La vida exagerada de Martín Romaña (21 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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—Mira, Enrique, toca tú ahora.

Enrique me miraba desconcertado, lo había sorprendido. Y en efecto, es sorprendente cómo a veces, buscando al niño que tanto me sirve y no me sirve haber mantenido y cultivado, encuentro al hombre maduro capaz de ofrecer solidaridad, protección y compañía, capaz de comprender hasta meterse en el pellejo del otro para sentir o pensar lo mismo, capaz incluso de pedir aumento en el trabajo, en fin, capaz de un montón de cosas a la hora de la verdad. Permítanme que me eche esta flor: soy, lo que se dice, un tipo que se crece ante la adversidad. Bueno, siempre y cuando considere que la adversidad vale la pena.

Pasado ese gran momento, vuelvo a la normalidad. Es decir, a aquellos altibajos por los que Inés me consideraba un perfecto ejemplar de insoportabilidad, un estrangulable y un perdonable, todo al mismo tiempo. Pobre Inés, con lo claras que le gustaban las cosas, conmigo debió haber vivido siempre presa de mil contradicciones. Pero a mí no me cabe la menor duda: con un poco de humor habría podido seguir perfectamente el ritmo de mi ondulación permanente. Aunque claro, pensándolo aún mejor, cómo habría aceptado que
yo
le perdonara la perfecta formación marxista con la cual criticaba siempre todo lo que
yo
hacía, para poder perdonarme después, y que en la vida práctica tan sólo le sirvió para acumular vida sin mí. Jamás lo habría aceptado. Pobre. Todavía a veces me provoca mandarle como obsequio la biografía de Henry Ford o algo así. Lo haría, lo haría si supiera que, por fin, se me va a sonreír.

Perdónenme estas caídas-recaídas en mi sillón Voltaire, pero creo que resultan bastante comprensibles. Se entrega uno de lleno al recuerdo de esas épocas, y al mismo tiempo no logra sacarles una frase que vaya con el orden de los acontecimientos. Tal vez sea también un rechazo a seguir hablando de lo de Enrique. Sí. Porque cartas de las Antillas no llegaron jamás y hubo simplemente aquel día en que Nadine ya no pasó a preguntar si habían llegado cartas de las Antillas y luego aquella noche en que después del cine subió a su cuarto con el nuevo amigo de la Facultad. En el techo todo el mundo bajó la cabeza, porque todo el mundo quería a Enrique, pero nadie estaba dispuesto a compadecerlo ni a encontrarle atenuante alguno a su comportamiento con Nadine. Y si le dolía, pues bien merecido que se lo tenía. Por más buena persona que fuera, opinaba, por ejemplo, Carmen la de Ronda, con
la
Nadine se había portado muy extrañamente y estaba muy bien que ella se hubiese conseguido a ese joven estudioso, sonriente y trabajado.

—Claro, Carmen —le dije.

Eso fue cuando Enrique me había mostrado el resultado del tercer análisis. Cosas de amigos, de que todo quedara claro para mí hasta el fin. Y silencio ahora, ahora a seguir viviendo en el cuartucho que parecía un burdelito con las paredes de hojitas blancas y redondelitas coloradas. Iba al Banco a cobrar su cheque, me cortaba el pelo, tomaba leche en la Place de la Contrescarpe y merodeaba por los corredores en las horas en que Nadine asistía a la Facultad. Nunca los vi cruzarse.

En cambio el Grupo sí que volvió a cruzarse en nuestra amistad. La culpa fue mía. De esta bestia que recuerda. Yo había faltado a varias reuniones por quedarme en el techo, como quien acompaña a Enrique, y un día, al volver, me acusaron de andar perdiendo un tiempo que era de oro para todos, por culpa de un tipo cuya influencia negativa sobre mí ya estaba más que probada. Yo no ofrecía, por consiguiente, ninguna seguridad. Pasaba tarde tras tarde con un policía, y ahora, además, andaba cabizbajo porque el policía-gigoló acababa de perder a su niña. No miré a Inés, por temor a que empezara a bizquear. Ya en dos oportunidades la había visto bizquear al surgir algún problema entre el Grupo y yo.

No puedo decir que esos golpes bajos me agarraron desprevenido. En realidad, los estaba esperando. Me di cuenta de ello porque respondí utilizando el grave estilo que se empleaba cuando se tocaban temas de fondo. ¡Cómo gozaban con los temas de fondo en el Grupo! Respiraban hondo y profundo, cerraban los libros o documentos que estábamos discutiendo, adoptaban actitudes de alerta en sus asientos, encendían cigarrillos, en fin, no sé qué sentían los muy huevones, pero se me hace que muchos se sentían instalados en un foco guerrillero y con ejército enemigo avanzando entre la maleza y a punto de caer en la emboscada. Y así se me pusieron ese día, hasta el punto de que yo, tras echarle una buena miradota a los mocasines pequeñoburgueses del Director de Lecturas, casi le digo que aprovechara la oportunidad que estaba viviendo, porque en otra acción guerrillera no lo veía ni de a vainas con esos zapatitos tan poco heroicos. ¡Mierda!, por qué no escribía yo sobre esas cosas entonces, en vez de andar robándole materiales a Marx y a personajes de mi techo para una novela sobre sindicatos pesqueros. Por cobarde, me imagino, o por miedo a perder a Inés. O las dos cosas combinadas con la dosis de juventud y los ideales y los tipos que siempre estuvieron a la altura de los ideales. Porque también existían esos tipos. Y además, en el mundo en que vivía todo el mundo pensaba así, ése era el pensamiento de todo el mundo en aquel París aquel. Sólo un tipo como Enrique tenía los cojones de no creer tanto en nada.

Bueno, pero el acusado se defiende. Me defendí pésimo porque solté la verdad, tanta verdad que hasta le quité gravedad a la grave sesión de aquella tarde. De sus actitudes de alerta, los camaradas pasaron a la actitud de ¿Y eso cómo se come, compadre? Pobre camarada Víctor Hugo (pensé en mi novela, y le pedí perdón a Víctor Hugo por andar usándole el nombre), al camarada nos lo han engañado como a cholito, se nos va a quedar sin su amigo policía, Víctor Hugo, ¿un gigoló con cáncer?, eso todavía no se ha visto, camarada. Me trompeé contra el Grupo entero, pero debo decir, en honor a la verdad, que nadie me dio un golpe malintencionado. Por temor a Inés, claro.

El día 10 de mayo de 1967, por acuerdo tomado en reunión del Grupo (a la que no asistí), éste, por unanimidad, decidió enviar al camarada Vladimir II, ex estudiante de Medicina, a sostener larga conversación sobre este tema, a manera de sondeo y con disimulo, con Enrique Álvarez de Manzaneda. Objetivo: averiguar si en realidad el amigo de Víctor Hugo sabe algo de Medicina, ya que a todos les hace creer que sus estudios estaban a punto de concluir cuando tuvo que abandonar España, y en eso se puede estar basando ahora para engañar nuevamente a nuestro camarada.

Ni que decir que Enrique pasó unas horas de lo más divertidas. Él mismo me lo contó, en su afán de que entre nosotros todo quedara siempre contado. Se las olió desde que Vladimir II le tocó la puerta, a qué santos iba a venir a visitarlo un tipo con el cual apenas había cruzado un par de esquivas palabras. Le dio mucha risa, y además, todo era buen pretexto para matar el tiempo, mientras el tiempo… Bueno, lo cierto es que, tras haberle probado a Vladimir II, que de ex estudiante de Medicina sólo tenía un año de Medicina, que de Medicina no sabía prácticamente nada, con lo cual lo dejó como a gallito de pelea, incurrió voluntariamente en todo tipo de contradicciones, muerto de risa, con lo cual dejó al gallito de pelea convencido de que Enrique Álvarez de Manzaneda de Medicina no sabía absolutamente nada.

—Y ahora arréglatelas como puedas —me dijo, sonriendo—, pero que a mí no me vengan a joder más.

Me encerré en mi cuarto pensando en todo lo que me esperaba en la próxima reunión del Grupo. Inés insistía en que yo asistiera. Pensaba además en Enrique, pensaba con orgullo en ese amigo que me había perdonado una indiscreción tan grande, y que estando desahuciado se daba tiempo para aceptar tamañas cojudeces y además les sacaba partido convirtiéndolas en risas, bromas y burlas. Pero pensaba también en otra cosa: en mis propios bultitos. Yo había decidido volverme loco un rato cuando Enrique me contó lo de su bultito. Lo logré fácilmente, y logré tocarme hasta cinco bultitos. Ganglios, nada más que ganglios un poquito inflamados, le había dicho para tranquilizarlo (perdonen la palabra). Pero habían transcurrido semanas y los bultitos seguían ahí. Me los estaba controlando nerviosamente cuando apareció Inés.

—Inés, toca; empiezan a no dejarme dormir. Hay que pedir cita con un médico.

—Martín, por favor…

Inútil explicarle que habían empezado como un asunto de solidaridad con el bultito de Enrique. Más inútil todavía pedirle un poco de solidaridad conmigo, ahora, y que por favor jamás le fuera a decir a Enrique que a qué santos se le había ocurrido mostrarle su bultito a un hipocondriaco como yo. Ahí me tenía con cinco bultitos y sin poder dormir, yo no era más que un patético caso de hipocondriaco solidario.

Inés conoció todo mi cuerpo menos aquellos cinco bultitos mágicos y simbólicos que aquí tengo todavía. Y años después, cuando nuestro cariño ya no era más que retazos de todo esto que voy contando, una muchacha bastante miope me señaló los cinco bultitos desde una prudente distancia. Le pregunté su nombre. Octavia, me dijo. Me enamoré imprudentemente de Octavia, mientras le contaba la historia de Enrique con su otro desenlace, el nuestro, el de cómo llegué tarde donde el amigo que tanto me había esperado. Pero era imposible contar esa historia sin que se mezclara con la de mi matrimonio. Y era imposible también no contarle a Octavia la historia de aquel matrimonio.

OCTAVIA
ME ESCUCHABA
ATENTAMENTE
HABÍA DESEADO TANTO ESE MATRIMONIO, OCTAVIA

Lo que le conté era ya un recuerdo. Y ahora, como en aquel recuerdo, creo siempre que todo debe empezar aquella tarde veraniega del 67. Las tensiones en el Grupo continuaban, pero yo siempre me las arreglaba para terminar de una manera u otra en el techo, un lugar en el que Inés y yo olvidábamos a menudo el mundo en el que andábamos metidos. Nos metíamos a la cama, eso era todo.

O mejor dicho, casi todo. De eso me enteré una calurosa tarde de julio, en que unos amigos españoles, recién casados, nos habían invitado a tomar una copa en su departamento del Barrio Latino. Fue la primera vez que vi mi sillón Voltaire, y prácticamente no le hice caso alguno, quién iba a imaginar que algún día esa pareja iba a retornar a España y que yo iba a terminar instalado en el departamento que dejaban, con sillón Voltaire y todo, cómo imaginar entonces lo que aquel sillón habría de representar algún día en mi vida. Sin él, por ejemplo, no estaría contando esta historia. Y en él, también, se la fui contando a Octavia, que me escuchaba tan atentamente.

Llegamos Inés y yo muy contentos. Nos encantaba conocer gente de otras nacionalidades, y Carmen y Alberto eran la gente más indicada para enseñarnos mil cosas sobre la España de Franco, de la que todo el mundo maldecía y a la que todo el mundo se iba a pasar sus vacaciones. En todo caso, Carmen y Alberto maldecían mejor que nadie, y con conocimiento de causa, a Franco y al turismo, y eso a Inés y a mí nos resultaba más provechoso que las historias que se contaban por ahí.

Pero aquella tarde no salimos nada contentos. Culpa de esta bestia que recuerda, por supuesto, que no entendió a tiempo que la conversación tan en broma que entablamos era, en realidad, una conversación tan en serio. Como todos los recién casados que observan a una pareja aún soltera, Carmen y Alberto nos soltaron la pregunta a bocajarro: ¿Y ustedes, cuándo? Una sonrisa es la respuesta más conocida a esta pregunta, agregándose también muy a menudo, un «pronto» que deja a todo el mundo satisfecho.

—Pronto —dije yo, que soñaba con casarme con Inés.

—De acuerdo con que pronto, pero ¿cuándo? —intervino Inés, inesperadamente.

—Claro, Martín: ¿cuándo? —intervino, a su vez, Alberto, muy inesperadamente.

—¿Cuándo, Martín? —remató Carmen, más inesperadamente todavía.

En el Perú se solía responder: Cuando me den naranjas sin pepas Huando. Pero no crean que yo dije eso, no, tan en broma no me lo tomé, aunque parece que lo que dije fue mucho peor que lo de las naranjas Huando. Dije, simple y llanamente, que mi educación y mi respeto por Inés y por mí mismo me impedían casarme antes de tener una refrigeradora y un perro fino, uno como los que había en casa de mis padres. Creo que el sillón Voltaire me debía estar observando, ya entonces. Y creo también que hasta debía estar comprendiéndome y dándome toda la razón. Mi asunto era bastante simbólico, significaba muchas cosas, en todo caso, significaba por ejemplo que yo deseaba darle a Inés algo mejor que un lugar permanente en un cuartucho destartalado. Y qué demonios, aunque sólo significara que deseaba una refrigeradora para ella, y un perro para mí, no creo que haya nada de malo en eso. Y tampoco creí entonces que ellos lo hubieran tomado tan a mal. Se habían reído con mi respuesta, seguían riéndose, incluso.

Mas al cabo de un ratito, sólo Carmen y Alberto seguían riéndose. Es cierto, yo debí haberme fijado en que Inés no se estaba riendo ya, pero la verdad es que no me di cuenta de nada y me arranqué con una larga descripción de la enorme refrigeradora de casa de mis padres y de lo alegre que era tener un perro que se lanzara del trampolín de la piscina, como en casa de mis padres. Yo quería uno igualito, para sacarlo tres veces al día a cagar en la vereda, delante del edificio, en venganza por la cantidad de veces que un distraído como yo anda pisando caca de perro en París. Yo le daría de comer, yo lo sacaría a pasear, yo lo bañaría todos los sábados (pensé que Enrique podría ayudarme, pero francamente no me atreví a mencionarlo en esa conversación), yo lo abrigaría en los días más fríos del invierno, en París venden unas capitas escocesas que les quedan de lo más graciosas, si el perro es marrón podríamos comprarle una capita a cuadritos verde y…

—¡Vete a la mierda, Martín! —me interrumpió Inés, llorando.

Volteé a mirar la risa de Carmen y Alberto, pero parece que hacía horas que se habían hartado de mi estúpida visión del mundo. Me sentí pésimo, pésimo por Inés y pésimo por mí: no teníamos tanta confianza con aquellos amigos como para soltarles nuestros dramas preconyugales en una de las primeras visitas que les hacíamos. No me quedaba más remedio que arreglar la situación inmediatamente. Renuncio a la refrigeradora, dije, pensando con ternura en el perro.

—¡Vete a la mierda, Martín! —Inés, otra vez.

Renuncié también al perro, en menos de lo que canta un gallo, y con profunda convicción me entregué al tipo de matrimonio que Inés deseara, casi saco lápiz y papel para anotar fecha, hora y lugar. ¡Ah, mi sillón Voltaire! Pensar que desde aquella tarde estuvo allí, pensar que yo ni siquiera me senté en él (Inés se pasó todita la tarde sentada en él), él debería contar estas cosas, aunque también es cierto que me ayuda tanto a contarlas hoy. En fin, la actitud de quien va a sacar lápiz y papel ayudó bastante. Inés paró de llorar, ahora sólo sollozaba, dejando cierta distancia entre un sollozo y otro, aunque a juzgar por las miraditas que me estaban cayendo, el score continuaba 3 a 1. Decidido a alterar tan desfavorable estado de cosas, me arranqué a introducir todo tipo de promesas muy prometedoras, muy factibles, muy maduras, y conducentes todas a distanciar más y más los sollozos de Inés, hasta que uno de ellos fuera por fin el último y pudiéramos pasar a lo de la lista de los invitados o algo así. Francamente, al final se podía obtener cualquier cosa de mí, yo lo deseaba, lo deseaba realmente.

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