Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Pero yo opté por no adivinar los pensamientos de Enrique, entonces, y seguí insistiendo en que no iba a ser fácil terminar de decepcionar a Nadine sin llegarla a herir. Su nueva táctica, por ejemplo, me parecía francamente descarada, me parecía burda, grosera, fácil de desenmascarar. Enrique había rechazado sorpresivamente el puesto que le ofrecieron en el laboratorio, alegando que no le convenía, que él de química no sabía gran cosa, y que prefería escribir a las diversas empresas que ofrecían algún trabajo en los periódicos. Nadine enfureció al comienzo, pero luego, ante la perspectiva de que Enrique consiguiera un puesto desde el cual se pudiese empezar una carrera no tan chiquita, fue cediendo poco a poco, y terminó trayéndole día tras día todos los periódicos. Enrique escribía, esperaba respuesta, y cuando ésta era positiva y lo llamaban para una entrevista, echaba el papel a la basura y escribía otra carta. Casi siempre encontraba una buena razón para tranquilizar a Nadine, y cuando no lograba hacerlo, acudía a la cita y regresaba diciendo que todo era un embuste, que el puesto lo habían pintado color de rosa en el periódico, pero que la entrevista le había probado que la realidad era otra.
Hasta yo empecé a enervarme. Nuevamente las razones ocultas de Enrique empezaron a irritarme; no, Nadine podía tener un sentido práctico horripilante, pero eso era otro problema, Enrique no tenía derecho alguno para mantenerla en ese estado de angustia y de inútil espera. Recuerdo haberme impacientado un día, mientras trataba de consolar a Nadine. Me tocaron la puerta en plena novela y yo abrí feliz, pero en vez de ser Inés o algún buen amigo, era Nadine llorando a mares y con toda la razón del mundo. Lo de Enrique empezaba a resultarle insoportable, ella lo amaba pero simplemente ya no podía soportar esa situación, no había derecho para que un hombre rechazara trabajo tras trabajo cuando no tenía trabajo alguno, comprende, Martín, no hay derecho, ¿qué piensas tú?
Pensé que si mi madre me hubiese enviado todos los meses un cheque, jamás habría aceptado trabajo alguno, tampoco, y hasta estuve a punto de sonreír evocando los buenos tiempos en que mi padre me enviaba cheque tras cheque. Pero luego pensé que por Inés yo habría trabajado en cualquier parte, hasta de guerrillero, tal vez, y eso me hizo sentirme profundamente mayor de edad y rotundamente maduro, casi corro a llamar a Inés para que me viera. En fin, más urgente era aplicarle mi súbita madurez al problema que tenía sollozando entre mis brazos. Pobre Nadine, fue lo primero que dije, con voz muy grave, muy triste, tan triste que a mí mismo me entró una pena infinita, tanta pena que no me atreví a repetir lo de pobre Nadine, por temor a terminar sollozando también. Definitivamente, cada cara a cara con el amor de Nadine terminaba conmigo convertido en el vivo espejo del vivo espejo. Lo sé, nunca he podido soportar las penas de amor. Empezando por las mías. Ése ha sido siempre el lado más flaco de mi sensibilidad híper, qué hacer, no tiene remedio, me lo dijo un médico al que acudí una vez porque me habían dicho que curaba todo lo del alma. Si vieran cómo le encontré. Lo acababa de abandonar su esposa a los sesenta años. Comprendí que en el mundo moderno se abandona aun a los sesenta años, comprendí que estaba frito.
También Nadine estaba frita, sollozaba frita. Claro, con ese sentido práctico, seguro que pronto iba a reaccionar, pero mi madurez no estaba ante un caso futuro sino ante un caso presente. No pudiendo repetir lo de pobre Nadine, por temor a mis lágrimas, prometí una cita de hombre a hombre con Enrique, situación esta que siempre he preferido vivir con una mujer, y enseguida puse a prueba una serie de diatribas contra ese vago, contra ese irresponsable, contra ese individuo incapaz de asumir responsabilidad alguna. Aquí recordé que Enrique le había dicho a Nadine, la noche en que ya no quedaron más vírgenes en el techo, y justito antes de que ella se le lanzara encima, que no estaba dispuesto a asumir responsabilidad alguna. Abandoné, pues, este punto, para no calumniar a un amigo, y volví a las diatribas e insultos de todo tipo. Llegué, sin convicción alguna, hasta cobarde.
—¡Cobarde será tu Inés! —saltó Nadine, dejándome turulato—. ¡Por qué no se atreve a decirle cara a cara a Enrique que es policía! ¡¿Acaso no lo anda diciendo por todas partes con sus comunistas?!
Portazo.
Lo poco psicólogo que soy a veces. Yo creía haber estado obteniendo el efecto contrario, ya que hasta pensé haber estado preparando a Nadine para una ruptura definitiva con Enrique, seguida incluso por una buena acompañada roja hasta su cuarto, seguida luego por una buena charla sobre mi novela y los sindicatos pesqueros, seguida a su vez por un préstamo de un librito facilongo de Lenin, y seguida finalmente por nuevas, ocultas y personales charlas con ella, sobre todo y sobre nada, sobre todo y sobre el proletariado, sobre el proletariado y sobre los crímenes del capitalismo… Yo que creía haber estado ayudando a medio mundo, ayudando a Nadine, porque iba a desviar su sufrimiento hacia una causa superior, ayudando a Enrique, porque le iba a desviar a Nadine de su camino, ayudándome a mí mismo, porque por primera vez iba a llegar a una reunión del Grupo con un nuevo cuadro político y ya nadie me iba a poder acusar de andar desviándome del tema en debate, y ayudando finalmente al Grupo, porque un poco de sentido práctico, un poco de ese sentido de la realidad que a Nadine le sobraba, al Grupo le hacía falta a gritos. Me miré en el espejo: ¡Bravo, Martín Romaña! Casi abro la puerta para tirarme otro portazo yo mismo.
¿Qué hacer?… La frase era de Lenin y me dio una rabia espantosa, motivo por el cual me repetí bien claro: ¿Y ahora qué hago?, y salí disparado hacia la habitación de Enrique. No necesité llegar: ahí estaban los mismos sollozos que acababan de abandonar mi habitación. Me detuve, y otra vez me salió un automático: ¿Qué hacer? Ah, si los muchachos del Grupo me oyeran pensar en voz alta… Me inundarían con su confianza los camaradowskis. Repetí furioso: ¿Ahora qué hago?, pensando, al mismo tiempo, si Nadine recuerda todo lo que le he dicho, si Nadine le cuenta a Enrique todo lo que recuerda, y si Enrique le cree una décima parte de lo que yo he dicho y ella ha recordado, estoy jodido. ¡Mierda, qué hago! Me acerqué hasta la puerta y pegué oreja. Todo, lo estaba recordando y diciendo todo. Y agregó, además, la muy hija de puta, que en el fondo yo también pensaba (sollozo, aquí) que él (sollozo enorme, aquí) era (¡Qué tal hija de puta!) un (sollozo de rabia e impotencia, mío) policía es-es-es-es— pañol. Psicólogo, maduro, y con mi juego de espejos metido en el culo, esperé mi turno para entrar a sollozar en brazos de Enrique.
Y aquí me imagino que empieza el desenlace de la historia de amor de Nadine y Enrique. El otro, el nuestro, el de Enrique Álvarez de Manzaneda y Martín Romaña, quedó para mucho más tarde. Tuve que esperar hasta mi primera gran crisis matrimonial para enterarme de aquel otro desenlace. En cambio, lo de Nadine y Enrique empezó aquella misma tarde de los sollozos en la que él nos consoló a ambos y nos hizo amistar. Primero se ocupó de Nadine, mostrándole una serie de direcciones de laboratorios en las Antillas, esa misma noche iba a escribir solicitando trabajo. Las cartas tardarían en llegar, tardarían también en ser leídas, y tardarían también, claro, en ser respondidas. Pero eso, a cambio de las soleadas Antillas, donde él incluso podría arreglárselas para terminar el año de Medicina que le faltaba. ¿Valía o no valía la pena? Nadine quedó como quien está a punto de enviar una tarjeta postal diciendo que es próspera y feliz en las Antillas. Yo me quedé con la boca abierta, hasta que un sonriente y sereno guiño de ojos de Enrique me hizo comprender que a Nadine no le había creído ni papa, que no había tomado para nada el asunto en serio, y que ya hablaríamos más tarde de las cosas de siempre.
Pero no nos quedó mucho tiempo para hablar de las cosas de siempre. La vida nos lo impidió, aunque hoy más bien diría que fue la muerte. Lo recuerdo muy bien. Nadine acababa de partir hacia su Facultad, tras comprobar que el correo de esa mañana tampoco había traído respuesta de las Antillas. Yo regresé furioso del colegio porque la directora, alegando que los alumnos no habían asistido, se negó a pagarme un día de huelga de transportes públicos en que fui a trabajar caminando. El colegio quedaba bastante cerca, y también los alumnos vivían cerca. Claro, ellos se aprovecharon de la huelga, pero yo no podía no ir porque de eso vivía. Fui, además, porque de haber faltado me hubiese amenazado con bajarme el sueldo o con expulsarme. Jamás lo iba a hacer, porque yo era un tonto útil, pero ésos eran los pretextos que luego utilizaba para no pagarme la tarifa oficial. Total que regresé furioso y toqué la puerta del cuarto de Enrique para entrar a desahogarme un poco con él. Increíble: Enrique se había comprado dos enormes pliegos de papel rojo y estaba recortando pacientemente unas redondelitas. Ya había un buen centenar de redondelitas rojas sobre la mesa.
—¿Y eso para qué es? —le pregunté.
—Para alegrar las paredes de la habitación. Las voy a pegar al centro de las hojitas blancas.
—Tu cuarto va a parecer un burdelito.
—Bah, son tan horribles estos cuartos que cualquier cosa los alegra.
—Pero Nadine se va a volver loca si empiezas otra vez con esas cosas.
—Bah, mientras llega alguna respuesta de las Antillas.
—Enrique, ¿de qué respuestas estás hablando? La única que espera respuestas en esta historia es Nadine.
—No creas. Cada día las espera menos. Anoche salió al cine con un amigo que se ha conseguido por ahí.
—¿Y ya vio las redondelitas?
—Vio que no había correo. Con eso se contentó.
Enrique me miró con cara de que los hombres también lloran, con los ojos bañados en lágrimas, en realidad, y yo empecé a no entender nada, pero por si acaso empecé también a perder edad madura. No quisiera que tomaran esto a cobardía de mi parte. No sé cómo explicarlo, pero el principio que rige mi conducta sería más o menos el siguiente: cuando lloran los valientes, yo me voy echando atrás en edad, para que se sigan sintiendo valientes. No sé cómo explicarlo, realmente, pero digamos que puedo retroceder hasta la infancia para que un hombre pueda llorar cómodamente. Tal vez sea que los hombres son tan tontos que piensan que llorando pierden hombría, y entonces, yo, o trato de que se sientan siempre más grandes y fuertes, o trato de comunicarles un poco de infancia para que se desahoguen de una vez por todas. Las dos cosas a la vez, también, tal vez, ya digo que no sé bien cómo explicarlo.
Enrique llorando, por ejemplo. Porque ya estaba llorando como Dios manda. Yo me había reducido a mi mínima expresión pero al mismo tiempo era ojos y oídos del mundo para todo lo que quisiera comunicarme. Qué le pasaba a Enrique, qué te pasa, Enrique, soy tu amigo, Enrique, para eso están los amigos, Enrique, llora llora corazón, Enrique, llora si tienes por qué, mírame, Enrique, aquí estoy, inferiorísimo a ti, aceptando la enorme superioridad de tus lágrimas, mira cómo tiemblo, Enrique. Claro, nada de esto se dice, no hay que ser tan burro, tan sólo se comunica, y hondo, pero es uno de los logros a los que se llega con mis principios. Lo único que dijo Enrique, a lo largo de aquel llanto, fue Nadine. Dijo Nadine una sola vez y ya casi al final, porque después tuvo que empezar a ocuparse de mi llanto. De más está decir que yo lloraba como un niño.
Terminamos cortando redondelitas y absorbiendo magdalénicos mocos, hasta que llegó a ser una forma de decirnos un montón de cosas ese sonido de los mocos en el silencio del cuartucho. Después vinieron tardes en que anduvimos pegando redondelitas como locos. La verdad, era él el que las pegaba, porque yo tras lo ocurrido me había quedado tembleque para el resto de la vida o algo así, y nunca lograba pegarlas justo al centro de las hojitas blancas, como él deseaba. Tal vez debí esforzarme más, es cierto, pero entonces aún no había captado que Enrique combatía el desamparo a punta de minuciosidad. Y además, mi tembladera era abdominal, la peor de todas, porque desde ahí irradiaba por todo el cuerpo, acentuándose en los momentos en que volvía a clavárseme en la boca del estómago aquel Nadine pronunciado por Enrique, el Nadine de los valientes, el de las historias con personajes silenciosos y enigmáticos, en las que el malo es más bueno que el bueno porque resulta que era buenísimo al final, y porque toda su bondad estaba concentrada en unas razones ocultas que lo condenaban al silencio y al enigma.
Enrique se había colocado, solito, entre la espada y la pared. Y yo no sé si esto quiere decir algo, pero yo me sentía colocado entre Enrique, la espada y la pared. En fin, yo me entiendo. Son las situaciones a las que lo expone a uno la solidaridad humana y también aquellos momentos a los que suelo recurrir, que consisten en volverme loco un rato, aunque en aquel caso el asunto fue más bien del tipo permanente y duradero. Todo empezó cuando Enrique, entre dos redondelitas, me contó íntegro el contenido de sus razones ocultas. Por qué creía yo que él seguía pegando redondelitas, ¿para terminar de decepcionar a Nadine?… Yo debía ser muy poco observador si aún no me había dado cuenta de que Nadine cada noche iba más al cine con el nuevo amigo de la Facultad, ¿no me había fijado?, pero si ya casi ni pasaba a preguntar por las respuestas de las Antillas. En fin, ya se había logrado el objetivo (y también ya se ha llorado por Nadine, pensé yo, pero no me atreví a interrumpirlo), y ahora lo que se esperaba era otra cosa, un resultado, un nuevo resultado, mejor dicho, porque el primer análisis dio positivo, el segundo también dio positivo, el tercero era pura fórmula, y además él no había estudiado Medicina para nada. El bultito a un lado del cuello, justo debajo de la mandíbula, era un tumor maligno. Lo empezó a molestar por la época de Rolland, él lo había sospechado desde el comienzo, semanas antes de que Nadine lo invitara a tomar aquella copa en su habitación, inútil justificarse, inútil tratar de explicar por qué aceptó aquella invitación, y además ya me lo había explicado: humano, muy humano.
Lo siguiente en estos casos es tocar el bultito para creer. Y tratándose de mí, lo siguiente en estos casos es tocar el bultito y encontrarse immediatamente después uno exacto, cosa a la cual procedí desde el fondo del alma con un dedo aterrado que fue a dar de entrada donde no estaba el bultito de Enrique, apunté pésimo, obligándolo al pobre a recoger mi mano con santa serenidad, a desagarrotar el índice porque la mano se me acababa de convertir en puño, y a colocarlo en el lugar donde yo también iba a tener un bultito igual. La verdad es que tuve suerte porque resultó que luego yo tenía varios bultitos iguales, una verdadera colección de bultitos incluso mejores que el suyo, que mi solidaridad le ofrecía con la más profunda convicción, en un desesperado esfuerzo por convertir aquello en el juego de los bultitos y nada más.