Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Aparecía y desaparecía, y ahí nadie ignoraba que algún día no volvería más al techo. Aparecía cargado de relojes de oro que trataba de vendernos y terminaba regalándonos. No era suficiente oro, bah, esa cantidad de oro no podía llamarse oro. Aparecía otra vez con otro automóvil más grande que el de la semana pasada, bah, ese automóvil no era el que iba a tener cuando el oro se le cayera de entre las manos. Aparecía con mimos y latas de conserva para Renée, para la futura madre de su hijo, y tocaba con orgullo el vientre en el que, según él, se estaba gestando ya un futuro magnate. Faltaban seis meses aún para que naciera, había tiempo, mucho tiempo para lograr que ese niño naciera en cuna de oro.
Un domingo eructó fortísimo, y cuando salimos a ver, nos encontramos con que había sacado la cama al corredor. Nos invitaba a almorzar, había caviar, había salmón ahumado, había champán, había
confit de canard
, había pavo, qué no había. El ya se había comido la mitad en el desayuno, pero aún quedaba muchísimo para el almuerzo y estábamos invitados. Michèle no pudo venir, porque era día de novio, pero en cambio sí podíamos asistir Nadine, Carmen, Paco, el bebe, Enrique, los tres italianos, todos podíamos asistir. Al marido desconfiado lo trajo desconfiadísimo, y a la mudita, mudísima, pero ahí nunca había pasado nada entre nadie y el día en que él tuviera su oro ya veríamos nosotros, Río de Janeiro. El único que faltó fue el viejo portugués que nadie sabia dónde trabajaba, ni por qué, si era tan viejo, y que cuando no estaba trabajando estaba encerrado en su cuarto con la radio al máximo. Jamás abrió su puerta. Jamás se supo si era o no sordo. Miraba como sordo, eso sí, y jamás contestó un saludo ni tocó puertas porque bajaba, ni le hizo bien ni mal a nadie, y según la portera, que nos cobraba cinco francos al mes por no perdernos el correo, eso venía durando ya veinte años y sin correo, porque nunca le había llegado correo, y porque nunca le había dado una propina. Nos lo advertía.
Pusieron la mesa en el lugar de la cama, mientras yo corría a llamar por teléfono a Inés. No podía perderse un almuerzo así, toda esa mezcolanza de platos deliciosos y en cantidades industriales, además. A Rolland le gustaban las cosas a lo grande, a lo Río de Janeiro, y aunque esto no era más que una pobre anticipación de lo que iba a ser su vida, al nivel culinario, por lo menos, valía la pena que Inés conociera este aspecto extravagante de mi techo. Corrí hasta el teléfono público. Uyuyuy, cómo le falló el humor a Inés cuando le dije que la invitaba a un almuerzo de pescadores sindicalizados.
Llegó con atraso de limeña, o sea tardísimo, pero aún quedaban toneladas de cosas para comer. Lo malo es que todo andaba ya medio revuelto sobre la mesa y que ya nadie le hizo demasiado caso cuando llegó. Sólo Enrique y yo nos incorporamos para saludarla. Rolland, Paco y los italianos sudaban en camiseta, y todos teníamos manchas de vino y de malos modales en la ropa. Un poco fuerte el asunto para Inés, me imagino, pero que tampoco exagerara la nota, estábamos felices, estábamos unidos, y sabe Dios hasta cuándo no íbamos a tener otra oportunidad de comer así.
Pero Inés quedaba demasiado bonita ante los dientes de Renée, ante la gordura descomunal de Carmen, ante la belleza proletaria de Marie, ya ni siquiera un eructo de Rolland sonaba sincero con Inés sentada entre nosotros. Yo empecé a beber un poquito más de la cuenta para no ver tanta realidad, pero la verdad es que todos estaban bebiendo un poquito más de la cuenta y la realidad crecía y era imposible no verla, crecía en voz alta, además, crecía a voz en cuello, a gritos de pásame más pavo, a carcajadas de pásame otra botella de vino, a eructos de Rolland se lo está tragando todo, ¡cojones!, ése era Paco, que luego se mandaba el tic nervioso con fuga, andaba de mal en peor el tic nervioso con fuga.
Rolland regresó de vomitar a las ocho de la noche. Regresó palidísimo, como si se hubiese estado metiendo el dedo hasta el alma durante horas, para ayudarse y quedar liberado y poder seguir tragando. Pero no, lo de pálido era por otra razón. Tenía un par de dientes de oro, y los tenía en su sitio cuando fue corriendo al wáter. Y ahora resulta que ya no los tenía y que en el wáter la lucecita de mierda prácticamente no iluminaba los contornos del agujero en el suelo. Rolland no bromeaba, con eso sí que no jugaba, eran sus dientes de oro, eran oro, oro, quién tenía una linterna o algo. Nadie. Nadie tenía más que fósforos. Pero eso sí, buena voluntad teníamos todos, porque Rolland con sus dientes de oro no jugaba y ya le estábamos viendo las lágrimas en las mejillas, eso no era sudor. Corrimos con nuestras cajitas de fósforos, y cada uno encendía el suyo por turno y se entregaba a la búsqueda entre el vómito, no brillaba nada, se apagaba el fósforo de mierda, era de noche, tal vez mañana por la mañana. Ni hablar, ahora, a seguir excavando con los cubiertos, con los dedos, hasta que encontráramos algo, algo tenía que brillar ahí entre… Por fin, Paco se metió prácticamente de cabeza al wáter, y en eso se estuvo con paciencia y sabiduría de buscador, calma, calma, Rolland, le decía, porque el otro también quería meterse de cabeza y no había sitio, ya vamos a encontrar algo. Y encontró. Casi seguidos brillaron los trocitos de oro entre el vómito.
Inés había empezado a llorar hacía rato. La pobre nunca logró acercarse al lugar del accidente, pero la gente del pueblo es muy generosa y ahí todos tomaron a bien su llanto; para ellos, Inés se había identificado más que nadie con el problema de Rolland. Tanto, que ahora Rolland festejaba a carcajadas y ella continuaba con su llantina. No podía ser, no pasaba nada, Inés, aquí están los dientes, Inés, mira. Pero ella dale y dale con llorar y yo ahí siendo el único que sabía por qué lloraba, bueno, probablemente Nadine y Enrique también. En fin, lo importante era que Rolland y los otros no captaran nada y que pudiera seguir comiendo ahora que ya todo había pasado. Pero dos horas más tarde Rolland continuaba contándole Río de Janeiro al llanto de Inés, y hacia las dos de la mañana me mandó a traer los extensores que ella me había regalado porque quería verme fuerte y musculoso a pesar de la comida del restaurant universitario.
Me pareció excelente la idea de mostrarle a Inés los progresos realizados con el aparato ese, pero Rolland se apoderó de él, no bien regresé, le puso todos los resortes que yo le había sacado para poderlo abrir un poco siquiera, se bebió media botella de vino para digerir mejor los quesos que acababa de tragarse, se puso de pie, eructó desde el fondo del alma, y empezó a abrir y cerrar gimnasia sobre nuestras cabezas. Llevaba más o menos media hora abriendo y cerrando cuando logró que Inés se sonriera. Yo aproveché para llevármela corriendo a mi camota. Estuvimos abrazados bien fuerte no sé cuántas horas.
—Tienes que salir de aquí, Martín —me dijo—. No puedes seguir viviendo así. Algo te está pasando, algo como si entre toda esta gente te estuvieras volviendo loco. Cada día entiendes menos la realidad, Martín.
Pero yo entonces no podía escucharla, yo entonces entendía íntegra la realidad en mi techo. Y esa noche, en todo caso, ella estaba también ahí en mi techo. Recuerdo que le dije si pudieras quedarte, Inés. Claro, era imposible, pero yo ese domingo había llegado a querer enormemente a Rolland. Rolland me había parecido, como nunca, una manifestación exageradísima de la vida, una de esas manifestaciones que a mí me tocaba andar viendo y viviendo a cada rato. Y hubiera querido que Inés llegara a quererlo también. No hubo tiempo, desgraciadamente.
De todo se entera uno por las porteras. Rolland se había fugado ese mismo lunes, muy temprano. Los trescientos mil francos del atraco los tenía ya en la maletera del auto, cuando llegó con los víveres para el almuerzote. Alguien vino a avisarle por la madrugada. Lo mataron en un tiroteo con la policía cerca de la frontera belga. Claro, la versión de Renée, que quedaba encinta y que ahora tendría que buscarse otro hombre, nos hubiera encantado poderla creer: su tío, el Ministro de Agricultura de Bélgica, lo había mandado llamar urgentemente de Bruselas, por un asunto de negocios. Él mismo se lo había dicho, al despedirse de ella. Y también que regresaba dentro de un par de días. El accidente fue fatal. No había dormido casi nada la noche anterior y no pudo evitar el camión que se le cruzó… Pero las porteras oyen radio y ven televisión todo el día y uno se entera de todo por ellas, la verdad la iríamos conociendo uno por uno, con lujo de detalles, al pasar por la portería.
Y ese monstruo aprovecharía una vez más para decirnos que ahí el único que se iba a enterar de nada era el viejo portugués, que era sordo, que se hacía el sordo, que miraba como sordo, que seguro allá arriba nos jodia el sueño con su radio, que por qué no nos quejábamos, que por no dar cinco francos hacía veinte años que prefería no enterarse si le había llegado carta o no, a ver cuando se muera, quién se va a ocupar de él, cinco francos, nos lo advertía… Lo curioso es que nadie vino nunca a preguntar por Rolland. Como si nunca hubiera vivido entre nosotros. Y hasta hoy sigo preguntándome por qué diablos sufrió tanto aquella noche por sus dientes de oro, si ya tenía los trescientos mil francos en su poder. Terminado el tiroteo la policía recuperó hasta el último centavo. Rolland… Murió como había vivido: pobre, pero eructando a pavo.
No bien me enteré subí a tocarle la puerta a Enrique. Inés había tenido que marcharse. Necesitaba la compañía de Enrique, necesitaba que me acompañara a estar un rato con Renée, aunque Renée parecía ser la más tranquila de todos. Sólo le interesaba contar automáticamente su versión, pero sin importarle en realidad que le creyeran o no, sin importarle mucho menos que no coincidiera en nada con la de la portera. Era simplemente como un desenlace personal a una historia personal, que ahora tendría que empezar otra vez con otro hombre, y con un bebe, dentro de unos meses. Pero, en fin, yo quería estar con ella un rato y quería que Enrique viniera también. Toqué nuevamente. Toqué con insistencia, pensando que se había quedado dormido. Volví a insistir, y de pronto se abrió la puerta del cuartito de Nadine. Salieron muy de la manita. Nadine parecía feliz, y Enrique parecía no estar convencido de nada. Sólo entonces recordé que la noche anterior Enrique había bebido vino por primera vez en la vida. Recordé también que era Nadine quien se lo servía. Y capté que Nadine venía deseando el amor de Enrique hacía tiempo.
Enrique me fue contando la evolución de aquel extraño romance en sus ratos libres. Antes, sus ratos libres eran todos, menos cuando me cortaba el pelo y cuando iba a cobrar su cheque al Banco. Ahora, sus ratos libres eran aquellos en que Nadine le soltaba la mano porque tenia que asistir a sus cursos en la Facultad de Ciencias. El resto del tiempo, Nadine se paseaba por nuestro techo, por París, y por la vida, llevando de la mano a un Enrique menos convencido que nunca de nada y más sospechoso de todo que nunca, esto último a decir de los camaradas del Grupo. Incluso a mí me costaba trabajo aceptar la falta de vitalidad y de entusiasmo con la que se había lanzado a aquella aventura amorosa: era más bien Nadine la que se le había lanzado encima tras haberle servido una copa de vino y muchas más, de servirle de una vez pa' todo el año en aquel almuerzote con el que Rolland se despidió de nuestro techo y de la vida. Bueno, ya había sido testigo de eso, es cierto, pero en mi opinión él ya estaba demasiado grandecito como para andarse dejando engatusar tan fácilmente. No, él no se había dejado engatusar por nadie, él había bebido porque todos bebíamos y porque Rolland jamás hubiese aceptado que en su banquete se bebiera leche. Y, por último, había bebido porque le provocó beber como a cualquier mortal humano.
Y también, humano muy humano, aceptó la secreta invitación que le hizo Nadine para tomarse la del estribo en su cuarto, escuchando un poco de música, conversando un rato, y mirando la luna llena de lluvia por la claraboya. Y en eso estaban, copa, música, claraboya, y en invierno es mejor un cuento triste, cuando lo tomaron de la manita como a cualquier hijo de vecino. Enrique aclaró que él no asumía responsabilidad alguna en esta vida, por razones que prefería ocultar, y Nadine le dijo que ella asumía todas las responsabilidades que él no quería asumir, por razones que no podía seguir ocultándole. Después se le lanzó encima musitando palabras de amor y llorando con su voz bien ronca y resultó que era virgen.
—La verdad —le dije a Enrique, recordando mi primera noche con Inés—, este techo no parece estar en París: está plagado de vírgenes.
—Estaba —me corrigió él.
—¿Y ahora qué vas a hacer? Perdona mi curiosidad, pero Nadine anda hablando de matrimonio. No cesa de decir que te va a encontrar un trabajo, que te va a presentar a sus padres, que…
—Bueno, no voy a herirla. Eso es lo más importante. Ya verás: que pase un poco de agua bajo los puentes del Sena, poco a poco se irá desilusionando.
Pensé que iba a tener que pasar íntegra el agua del Sena, bajo los puentes, al ver llegar a Nadine de la Facultad. Radiante, estaba radiante como se estaba radiante antes de la crisis actual del capitalismo, y traía una de esas caras de estar tan enamorada que, a mi entender, desaparecieron de Francia cuando en 1968 la juventud mandó a gritos a la mierda todo lo burgués, por imbécil, todo lo radiante, por sublime, todo lo sublime, por ridículo, y al general De Gaulle, que se había formado siempre una cierta idea de Francia.
Pero entonces recién nos estábamos acercando a aquellos acontecimientos, que también hoy han envejecido un montón, según parece, dejándome de vez en cuando decrépito en mi sillón Voltaire. Volvamos, pues, a Nadine, que aún podía permitirse el hoy antediluviano lujo de tener una de esas caras de estar
tan
enamorada. Pobrecita, realmente parecía que el amor la había agarrado de lleno por la cara, y en cambio a Enrique con seguridad no lo había agarrado de ninguna manera por ninguna parte, y por razones que prefería ocultar, además. Qué tal raza, así cualquiera. Pero yo quería saber cuáles eran esas razones y se lo pregunté un día. Nada, él prefería ocultarlas. Definitivamente, Enrique había optado por ser el hombre más sospechoso de París. Mi Director de Lecturas no tardaría en declararlo gigoló, además de policía.
Pero Nadine estaba dispuesta a casarse hasta con las razones ocultas de Enrique. Me lo confesó una tarde en que él había ido al Banco. Me lo confesó con tanto optimismo, tanta alegría, tanta voz ronca, tanta respiración jadeante, con tanta radiantería, que yo ipso facto me trasladé enamoradísimo a los brazos de Inés, todo mentalmente, pero era fácil, logrando así ponerme a la altura de la situación, para responderle igualmente jadeante y con una cara que fuera el vivo espejo de la suya, que las razones ocultas de Enrique eran pura dignidad española, purita capa y espada de la que ya casi no existe por culpa del turismo.