto cuando lo encontré. El demonio lo dejó allí para que se pudriera.

Cavuto se crispó.

—Pero tampoco vio usted a ese tío, al vampiro, en la escena del crimen.

—Lo he visto en el distrito financiero, una vez en el barrio chino y anoche, en el puerto. De hecho, ese joven me dio cobijo en el Safeway.

Sonó el buscapersonas de Cavuto. El no hizo caso.

—¿Vio juntos a Flood y al vampiro?

—No, salí huyendo del muelle cuando el demonio se materializó en medio de la niebla.

—Yo me largo de aquí—dijo Cavuto levantando las manos. Miró el busca y volvió al coche.

Rivera siguió en sus trece.

—Lo siento, majestad, mi compañero no tiene modales. Pero si pudiera usted decirme...

Cavuto tocó el claxon y sacó la cabeza por la ventanilla.

—Venga, Rivera. Han encontrado otro. Vámonos.

—Espera un segundo. —Rivera sacó una tarjeta de su cartera y se la dio al Emperador—. Alteza, ¿podría llamarme mañana, a eso del mediodía? Iré a buscarlo donde esté. Les invito a comer a sus hombres y a usted.

—Claro, hijo mío.

—¡Vamos, que este está fresquito! —gritó Cavuto por la ventanilla.

—Tenga cuidado —le dijo Rivera al Emperador—. Vigile sus espaldas, ¿de acuerdo?

El Emperador sonrió.

—La seguridad es lo primero.

Rivera dio media vuelta y se acercó al coche. Todavía estaba cerrando la puerta cuando Cavuto arrancó.

—Otro con el cuello roto —dijo Cavuto—. El cuerpo está en una camioneta cerca de Market. Lo encontraron hace cinco minutos.

—¿Pérdida de sangre?

—Los agentes sabían lo suficiente como para no decírmelo por radio. Pero hay un testigo.

—¿Un testigo?

—Un indigente que estaba durmiendo en el callejón vio a una mujer marcharse del lugar de los hechos. Se busca a una pelirroja con un vestidito de fiesta negro.

—Será una broma.

Cavuto se volvió y lo miró a los ojos.

—La ninja de la lavandería ha vuelto.

—Santa María* —dijo Rivera.

—Me encanta cuando hablas en español.

La radio volvió a crepitar. El operador estaba llamando a su unidad. Rivera cogió el micrófono y pulsó el botón.

—¿Y ahora qué pasa? —dijo.

Policías y cadáveres

—Este tío me está tocando las narices —dijo Cavuto, exhalando una nube de humo azul contra la cajonera de los muertos—. Odio a ese cabrón. —Estaba junto al cadáver de Gilbert Bendetti, al que un termómetro le sobresalía de un lado del abdomen.

—Inspector, aquí no se permite fumar —dijo un agente uniformado que había acudido al lugar de los hechos.

Cavuto señaló los cajones.

—¿Cree que a ellos les importa?

El agente sacudió la cabeza.

—No, señor.

Cavuto le echó el humo a Gilbert.

—¿Y a él? ¿Cree que le importa?

—No, señor.

—¿Y a usted, agente Jeeter? Tampoco le importa, ¿verdad?

Jeeter carraspeó.

—Eh... no, señor.

—Pues entonces —dijo Cavuto—. Mire el lado de su coche, Jeeter. Pone «proteger y servir», no «quejarse y joder la marrana».

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