Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—Al no tener trabajo, Enrique no desea comprometerse. Pero ya verás el día en que se consiga un trabajo.
Terminé mi frase prácticamente haciendo el amor con Inés, para comunicarle un canto de vida y esperanza a Nadine. Y logré comunicarle tanto lo que ella deseaba que le comunicaran tanto, que al final su cara terminó siendo el vivo espejo de la mía, que a su vez seguía siendo vivo espejo de la suya, y ahí al final nadie sabía para quién trabajaba. Éramos, definitivamente, grandes defensores de esas caras de estar
tan
enamorado que hoy ya no se usan en Europa. E incluso creo que pudimos haber caído en brazos uno del otro, pero claro, ahí sí que se hubieran hecho añicos todos los espejos porque ella a quien quería era a Enrique y yo a quien quería era a Inés. Estando ambos ausentes, opté por guardar prudentemente el juego de espejos y decidí limitarme a una comunicación exclusivamente racional y oral. Henry Miller no tenía por qué invadir los territorios del amor infinito, que esperara hasta mayo del 68, si deseaba también invadir estos casos.
De la manita, Nadine pensaba llevar a Enrique a casa de sus padres, pequeñoburgueses medio ruralotes pero buena gente en el fondo y nada xenófobos, además. Ah, ya, le decía yo. De la manita, con su papá al lado, Nadine pensaba llevar a Enrique donde un tío, pequeñísimo burgués y bastante racista, éste sí, pero más que nada era falta de mundo, y que trabajaba en un laboratorio de productos farmacéuticos. Ah, ya, le decía yo. Ahí, de la manita, Enrique podría trabajar en algo que, después de todo, no estaba tan lejos de la Medicina que había tenido que abandonar. Ah, ya, le estaba diciendo yo, pero en ésas llegó Enrique estirando la mano derecha para que Nadine se la transformara en manita, y con una tonelada de pequeñísimos blocs de papel blanco en un bolsón que traía en la izquierda. Me alejé prudentemente. Ya él vendría a contarme el siguiente episodio en uno de sus ratos libres.
Pero pasó una semana y Enrique no venía a interrumpirme, cosa que permitía que mi novela sobre los sindicatos pesqueros avanzara hasta alarmarme, porque escribiendo tanto cada día era posible que de pronto me quedara sin tema, y yo en el fondo deseaba que fuera una enorme novela por entregas, para no tener que entregarla nunca. Temía que causara problemas con el Grupo, y con Inés dentro y fuera del Grupo, si metía las cuatro burguesamente, por ejemplo, y por ello deseaba escribirla el resto de mi vida, la verdad es que deseaba casarme escribiéndola, tener hijos escribiéndola, ser abuelo escribiéndola. Y algún lejano día, al enviudar, aunque la verdad es que nunca he creído en viudos, escribiría aquel otro libro que había empezado en Perugia, que me robaron mágica y simbólicamente el día en que me reuní con Inés en París, que volví a empezar y boté, y que, ya muy viejo, tal vez se convirtiese en la obra de mi juventud. Como verán, siempre he recurrido a los más elaborados mecanismos de consuelo. Y hasta sin creer en viudos.
Tres golpecitos en la puerta interrumpieron por fin una larga y difícil navegación de mis sindicatos. Corrí a abrir. Enrique. Enrique con la mano llena de papelitos blancos. Bajaba a comprar más goma y quería saber si necesitaba cigarrillos o algo.
—¿Más goma para qué? —le pregunté.
—Para pegar estas hojas. Estoy empapelando mi cuarto de blanco.
No ignoraba que Enrique se buscaba siempre los métodos más elaborados para matar el tiempo, pero vivíamos épocas de Nadine y no era el momento de andar empapelando una habitación con un millón de hojitas de bloc. Había enormes rollos de papel especial para estos menesteres. Le dije que no podía ser, que estaba loco, se iba a pasar día enteros pegando hojitas, cuando eso se podía hacer en una tarde. Sonrió sin comentario alguno, y me volvió a preguntar si necesitaba cigarrillos o algo. Le confesé que lo único que necesitaba era no seguir escribiendo, y nos fuimos juntos a buscar más goma y a tomar un vaso de leche con vino para mí.
De más está decir que terminé pegando papelitos con Enrique. Era una tarea que requería bastante pericia, porque él había decidido que cada hojita debía quedar montada sobre la otra, un centímetro exactamente. En realidad era un trabajo aburridísimo, pero entre eso y mi novela no me resultó nada difícil elegir. Además, así podía hablar tranquilamente con Enrique, mientras Nadine estaba en la Facultad, y averiguar cómo se las estaba arreglando para irla decepcionando sin llegarla a herir. Me enteré de que había optado por una suave decepción permanente y duradera, algo que casi no se notara, que fuera muy poco a poco, un trabajo tan paciente como el de andar pegando hojitas chiquititas. Simplemente algún día Nadine se iba a encontrar con que la mano que tanto le gustaba estrechar por calles y plazas era una mano sin voluntad, casi inerte, un peso blando y muerto que de pronto iba a empezar a causarle cierta repulsión, algo que ni besos ni orgasmos lograban ya hacer desaparecer. Y entonces, un buen día, con cualquier pretexto, lo iba a largar a patadas de su cuarto. Enrique abandonaría la habitación sonriente, sereno, inexplicable. Nadine tomaría eso como una prueba más del cinismo que su ceguera le había impedido descubrir hasta entonces, y así, de esta manera, su odio sería también permanente y duradero, permitiéndole al mismo tiempo echarle el ojo a algún compañero de estudios, porque al lado de Enrique quién no saldría ganando con la comparación. Y todo esto por las razones ocultas, pensaba yo, pero Enrique andaba tan concentrado en lo de pegar perfecto cada papelito, montándolo exactamente un centímetro sobre el de arriba, que yo nunca encontraba el momento preciso para preguntarle rotundo en qué demonios consistían esas famosas razones…
…Inolvidable Enrique Álvarez de Manzaneda. No, en el fondo, nunca dudé de ti. Nunca te defendí como era debido, es cierto, pero también yo tenía mis problemas, y entre ellos aquél tan gordo de andar salvando constantemente mi matrimonio con Inés. Con ella podía llevarme de maravilla, eso era muy posible, pero casarme con ella en muchas formas fue casarme con todo el Grupo, invadían tu vida privada, decidían quién eras y con quién te juntabas, y ya lo he escrito por ahí antes: Karl Marx terminó apoderándose de la camota, terminó apoderándose también de la otra cama, la del departamento al que me mudé con ella, y hasta me expulsó de ahí algunas veces. Bueno, Enrique, esas cosas tú las comprendías mejor que yo, y algún día, pero qué tal día, también yo me enteré de que siempre me habías considerado tu gran amigo, de que nunca dudaste de mi cariño. Pero aquello estaba lejano aún, y además habría sido mejor que no llegara nunca, sí, habría sido mejor seguir dudando toda la vida, porque aquella vez me tocó vivir una de las situaciones más exageradas del mundo.
Ahora lo entiendo todo. Hace años ya que lo entendí todo. A Nadine no le ibas a contar lo del bultito, jamás te habrías rebajado a despertar la piedad de una muchacha llena de virtudes, llena de amor por ti. Pegabas papelitos sonriente mientras tanto. ¡Qué bárbaro! ¡Cuántas cosas más inventaste para que pasara aquel tiempo indefinido que te quedaba! ¡Qué astucias las que empleaste para que a Nadine se le fuera el amor, así, solito! Sin herirla, solías decir. Y me consta que no la heriste. Y por ahí la seguí viendo pasar bien agarradita de la mano de un rubio con aspiraciones a dandy, que llevaba una gran capa, negra por fuera, roja por dentro. Yo ya no vivía en nuestro techo pero a veces la cruzaba, me saludaba como se saluda a un mal recuerdo. Un día me sentí tentado a acercármele. Ya tú habías desaparecido «misteriosamente», en fin, ya te habías regresado a España. Quise acercármele, quise contarle la verdad, pero sabía que eso sólo habías querido contármelo a mí, y en su debido momento. Seguí de largo. Ah… recuerdo la cantidad de veces que te insinué que me hablaras de aquellas razones ocultas. Y tú que siempre supiste que me lo ibas a contar algún día, cuando ya no te quedara la menor duda, cuando llegara el momento oportuno, porque yo fui el único amigo que tuviste en París, amigo del policía, amigo del gigoló, amigo del donjuán que tan bien supo engatusar a la bella Nadine.
Cuesta trabajo a veces volver desde el sillón Voltaire hasta aquellos episodios, pero qué se le va a hacer, y ahí estamos Inés, Nadine, Enrique y yo, tratando de celebrar con una botella de leche las flamantes paredes blancas del cuartito de Enrique. Por fin habíamos terminado, o mejor dicho, por fin había terminado Enrique, porque yo casi desde el comienzo me limité a quedarme tirado en su cama, fumando y merodeando en torno a sus razones ocultas. No saqué nada en claro, y en cambio me gané un buen sermón de parte de Inés. Un buen sermón laico, por supuesto, pero aclaro de todos modos, por respeto a la objetividad, es decir, a la Inés de entonces, una mujer clara, materialista y atea. Arrancó acusándome de holgazanería. Normalmente, un peruano acusa a otro de andar flojeando, pero Inés deseaba que también Enrique acusara el golpe y prefirió hablar de holgazanería, palabra esta que me llenó de una flojera espantosa y me quitó por completo las ganas de seguirla oyendo. Propuse un brindis con blanca leche por las blancas paredes, con lo cual no sólo fui holgazán sino además niño. Y con lo cual habíamos llegado por fin al nivel y al tono en que se daban nuestras discusiones. Inés, maternal y permisiva, dijo lo que tenía que decir, y acto seguido empezó a perdonarme. Yo, despojado de mi edad adulta, la escuché comodísimo, sonriente y en estado de franca erección.
Mi vida sexual, por aquel entonces, era así: Sigmund Freud, a menudo, Henry Miller, también a menudo, desde que lo descubrí, y Gustavo Adolfo Bécquer, leído por un adolescente niño bien, que además ha visto en el cine una de Romeo y Julieta, muy a menudo los domingos por la tarde, esto último de nacimiento. Con Inés me funcionaban las tres cosas, al mismo tiempo, lo cual para mí era la mayor prueba de que estaba enamorado, no sé si decir hasta las patas, de cuerpo entero, o hasta el fondo del alma. Pero, en fin, como a ella el que más le gustaba era el producto freudiano, en mi afán de conservarla, nunca le di cara con más de diez años de edad. Enrique tenía sus astucias para no herir a Nadine, y yo las mías para que Inés no me hiriera a mí. Pero ya he contado antes que precisamente por serle fiel a esa imagen, lo cual quería decir ser siempre como a Inés le gustaba que fuera, aun en los peores momentos, Inés se largó un día. Moraleja: fue Inés la que cambió. Lo decía Italo Svevo: «La vida no es ni fea ni hermosa; es original». Moraleja: hay que andar cambiando todo el tiempo para poder seguir el ritmo tan original de la vida. Conclusión: soy, o bruto, o terco, o fiel a no sé qué, o soy muy poco original.
No bien terminó Inés de perdonarme, Nadine empezó a castigar a Enrique: Bueno, claro, cualquiera desea vivir en un cuarto con paredes blancas y limpias, pero mira tú a Martín, trabaja todas las horas que puede en ese colegio de mala muerte, y por las tardes se encierra a escribir; bueno, es cierto que últimamente ha fallado un poco, pero casi siempre se encierra a escribir su novela sobre los sindicatos pesqueros (casi me meto debajo de la cama, de vergüenza). Martín tiene ideales, va a llegar a ser el escritor que desea ser (otra vez casi me meto bajo la cama), y mientras tanto trabaja donde puede,
pero
trabaja… Por supuesto, Enrique, comprendo que cualquiera desee vivir en un cuarto con paredes limpias, pero ahora que has terminado,
por fin
, es preciso que empieces a buscar trabajo. Hace semanas que trato de llevarte a casa de mis padres; ya te he dicho cuáles son mis proyectos, ya te he hablado del laboratorio, ¿qué piensas tú, Inés?
Inés pensó, con voz definitiva, que sus proyectos calzaban perfectamente con la finalización blanca del empapelamiento de Enrique. Yo casi digo «Calzados El Diamante, calzan al pie como un guante», pero me aguanté en los diez años en que me había dejado Inés, por consideración a un inquieto tac tac tac tac que Enrique había iniciado con los dedos, en la mesita sobre la que estaba sentado. Lo que no pude fue aguantarme la risa que me dio haber asociado la frase de Inés con el comercial de los zapatos El Diamante, allá en el Perú, con lo cual quedé de diez años también para Nadine, que acababa de terminar con su sermón particular. Bueno, ahora le tocaba responder a Enrique. Sonriente, sereno, firme: suave decepción permanente y duradera, muy poco a poco. Tendió la mano derecha, para que Nadine se la convirtiera en manita, pero lo que tomó impaciente Nadine fue sólo una mano. Increíble lo rápido que pasa agua bajo los puentes en algunos amores.
Suave decepción permanente y duradera: Enrique aceptó someterse a las visitas a los padres de Nadine, al tío de Nadine, y al laboratorio donde trabajaba el tío de Nadine. Lo llevaron y lo trajeron de la manita. Lo primero, porque fue sonriente a las tres visitas, y hasta logró abrirle un breve paréntesis al racismo del tío de Nadine, y lo segundo, porque había un puesto libre en el laboratorio. Un puesto, a decir de Nadine, desde el cual se podía empezar una carrera chiquita en el mundo de la farmacología chiquita, porque el laboratorio era chiquito, pero algo es algo y sobre todo tratándose de un español, porque normalmente los españoles son obreros, claro que no es el caso de Enrique, pero el caso de Enrique es aún más difícil por tratarse de un español que no es obrero, de un antifranquista que no es exiliado, de un exiliado que no es antifranquista, y de un tipo al que más de uno, entre los amigos de Inés, ha acusado de ser en realidad un policía español. Empecé a rascarme la cabeza y a mirar a Enrique que también se estaba rascando la cabeza y que también me estaba mirando. ¡Cojones!, debía estar a punto de exclamar él, porque yo, siendo peruano, estaba a punto de exclamar: ¡La cagada, compadre!
O es que la gente se vuelve realista muy rápido, o es que yo llego tarde a todas las edades de la vida. Lo cierto es que escuchando a Nadine, sentí que nunca había tenido diez años tanto en mi vida. Y hasta pensé que era Enrique el que debía estarse decepcionando, dura y rápidamente. La mujercita que le había tocado. Pensar que hacía tan poco tiempo era linda
tan
enamorada con su voz ronca y jadeante. Ahora también lo era, qué duda cabía, era bella, estaba muy enamorada, conservaba su voz ronca y acababa de estarnos hablando jadeantemente. No sé cómo explicarlo, un cambio de linda a bella no era toda la diferencia, tampoco un cambio de
tan
a muy enamorada. No sé, digamos simplemente que de pronto algo no resistió el análisis. Y sin duda alguna era por eso que Enrique se estaba rascando la cabeza también.